Capítulo 25
Filón sólo disponía de unos instantes para actuar. Caleb le daba la espalda y blandía el arma del sacrificio, invocando en una especie de éxtasis el poder irresistible de Belial. El egipcio apretó la cabeza contra los muslos. Al obligarle a sentarse, el escriba sin querer le había hecho un favor. Apoyado contra la pared, se apoyó primero en un pie y después en el otro, consiguió pasar sucesivamente las manos por detrás de los tobillos y llevarlas hacia delante. Con un golpe seco tiró del collar de Moré. La madera esculpida se soltó con un pequeño sonido de succión que se perdió en el zumbido de la tormenta. Lo inclinó, dejando torpemente que le cayera la hoja metálica sobre el vientre y evitando que se deslizara hasta el suelo. Entonces la asió con firmeza entre las rodillas dobladas e intentó bloquearla en la muesca. Temblaba un poco y se cortó el pulgar. En cuanto tuvo la cuchilla montada, aserró como pudo la cuerda que le ataba las muñecas, con cuidado de no apretar con demasiada fuerza, ya que el mango no era estable y podía acabar cayendo al suelo. Luego se desató los pies con un corte limpio.
—Recibe a aquél cuyo destino has trazado —exclamó el escriba levantando muy alto el cuchillo.
Filón se abalanzó. De un salto recorrió la distancia de tres pasos que le separaban de Caleb y le clavó la hoja en el hombro en el preciso instante que iba a asestar la puñalada al niño. El escriba gritó de dolor y se dio la vuelta, con ojos desorbitados:
—¡Perro miserable! —eructó.
Cambiò el enorme puñal de mano e intentò precipitarse sobre Filón, pero éste ya había recuperado la fuerza y le recibió con un tremendo golpe de talón en la cara. La arista de la nariz cedió, crujiendo de forma siniestra, y el asesino se desmoronó sobre el suelo de madera, sujetándose la cabeza. El niño, pensó Filón, ¡soltar al niño! Agarró la cuerda que tenía atada al pecho y la cortó sin dificultad. El niño no parecía reaccionar, como si siguiera bajo el efecto de la droga. El egipcio le asió las piernas y empezó a seccionar el cáñamo que las rodeaba por encima de las pantorrillas. Por el rabillo del ojo, vio una sombra que se enderezaba. Pensó que Caleb se lanzaría sobre él, y se disponía a esquivar la carga cuando se dio cuenta de que el escriba rodeaba la mesa para así alcanzar de nuevo mejor a su víctima. El cuchillo de sacrifico volvió a elevarse para caer, y Filón sólo pudo lanzarse estirando los brazos para poder proteger al niño. De inmediato sintió una quemazón terrible en el codo. La hoja, al desviarse de su trayectoria, le había provocado un corte que le llegaba casi hasta el hombro.
—¿Crees que puedes oponerte a los designios del Altísimo? ¿Lo crees realmente? Pero ¿quién eres tú, pobre criatura? ¿Quién eres comparado con Belial?
Movido por una rabia asesina, agarró con el brazo herido el pelo del niño y esbozó el gesto para degollarlo. Filón pensó que aquella vez no conseguiría impedirlo. Sin pensar, lanzo su puñal apuntando la frente de Caleb. Por desgracia, el arma no estaba equilibrada: se desvió a la derecha y sólo le rozó la oreja. El asesino se echó a reír a carcajadas:
—¡Por supuesto! ¿Cómo es posible que no se me ocurriera antes? Esto también fue anunciado por el profeta: ... la boca de la mentira contra el resto de verdad, los hijos de las tinieblas contra los hijos de la luz... ¡Antes de vencer al sanador, aniquilar primero al último hijo de la luz! ¡Aplastar el pequeño resto de verdad! Y después...
Se acercó al egipcio, con una espuma blanquecina en los labios. Al menos, Filón había conseguido un momento de tregua para el niño. Echó a correr hacia el vestíbulo. Mantenía el brazo izquierdo pegado al costado para disminuir los pinchazos de dolor. ¡Ojalá se le ocurriera a la policía del Templo aparecer en aquel preciso instante! Pero no, no había nadie en el Ulam, sólo los pasos de Caleb que resonaban a su espalda.
