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Cuando, casi un año antes, Jim y sus compañeros se habían dirigido a la Torre Abominable para librar la batalla definitiva contra sus criaturas, la tierra, el cielo, el agua y todo cuanto en los tres medios habitaba habían presentado por igual señales claras de la clase de lugar al que se aproximaban. Todo estaba oscuro, apagado, impregnado de una tristeza general, de un aire casi de muerte.

Entonces, en cambio, cuando se acercaban ya al castillo de Malvino, a su alrededor no se advertían signos parecidos. Era entrada la tarde, pero el sol todavía brillaba con fuerza. Las pocas nubes que había se acumulaban por el este y en nada entorpecían la irradiación de su luz. Las altas hierbas resecas por el verano cubrían profusamente el suelo, y los árboles estaban cargados de hojas. Las flores ponían en el paisaje una nota de color.

Siguiendo las instrucciones de sir Raoul, habían abandonado el camino principal un trecho más allá, en un punto que éste les había recomendado buscar con atención. El camino que conducía al castillo de Malvino, les había explicado el caballero, solamente era visible cuando él quería. Exceptuando tales ocasiones, la gente circulaba a buena distancia de su morada y territorio sin verlo y sin sospechar de su existencia.

La primera visión panorámica del castillo del Malvino la obtuvieron desde un altozano sobre el cual se divisaba la cinta azul del río Loira en la lejanía, justo más allá de las edificaciones que componían el castillo. En ciertos aspectos, su arquitectura se correspondía con la de un castillo, si bien ocupaba una extensión de terreno mucho mayor que cualquiera de los que Jim había visto o imaginado.

Y todo resplandecía bañado con la luz del sol.

Únicamente en el bosque negro -el espeso bosque negro que debía de rodear el castillo con una anchura de entre un kilómetro y medio y dos, componiendo una barrera adosada a las aguas del Loira-se advertía un atisbo de oscuridad semejante a la que habían visto en los alrededores de la Torre Abominable.

La negrura no se debía al mero tono oscuro de la madera. sino a su color literalmente negro, tan negro como todo cuanto crecía bajo los árboles: los arbustos, los arbolillos y tal vez incluso la misma hierba, aunque a aquella distancia no era posible distinguirlo y tal vez se tratara sólo de un lecho pelado de tierra negra.

Los árboles estaban pegados entre sí, formando una maraña tan tupida que todo el bosque parecía un ininterrumpido zarzal. Todos eran más bien achaparrados. Jim calculó que ninguno debía de sobrepasar los cuatro o cinco metros. La altura, sin embargo, era una característica desestimable. Lo que daba al bosque su fama y razón de ser era su espesura y la trabazón de las ramas.

Aun así, se dijo Jim, debía de haber senderos que lo atravesaran, pues de lo contrario no podrían introducirse en él las criaturas que Malvino mandaba patrullar para prevenir cualquier intrusión. No obstante, dichos senderos podían estar dispuestos a la manera de un laberinto, ofreciendo un camino seguro para quienes los conocían y una trampa para todo aquel que, ignorante de sus vericuetos, se aventurara bajo el oscuro ramaje.

Todos se habían detenido instintivamente en lo alto del verde altozano, incluido Aragh, y observaban en silencio el paraje que era su punto de destino. Más allá de los árboles, el castillo relucía bajo los últimos rayos del sol. Sólo la parda tonalidad de sus partes almenadas, torres, muros y torretas. transmitía una sensación de opresión. Los jardines con setos recortados, cenadores, estanques y parterres que se extendían en su entorno eran agradables y atractivos.

Pero, en lo tocante al castillo en sí, todo tenía la dureza de la más imponente de las fortalezas, con la salvedad de que no había foso.

Aun cuando en otro tiempo le habría provocado risa el pensarlo, entonces Jim barruntó que tal vez sí hubiera un foso, que resultaría tan imperceptible a sus ojos como el desvío que Malvino hacía visible para conectar su propiedad al camino principal cuando tenía visitas que quería recibir.

