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Cuando llegaron a las proximidades de la retaguardia de las tropas francesas aún no había salido el sol. La luz que se reflejaba en el cielo permitía, empero, una suficiente visibilidad, muy semejante a la de un día encapotado por espesos nubarrones. Jim ordenó hacer un alto a unos trescientos metros detrás de las posiciones de los carros y, sentado en su caballo, mandó desmontar a dos hombres de armas para que fueran a buscar dos ramitas por cabeza para todos los presentes.

Los soldados se fueron a pie y regresaron a poco con las ramas.

Entonces Jim se inclinó en la silla para tomar dos de ellas por las puntas foliadas y las puso en alto de forma que todos pudieran verlas.

—Ahora -indicó- quiero que todos me observéis atentamente a mí y a mi caballo.

Aguardó a que todos tuvieran la vista pendiente de él y después entrelazó el pequeño tallo leñoso en una de las correas de la cabeza de su montura, sujetándola bien para que no cayera. Después se irguió sobre la silla y los miró, con la otra ramita todavía en la mano.

—¿Qué veis?

Delante de él se oyó un coro de admirados murmullos. Al parecer, nadie quería tomar a su cargo el dar una respuesta directa.

—Sir Brian -preguntó Jim-, ¿qué veis?

—¡Pues que estáis sentado en el aire, separado del suelo!

-contestó Brian.

—Exacto -confirmó Jim-. Ahora mirad esto.

Situó la otra rama en la comisura de la visera de su yelmo, bien encajada en la juntura.

—¿Y ahora, Brian, qué veis? -volvió a interrogar.

—James -lo llamó Brian-, ¿seguís ahí? No os vemos ni a vos ni al caballo, si es que estáis aquí.

—Aquí estoy, en efecto -aseguró Jim-, y volveréis a verme en cuestión de un minuto.

Se volvió hacia los dos hombres de armas cargados con el resto de las ramas, los cuales miraban boquiabiertos el espacio aparentemente vacío donde él se encontraba.

—Vosotros dos -ordenó-, id distribuyendo esas ramas, dos a cada hombre. A medida que las tengáis, los demás poned una bien sujeta a la brida, en la cabeza de la montura para que se vea fácilmente desde lejos, y colocaos la otra bien fija en el yelmo o en otro sitio que ofrezca garantías de que no va a caerse allí. Hacedlo sin tardanza.

Los hombres de armas recobraron vida al oír su voz y comenzaron a andar entre el grupo repartiendo las ramitas. En cuanto las recibían, cada cual seguía las instrucciones de Jim. Los murmullos y exclamaciones se renovaban a medida que unos veían desaparecer a los que se habían colocado las ramas, que de inmediato reaparecían en cuanto el observador se había puesto a su vez las suyas.

—No levantéis la voz -pidió Jim-. Aunque estamos a una discreta distancia de la línea de pertrechos es mejor que no nos oigan. ¿Os habéis prendido todos las ramas? Si ya las lleváis, ¿volvéis a veros unos a otros, y a mí?

Todos respondieron con murmullos afirmativos.

—¡Esto es extraordinario, sir James! -lo felicitó la voz del príncipe.

—Gracias, alteza -contestó Jim en voz baja-, pero tened, por favor, la bondad de recordar mi recomendación de no hablar alto. La cuestión es que para cualquiera que no lleve ramas sujetas a la ropa o al pelo, apareceréis como invisibles. Procurad no desperdiciar dicha invisibilidad haciendo algún ruido que pudiera hacerles pensar que hay alguien por ahí… aunque sea invisible.

»Tened presente -continuó tras una breve pausa realizada para asegurarse de que todos lo habían entendido-que este encantamiento es algo diferente del que persigue la pura invisibilidad. En realidad no os habéis vuelto invisibles. Solamente habéis sufrido una transformación que permite que quien os mire se autoconvenza de que no os ve. Si habláis, el sonido podría entrar en contradicción con esa convicción, lo cual podría acabar haciendo que os vieran a pesar de todo. Lo dicho también es aplicable a los caballos. Cabalgad con el mayor silencio posible, al paso.

Se giró hacia Raoul.

—Sir Raoul, ¿sois tan amable de llevar a su alteza y a los caballeros al sitio que seleccionamos ayer y dejarlos justo en el linde de la arboleda? Después regresaréis aquí y guiaréis a otro grupo de diez hombres a ese mismo lugar, y así seguidamente, hasta que todos se hallen allí. Yo esperaré para ir con los últimos.

