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«Los caballos para todos» ofrecidos por sir Raoul sólo incluían monturas para los humanos, las cuales eran en efecto animales de buena casta, enjaezados con sillas, bridas y todos los arreos necesarios. Como no podía ser de otro modo, Secoh y Aragh no tuvieron más alternativa que viajar por sus propios y exclusivos medios.

Aquello no presentaba un problema en el caso de Secoh, que podía volar. Aragh, por su parte, caminaba sin esfuerzo entre los caballos, con malicioso placer no disimulado por los nervios que provocaba en ellos su proximidad, y tanto insistió en asustar a las bestias que Jim tuvo que llamarle la atención.

Aragh se dio rápidamente por enterado y no buscó excusas.

—Debo reconocer que estaba disfrutando de lo lindo -confesó-. No obstante, dadas las circunstancias y teniendo en cuenta que nos espera mucho trabajo, haré lo que me pides, James, y me mantendré un poco más alejado. Siempre y cuando, claro, el camino no nos obligue a apretarnos en algún tramo… en cuyo caso, si se disgustan esos patanes de cuatro patas, no me eches a mí la culpa.

—En tal caso no te haré responsable -prometió Jim.

Secoh no estaba tan bien preparado para seguir su ritmo a pie. Si bien algo trabajosamente, caminando sobre sus patas traseras, un dragón podía mantener la marcha yendo los caballos al paso. Raoul, no obstante, aprovechaba los tramos llanos para ponerlos al trote, lo cual era un poco duro para Jim, que, a pesar del año que llevaba en ese mundo, aún no era un jinete experto. Secoh aún lo pasaba, empero, peor. Los dragones podían hasta correr con sus extremidades inferiores, pero ello suponía un ejercicio muy fatigoso que no se avenía bien con su constitución. Además, la presencia de Secoh inquietaba tanto o más a los caballos que la de Aragh.

La solución fue acordar un punto de encuentro donde el dragón pudiera esperarlos tras hacer el mismo recorrido volando. Se adelantaba a ellos con un margen de quince minutos a media hora y luego se reunía con ellos cuando efectuaban una parada para dar reposo a los caballos o para comer y beber.

El tiempo seguía soleado, cálido sin llegar a ser sofocante.

Avanzaron con rapidez y pronto hallaron el rastro del ejército francés.

Ellos mismos vieron sus huellas, y sir Raoul obtuvo información de testigos que habrían huido ante cualquier intento de interrogatorio por parte de Jim o alguno de sus compañeros, los cuales confirmaron que el ejército se hallaba a dos días de camino. La ruta que habían seguido los franceses parecía desviarse hacia el oeste, cosa que interpretaron como una señal de que los franceses estaban al corriente de que ésa era la dirección tomada por los ingleses y de que por entonces su avance era una franca persecución.

—Aún no me has contado por qué has venido. Dijiste que eras un embajador, ¿verdad? -preguntó Jim a Secoh en una de las paradas.

Cada vez se detenían con más frecuencia, ya fuera con el pretexto de dejar descansar a los caballos, de comer o beber algo ellos mismos, o por cualquier otro motivo que se les ocurriera. Lo cierto era que, con excepción de Secoh y sir Raoul, todos tenían un sueño atroz, y nadie quería ser el primero en quedarse dormido en la silla.

—Es que no pude -contestó, malhumorado, Secoh-. Carolinus no me dejó siquiera empezar.

—Lo sé -dijo amigablemente Jim-, pero hay tantas cosas importantes de por medio que…

No fue necesario que concluyera la frase. Secoh se animó un poco y se desprendió de su resentimiento.

—Pues veréis -explicó-, lo que ocurrió fue que Carolinus me contó lo que querían hacer los Poderes de las Tinieblas con vos, y cómo habían dirigido vuestros pasos hasta esa pareja de malvados dragones del castillo en ruinas. Por eso volví a visitar a los Dragones del Acantilado y les propuse que me mandaran como embajador para daros a conocer los derechos que os asisten frente a los dragones franceses. En un caso como éste, en que dos de ellos, convertidos en unos granujas, se han apoderado de un valioso pasaporte, la responsabilidad recae sobre la totalidad de los dragones de este país.