—Esperaremos al crepúsculo como muy pronto -dijo Jim, oyendo con sorpresa el tono autoritario que había impreso a su voz-.

Entonces, cuando comience a oscurecer, exploraremos esos bosques.

Entretanto, lo mejor sería buscar algún sitio donde nadie nos vea, hasta que se ponga el sol.

—Tenéis toda la razón, James -acordó Brian-. Lo más acertado es la idea de buscar un lugar donde escondernos, no sólo durante un rato, sino varios días si así fuera necesario. Algo me dice que tardaremos varios días en establecer contacto con esa criatura que antaño fue un hombre.

—Mirad allá abajo a la izquierda, a cosa de cuatrocientos metros -indicó Aragh-. ¿Veis ese socavón en la ladera de la colina? No hay árboles ni maleza que lo tapen, pero si mal no me equivoco, debe de haber un pliegue en el terreno y, detrás, una especie de valle cerrado o una cueva.

Todos se volvieron a mirar. Con su aguzada vista, Aragh había observado algo que ellos habían pasado por alto. Un simple vistazo habría detectado sólo un socavón en la ladera, tal como había dicho Aragh, pero mirado con atención se advertían sombras en la oquedad que apuntaban su posible prolongación por un lado.

—Vayamos allí primero pues -propuso Brian.

Cabalgaron hasta allí y comprobaron que Aragh estaba en lo cierto. El hoyo resultó ser una quebradura en la ladera que se hundía y luego penetraba en ella por la derecha, de tal forma que quedaba al amparo de las miradas procedentes tanto del bosque como del castillo, tapada por un muro de tierra. Por la colina bajaba un arroyuelo que se desparramaba en el ángulo de la quebrada antes de seguir su curso hacia los árboles que crecían más abajo. El lugar no sólo era ideal para esconderse, pensó Jim, sino también para acampar.

El campamento que instalaron resultó, sin embargo, un poco frío, porque se hallaban demasiado cerca del castillo para correr el riesgo de encender un fuego. Por fortuna llevaban carne ya cocida y pan y queso, y aquéllos fueron los ingredientes de su cena, regados con vino y agua del arroyo.

Después de comer, permanecieron sentados en círculo bajo la luz del ocaso, charlando con ese espíritu de estrecha camaradería que propicia la inminencia del peligro. El único que apenas dijo nada fue Aragh, que se mantuvo echado a la manera de un león, con el vientre apoyado en el suelo, la cabeza erguida y las patas delanteras estiradas frente a sí. Aun cuando desde allí no se veía ni el castillo ni el bosque, Aragh tenía la mirada fija en la curva de la entrada a su escondite, en actitud de guardia.

Los demás cotejaron sus mapas y sus recuerdos y llegaron a un acuerdo acerca del punto donde debía hallarse la entrada del sendero que los conduciría entre los árboles al sitio donde debían reunirse con su contacto. La zona del perímetro del bosque donde debían buscarla cubría un margen de unos cien metros o poco más. Una vez resuelta aquella cuestión, la conversación derivó por otros derroteros.

Sir Brian no sólo era el primogénito de su padre, sino su único hijo, y por lo tanto nunca había tenido dudas de llegar a heredar el castillo Smythe. Entonces supieron -en uno de esos momentos de intercambio de confidencias que suelen preceder a una empresa arriesgada-que Giles, en cambio, era el tercer varón de su familia y, por consiguiente, tenía pocas expectativas de heredar algo. Asimismo, como caballero de Northumberland carente de amigos e influencias en el sur de Inglaterra, y por descontado en la propia corte, disponía de escasas posibilidades de forjarse una buena posición en la vida.

—Francamente, nunca he tenido esperanzas al respecto -confesó Giles a Jim, Brian y Dafydd.

