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Cinco días más tarde, Jim y Brian formaron sus tropas y partieron hacia Hastings, el más cercano de los Cinco Puertos. Los Cinco Puertos era una confederación de ciudades portuarias que contribuían a la defensa naval de Inglaterra por esa época, la más importante de las cuales era Hastings. Las demás eran New Romney, Hythe, Dover y Sandwich, a las que más tarde se habrían de añadir, según sabía con antelación futurista Jim, Winchelsea y Rye.

Su partida tuvo un aire casi festivo. Angie llevaba varias semanas haciendo gala de una actitud casi despreocupada con respecto a la marcha de Jim. La noche antes, empero, se echó a llorar de improviso en la cama bajo el montón de pieles y se apretó a él.

—¡No vayas! -le pidió.

Él hizo cuanto pudo por consolarla; aunque también hubo de hacerle ver lo inoportuno que sería cambiar de idea a aquellas alturas.

Sólo al principio podría haberse negado a ir, e incluso entonces habría sido a costa de atraer sobre él el desprecio de todas las personas de la región, incluido probablemente el propio Brian.

—Ahora tengo que ir -le dijo.

Hubo de transcurrir, sin embargo, largo rato para que el arrebato emocional de Angie pasara.

—Hay que tener en cuenta a ese Malvino, contra el que te previno Carolinus -adujo ella.

—No seas tonta -le contestó Jim, acariciándole el pelo-. No pienso acercarme ni a un kilómetro de él. ¿Para qué iba a hacerlo?

—¡No lo sé! -sollozó Angie-. Lo único que sé es que cuando estés de vuelta me hará sufrir lo que te haya ocurrido… ¡si es que vuelves!

Como no tenía nada que aducir con convicción, Jim se limitó a seguir abrazándola, hasta que finalmente se durmieron.

Al día siguiente Angie estaba tan animada como siempre. Si su alegría era genuina o una ficticia argucia para no angustiarlo, habría sido algo difícil de aclarar. Jim sospechaba que era pura fachada. Pero lo que él le había dicho la noche anterior era incontestable: tenía que ir.

De modo que se fueron. Él y Brian encabezaron la marcha con sus palafrenes, dejando sus caballos de guerra al cuidado de sus escuderos. Tomaron directamente rumbo sur, evitando Londres, ya que Brian temía que las atracciones de aquella metrópolis tentaran a los hombres, la mayoría de los cuales no había estado nunca en poblaciones mayores que Worcester o Northampton. Después de Reading, variaron de ruta hacia el este, pasaron por Gilford y tras atravesar las lomas del norte se dirigieron en sentido sureste a Hastings.

Ésta era una ciudad portuaria construida en dos valles que se abrían al mar entre acantilados de creta. La mayor parte de los edificios importantes se apiñaban cerca de la costa, zona en la que también se hallaba la posada a la que dos semanas antes había enviado Brian a un par de sus hombres para reservar alojamiento. La hospedería se llamaba El Ancla Rota, y tanto Brian como su padre se habían hospedado en ella en anteriores viajes a Hastings.

En la posada se alojarían solamente Jim, Brian y sus escuderos.

Los demás se conformarían con el espacio disponible en sus establos, o en los de los edificios adyacentes si los de la posada eran

demasiado pequeños. Brian había pronosticado que Hastings sería un hervidero de caballeros con sus correspondientes tropas, que, como ellos, irían a Francia.

Él posadero era un hombre fornido y afable, aunque de expresión astuta, que debía de tener entre cuarenta y cincuenta años. Él pelo empezaba a clarearle, pero en sus brazos arremangados asomaba una poderosa y tensa musculatura.

—Muy complacido estoy -lo saludó Brian-de que tuvierais habitación para nosotros, maese Sel. La ciudad está, como preveíamos, abarrotada de visitantes.

—Bien decís, sir Brian -convino el posadero-, pero si alguna habitación libre tuviera, sería para vos por consideración a vuestro padre, si no a vos. Él era un caballero de valía al que tuvo en gran respeto mi padre, que regentó esta posada antes que yo.