El traslado se efectuó tal como Jim había indicado, y cuando él llegó se encontró a los demás sentados entre los árboles en la orilla del pequeño altozano despejado que se alzaba entre los ejércitos.

Tal como era de esperar, los caballeros había elegido la situación más privilegiada, en un bosquecillo de árboles en cuyos troncos podían apoyar la espalda, justo al borde de un arroyo que atravesaba aquel paraje sin salir a la explanada donde había de librarse la batalla.

Tras bajar del caballo, Jim vació su cantimplora, que aún conservaba un cuarto de su capacidad en vino, para llenarla con agua de riachuelo.

—¡James! -lo llamó, escandalizado, Brian-. ¿Qué hacéis? ¿Estáis tirando al suelo un excelente vino simplemente para llenar vuestra cantimplora de agua?

El caballero se levantó de su sitio y se encaminó hacia Jim quien, habiendo vaciado el recipiente, lo mantenía entonces bajo el agua para llenarlo, produciendo un flujo de burbujas que asomaban a la superficie.

—Quiero llevar agua en esta cantimplora -respondió a Brian, mirándolo con ojos entornados desde su posición en cuclillas.

—Pero el agua no os va a sentar bien -adujo con inquietud Brian-.

Ya antes os había avisado de ello, James, y no sin razón. El agua, en especial la de Francia, os dará seguro una disentería.

—Veremos -contestó Jim, sacando la cantimplora del río y tapándola-. De todas formas, yo puedo protegerme contra la disentería por medio de la magia.

—Oh, claro. Lo había olvidado -dijo Brian.

—Es perfectamente comprensible -lo disculpó Jim, poniéndose en pie para ir a colgar la cantimplora en la silla de su montura.

Le hubiera gustado tener la certeza de que su magia era capaz de protegerlo de la diarrea… o de la disentería, como se refería a ella Brian. Acompañado por Brian, amarró las riendas de su caballo al lado de las monturas de los otros caballeros.

—Raoul nos ha explicado por qué motivos escogisteis este lugar -le dijo Brian mientras ataba al caballo-. Supongo que ahora sólo nos queda esperar a ver si el rey y su guardia de corps se instalan en ese otero, a unos cien pasos de aquí.

—Sí, así es -confirmó Jim-. Si no se ha trasladado allí con sus caballeros cuando los ejércitos hayan adoptado sus respectivas formaciones, tendremos que buscarlos. Será importante que los hombres no armen alboroto y que ninguno pierda las ramas que llevan puestas.

—Después de llegar aquí, algunos de los muchachos se divertían quitando a escondidas las ramas del yelmo o la ropa de sus amigos, dejándolos sin los medios para vemos a los demás. Era una especie de variación de la gallina ciega. Yo les he ordenado parar de inmediato el juego.

—Estupendo -le felicitó Jim-. Lo que nos sería más útil ahora es poner un par de vigías encaramados a los árboles más altos a fin de que nos informaran de la rapidez con que adoptan sus posiciones los ejércitos con la salida del sol… que por cierto se inicia ya.

¿Disponemos de alguien especialmente dotado para ver de lejos?

—Yo sí, a menos que Theoluf sepa de alguien mejor entre vuestros hombres -respondió Brian. Para entonces se encontraban ya junto al resto de los caballeros, cerca de los cuales estaban instalados John Chester y Theoluf, con la espalda apoyada en los troncos de unos árboles, pero sin atreverse a sentarse en presencia de sus superiores-. ¡John Chester! ¡Theoluf! ¡Venid aquí!

Los dos escuderos acudieron con diligencia.

—John Chester, ¿quién es ese chico que tiene una vista particularmente aguzada entre los hombres de armas? ¿Luke Allbye?

Ve a buscarlo. Y vos Theoluf, ¿disponéis entre los hombres de sir James alguno que pueda compararse a Luke viendo de lejos?

—Estoy yo mismo, sir Brian -repuso Theoluf-. Me parece que yo veo mejor que Luke en los días soleados, aunque quizás él distinga más los detalles cuando hay niebla, o al anochecer; pero, por cada día nublado, hay media docena con sol.

—En ese caso que sea él… ¿no lo creéis así, James? -consultó Brian a Jim-. Más vale no hacer trepar a un escudero a un árbol para competir con un hombre de armas. Mandaremos subir a Luke y veremos qué puede decirnos sobre la disposición de las tropas, tanto francesas como inglesas.