Ninguno realizó ningún comentario, y menos aún Dafydd, cuyas perspectivas de prosperar eran todavía menores que las de Giles. Aun a pesar de sus cualidades y destreza en el arte del arco, en ese mundo tenía vetada toda posibilidad de ascenso social. De todas formas, era evidente que para él aquélla era una cuestión sin importancia. Para un noble, en cambio, tal ascenso era casi una obligación, además de algo unánimemente deseable. El objetivo de los hombres de elevada cuna, para los que la condición de caballeros era una salida natural, era conquistar tierras y títulos, por el procedimiento que fuera.

Para Brian, era poco menos que una necesidad si quería casarse con Geronda Isabel de Chaney. Los dos estaban prometidos y, hacía tiempo, antes de partir para la cruzada, el padre de ella había dado su consentimiento al compromiso. No obstante, cabía la posibilidad de que volviera a casa habiendo cambiado de opinión, sobre todo si había conseguido poder y riqueza en Tierra Santa y había puesto miras más altas en quien debía desposar a su hija.

Pese a todo, Giles, que era de familia noble, acababa de reconocer con resignación sus pocas esperanzas de obtener honores y riquezas en ese mundo.

—Sólo anhelo una cosa -confió a sus compañeros-, y es tener la oportunidad de realizar una gran hazaña antes de morir, incluso si en ello me va la vida.

Aquella declaración sacó incluso a Dafydd de su silencio habitual.

—No me corresponde a mí aconsejar a un caballero cómo debería vivir… o morir -dijo-, pero me parece que es de lejos preferible conservar la vida y realizar cuanto nos sea dado hacer con esa vida, que morir y no poder seguir haciendo nada útil por el mundo.

Jim casi temió que sir Giles se encolerizara al oír aquello, como normalmente sucedía cuando alguien le llevaba la contraria, pero el caballero estaba sumido en un estado de ánimo extrañamente calmado y reflexivo, rayando en la melancolía.

—Bien decís -respondió, pero sin agresividad-que no corresponde a alguien como vos, Dafydd, aconsejarme a mí ni a ningún caballero cómo debe vivir o morir. Las diferencias entre nosotros no acaban, empero, en lo que a posición social se refiere. Pensad en los muchos caballeros que desearían entregarse por entero, incluso con sus vidas, a alguna gran causa, y que no pueden a causa de sus obligaciones y deberes para con su familia, sus esposas y hasta su apellido. El azar ha querido que yo quedara libre de tales responsabilidades. Mi padre tiene dos hijos mayores que yo, y dos más jóvenes, de manera que no hay peligro de que nuestra heredad fuera a pasar a manos extrañas.

No sólo no estoy comprometido a obediencia a un superior, descartando la misión que nos ha traído aquí, sino que ni siquiera me ata mi familia y mi apellido, excepción hecha de todo cuanto no suponga mancillarlos con mis actos, claro está. Por consiguiente, me hallo en condiciones de realizar al menos una proeza antes de morir. Y

ése es mi sueño y mi deseo.

—Sois muy joven para pensar en morir, Giles -observó Jim.

Aunque sabía que el caballero era más joven que él por una escasa diferencia de años, se consideraba infinitamente más maduro.

Ello se debía no sólo a su condición de casado, sino también a que se había educado en un mundo mucho más avanzado que aquél, tanto en el terreno científico como social. En ese momento se sentía casi como un padre, y hasta un abuelo, con respecto a Giles.

—Si fuera más viejo, ¿podría entregarme por igual con todas mis fuerzas? -le preguntó Giles-. No, ahora es el momento de vivir mi aventura, y podría ser que el rescate de nuestro príncipe de ese castillo me proporcione la oportunidad.

Para Jim, que no tenía la más mínima intención de morir, ni siquiera de resultar herido si podía evitarlo, ese anhelo de Giles era francamente desconcertante. En ello no veía más que el terrible desperdicio de una vida. Con todo, era obvio que no se trataba de algo que Giles se había propuesto de manera irreflexiva. Llevaba mucho tiempo madurando esa idea, tal vez durante casi toda su vida.

