_____ 37 _____

—¡Demonios! ¿Tan deprisa? -dijo Jim, echando a correr entre los árboles para ir al encuentro de sus hombres.

Había recorrido pesadamente unos cuantos metros cuando hubo de rendirse a la evidencia de que, con la armadura, no podía mantener ese ritmo y aminoró un poco el paso. Al llegar al linde de los árboles, visible ya el campo, vio a Brian y a los otros caballeros observando embelesados el primer escuadrón de la caballería francesa que, cerca ya del centro del campo y en compacta formación, imprimía una marcha de trote a sus monturas.

Justo delante de ellos, los ballesteros genoveses lanzaron al unísono un grito que nadie contestó en las filas inglesas. Los genoveses dispararon sus ballestas y sus saetas salieron proyectadas, como una ancha cenefa de rayas que hubieran dibujado en el fondo azul del cielo, y después se dispersaron para dejar el paso libre a la caballería que venía detrás.

La flechas cayeron en las posiciones inglesas, pero, a pesar de haberse quedado casi sin resuello en su afán por llegar junto a Brian y los demás, Jim estaba demasiado lejos para ver si habían causado muchas bajas. De los dos flancos de las tropas inglesas, donde se encontraban los arqueros, comenzaron a brotan arcos de flechas, y en el escuadrón francés algunos caballos se tambalearon o cayeron.

Los caballeros derribados no entorpecieron, sin embargo, el avance de la división, que había pasado del trote al medio galope, haciendo retronar el suelo bajo los cascos. Los pendones y estandartes ondeaban con fiereza bajo el sol mientras los atacantes colocaban sus lanzas en ristre. Era difícil creer que el pesado empuje de aquella impresionante tropa erizada de hierro no fuera a barrer cuanto hallara a su paso, y más a la delgada fila de ingleses que la aguardaba.

—¡Brian! -llamó casi sin aliento Jim cuando por fin llegó junto a sus compañeros-. ¿A qué estáis esperando? Será cuestión de poco tiempo el que los arqueros ocultos salgan a escena, si es que tales arqueros existen. En estos momentos el rey y su guardia están tan absortos en lo que sucede en el campo como vosotros mismos. ¡Todo el mundo a caballo! Que formen en cuña detrás de los árboles, listos para partir. ¡Que nadie se quite las hojas del caballo o de su atavío hasta que yo dé la orden!

Brian y sus compañeros pasaron a la acción como estatuas que de repente hubieran cobrado vida. Con Brian a la cabeza, se retiraron al interior de la espesura, haciendo señas a los hombres de armas para que los siguieran.

Jim se quedó, todavía jadeante, con una sola persona frente a él: Dafydd.

—¿No me habéis oído, Dafydd? -preguntó con voz carrasposa Jim-. Ocupaos de que estén listos vuestros hombres… vuestros arqueros. ¡Que se coloquen en sus puestos!

—Llevan media hora en sus posiciones -respondió Dafydd sin moverse-. Wat y el joven Clym Tyler están en el flanco derecho del sitio por donde cabalgará la cuña. Will del Howe está en el izquierdo, esperándome; y yo iré a sumarme a él ahora. Sólo me resta esclarecer algo. ¿Qué señal nos indicará a los arqueros que debemos quitarnos las ramas para volvernos visibles?

—Lo… -Jim, aún no del todo recuperado, tuvo que pararse para tomar aire-. Lo… más prudente es aguardar hasta el último momento.

Haré que los caballeros se quiten la hojas justo antes de iniciar el asalto, dado que existe el peligro de que alguno se olvidara de hacerlo si esperamos. Sería de desear, en cambio que a los arqueros os vieran lo más tarde posible. ¿Y si se situaran ya erguidos, preparados para disparar, y se quitaran las ramas justo en el momento en que nuestra cuña haya acabado de pasar entre ellos? ¿O será demasiado justo?