Transcurrió un momento antes de que Luke, un hombre alto y delgado de aspecto tristón de poco más de treinta años, hiciera acto de presencia. Mientras tanto, Dafydd se había presentado con uno de los tres arqueros que había traído.

—¿Qué hay, Dafydd? -inquirió sir Brian.

—Acabo de oír decir a sir James -respondió, calmoso, Dafydd, que había estado sentado no exactamente entre los caballeros pero cerca-que necesitaba alguien con la vista más aguda posible para observar la disposición de las líneas de combate de franceses e ingleses. Éste, como recordaréis, es Wat de Easdale, de quien me consta que tiene la visión más extraordinaria de cuantos estamos aquí, si no de toda Inglaterra y Gales.

Luke Allbye y John Chester torcieron el gesto y Brian frunció el entrecejo.

—Un arquero debe tener mejor vista que el común de los hombres para acertar al blanco -prosiguió Dafydd-, y un arquero de la calidad de Wat tiene una capacidad fuera de lo normal para ver el sitio adonde apunta sus flechas. ¿No es así, Wat?

—En efecto, con vuestra venia, señores -repuso Wat de Easdale-, ¡por la Virgen que es verdad!

—Bien, la solución es muy simple -resolvió Jim-. Que suban los dos a un árbol y que nos comuniquen lo que vean. Nuestro principal interés no es decidir cuál es mejor que el otro, sino obtener la mayor información posible. Por consiguiente, si uno de ellos puede aportar más datos que el otro, tendremos una mejor perspectiva de las cosas.

—En eso tenéis razón, James -concedió Brian. La fina línea de su boca demostraba, sin embargo, que a él también le había afectado en su amor propio la pretensión de que hubiera alguien con una vista más aguda que el mejor par de ojos que había entre el personal de su casa-. Trepad los dos a un árbol y escrutad el panorama. Después volved a contarnos lo que veáis.

Jim, Brian y Dafydd volvieron a sentarse a esperar los resultados.

Entretanto, con la salida del sol, el aire fue templándose, acentuando el aroma de la hierba y de los árboles. Desde su desembarco en Francia habían tenido buen tiempo prácticamente todos los días, y aquél no se auguraba diferente. Sería un día magnífico… aunque tal vez algo caluroso para quienes llevaran armadura. Aunque lo disimulaba, Jim ya empezaba a sentir cierto agobio bajo la tela acolchada sobre la que descansaba el peto de metal.

En el bosque resonaban los trinos de los pájaros. Todo respiraba paz en el entorno, y a Jim le parecía increíble que en cuestión de unas horas, de no mediar algún milagro, miles de hombres se afanarían por mutilarse y matarse unos a otros con ayuda de aceradas y punzantes armas.

Recordó que Carolinus le había dicho que, para frustrar los designios de los Poderes de las Tinieblas, ninguno de los bandos tenía que ganar la batalla. Él no tenía idea -o, al menos, no definida-de cómo ello se podría lograr. La invisibilidad era una buena baza, pero no sería fácil trasladar sin percance a un destacamento de hombres por entre la ebullición de guerreros que se aprestaban para el combate.

Por otra parte, dispersar el grupo para que cada cual fuera solo sería también muy arriesgado. Tendría que confiar en que encontraran por sí solos el sitio donde se instalaría el rey Juan a observar al batalla, y eso entrañaba el peligro real de no volver a reunir a tiempo un número efectivo de hombres.

El regreso de Luke Allbye y Wat de Easdale interrumpió sus reflexiones. Venían acompañados de John Chester y Dafydd, que evidentemente habían ido con ellos y se habían quedado con toda probabilidad al pie del árbol al que había trepado cada cual.

—Ya era hora -rezongó Brian cuando estuvieron delante de ellos-.

Luke, ¿qué información nos traes?

Luke se quitó el yelmo antes de contestar y Wat, que a todas luces acababa de caer en la cuenta de tal necesidad, imitó su gesto quitándose el suyo, el cual había sustituido por su habitual casco plano de arquero.

—Sir James, mi señor -respondió Luke-, los dos ejércitos están casi preparados para la batalla. Los franceses están distribuidos en tres divisiones, tal como preveíamos, una línea detrás de otra, la última de las cuales está muy próxima a las tiendas de los señores y caballeros que se encuentran aquí. Los ingleses, hasta donde he podido observar, están desplegados en una sola línea, en formación de rastrillo, como lo hicieron en Crécy y Poitiers, con los hombres de armas en fila, frente a los franceses, y los arqueros dispuestos en dos filas avanzadas en ambos extremos. En las puntas, las líneas forman una inclinación hacia adentro, a fin de que un arquero pueda disparar sin peligro estando situado detrás de otro.