Bien, para no alargarme demasiado, tras conversaciones que no fueron excesivamente dilatadas todos se mostraron de acuerdo en que viniera, incluso cuando para ello tuvieron que agregar unas cuantas joyas que me acreditarían como embajador.

—Eso dice mucho en tu favor -alabó Jim-. La verdad es que no pensaba que se preocuparan tanto por mí.

—Bueno, para seros franco -confesó Secoh-, lo que más les preocupaba eran las joyas que os habían dado como pasaporte. Sus joyas.

»De hecho -prosiguió Secoh con todo candor-, yo mismo sentía cierta inquietud por la perla que había depositado en el pasaporte. Esa era la única joya que me quedaba del tesoro de la familia. Se había transmitido de padre a hijo durante once generaciones, siempre con el juramento de por medio de que ninguno iba a desprenderse de ella. Mi padre me hizo prometerlo, y yo jamás me deshice de ella, ni en las muchas ocasiones en que pasé hambre allá en los pantanos.

De uno de sus ojos brotó un lagrimón que bajó rodando por su largo y huesudo hocico.

—Ahora puede que la haya perdido para siempre -se lamentó.

—¡Secoh, el tuyo fue un acto de suma generosidad! -lo felicitó Jim-. Tú pusiste algo de gran valor para ti sólo para hacer posible que yo reuniera el pasaporte.

Llegada a la punta del hocico, la lágrima bajaba ya hacia el orificio derecho de la nariz, y Secoh la absorbió con una ruidosa inspiración.

—¿Para qué están si no los amigos? -le restó importancia-.

Además, en realidad tampoco estaba desprendiéndome de ella.

Estaba seguro de que la recuperaría.

—Y la vas a recuperar, Secoh -le aseguró Jim, ceñudo-. Volverás a tener esa perla o algo de igual valor. ¡Iré a buscar a esos dos dragones con los que cumplí con las formalidades y los obligaré a devolverme el pasaporte! Y, si no me lo devuelven, encontraré la manera… ahora no sé cómo, pero la encontraré… de sustituirlo con algo que tenga un precio similar.

—No es tan fácil. -Secoh se sorbió los mocos-. Ya sabéis que los dragones no jugamos a apostar… en todo caso, no con algo tan preciado como las joyas.

—De todas formas lo recobraré o lo sustituiré -afirmó Jim-. Primero iré a enfrentarme a esa pareja de dragones.

—Si es que los encontráis -dijo con escepticismo Secoh-. No olvidéis que estamos en Francia y que ellos son franceses. Seguro que conocen lugares para esconderse donde vos no podríais localizarlos.

—Igualmente lo haré…

—Pues Carolinus creía -lo interrumpió Secoh-, y yo soy de la misma opinión, que lo mejor que podéis hacer es presionar a la comunidad de dragones franceses en general. Si permiten que uno de los suyos robe un pasaporte como ése y se propaga la noticia, ninguna otra comunidad o nación de dragones volverá a confiar en ellos, por más valiosos que sean los pasaportes que lleven en sus viajes. O, si se los aceptaran, el resto de las comunidades se creerían autorizadas a quedarse con ellos. Los dragones franceses tienen mucho que perder si vos iniciáis reclamaciones contra ellos. Además, para ellos sería mucho más fácil que para vos o para mí encontrar a esa pareja de dragones y obligarlos a devolver el pasaporte.

—¿Y cómo voy a presionarlos? -preguntó Jim.

—Ahí es donde entro yo como embajador -respondió Secoh-. Yo puedo hablar en nombre vuestro, ponerme en contacto con los dragones franceses, pedir una entrevista con los responsables máximos, exponerles la situación y transmitir cualquier demanda que queráis formular. Podéis autorizarme a reclamar la penalización que deseéis, inclusive la devolución del pasaporte. La multa puede ser algo que valga mucho más que el pasaporte. En ese caso se apresurarían a devolverlo para no tener que plegarse a vuestras exigencias.

—¿De veras? -preguntó Jim con súbito y renovado interés.

—Es hora de volver a montar y reanudar la marcha -indicó sir Raoul, sofocando con su voz las diversas conversaciones en curso.