»Y éste debe de ser lord James de Malencontri -dijo, inclinando la cabeza-. Sed bienvenido, mi señor. Si sois tan amables de seguirme, sir Brian y mi señor, os llevaré arriba a vuestros aposentos.

Los aposentos, que a juicio de Jim no tenían nada fuera de lo común, consistían en una espaciosa habitación casi vacía. con una cama más bien estrecha en un rincón y, eso sí, dos ventanas de bisagras que daban a la calle.

—Aquí nadie os molestará, sir Brian, mi señor -aseguró el posadero-. La cama, naturalmente, es para vuestras nobles señorías; y en el suelo cabrán con holgura vuestros escuderos y el equipaje que queráis subir. En cuanto a las cuadras, en la mía puedo albergar a la mitad de vuestros hombres, y ya he acordado con varios de los vecinos que hagan espacio para el resto.

—Buen trato el que nos dais, maese posadero -lo felicitó Brian-.

No sólo nos alojáis, sino que el hospedaje es de primera.

—Esta posada siempre ha tratado bien a sus huéspedes -respondió con modestia el posadero antes de abandonar, haciendo una reverencia, la habitación.

Jim advirtió que la puerta no tenía ni cerrojo ni cerradura, aunque ello no le extrañó, pues ya había aprendido bastante acerca de ese mundo y de su gente para comprender que el posadero daría por sentado que, si tenían algún objeto de valor allí, siempre habría alguien guardándolo.

—Vos os quedaréis aquí por el momento -dijo Brian a Jim-. Yo me llevaré a mi escudero e iré a buscar a los representantes del rey en la ciudad, para informarme de qué posibilidades tenemos de embarcar

pronto. Por ahora, si lo deseáis, toda la cama es vuestra.

Jim declinó educadamente la cama, con el pretexto de que había hecho votos de dormir en el suelo hasta que no hubiera realizado alguna acción concreta conducente al rescate del príncipe. El verdadero motivo era que sabía, sin necesidad de comprobarlo, que la cama estaría plagada de piojos y pulgas. Sir Brian pasaría sin problema la noche en ella, e incluso dormiría a pierna suelta sin inmutarse por las picaduras y los picores, pero él no sabía cómo hacerlo y deseaba fervientemente no tener que acostumbrarse.

Brian se fue, llevando consigo a su escudero John Chester por si tenía que enviar algún mensaje urgente a Jim por medio de él. A Jim le agradaba bastante John Chester. Aunque no era precisamente un dechado de inteligencia, lo cual saltaba a la vista en la inocencia de sus ojos grises, su pelo rubísimo y su cara, que habría casado perfectamente con alguien con cuatro años menos de los dieciséis que él tenía, era leal y honrado en extremo, y sentía por Brian una patente adoración.

Jim se quedó solo con Theoluf, al cual había elevado a la categoría de escudero. Un hombre de armas llamado Yves Mortand había sustituido a Theoluf en el puesto de capitán.

—Theoluf -indicó entonces a éste-, id a descargar de la acémila mi equipaje y traedme los objetos de valor y efectos necesarios, en especial ese jergón acolchado que mandó hacer para mí lady Angela.

El animal ya debe de encontrarse en las caballerizas.

—Sí, mi señor -respondió Theoluf antes de irse.

Una vez solo, Jim miró a su alrededor y se congratuló de no haber cometido el error de intentar compartir la cama con Brian. Aparte de las pulgas, piojos y chinches y otros bichos que pudiera haber en él, el lecho apenas era lo bastante ancho para una persona, y la perspectiva de dormir tan entrelazado con sir Brian como hubiera podido hacerlo con Angie no le resultaba nada atractiva.

Cuando estaba a punto de desplazar la atención de la cama, en el piso de abajo sonó un estrépito que traspasó el fino suelo de su habitación. Las voces del posadero y de otra persona llegaron hasta él con una claridad que, si bien no bastó para que comprendiera todo cuanto decían, le permitió captar lo esencial de la discusión.

El hombre de la voz no identificada exigía al posadero que le diera precisamente la habitación que había asignado a Jim y Brian.