—No -aseguró Dafydd-. Si aprestamos las flechas en el momento en que pase la cuña, tendremos tiempo de sobra para apuntar. Lo haremos de ese modo entonces.

Dicho esto, se volvió y se alejó a grandes zancadas. Ni el rey ni su escolta se giraron a mirar y no vieron, por tanto, la hierba que movían a su paso las invisibles piernas de Dafydd. Una vez que se encontró en la posición desde la que dispararía, Dafydd se quedó de pie. Will del Howe, que estaba agachado, se levantó a su lado y, al verlos desde la escasa distancia que los separaba, los otros dos arqueros también adoptaron una posición erecta.

Jim se fue a toda prisa a reunirse con los demás y comprobó con alivio que todos estaban armados, montados y dispuestos, si bien la cuña aún no estaba formada. Theoluf lo esperaba en pie, sosteniendo las riendas del caballo de Jim. Jim subió a lomos de la cabalgadura y tomó la lanza que le tendía Theoluf, el cual subió después a su propio caballo.

Jim se dirigió entonces a la parte delantera de la cuña, donde se encontraban los caballeros.

—¿Preparados? -les preguntó-. Yo me situaré en la punta de la cuña…

—¡Por todos los demonios, que no haréis tal cosa! -se negó en redondo Brian. Luego respiró hondo y continuó en voz más baja-: Perdonadme si ha podido parecer que os faltara al respeto ante esos caballeros, James. Pero bien sabéis que yo conozco a la perfección vuestro grado de destreza con las armas, y con toda franqueza os digo a la cara que no sois la lanza que se necesita para rematar la punta de esta cuña. Yo cabalgaré en el vértice. Sir Raoul, os tengo por hombre que ha participado en más de una batalla. ¿Querréis cabalgar con la cabeza de vuestra montura a la altura del lomo de la mía, a mi derecha? John Chester, la misma posición a mi izquierda. Detrás de John Chester, Theoluf… ¡y recordad, Theoluf, que vuestro escudo debe guardar a dos hombres, no sólo a vos sino a sir James!

—Descuidad, sir Brian -respondió con determinación Theoluf-. Es lo último que olvidaría.

—James, vos os colocaréis en el medio, con el caballo directamente detrás de mío y la lanza ladeada a la izquierda por encima de la cruz del caballo de John Chester -prosiguió Brian-. Tom Seiver, vos iréis a la derecha de sir James, teniendo asimismo en cuenta que vuestro escudo ha de protegeros tanto a vos como a él, y dirigiréis la lanza a la derecha por encima de la cruz de la montura de sir Raoul, cuando se produzca el choque…

—¡Un momento! -lo interrumpió con vehemencia Jim-. ¿Qué pretendéis hacer conmigo, Brian? ¿Escoltarme como si fuera el rey de Francia? ¡Yo he venido aquí para luchar igual que el resto, porque va a ser necesario poner en juego todas y cada una de las lanzas de que disponemos!

—Todas las lanzas salvo la vuestra, James -puntualizó, implacable, Brian-. ¡Salvo la vuestra, James! Tened presente que, si algo os ocurriera, todo se echaría a perder. ¿Qué sentido tendría abrirnos camino hasta el rey francés, Malvino y el falso príncipe, si no siguierais vos vivo para enfrentaros a Malvino y poner al descubierto el artificio que confiere la apariencia de verdadero al falso príncipe? Si resultarais muerto durante el ataque, de nada habría servido éste. Tal como son las cosas, no dudo que tendréis quehacer suficiente, incluso estando, como estáis, rodeado por todos nosotros.

Jim reprimió una mueca de disgusto. Eran los mismos argumentos que él había utilizado para disuadir al príncipe Eduardo hacía tan sólo un rato, y en buena lógica no podía rebatirlos. Por otra parte, tenía que reconocer que había llegado el momento en que Brian debía ser el mariscal de campo y asumir las decisiones. De haber estado allí, Giles también habría cabalgado delante de él o a su lado, y habría hecho lo correcto, según los razonamientos de Brian. En su fuero interno sabía que éstos eran acertados, y por ello se mordió la lengua y renunció a prolongar la discusión.