Intuyendo que, de expresarse en contra, lo heriría en lugar de ayudarlo, decidió no añadir nada más.

Tanto Brian como Dafydd parecían compartir la misma opinión. En cuanto a Aragh, o bien no se había formado ninguna opinión, o era del parecer que Giles era muy dueño de hacer lo que quisiera y que tal asunto no era digno de su preocupación o interés. Por lo que Jim conocía a Aragh, era muy posible que estuviera de acuerdo con los propósitos de Giles. dada su consonancia con la época salvaje en que ambos vivían.

Cuando el socavón quedó completamente oscurecido por la puesta del sol detrás de la colina y el anillo boscoso se convirtió abajo en una mera mancha borrosa en el crepúsculo, se pusieron en marcha. Jim había dispuesto que Aragh fuera a la cabeza para evitar que el olor de sus acompañantes humanos interfiriera en su captación olfativa. El descenso por la ladera despojada de árboles hacia la sección del perímetro del bosque donde esperaban encontrar una brecha de entrada no presentó dificultad.

Una vez llegados al límite del bosque, tuvieron que escrutar sólo unos metros hasta encontrar un boquete similar al descrito por sir Raoul, el cual les permitiría entrar en la espesa maraña de árboles.

La entrada coincidía con las minuciosas explicaciones que les había dado Raoul. Había una rama recién cortada en la punta, cuyo muñón apuntaba en dirección opuesta al bosque. lo cual era señal de que la ruta era la correcta y también de que el individuo con el que iban a encontrarse estaría esperándolos.

Visto de cerca, el bosque era mucho más impresionante. Los árboles tenían en general el mismo tamaño de los manzanos, con la diferencia de que no presentaban fruta alguna, y, en lugar de hojas, tenían retorcidas excrecencias. Las ramas, angulosas hasta lo imposible, en ningún caso se prolongaban más de quince centímetros en una misma dirección, y en cada giro formaban alargadas aristas que, si bien no podían denominarse espinas, eran tan aceradas como éstas. Los tres caballeros desenvainaron instintivamente las espadas al entrar en fila india en pos de Aragh. Al echar un vistazo atrás, Jim advirtió que incluso Dafydd había desenfundado el largo cuchillo que llevaba encajado en la caña de su bota izquierda.

Una vez dentro, los rodeó una tupida oscuridad. Sus ojos se adaptaron, sin embargo, deprisa, y pudieron aprovechar la tenue iluminación que aportaban los últimos arreboles del cielo. Ella fue su única guía hasta que al cabo de un rato la luna, casi llena -que ya había salido antes de la puesta de sol-, se elevó sobre la espesura y envió sus rayos entre los árboles.

Aragh avanzaba con paso confiado. Jim lo seguía al principio poco menos que a tientas, hasta que se le ocurrió que tenía la posibilidad de mejorar su percepción del entorno y escribió la siguiente fórmula. YO -> VISTA, OLFATO Y OÍDO DE DRAGÓN Inmediatamente su visión cobró la nitidez que habría tenido de haberse transformado en dragón. No era una ventaja espectacular, pero suponía un adelanto en comparación con el poder de captación de un humano. Asimismo, ahora podría sacar cierto partido de su nariz, del mismo modo que lo hacía Aragh para no perder el camino.

Tampoco podía decirse que el camino, de una anchura inferior a un metro, no estuviera acotado, pues cualquier desviación o movimiento imprudente podía acarrear un roce en una pierna o en un brazo. El contacto con el ramaje, que no habría tenido mayores consecuencias en otra parte, allí los habría enfrentado con los puntiagudos ángulos leñosos, capaces sin duda de arañar con tanta saña como para atravesar una gruesa tela o incluso el cuero.

Seguían caminando, y lo único que mitigó la dureza de la marcha fue el aumento en la visibilidad que proporcionaba la luna en su ascenso. Jim volvió a recuperar por un momento su visión humana para formarse una idea de hasta qué punto veían sus compañeros.