A pesar de que lo vivido a lo largo del último año le había enseñado a mantenerse a una prudente distancia de cualquier

altercado, no pudo evitar sentirse en parte responsable de la situación.

Tomó el cinto, que se había quitado un momento antes, y se lo ciñó.

Ahora ya iba armado con la espada, y no era que tuviera intención alguna de utilizarla -en realidad ansiaba fervientemente que las cosas no llegaran a ese punto-pero un caballero nunca aparecía en público desarmado.

Bajó la escalera y, en la gran sala de uso común que ocupaba la casi totalidad de la planta baja de la posada, justo al lado de la puerta principal, vio al posadero enfrentado a un robusto personaje algo más joven que Jim, con una nariz ganchuda bajo la que surgía un retorcido bigote, y un cráneo redondeado cubierto de pelo melado.

—¿Regentó o no vuestro tatarabuelo esta posada? -preguntó con feroz actitud el desconocido.

Su grueso bigote, de un rubio aún más pálido que el de su cabello, acababa en finas puntas que se agitaron con igual violencia que el tono de su voz. Completaba su cara una generosa boca y una fuerte y prominente barbilla. Aun cuando era aproximadamente un palmo más bajo que Jim, éste intuyó que debía de ser un cliente con el que era difícil bregar.

—Desde luego, sir Giles -respondió el posadero-. pero eso fue hace ochenta años, y desde entonces no he tenido noticia alguna de vuestra familia.

—Eso da lo mismo -espetó el otro-. ¿Le prometió o no vuestro tatarabuelo a mi tatarabuelo que siempre tendría una habitación bajo este techo?

—Bueno, sí se lo prometió, sir Giles -reconoció el posadero-, pero él nunca pensó que vuestro honorable tatarabuelo o cualquier familiar suyo fuera a presentarse sin enviar antes un mensaje para advertir de su llegada. El caso es, además, que acabo de ceder la última habitación privada que tenía a dos dignos caballeros de las comarcas occidentales.

—¿Cuál fue la primera promesa? -tronó el aspirante a su habitación-. ¿La formulada a mi tatarabuelo, o la que vos acabáis de ofrecer a esos dos caballeros cuya identidad desconozco?

—La dada a vuestro tatarabuelo, por supuesto -acordó el posadero-, pero, como ya os he explicado, sir Giles, yo no he recibido aviso previo de vuestra llegada; y ellos sí me enviaron un mensaje.

Tened asimismo en cuenta que la ciudad está abarrotada de nobles venidos de todas partes de Inglaterra, y todos ansían hallar alojamiento para ellos y sus hombres hasta que puedan embarcar

para Francia. ¿Qué otra cosa podía hacer, si no sabía que iba a venir un miembro de vuestra familia, sino comprometer una habitación que de otro modo habría quedado vacante cuando son muchos los que quisieran ocuparla?

—¡Llevadme a su presencia! -gritó sir Giles-. Que yo les vea las caras. Si muestran buena disposición para abandonar por las buenas lo que por derecho me corresponde, podrán seguir su camino en paz.

Si no… ¡yo, sir Giles, probaré el derecho que me sustenta a ocupar esa habitación por encima de sus cadáveres!

Se retorció la punta derecha del bigote con salvaje ademán.

—Sería para mí motivo de tristeza dar pie a una pelea entre caballeros por una habitación de mi casa -dijo el posadero-. Además, con todo el respeto, sir Giles, debo decir que en mi opinión ellos tienen más derecho a la habitación que vos… consideradas las circunstancias, claro está…

Calló de repente al advertir que Jim se acercaba a ellos.

—¡Mi señor! -exclamó-. Estoy consternado…

—¡No conozco a este caballero! -espetó sir Giles, dirigiendo una airada mirada a Jim.

En contra de sus mejores propósitos, Jim notó que en su interior comenzaba a avivarse el mal genio. El tal sir Giles tenía una actitud tan fogosa y combativa que parecía contagiar a cualquiera situado en el radio adonde alcanzaba su vista y su voz.