Toda aquella explicación la había ofrecido de un tirón, lo cual lo obligó a realizar una pausa para tomar aire.

—Según mis cálculos, sir Brian y mi señor -continuó-, hay seis mil hombres de armas del lado de los ingleses, quizá una tercera parte de los que componen las tres divisiones francesas. Los franceses tienen también arqueros genoveses desplegados en fila delante de la primera línea de hombres de armas, un poco adelantadas entre sí para que los de delante no entorpezcan los disparos. En el bando inglés, contrariamente a lo que nos dijeron, parece haber de cuatro a seis mil arqueros y no los dos mil de que se hablaba.

—Gracias, Luke -dijo sir Brian-. ¿Tenéis algo que preguntarle, James?

Jim negó con la cabeza.

—Y vos… -Brian desplazó la mirada hacia el arquero, Wat de Easdale-. ¿Qué podéis añadir a lo que Luke nos ha contado?

—Sólo que no hay seis mil arqueros, sino dos mil como mucho -contestó Wat con sequedad.

Brian y Jim, y también los otros caballeros que escuchaban, observaron con asombro al arquero, el cual soportó con perfecta compostura su escrutinio.

—¿Cómo podéis afirmar algo así? -preguntó Brian-. Los arqueros estaban sin duda demasiado alejados para distinguirlos uno a uno; y a mí me consta que Luke calcula de forma muy ajustada el número de personas que hay en una multitud.

—¡Señores, eran todos arqueros! -aseguró acaloradamente Luke-.

Lo juro.

—Entonces ponéis vuestra alma en peligro al jurar de ese modo -le advirtió con sosiego Wat, sin volver la cabeza para mirarlo-. Aunque a un hombre lo pongan a formar con un bastón en la mano, sólo el entrenamiento de toda una vida que hace a un arquero permitirá que mantenga el porte de un arquero. Para mí, que soy arquero y he crecido y vivido con otros que también lo son, saltaba a la vista que dos de cada tres de quienes estaban en las filas de los arqueros no son auténticos arqueros.

—Si es cierto lo que decís… sí, Dafydd, creo que sabe distinguir un arquero de un hombre de armas -se corrigió Brian al ver que Dafydd estaba a punto de expresar una objeción ante el «si» condicional que había utilizado-. Aun así, esas filas de arqueros estaban a tal distancia que ¿cómo podría cualquier hombre percibir diferencias tan tenues como su porte y su forma de asir lo que fuera que llevaban en la mano?

—Yo podría -aseveró Wat-, y lo he percibido. Con todo el respeto, sir Brian, si vos hubierais mirado tantas veces como yo por sobre la punta de una flecha un blanco situado a trescientos metros, aprenderíais a distinguir pequeñas diferencias, aun a esa distancia. Yo afirmo rotundamente que los ingleses sólo tienen dos mil arqueros a lo sumo y que los otros son farsantes, puestos ahí para que los franceses actúen con mayor cautela.

—Puede que ello suscite la cautela de algunos franceses, los menos -puntualizó con enojo sir Raoul-, pero ¿creéis que les va a inspirar temor para que no ataquen llegado el momento? Y, una vez que se hallen cerca, ¿no advertirán el engaño y arreciarán en su acometida?

—Estoy, en efecto, convencido de que así será, sir Raoul -acordó Wat-, y de allí se derivará precisamente la utilidad de la estratagema para los ingleses, si tienen aunque sólo sea otros quinientos arqueros a ambos lados escondidos en la hierba y matorrales o más allá de los flancos del rastrillo. Cuando los franceses descubran lo que interpretarán como un simple ardid, sus filas se desparramarán con mayor irregularidad de la habitual, tomando la delantera los caballos más veloces a los más lentos. Entonces, los arqueros ocultos en ambos extremos se enderezarán y comenzarán a disparar; y si no dan cuenta de la mitad de la caballería francesa que integrará ese primer asalto antes de que un solo francés llegue a asestar una estocada al primer falso arquero inglés, estoy dispuesto a tragarme el arco, ¡y mi aljaba por añadidura!

—¿Y qué más da si dan cuenta de la mitad de la caballería que participe en el primer asalto? -replicó casi con ferocidad sir Raoul-.

Detrás de ellos habrá cinco franceses por cada inglés aguardando a ocupar su lugar.