Con las piernas considerablemente doloridas, Jim subió a la silla de alta perilla que había sido su prisión durante las últimas siete u ocho horas, ahogando un gemido cuando la cara interna de sus muslos, lastimada por una rozadura, volvió a entrar en contacto con el cuero. El dolor fue pasajero y su mente se distrajo enseguida de él. Lo que Secoh acababa de decirle le había dado qué pensar.

Mientras reemprendían camino, los pensamientos se sucedían deprisa en su cabeza, estimulados sobre todo por la perspectiva de poder pedir una compensación por la pérdida del pasaporte. Intuía que aquello podía suponer una gran oportunidad. Al principio no se le ocurrió nada que pudiera equipararse en valor a aquel montón de enormes gemas que había traído de Inglaterra. No se dio por vencido, no obstante, y cuando, una media hora más tarde, realizaron la siguiente parada ya había concebido una idea.

—Dime una cosa -pidió, reanudando la conversación con Secoh-.

A los dragones franceses no les inspiran mayores simpatías los jorges franceses que la que sienten los dragones ingleses por los jorges ingleses, ¿no es así?

—Yo diría que no -respondió sin pensarlo dos veces el dragón de pantano-. Oh, con eso no quiero decir que algunos jorges no sean merecedores de afecto… como vos y sir Brian, a quienes a estas alturas conozco bien, y quizá sir Giles, puesto que siendo un focidón, es medio foca y no es como el común de los jorges. Pero casi todos los jorges, tanto ingleses como franceses, son como sir Hugo… ¿Os acordáis de sir Hugo de Bois de Malencontri, que vivía en el castillo que vos ocupáis ahora? Él me capturó y prometió que me perdonaría la vida si os llamaba y conseguía haceros tomar tierra para que pudieran capturaros cuando os dirigíais a la Torre Abominable. ¿Lo recordáis? Pues bien, después de que yo cumpliera con mi parte y una vez capturado vos, él se echó a reír cuando le pedí que me soltara y dijo que quería mi cabeza para colgarla en una pared.

—He ideado un plan -anunció Jim-. Después de pensarlo, me parece que lo más indicado es exigirles una compensación que no pueden negarse a pagar, pero que por uno u otro motivo no se atrevan a pagar.

—No entiendo, James -reconoció Secoh-. ¿Cómo vais a concebir un precio así?

—Te lo explicaré.

Se le había ocurrido que tal vez pudiera matar dos pájaros de un tiro… o traspasar dos pájaros con una misma flecha, adaptando el dicho a la época.

—Supón que les comunicas que yo reclamo que acudan con las joyas en un margen de tres días, y también que todos los dragones franceses en edad y condiciones para luchar se presenten en el campo de batalla entre los ingleses y franceses, para alinearse en formación de combate en el lado inglés y presentar batalla a los franceses.

Secoh se quedó mirándolo con perplejidad.

—No veo… ¡Ah, sí! -exclamó de repente-. No les gustan los jorges, pero tienen que vivir en Francia con ellos; y, si todos los jorges de este país se propusieran exterminar a los dragones, éstos tendrían los días contados. Y eso es precisamente lo que ocurriría si lucharan en el bando de los ingleses. ¡Tendrán que traer el pasaporte o, si no pueden, un saco de gemas igualmente valiosas! ¡James, vos debéis de ser el jorge más inteligente del mundo!

—Lo dudo mucho -lo disuadió Jim-, y además, eso da igual. ¿Les trasmitirás este mensaje? Pon cuidado en expresarlo con las mismas palabras exactas que yo. Tienen que presentarse para alinearse en formación de combate en el lado inglés.

—¿Por qué es tan importante que lo diga con esas palabras en concreto? -preguntó Secoh, mirándolo con extrañeza.

—Tú limítate a repetirlas -insistió Jim-. Como comentó Carolinus, se trata de algo que no puedo ni estoy en disposición de explicar. Es vital que lo transmitas al pie de la letra.

—Lo haré, descuidad -prometió Secoh-. Queréis que se presenten para alinearse en formación de combate en el lado inglés, y que traigan el pasaporte en un margen de tres días. Es muy poco tiempo.

—No, no lo es -disintió Jim-. Tal vez deberías ir a buscarlos ahora mismo, sin tardanza.