—Mi señor -tartamudeó el posadero-, permitidme que os presente a sir Giles de Mer. Sir Giles, éste es el noble lord James, barón de Malencontri y de Riveroak.

—¡Vaya! -exclamó sir Giles, lanzando furibundas miradas a Jim-.

¡Mi señor, estáis ocupando mi habitación!

—Como vengo repitiéndoos, sir Giles -lo interrumpió el posadero-, no es vuestra habitación. Esta ya ha sido cedida a sir James y a su compañero de armas, sir Brian Neville-Smythe.

—¿Y dónde está ese sir Brian? -preguntó sir Giles.

—Ha salido un momento -repuso el posadero-. De todas formas, volverá pronto a instalarse en la habitación que, sin margen de duda, es la suya y la de sir James.

Sir Giles adelantó el pie izquierdo, apoyó la mano izquierda en la cadera y levantó belicosamente la barbilla, taladrando a Jim con la mirada.

—¡Sir James -declaró con voz atronadora sir Giles-, yo pongo en entredicho vuestro derecho a ocupar mi habitación! Os reto a defender

con vuestro cuerpo tal derecho. Vayamos al patio. Podéis elegir las armas que queráis, que yo haré lo mismo. ¡Y si no tuviera las armas y armadura adecuada, lucharé con vos incluso tal como voy armado ahora!

Las cosas habían tomado un cariz muy preocupante. Acabado de expresar su desafío, sir Giles se había dado la vuelta y había salido decidido al patio. Una vez allí, se había girado de nuevo, esperando a Jim. No viendo otra salida, Jim se decidió a ir tras él.

Al poner los pies en el empedrado del patio, se percató con inusitada agudeza de la lisura que había dejado el desgaste en los cantos rodados y de la grasa que los cubría, acerca de cuyo origen prefirió no hacer conjeturas. Era un día claro y alegre con un cielo tan azul como el mar, que sólo empañaban pequeñas masas de nubes dispersas.

—¡Bien, diantre, señor! -lo instó sir Giles-. ¿Acaso habéis perdido la voz? ¡Contestadme! ¿Queréis proclamar vuestra cobardía, o vais a enfrentaros a mí, de hombre a hombre, con las armas que elijáis?

Al igual que Jim, sir Giles sólo llevaba la espada ancha colgada del cinturón y no iba con armadura. Jim tuvo la incómoda certeza de cuál habría sido la reacción de sir Brian: una entusiasta disposición a luchar. Al mismo tiempo, lo inquietó el recuerdo del comentario de sir Brian respecto a su manejo del escudo que, con mucho tacto, se había guardado de calificar enteramente de malo; y, en lo tocante a su pericia con las armas propias de ese mundo y época, tampoco se había prodigado en alabanzas. ¿Tenía él alguna posibilidad contra alguien tan fogoso como ese sir Giles, que seguramente se había entrenado en el uso de esas mismas armas desde que empezaba a dar sus primeros pasos? Jim se decantó por una respuesta negativa.

La situación le imponía, empero, responder, con palabras o con las armas. Su mente trabajaba febrilmente.

—He sido un poco tardo en contestaros, sir Giles -dijo por fin, despacio, Jim-porque trataba de hallar la manera de explicaros el asunto sin incurrir en ofensa contra un caballero como vos…

—¡Ja! -lo interrumpió sir Giles, volviendo a apoyar la mano, ahora un puño, en la cadera.

—El caso es -continuó Jim-que estoy supeditado a un voto. Juré no desenvainar la espada hasta haber traspasado con ella a un caballero francés.

Aún no había acabado de hablar cuando lo atormentó la conciencia de la pobre impresión que debían causar sus palabras, en

particular a un personaje tan marcial como sir Giles. Era una débil excusa, la primera que había acudido a su mente en ese momento. Se preparó para tener que empuñar la espada y luchar pese a todo, cuando de repente advirtió, estupefacto, el súbito cambio de actitud de su posible adversario.

Era como si toda la furia e ímpetu de sir Giles se hubieran disipado como por ensalmo, dando paso a una comprensión y simpatía sin paliativos. En los ojos de sir Giles relucían literalmente las lágrimas.