El cambio lo dejó perplejo. Sin la aguzada percepción de dragón, capaz de adaptarse a la oscuridad y la distancia, hasta la cara de Brian, justo detrás de él, apenas pasaba de ser una mancha indefinida. Volvió de nuevo la cabeza, a tiempo para evitar chocar contra un árbol a su derecha, y reactivó su visión de dragón.

El sendero tenía un trazado tan sinuoso que Jim se había desorientado hacía rato. Inclinó el torso y habló en susurros, con las seguridad de que el impresionante oído del lobo captaría sus palabras.

—Aragh -preguntó-, ¿crees que todavía seguimos yendo hacia el castillo?

—Así era hasta la penúltima curva -contestó tan quedamente Aragh que Jim apenas reconoció su voz-. A partir de allí parece que vamos en paralelo a él. ¿Has notado que no hay nada más que la tierra pelada a ras del suelo?

Jim no se había parado a pensarlo, pero, ante la mención de Aragh, su propio olfato, más sensible, confirmó que la tierra no desprendía ningún olor a hierba. Por otra parte, ello no era raro, teniendo en cuenta que aquellos árboles debían de interceptar la luz incluso en las horas de más sol.

—Huelo una extensión de tierra mayor a poca distancia de aquí -continuó, con voz igualmente baja, Aragh-. Mejor será que nos detengamos allí y decidamos qué haremos, aunque, de hecho, seguramente no tendremos más remedio que pararnos.

Sin comprender el sentido exacto de las últimas palabras de Aragh, Jim prestó atención a algo que antes, con la alegría experimentada por el incremento de su capacidad visual, había pasado por alto. De repente reparó en la respiración de sus tres acompañantes humanos.

A excepción de Dafydd, que iba el último, todos jadeaban pesadamente. Brian, además, murmuraba entre dientes. Aguzando un poco su oído draconiano, Jim logró distinguir algo de lo que decía.

Brian estaba profiriendo una sarta de juramentos.

—… Maldita sea, estos condenados… -Un ruido de tela desgarrada interrumpió sus maldiciones. Brian se había dado, sin duda, un enganchón con uno de los acerados salientes de las ramas.

El caballero volvió a reanudar sus juramentos. Tras él, Giles y Dafydd guardaban silencio. Giles, en especial, estaba extrañamente silencioso, como si contuviera el aliento. Jim comenzó a sentir una creciente preocupación por él.

—¿Cuánto falta para ese claro? -volvió a consultar a Aragh.

—Ya casi hemos llegado. ¿Qué pasa con tu nariz, James?

-susurró sarcásticamente Aragh-. Llevas un rato resollando igual que un dragón. No me digas que no lo hueles allá enfrente.

Jim olisqueó el aire y percibió, en efecto, un fuerte olor a tierra desnuda más adelante, semejante al que subía del sendero por el que andaban, pero más rancio y algo más cargado de humedad.

Al cabo de un momento salieron al espacio del que había hablado Aragh. El lobo se introdujo en él y giró sobre sí, mientras Jim se hacía a un lado para dejar paso a los demás.

Permanecieron inmóviles unos minutos, formando un círculo holgado, los cuales aprovechó Brian desde el principio para recuperar el aliento. Al poco, Jim oyó también la respiración afanosa de Giles.

Dafydd respiraba normalmente y, hasta donde llegaba la capacidad auditiva de Jim, Aragh no parecía ni respirar, de tan silenciosamente como inspiraba y espiraba.

Por un instante Jim consideró la posibilidad de que aquél fuera el punto de encuentro con el ser híbrido de humano y sapo que en un tiempo había sido un hombre de armas al servicio del padre de sir Raoul. En sus indicaciones, sir Raoul había dado a entender, no obstante, que no sería tan sencillo. Según éstas, tenían que tomar un desvío oculto a la derecha del camino y seguir un trecho por él hasta llegar a un espacio despejado que les permitiera estar juntos y no en fila. En su caso, en cambio, el sendero había desembocado directamente en el claro.