—¡Enseguida! -aceptó Secoh.

Se alejó unos pasos para disponer de espacio y, agachándose un poco, extendió las alas en toda su envergadura. Al batirlas produjo una gran agitación de aire y rápidamente alzó el vuelo. Los caballos, que estaban atados, se pusieron a relinchar, encabritados.

—¿Qué ocurre? -gritó sir Raoul varios metros más allá-. ¿Qué es esto, sir James?

Decidiendo que había llegado el momento de dejar bien claro quién era el responsable del grupo, Jim se encaminó hacia el caballero.

—Sir Raoul -señaló-, ninguno de nosotros sabe cuál es vuestro rango.

—El apellido de mi familia y mi condición son un secreto que quiero mantener, sir James -replicó con semblante sombrío sir Raoul-, y vos aún no habéis contestado a la pregunta que os he hecho.

—Eso es lo que estoy haciendo -aseguró Jim-. Todos respetamos vuestro deseo de guardar el secreto de vuestro apellido y condición.

En todo esto hay, con todo, algo que no es un secreto para nadie, y es que yo soy un mago. ¿Sois vos mago, sir Raoul?

—¿Qué desatino es éste? -contestó, francamente ceñudo, sir Raoul-. ¡Bien sabéis que no!

—Tampoco hay aquí otra persona que lo sea, ¿verdad? -continuó Jim.

—Por supuesto que no -acordó sir Raoul.

—Entonces tal vez comprenderéis que únicamente puede haber un cabecilla en nuestra comitiva -apuntó Jim-. Y ese hombre es el que, además de caballero, es mago; es decir, yo mismo. Se os ha encomendado enseñarnos el lugar que Carolinus os indicó, dada vuestra mayor familiaridad con el terreno. Pero soy yo quien está al mando. ¿Tenéis algo que expresar en contra?

Permanecieron un momento mirándose fijamente, hasta que sir Raoul bajó los ojos.

—No, sir James -dijo en voz baja-. Tenéis razón. Sólo puede haber un cabecilla y únicamente a vos os corresponde actuar como tal.

—Me alegra que estemos de acuerdo -se alegró Jim-. Ahora por una vez os diré esto, pero en adelante no os daré explicaciones. He mandado a Secoh en misión especial. Siento haber importunado a los caballos y tal vez a vos. Eso es, no obstante, lo único que os incumbe saber y por ello no os diré más.

Sir Raoul asintió con la cabeza y alzó la mirada hacia él.

Jim se volvió hacia los demás, a quienes había alertado el sonido de sus voces. Jim los observó uno por uno. En sus rostros era patente el cansancio… quizá con la excepción de Aragh, cuyas reacciones era más difícil interpretar. Aragh estaba tumbado sobre la barriga con las patas estiradas frente a sí, la cabeza apoyada en ellas y los ojos amarillos clavados en Jim.

Era asombroso, pensó Jim, que Aragh no presentara muestras de fatiga. Tenía que estar tan cansado como ellos. ¿O no? Jim recordó de repente que Aragh había pasado un rato sesteando mientras los demás registraban los aposentos de Malvino buscando alguna zona marcada de rojo. Por espacio de un segundo Jim experimentó un ligero arrebato de celos, que enseguida desechó. Aquella corta siesta podía haber supuesto una ventaja, pero no tanta. En conjunto, Aragh había permanecido tan despierto y activo como todos ellos desde que habían dejado el campamento la noche anterior para ir a reunirse con Bernard.

Volvió a mirar a Brian, Giles, Dafydd y el príncipe. Saltaba a la vista que estaban extenuados.

Sabía muy bien que Brian y Giles antes preferirían caerse del caballo que admitir su fatiga. No cabía duda de que el príncipe había sido educado en una pauta de pensamiento similar. Él era un personaje real y por principios tenía que comportarse como el mejor, incluso cuando lo que estaba en juego era seguir simplemente despierto. Resuelto a poner fin a aquello, Jim volvió a encararse a sir Raoul.

—Sé que aún es media tarde -dijo al caballero francés-, pero hemos llegado a un punto en que se hace imprescindible descansar.