—¡Un noble voto, por todos los santos! -aprobó sir Giles con la mirada fija en él. Luego se aproximó un paso-. ¡Ojalá hubiera tenido yo la fe en mí mismo para intentar siquiera formular tal promesa! Dadme la mano, señor. ¡Un caballero capaz de soportar provocaciones, desaires y deshonras, para centrarse exclusivamente en ese objetivo que todo súbdito inglés se ha propuesto es un hombre valiente, a fe mía!

Tomó la mano que Jim le había tendido automáticamente y la estrechó con ardor.

—Jamás podríais haberme ofendido, sir James, al hablarme de un voto así. Daría mi mano derecha por haber pensado yo mismo en hacer tal promesa, y por tener en mí mismo la confianza de cumplirla, ¡so pena de atraer sobre mí la condenación eterna!

Jim estaba absolutamente perplejo. Había olvidado por completo hasta qué punto los hombres de la clase de Brian y sir Giles idolatraban, casi siempre de forma irreflexiva, cualquier manifestación de valor. Con el radical alivio experimentado poco le faltó para echarse a temblar. Aun así, conservó la suficiente entereza para no perder de vista la oportunidad que vislumbraba.

—En ese caso, sir Giles -apuntó-, tal vez estarías en disposición de resolver este contratiempo compartiendo la habitación con sir Brian y conmigo. Es más, podéis dormir en la cama con sir Brian, si lo deseáis, porque yo hice otro voto que me obliga a dormir sólo en el suelo.

—¡Diantre! ¡Diantre! -exclamó sir Giles, casi aplastando los dedos de Jim de tan emocionado como estaba-. ¡Noble y generoso! Como debería ser siempre un caballero. Será un honor para mí, mi señor.

¡Será una alegría y un honor aceptar vuestra propuesta de compartirla con los dos!

—Si queréis, entonces, hacer que os suban el equipaje -indicó Jim-. Yo le comunicaré a nuestro posadero…

Mientras hablaba, giró sobre sí, y entonces calló de repente, al descubrir que, no sólo el posadero, sino seguramente la práctica totalidad del personal y huéspedes de la posada, los observaban desde el mismo patio o desde las puertas y ventanas.

—¿No tendréis, espero, ningún inconveniente en que sir Giles se instale con nosotros en la habitación, maese posadero…? -dijo.

—En absoluto, mi señor. Ninguno. Yo mismo mandaré a alguien a buscar los efectos de sir Giles si él me dice dónde se encuentran.

—Los tiene un criado con los caballos fuera del patio -explicó sir Giles con gesto negligente. Después tosió, algo azorado-. A su debido tiempo llegarán, desde luego, otros más.

—Entonces permitid que os acompañe arriba, sir Giles -se ofreció Jim-, y quizá el posadero pueda hacernos traer un poco de vino.

Llevó a su nuevo compañero arriba, y el vino no tardó en llegar.

Evitando con habilidad la cama, Jim se sentó en uno de los montones de ropa y mantas del suelo. Tras deducir rápidamente que Jim estaba limitado en todo momento al nivel del suelo, sir Giles se instaló en otra pila cercana.

—Me disculparéis, mi señor -dijo sir Giles cuando atacaban la primera de las copas rebosantes de vino tinto que les había hecho llegar el posadero. Jim reprimió un respingo al ver cómo el contenido de la de su compañero desaparecía al primer trago. Como la mayoría de los caballeros de su tiempo, parecía que sir Giles bebía con igual afán que el que encuentra una charca en medio del desierto-. Pero siento deciros que desconozco dónde se encuentra el castillo de vuestra familia. Igualmente, he de reconocer para mi vergüenza que tampoco sitúo bien ese nombre…, ¿cómo era, Malencontri? Ni me viene a la memoria ese otro de Riveroak.

—Malencontri está en las colinas de Malvern -respondió Jim-, no muy lejos de Worcester. En realidad está situado dentro de las tierras del coto de Malvern, gran parte del cual depende del condado de Gloucester, aunque yo administro Malencontri como feudo directamente sujeto a la autoridad del rey.