—Los demás ya conocéis vuestras posiciones, siendo éstas las mismas que se practicaron en el simulacro -continuaba organizando Brian-. Adoptadlas de inmediato. Atended a que yo dé la señal de partida, pero estad preparados para cuando sir James ordene que os desprendáis de todas las ramas que lleváis prendidas en vuestras personas y caballos. Que nadie deje de obedecerlo porque ahorcaré al que no lo haga. James, llegado el momento, conviene que alcéis la voz, puesto que los cascos de los caballos y el roce de las armaduras armarán bastante ruido. Estoy convencido de que, a pesar de lo interesados que ahora están en el campo, el rey y su guardia nos oirán acercarnos y se volverán para hacernos frente.

Jim lanzó una ojeada tras de sí y los vio a todos en sus puestos.

—¡Ahora! -gritó-. ¡Tirad ahora todas las ramas y hojas que llevéis encima!

Sir Brian giró la cabeza, le dirigió una breve y contenida sonrisa y luego volvió a mirar al frente.

—¡En marcha! -gritó-. ¡Y manteneos juntos!

Partieron, como lo había hecho el escuadrón francés, al paso, pero pasaron con más celeridad al trote, luego al medio galope y después al galope. Cuando salían de la espesura, de entre los hombres que rodeaban al rey brotó un grito. A un lado del campo, que era el único que entonces divisaba, Jim vio una nueva línea de hombres que se desplegaban hacia el frente en dirección a los franceses, todos con arcos en las manos. Una renovada lluvia de flechas salpicó al azul del cielo.

Por un momento el rey y su escolta no tuvieron ojos más que para la escena que se desarrollaba delante de ellos. Después alguien debió de oír el estruendo del galope de caballos a su espalda, pues entre el murmullo de comentarios se destacó una voz.

—¡Nos atacan!

A Jim le resultaba imposible ver claramente al rey y a sus caballeros debido a los cuerpos que subían y bajaban delante de él, acompasados al galope de las monturas. Iban directos hacia su objetivo y a él se le antojaba que estaban tardando mucho en llegar hasta el grupo congregado en torno al monarca, cuando, sin previo aviso, llegaron.

Jim tenía la experiencia de su combate con el ogro, contra el que había luchado estando en el cuerpo de Gorbash el dragón; y también había sentido el impacto de una carga cuando, con sus propios hombres y los de Brian, habían atacado a los bandidos que asediaban el castillo Smythe. Nada lo había preparado, sin embargo, para aquel terrorífico choque de caballos y jinetes acorazados contra caballeros y monturas igualmente pertrechados con armaduras a una velocidad de más de treinta kilómetros por hora.

El impacto fue increíble. Jim se sintió literalmente arrojado contra la dura superficie interior de su propia armadura. Los caballos tuvieron que encabritarse por fuerza al juntarse, y lanzaban relinchos y coces al aire. Le parecía irreal la sacudida que había llegado hasta su mano a través de la lanza y la había partido, dejándolo empuñando con estupor sólo la base del asta.

Habían penetrado eficazmente en la masa de caballeros franceses, pero el impacto había desbaratado el triángulo. Jim se encontró frente a un hombre vestido con una armadura que tenía pintada en la parte superior del yelmo una franja de barras negras inclinadas. Jim desenvainó mecánicamente la espada, y ésta chocó con un chirrido contra la hoja del otro caballero. Al soltarla, se acordó de subir el escudo y, así, el segundo mandoble de su oponente cayó como un martillazo en su superficie y lo hizo tambalearse en la silla.

Jim contraatacó con su espada, pero sólo hendió con ella el aire.