Buscaremos un lugar resguardado y recuperaremos algunas horas de sueño perdido. Más vale ponernos en camino al amanecer que cabalgar idiotizados por la fatiga y exponernos a una situación que en otras condiciones habríamos evitado. ¿Conocéis algún lugar próximo donde podamos pasar la noche?

—Tengo amigos -declaró simplemente sir Raoul-. Si tenéis la bondad de montar y seguirme.

Los condujo a un pequeño castillo situado a unos cuatro kilómetros donde, efectivamente, no sólo lo reconocieron los dueños, sino también los guardias de la puerta. Agradecidos y abrumados por el cansancio, aceptaron las habitaciones que les ofrecieron sus anfitriones… todos salvo Aragh, que como de costumbre prefería permanecer a la intemperie.

—Yo dormiré en el bosque -anunció inmediatamente antes de marcharse para no tener que escuchar opiniones en contra.

Jim despertó con la grisácea luz del alba que entraba por la aspillera de la habitación en la que habían dormido en jergones él, Brian, Giles y Dafydd, es decir, todos menos sir Raoul y el príncipe, que, según sospechaba, habían ocupado aposentos algo más lujosos que ellos.

Jim se encontraba muy descansado y pletórico de energías.

Hasta que no trató de ponerse en pie no advirtió las agujetas que le había provocado la prolongada cabalgada del día anterior.

Dadas las reducidas dimensiones del castillo, hallaron fácilmente el camino hasta la sala central y allí encontraron a un criado al que encargaron ir en busca de sir Raoul. Cuando éste llegó desayunaron y poco después ya partían a caballo, en compañía de Aragh.

El segundo día de marcha no resultó tan duro para Jim como el primero. A medida que avanzaba la mañana se sentía menos dolorido.

Asimismo, aprovechando la estancia en el castillo, se había puesto bajo los calzones unos paños en la zona de roce con la silla. Ese día las huellas dejadas a su paso por el ejército francés en forma de rodadas de carro y excrementos de caballo se fueron haciendo más recientes. Comprobada la proximidad de la hueste, se apartaron del camino para dar un rodeo y dirigirse al lugar indicado por Carolinus sin topar con los franceses.

Avanzaron a buen ritmo y antes de mediodía observaron señales de la presencia de las fuerzas inglesas. Los dos ejércitos estaban más cerca de lo que habían imaginado. Aunque habían viajado deteniéndose con menos frecuencia que la jornada anterior, cuando el sol estaba en su cénit pararon para comer. Jim aprovechó para hablar con Brian.

—¿Cómo vamos a ponernos en contacto con nuestros hombres?

-le preguntó-. Seguramente aún están esperándonos cerca del castillo de Malvino. Pensaba en enviaros a vos o a sir Giles a buscarlos, pero, estando tan cerca los dos ejércitos, no hay tiempo para traerlos antes de que se inicie la batalla.

—No, sir James -repuso Brian-. Ya estarán con las fuerzas inglesas. Dejé ordenado a John Chester que sólo se quedaran en las proximidades del castillo de Malvino durante dos días y que, si en ese tiempo no habían tenido noticias nuestras, continuaran camino para sumarse a cualquier fuerza inglesa que encontraran para poder asestar al menos unos cuantos golpes a los franceses.

»Pero es preciso que demos con ellos -añadió con semblante momentáneamente ensombrecido-. ¿Habéis olvidado, James, que ellos llevan nuestras armaduras y arneses? Ninguno de nosotros está en condiciones de participar en una batalla, sin armadura y sólo con las armas que llevamos. Y yo menos, si no puedo contar con mi buen caballo de guerra, Blanchard, sin el cual no querría medirme con ningún caballero protegido con armadura al completo.

—No lo había olvidado -aseguró Jim-, pero puede que, aparte de ello, nuestros hombres nos sirvan para un cometido especial. Ya veremos. Suponiendo que estén con el ejército inglés, ¿creéis que los encontraremos?

—Sin lugar a dudas, James -afirmó Brian-. Todos conocemos a John Chester y de vista a nuestros soldados. Y ellos nos conocen a nosotros. Claro que no será cuestión de localizarlos al momento.

Podríamos tardar hasta medio día en una hueste de esas dimensiones.