Por otra parte, al mirar en derredor sacando partido de la luz de la luna y de su visión de dragón, Jim percibió al menos otras tres bocas de oscuridad, de las que arrancaban sendas veredas. Aquel sitio debía de ser una especie de nudo viario, uno de tantos en una especie de estructura laberíntica. ¿Cómo podían saber cuál de las otras tres entradas los aproximaría al castillo, en lugar de alejarlos de él o conducirlos a las profundidades del bosque por inútiles derroteros?

Por primera vez, miró con atención a Brian, Giles y Dafydd, alumbrados de pleno por la luna.

Los tres habían recibido alguna rasguñadura de los afilados y espinosos codos de las ramas. Dafydd tenía unos cuantos arañazos en la cara y en las manos. Brian continuaba maldiciendo para sus adentros. Giles no emitía queja alguna, pero la sangre le chorreaba literalmente del rostro y de las manos.

—¡Giles! -exclamó Jim, acercándose a él-. ¿Qué os ha ocurrido?

—No veo muy bien de noche -respondió Giles con voz remota-. Es una característica presente en mi familia desde hace varias generaciones. No os preocupéis.

—¡Giles! -casi gritó consternado Brian, que acababa de volverse-.

¡Si parece que os hubierais peleado con cien gatos! ¿Cómo es posible que hayáis salido tan malparado cuando los demás sólo…?

»¿… sólo tenemos algún que otro rasguño? -acabó tras un instante de vacilación.

—Le estaba diciendo a James -explicó de nuevo Giles con la misma voz distante-que es como una especie de ceguera, no total, que nos afecta a todos los de la familia por la noche. No preveía que fuera a causarme grandes problemas aquí, y así ha sido, en efecto. Lo que veis no son más que rasguños.

—Pues con unos cuantos más, podríais desangraros -observó Brian, bajando de nuevo la voz.

»Debemos vendarlo de alguna manera -añadió, dirigiéndose a Jim-, y asegurarnos que se mantenga en el medio del camino a partir de aquí.

—Estoy totalmente de acuerdo -convino Jim con inquietud-. Vos y yo, Brian, podemos hacer tiras de los faldones de nuestras camisas para vendarle las manos y la cara.

—Me niego -dijo Giles con voz queda, pero firme-. Es deber de todo caballero no acusar heridas tan insignificantes como éstas.

—Puede que sí -concedió Brian, inflexible-, pero como volváis a arañaros, aunque sólo sea un poco, vais a dejar un reguero de sangre por el que cualquiera podría seguirnos.

Mientras tanto, tanto él como Jim se habían desgarrado los faldones de las camisas y ya se ocupaban de desgajarlos en tiras.

Desoyendo las débiles protestas de Giles, le vendaron las manos y la cara, dejando sólo al descubierto los ojos y la nariz.

—A partir de ahora -indicó Jim-, caminaréis entre Brian y yo, Giles, agarrado de la mano a mi cinturón. Brian os agarrará a su vez por detrás para manteneros centrado en el camino.

—¿Tenéis noción de dónde estamos, Aragh? -preguntó Brian al lobo-. ¿O de cuál de los caminos deberíamos tomar?

—El castillo queda por allá -repuso Aragh, apuntando con el hocico a la sólida pared de árboles que había entre dos de los boquetes-. Nos encontramos aproximadamente en mitad del bosque. En cuanto a cuál ha de ser el camino, no sé más que vosotros. Por otro lado, si estuviera solo, podría pasar directamente por debajo de los árboles hasta la explanada del castillo.

Jim se fijó por vez primera en el lobo. No tenía ni el más mínimo arañazo, lo cual lo convenció de que lo que acababa de decir no era una bravata. A pesar de su gran tamaño, con la protección de su pelambre podía arrastrarse entre los árboles en línea más o menos recta hasta el círculo interior.

Pero aquello no resolvería el problema de su avance como grupo.