El caballero con las franjas negras en el yelmo caía de bruces del caballo con la punta de una flecha ensartada en el centro de la espalda a través de la armadura. Por un momento Jim no tuvo a nadie delante. Entonces vio a otros dos caballeros enemigos que se desplomaban como por arte de magia y comprendió que los proyectiles de los arqueros estaban cumpliendo punto por punto lo que Dafydd había prometido, despejándoles el camino. Delante de él, Brian espoleó su montura, y él se dispuso a seguirlo.

De repente se hallaron en un espacio donde podían moverse con desahogo, rodeados tan sólo por sus hombres.

Mientras cabalgaba con Brian y sir Raoul, frente a ellos apareció un caballero de estatura apenas inferior a la normal, que llevaba una lujosa armadura con incrustaciones de oro y que al parecer ya habían desarzonado. Empuñaba una espada, pero con la otra mano no asía ningún escudo. En el asta de la bandera francesa, clavada en el suelo a su espalda, todavía estaba izado el emblema de los Leopardos y los Lirios, ondeando agitado por la brisa.

Brian, que había conservado milagrosamente intacta la lanza, la encaró al caballero de la suntuosa armadura.

—¡Rendíos! -lo conminó.

Sir Raoul, empero, se había bajado ya del caballo e, hincado de rodillas ante el mismo hombre a quien Brian apuntaba con la lanza, trataba de tomar la mano enfundada en un guantelete que tenía libre y llevársela a los labios, los cuales había dejado al descubierto levantándose la visera.

—¡Perdonadme, mi rey! -imploró sir Raoul-. ¡Nunca fueron mis actos dirigidos contra vos, sino contra Malvino!

—¿Y quién sois vos? -preguntó el caballero de la singular armadura, levantándose la visera y clavando la mirada en Raoul.

—Soy el hijo del que fue el conde de Avronne, el cual siempre fue un sincero y leal servidor de su majestad, incluso después de que el brujo Malvino lo hiciera condenar con acusaciones falsas de traición, privándolo de su título y sus tierras… que pasaron a ser propiedad de Malvino. Mientras vivió fue, no obstante, vuestro fiel servidor, como lo he sido yo. Mi único propósito es libraros de ese íncubo al que acabo de referirme. ¡Toda mi enemistad ha ido dirigida contra él!

¡Perdonadme, mi rey, si tal enemistad me ha llevado a aliarme en vuestra contra!

—¡Entregaos, majestad! -insistió Brian-. Estáis rodeado. No tenéis escapatoria.

—En ese caso me entregaré… -El caballero francés entregó su espada a Raoul-, pero a este caballero arrodillado ante mí, que es un buen francés, y no a un inglés. Me rindo con una condición, que ordenéis que cesen los disparos de esos diabólicos arqueros. No quiero que mueran más nobles caballeros por culpa de sus flechas.

—¡Dafydd! -gritó Jim-. ¡Decid a los arqueros que dejen de tirar! -El silbido de los proyectiles enmudeció de inmediato.

—¡Me he rendido! -gritó a su vez el rey Juan-. Toda la escolta, deponed las armas y entregaos como yo.

Brian, que había desmontado, hincó una rodilla en el suelo ante el rey francés. Jim bajó con torpeza de su caballo y siguió, atónito, su ejemplo. Recordó que no había sido capaz de vencer sus escrúpulos y arrodillarse ante su propio príncipe. Y, sin embargo, allí estaba, de rodillas ante el rey francés. Quizá todo era cuestión de práctica.

—Perdonadnos también a nosotros, majestad -dijo Brian-. No nos complacemos en vuestra captura, pero es el deber para con nuestro propio rey el que nos obliga a hacerlo.

Entonces se puso en pie y Jim dedujo que él estaría dispensado para hacer lo mismo. El rey Juan tomó la mano de sir Raoul y lo hizo levantarse igualmente.

—Y ahora que me habéis vencido, caballeros -dijo el rey quitándose el yelmo. Era un hombre de mediana edad, de aspecto agradable, medio calvo y con el pelo gris en la mata de cabellos que aún conservaba-, ¿qué os proponéis hacer conmigo?