—Estoy en deuda con vos por vuestra cortés gentileza al explicármelo -le agradeció sir Giles-. Yo soy de Northumberland. A lo largo de muchas generaciones, nuestra familia ha vivido en la costa del Mar Germano, llamado por algunos el Mar del Norte, un poco más abajo de la frontera con Escocia. ¿Y vuestro compañero es el buen caballero sir Brian Neville-Smythe? Tampoco sé nada de su heredad.

—El castillo Smythe, donde vive -informó Jim, mirando cómo sir

Giles volvía a llenarse distraídamente la copa por tercera vez-, se halla bastante cerca de Malencontri y también en el área de Malvern.

Nuestra colaboración se remonta a una batalla de poca importancia que se libró en un lugar habitado por los Poderes de las Tinieblas, denominado la Torre Abominable.

—¡Por san Dunstan! -Sir Giles se inclinó ansiosamente hacia él, derramando un poco de vino por la excitación-. ¿Entonces sois ese Caballero Dragón de quien relatan la historia de su hazaña frente a la Torre Abominable? Cuentan que matasteis un ogro en combate singular.

—Eso fue lo que ocurrió, así es -reconoció Jim-. Claro está que entonces yo ocupaba el cuerpo de un dragón, como ya sabréis si por azar habéis oído el relato.

—¿Que si lo he oído, mi señor? -contestó sir Giles-. ¡Toda Inglaterra y Escocia lo han oído! Aquélla sí fue una honorable proeza.

—Es muy amable de vuestra parte el decirlo -repuso educadamente Jim-. Lo cierto es que obré por pura necesidad. Mi esposa, lady Ángela…

El sonido de una voz familiar filtrado a través del suelo lo hizo callar un instante.

—Pero, si mal no me equivoco -añadió-, sir Brian está a punto de reunirse con nosotros.

Se levantó apresuradamente.

—¿Querréis excusarme un momento, mientras hablo en privado con él? Será cuestión de un momento. Enseguida volvemos. Estoy seguro de que le alegrará encontraros aquí.

—¡Ja! -exclamó sir Giles, con el genio momentáneamente inflamado. No obstante, pareció replantearse la conveniencia de encenderse ante alguna posible objeción a su presencia por parte de Brian y volvió a arrellanarse, dedicado a su copa de vino-. Cómo no, mi señor. Os aguardaré aquí.

Jim ya estaba saliendo de la habitación. Encontró a Brian subiendo por la escalera y lo detuvo. En pocas palabras le refirió lo sucedido y el motivo por el que había alguien más ocupando su habitación.

—Ah -dijo Brian, con un cabeceo que denotaba comprensión, cuando Jim le explicó cómo lo había retado el otro. Después miró a Jim con expresión dubitativa-. ¿De veras habíais hecho ese voto con respecto a la espada. James? No me habíais dicho nada.

—Perdonadme, Brian -se disculpó Jim-. Es que hay ciertas

cosas… que comprenderéis… -bajó la voz a la manera de un conspirador-… el voto sólo mencionaba mi espada de hoja ancha…

—No me digáis más, James -se contentó Brian con una gran sonrisa en el rostro-. Un asunto de magia, o algo que tiene que ver con vuestra dama, no me cabe duda. Perdonadme si lo habéis considerado una intromisión.

—De ningún modo, Brian -le aseguró Jim, con algo de remordimientos-. Subamos pues y os presentaré a sir Giles de Mer.

Tiene el genio vivo, pero se calma también deprisa. Creo que os gustará.

Las últimas palabras eran tanto una plegaria particular suya como un comentario. En el fondo recelaba que Brian y sir Giles no tardaran en echar chispas al entrar en contacto. Para su sorpresa, sin embargo, Brian parecía estar familiarizado ya con el nombre del otro caballero.

—Sir Giles de Mer -repitió con aire pensativo-. Esto sí que es providencial. Tengo algo que deciros, James; y, curiosamente, también incumbe a ese sir Giles. Vayamos pues a conocer al caballero.