—Yo creo que la ventaja que de ello se derivaría es evidente -opinó Jim. Todos los miraron, debido a la actitud de silencio que había mantenido hasta entonces-. Un revés tan inesperado, sumado a la posibilidad de que hubiera otras trampas a la espera de quienes ataquen después, bastaría para hacer perder los estribos a los franceses, e incluso al rey Juan. Vos mismo sabéis, sir Raoul, que cuando vuestros compatriotas se sienten ultrajados sólo piensan en una cosa: en llegar a las manos con el enemigo con la mayor celeridad posible. De ese modo, cualquier plan de ataque que pudieran haber ideado se perdería en un mar de confusión.

Sir Raoul le lanzó una airada mirada, abrió la boca y acabó por no decir nada. La discusión que pudiera haberse producido quedó abortada de principio por la llegada de Tom Seiver, que venía a la carrera.

—¡Señores, un nutrido grupo de caballeros se dirige hacia aquí!

Avanzan juntos en masa, y si mal no me equivoco llevan en el medio el estandarte real del Leopardo y los Lirios.

—¡Entonces será el rey francés! -gritó, alborozado, sir Giles-. ¡Al final vienen hacia aquí!

A su alrededor todos los hombres de armas se habían puesto en pie, como también lo habían hecho los caballeros, que ya se encaminaban a sus monturas.

—¡Aún no! -los contuvo Jim-. Dejad que se hayan instalado primero en sus posiciones. Que todos se mantengan tras los árboles.

Alteza, ha llegado el momento de tratar una cuestión con vos. ¿Tenéis la bondad de venir conmigo?

—De buen grado, sir James -aceptó el príncipe, acercándose.

—Venid vos también, sir Giles -pidió Jim.

El príncipe enarcó las cejas al oír lo último pero no dijo nada.

Giles se limitó a acudir sin cuestionar la pertinencia de la demanda y los tres se alejaron en la espesura.

—¿Adonde nos dirigimos, sir James? -preguntó al cabo de poco el príncipe-. Pensaba que sólo queríais apartaros unos pasos para que no nos oyeran los otros, pero parece que estáis llevándome a algún sitio.

—Así es, alteza -confirmó Jim-. Acompañadme, si sois tan amable.

No queda lejos.

Él y el príncipe siguieron uno al lado del otro un trecho, seguidos de Giles. Después dejaron atrás los árboles y ante ellos apareció el derruido edificio que Jim había visitado la noche anterior. Jim condujo al príncipe hacia él y entonces detuvo la marcha.

—Alteza -dijo-, sé bien que preferiríais participar con nosotros en la carga, o estar al menos cerca cuando ésta se produzca. Considerad, no obstante, que sí algo os ocurriera, si por azar os pasara algo, todo estaría perdido. El ejército francés lo perdería todo. Inglaterra lo perdería todo. Hay un pequeño nicho en estas piedras en el que podéis entrar. Tendrá unos dos metros de profundidad y es tan estrecho que sólo permite el paso de una persona a la vez. Estando vos al fondo y sir Giles interpuesto en la entrada, nadie podrá llegar hasta vos. No sólo estaréis a resguardo, sino oculto.

—¡Sir James, esto es mucho atrevimiento de vuestra parte!

-exclamó, ruborizado, el príncipe-. Yo no soy un niño ni un criado que tenga que esconderse cuando se lucha, ni es mi intención esconderme. ¡Ahora mismo volveré junto a los demás y elegiré el lugar desde el que presenciaré el ataque!

Volvió la espalda al montón de bloques de piedra cincelada.

—¡Alteza! ¡Deteneos! -lo llamó Jim sin moverse de donde estaba-.

¡Considerad vuestro deber! Considerad vuestras obligaciones para con vuestro padre y para con Inglaterra. ¡No os precipitéis hasta haber pensado en lo que acabo de deciros!

Aunque ya había echado a andar, el príncipe aminoró el paso hasta pararse por fin. Se volvió con lentitud y, despacio, regresó junto a Jim.

—Yo no tengo por grande como vos el peligro que pueda acecharme, sir James -declaró con voz sosegada-. Olvidáis que soy un príncipe de Inglaterra y que, como tal, valgo más vivo que muerto.

Incluso si me encontraran los franceses y me rodearan de forma que no tuviera escapatoria posible, lo más que podrían hacerme es capturarme. Y a su debido tiempo mi padre pagaría mi rescate. No podría ser de otro modo.