»¿Sois vos quién está al mando de esta banda de rufianes ingleses? -preguntó a Brian.

—No soy yo, majestad -negó categóricamente Brian, dando un paso al frente-, sino sir James Eckert, que está aquí a mi lado. Aun cuando su fama tal vez no se haya extendido a vuestra tierra, en nuestro país se lo conoce, debido a sus hazañas, con el nombre de Caballero Dragón.

—Sí -dijo el rey, mirando de hito en hito a Jim, que ante su escrutinio se consideró obligado a quitarse el yelmo-. Incluso hasta nuestros oídos han llegado rumores acerca de vuestra persona.

Además, ya había visto el color rojo de vuestro escudo. Sois pues mago, ¿no es cierto?

—Un mago de escasas facultades, Majestad -precisó Jim-. Pero es en calidad de tal que me encuentro aquí, puesto que mi principal cometido guarda relación con Malvino. vuestro ministro.

—¿Un mago de poca monta que quiere enfrentarse a Malvino? -se extrañó el rey-. ¿Habéis perdido el juicio? Malvino es un fabuloso brujo. Si no lo fuera no lo habría encumbrado a la posición de que ahora goza como consejero mío. Que envíen a un inexperto mago inglés para medirse con él, sea en la modalidad de magia que sea, no sólo es algo ridículo, sino rayano en la afrenta para nos. ¿Dónde están, por cierto, Malvino y el príncipe inglés? -preguntó, mirando en derredor.

—Aquí mismo -respondieron media docena de voces que le sonaron familiares a Jim.

—Aquí estoy -los interrumpió la irritante voz que Jim había oído antes en el castillo en el transcurso del rescate del joven príncipe-. ¡Y

quitadme las manos de encima si no queréis verlas convertidas en muñones de leprosos!

Malvino se adelantó entre los caballos, con el príncipe a su lado, y Jim se quedó sin respiración. Era casi imposible creer que el ser que estaba viendo no fuera el joven que había dejado escondido en las ruinas hacía un rato. No sólo se le parecía: era el príncipe Eduardo. La coincidencia entre ellos, desde su vestimenta, a su porte o la expresión de su rostro, era absoluta.

—Me he mantenido al margen hasta ver qué sucedía antes de darme a conocer -explicó Malvino, yendo a situarse junto al rey seguido por el príncipe. Apuntó con un dedo a Jim-. ¡Quédate inmóvil!

Jim no notó ningún impedimento para moverse y, para demostrarlo, se quitó los guanteletes e introdujo el dedo pulgar bajo el cinturón mirando fijamente a Malvino.

—¡He dicho que te quedaras inmóvil! -volvió a conminarlo Malvino, con el dedo en el aire, y entonces se le desorbitaron los ojos-. ¿Qué has aprendido para que no te afecte esta orden?

—Yo lo he impermeabilizado contra todos tus poderes -anunció la seca voz de Carolinus al tiempo que aparecía junto a Jim, provocando un murmullo de asombro entre los presentes.

—Pero si hace tan sólo un segundo no estaba… -oyó comentar Jim tras él.

—¡Tú! -exclamó Malvino, mirando airadamente a Carolinus-. ¿Y

qué te importa él a ti?

—Es mi alumno, Hediondo -respondió con tono familiar Carolinus-.

¿Te acuerdas de cuando jugábamos a hacernos trampas el uno al otro en la escuela? ¡Cuánto tiempo sin verte, Hediondo!

—¡Guárdate para ti ese lenguaje de escolar! -replicó Malvino-. La mención de honor no supone que haya gran diferencia entre nosotros.

—Siento tener que disentir -dijo Carolinus-. Esa mención puede destruirte.

»¿No querías que el auténtico príncipe viera esto? -preguntó, volviéndose hacia Jim.

—¿Qué es eso de un auténtico príncipe? -inquirió el rey Juan y, sin dar margen a que le respondiera, formuló otra pregunta a Carolinus-.