—Bien, mientras los buscamos, los demás se mantendrán a cierta distancia tratando de hallar un lugar protegido para que el príncipe permanezca allí. Si Carolinus estaba en lo cierto, los ingleses han creído la infamia según la cual el príncipe se ha pasado al bando de los franceses, y, si ven a alguien parecido a él y vestido con su misma ropa, lo tomarán por un impostor. Por otra parte, si los franceses descubrieran al verdadero príncipe, harían lo posible por apresarlo.

Aunque tal vez ignoren que el príncipe de Malvino es una creación mágica, saben perfectamente que no puede haber dos príncipes, por lo que es seguro que intentarán capturar a Eduardo y llevarlo ante sus jefes para desentrañar el misterio.

—Tenéis razón, James -convino Brian con gravedad-, ocurriría según decís. Si queréis, puedo adelantarme para comenzar a buscar a nuestros hombres entre el ejército antes de que lleguéis los demás.

—No, no lo creo conveniente -declinó Jim-. A ser posible, deberíamos seguir juntos. Además, los ejércitos no trabarán combate en cuanto queden uno frente a otro, ¿no es cierto?

—Normalmente, con huestes tan numerosas como éstas -confirmó Brian-, se tarda un poco en iniciar la batalla. Aparte, casi siempre se producen parlamentos entre ambas partes… invitaciones a la rendición y cuestiones por el estilo. Después de la llegada del ejército francés, antes de que adopten posiciones estratégicas e inicien el ataque transcurrirá casi un día. Siempre y cuando sean ellos los atacantes, claro está.

—¿Es de prever que lo seamos nosotros, con una fuerza muy inferior a la suya, según me han informado, y con el menoscabo del complemento habitual de arqueros? -preguntó Jim.

—No -tardó en responder Brian-, no lo es. Aunque uno nunca sabe cómo acaban desarrollándose las cosas.

—Voy a averiguar lo que pueda respecto a qué cabe esperar de los franceses -anunció Jim, encaminándose a donde se hallaba Raoul.

Aun permaneciendo con ellos todo el tiempo, el caballero francés había estado manteniendo una especie de distancia entre él y los demás. No era que estuviera molesto con ellos o le disgustara su proximidad, sino casi como si un deber le exigiera demostrar que no era uno de ellos.

—Sir Raoul -lo llamó Jim cuando estuvo cerca de él.

—Decidme, sir James -lo invitó a hablar sir Raoul.

—Vos debéis de tener una idea más aproximada de la velocidad del avance del ejército francés -le dijo Jim-. Estaba comentando con sir Brian que todo indica que las fuerzas inglesas se encuentran a menos de un día de distancia. ¿Cuánto creéis que tardará el ejército francés en darles alcance?

—Poco más de un día, sir James -respondió Raoul-. El rey Juan estará ansioso por trabar combate contra esos intrusos, y sus caballeros no lo estarán menos. Bien es verdad que, una vez que avisten a las fuerzas inglesas, tendrán que ordenar las suyas en disposición para la batalla, lo cual puede llevar aproximadamente medio día.

—¿Opináis entonces que probablemente mañana a esta hora, hacia mediodía, podríamos ver el inicio de la batalla?

En el enjuto semblante de sir Raoul se dibujó una paradójica sonrisa.

—No guardo ninguna duda al respecto -aseveró.

—Entonces lo comunicaré a los demás -dijo Jim-. Tendremos que apretar el paso. ¡Puesto que hoy estamos más descansados, cabalgaremos a toda marcha!

Así lo hicieron. Gracias al refuerzo en la tela de los calzones y a un par de días más de experiencia como jinete, Jim dio pruebas de más fortaleza de la que creía albergar. Lo mismo parecía ocurrirles a los demás. Ninguno se quejó ni hizo evidente ninguna de las muestras de cansancio que tan patentes se habían hecho el día anterior.

Cubrieron velozmente terreno.

Poco después del anochecer llegaron a las proximidades del ejército inglés y se instalaron para pasar la noche en una capilla de piedra completamente en ruinas que quedaba algo apartada de las fogatas de los ingleses. El templo era tan pequeño que costaba creer que alguien hubiera invertido tanto esfuerzo para construir un edificio con capacidad para tan pocos fieles.