—No. ¡Pensad dos veces las cosas! -le aconsejó Jim-. Malvino ha creado un falso príncipe Eduardo, al cual controla por completo. Y en la práctica es Malvino, y no el rey Juan, quien gobierna en Francia ahora. El rey ostenta el poder, de eso no hay duda, pero la voluntad que hay detrás de ese poder es la voluntad de Malvino. Ningún francés querría mataros. Es cierto que su objetivo sería capturaros.

Ningún francés… salvo uno, Malvino. Mientras sigáis vivo, seréis una amenaza para el príncipe impostor que él creó. De buen seguro que Malvino ha estado persiguiéndoos desde vuestra huida de su castillo, no para volver a haceros preso y pedir un rescate, sino para destruiros… de manera secreta y definitiva… de manera que no haya nadie que ponga en duda la realidad de la criatura que él forjó.

Jim dejó de hablar y aguardó a ver la reacción del príncipe. Este por su parte permaneció también inmóvil, con la mirada perdida más allá de Jim. Finalmente exhaló un suspiro, dejó caer los hombros y centró la vista en él.

—Una vez más, sir James -reconoció-, tengo que prestar oído a vuestras palabras, aun en contra de mis deseos. Estáis en lo cierto: tengo un deber que cumplir. No sé si ese deber coincidirá con lo que vos decís, pero en este momento no se me ocurre otra vía mejor.

Seguiré por lo tanto vuestras recomendaciones. ¿Dónde está ese profundo agujero para que me arrastre hasta el fondo?

—No tendréis que arrastraros, alteza -le aseguró Jim-. Podéis entrar de pie. Además, sólo será por un par de horas. Si el rey y sus caballeros vienen ya hacia aquí, deberemos aguardar únicamente a que adopten sus respectivas posiciones y fijen toda su atención en la batalla, de modo que no reparen en lo que tienen a sus espaldas.

Entonces pasaremos a la carga y será cuestión de minutos vencer, o perder estrepitosamente con igual rapidez. Seguramente oiréis el ruido del choque de las armas desde aquí. Si éste cesa y en el plazo de media hora no acudo yo u otra persona a buscaros para poneros frente a frente con el falso príncipe, tened la certeza de que hemos sido derrotados y poneos a recaudo por vuestros medios.

Hizo una pausa.

—Sir Giles -prosiguió- permanecerá con vos, y, si a los demás se nos torcieran las cosas, los dos deberéis intentar ir a Brest y procuraros la protección de los ingleses que, habiendo llegado después de la partida de este ejército, todavía siguen allí. Si Malvino no puede permitirse el lujo de dejaros con vida, tampoco puede poner sobre alerta a la gente de la zona pregonando que busca a alguien con una apariencia idéntica a la del príncipe cautivo de Inglaterra, puesto que ello suscitaría demasiados interrogantes. Con un poco de suerte lograríais llegar sano y salvo a Brest.

Mientras hablaba, Jim había ido caminando con el príncipe en torno a las ruinas de la capilla, buscando la abertura que había encontrado antes. El escondite lo había localizado en una oscuridad casi absoluta y de día el lugar presentaba un aspecto bastante distinto.

Finalmente halló el nicho y señaló la entrada al príncipe.

—Situaos poco más o menos a un metro y medio de profundidad -indicó- y estad atento al ruido de las armas.

—De acuerdo, sir James -dijo el príncipe-. Aun a mi pesar, haré lo que decís.

Se giró y se introdujo en el nicho.

Giles se disponía a ir tras él cuando Jim lo tomó del brazo justo en la entrada. El caballero se volvió y le dirigió una mirada interrogativa.

—Ni siquiera os he consultado antes si estabais dispuesto a asumir esta tarea -reconoció Jim-. Perdonadme, amigo mío.

—¿Por qué? -contestó sir Giles con voz igualmente baja, pero sonriendo-. ¡Esto es un gran honor para mí, James, y os doy las gracias por ello!

Jim le soltó el brazo y observó cómo desaparecía. Después oyó el sonido de voces del interior y, mientras el príncipe y Giles se repartían las posiciones que cada uno ocuparía durante las horas de espera, se volvió y regresó con paso presuroso hacia el lugar donde aguardaban los otros caballeros.

Al llegar allí, encontró a caballeros y soldados sin distinción ocultos detrás de árboles o arbustos. El rey Juan, en compañía de Malvino, el falso príncipe, sus estandartes reales y sus caballeros, comenzaban a subir la cuesta del altozano.