¿De veras sois el mismo Carolinus de quien tanto se habla? Algunas personas aseguran que sois contemporáneo de Merlín. ¿Qué hacéis aquí, tan lejos de vuestras islas mágicas del océano occidental?

—Os han inducido a error, Juan -contestó Carolinus-. Merlín dejó este mundo muchas generaciones antes de que yo naciera. Y no vivo en ninguna isla mágica occidental, sino en Inglaterra.

—¡En Inglaterra! -El rey Juan enarcó las cejas con altivo ademán-.

¿Y por qué razón viviría un mago de vuestro prestigio en Inglaterra?

—Porque antes de ser mago ya era inglés -repuso Carolinus-.

Pero estamos saliéndonos del tema.

»El príncipe -dijo, centrando de nuevo la mirada en Jim.

—Sí -asintió éste. Al instante giró sobre sí y escrutó con la mirada a los hombres que permanecían detrás. Sus ojos se posaron en Theoluf, que todavía iba a caballo-. Theoluf, cabalgad uno cien metros en dirección oeste desde el lugar donde hemos estado esperando a su majestad aquí presente y luego torced a la derecha y continuad recto.

Llegaréis hasta un montón de piedras derruidas, que es lo que queda de una pequeña capilla, en el interior de la cual encontraréis a sir Giles y a su alteza aguardando. Llevaos dos caballos más y traedlos a los dos aquí con la mayor brevedad posible.

—Enseguida, mi señor -prometió Theoluf.

El escudero volvió grupas, ordenó desmontar sin contemplaciones a dos hombres de armas y, tomando de las riendas sus caballos, se alejó entre la multitud, que le abrió paso. El espacio que se había abierto entre quienes contemplaban la escena que tenía lugar bajo la gran bandera volvió a ser ocupado de inmediato.

—¿Qué es eso de un príncipe? -se interesó el rey Juan.

—Es Eduardo, heredero de la corona de Inglaterra -respondió con voz áspera Brian.

—¿Eduardo? -El rey miró alternativamente, varias veces, a Brian y al príncipe situado junto a Malvino.

»¿Qué es todo este desatino? -preguntó a Carolinus-. ¿Qué sentido tienen vuestra presencia, la de este joven mago y esas alusiones a príncipes?

—Cualquier pregunta debéis formularla a sir James Eckert -indicó Carolinus.

El rey Juan se quedó mirándolo un momento, pero el rostro de Carolinus permaneció inmutable, como si él mismo fuera una talla de madera.

—¿Qué es esto? -preguntó entonces el rey a Malvino.

—Majestad -respondió Malvino-, es una estratagema montada para perjudicarme y que no puedo explicaros en detalle porque es de índole mágica.

—¡Eh, vos! -reclamó el rey a Jim-. ¿Vais a darme vos una respuesta concreta? ¿Qué pasa aquí? Insisto en saberlo.

—Lo sabréis dentro de poco, majestad -le aseguró Jim-. Es algo que, más que expuesto con palabras, debe ser visto.

—Sospecho -apuntó Malvino con malicioso tono, torciendo los labios-que van a traer a un impostor y presentarlo como el príncipe Eduardo, cuando vos y yo sabemos bien que es este joven, al cual conocemos y honramos.

—Algo por el estilo -convino Jim-, pero no exactamente como lo pintáis.

—¡Sir James! -Era la voz de Theoluf, que lo llamaba desde lejos.

Un momento más tarde el círculo de observadores congregados en torno a la bandera dejó un pasillo a un caballo, el cual refrenó de manera tan súbita y violenta el jinete que se mantuvo caracoleando un momento-. ¡Sir James, he encontrado las ruinas y, si el príncipe está allí, lo están atacando! ¡Los agresores son caballeros como los que hay aquí, con las rayas negras en el yelmo, y debe de haber una docena! ¡Me ha parecido ver a sir Giles luchando en la entrada del agujero que hay entre las piedras, pero, si nadie va a ayudarlo de inmediato, pronto se verá superado!