Al llegar al porche del santuario, el frescor de la lluvia le abofeteó el rostro y le hizo olvidar por un instante el dolor. ¿Adonde ir? ¿Intentarlo por una de las puertas del pórtico? Si Caleb lo perdía de vista quizá volvería al interior del Templo para terminar lo que había empezado.
—Huye cuanto quieras —vociferó Caleb—. ¡Nunca escaparás a lo que está escrito!
Filón llegó sin aliento al pie del altar. Necesitaba algo para defenderse. El altar. Quizá... Subió por la rampa jadeando, con el escriba pisándole los talones. Arriba en el altar se dominaba el patio desde unos quince codos, con una panorámica del conjunto del edificio. Pero aquel no era el momento de admirar el paisaje... La hoguera ocupaba casi toda la plataforma, una especie de rectángulo cortado toscamente. Estaba rodeado de un borde de piedra de un codo y medio de ancho, que permitía circular, traer los animales y alimentar el fuego. Al otro lado había una reserva de leña cuidadosamente almacenada. El joven hubiera preferido un cuchillo de sacrificio olvidado por algún sacerdote, pero no tenía elección. Avanzó lo más rápido que pudo por el borde de piedra, brillante a causa de la lluvia, intentando no prestar atención al olor a ceniza y grasa quemada que se mezclaba con el agua. El hogar, sin embargo, rebosaba de un barro negro y asqueroso en el que no le hubiera gustado caerse.
Por fin, llegó hasta la leña apilada que ocupaba la mitad del altar y le llegaba hasta el pecho. Todos los trozos eran perfectamente redondos, no tenían corteza y estaban sujetos en los extremos por dos montantes de cobre. Filón agarró el primero que pudo y pivotó bruscamente. Ya era hora... Caleb se estaba abalanzado sobre él, blandiendo el arma, y el joven paró el golpe en el último instante.
—Fallé una vez en casa de Ezequías —dijo Caleb con voz sibilante—. No fallaré una segunda vez.
Atacó de nuevo, saltando de repente hacia adelante. El cuchillo rasgó el aire y desgarró la túnica de Filón por encima de la rodilla. Este casi resbaló y se golpeó con un trozo de leña, que se hundió ligeramente entre los otros. Aquello le recordó uno de sus juegos de infancia en Alejandría, que consistía, con dos gruesos bastones, en...
—No tienes ninguna posibilidad —dijo Caleb, burlonamente—. No conseguirás escapar.
—Pues yo creo que eres tan mal asesino como escriba —replicó Filón—. Mírame, sigo estando aquí, de pie. Si realmente fueras Belial...
No pudo acabar la frase porque el otro intentó golpearle en las piernas para hacerle tropezar. Filón lo rechazó en dos ocasiones utilizando el trozo de leña como escudo y retrocediendo varios pasos. Ahora estaba tocando el montante de la leña almacenada. Si conseguía atraer a Caleb en el momento adecuado y la leña era lo suficientemente lisa...
—Te has equivocado conmigo —le provocó Filón—. Te has equivocado en la interpretación de la profecía y respecto a ti. El Señor nunca deseó estos asesinatos. Son el fruto de los celos y de tu imaginación depravada.
Vio el brazo ensangrentado de Caleb tensarse y la otra mano crisparse en torno al mango del arma. Con los dientes apretados, se acercó al egipcio con una máscara de odio en estado puro. Cuando ya sólo le faltaban tres pasos para alcanzarle, Filón se metió velozmente en el fango negruzco del hogar para situarse al otro lado del montón de leña.
Enseguida, una mueca de satisfacción se dibujó en los labios del escriba:
—Acabas de cometer tu último error.
Se abalanzó, pero justo cuando iba a doblar la esquina de la leña amontonada, Filón lanzó el tronco con todas sus fuerzas y asestó un potente golpe a otro de los leños apilados a media altura. Este salió proyectado del montón y golpeó violentamente a Caleb en pleno vientre. Pareció como si el escriba se levantara del suelo, con la boca muy abierta, incapaz de emitir sonido alguno. Luego cayó al vacío y se oyó un golpe sordo. Filón salió como pudo de la masa pegajosa y nauseabunda del hogar para asomarse por encima del borde: quince codos más abajo yacía el cuerpo del asesino, con los brazos en cruz. Un pequeño charco rojo iba extendiéndose por detrás de su nuca y se mezclaba con el agua de lluvia.
Filón respiró profundamente. Ya no sentía el brazo izquierdo y la rodilla le dolía. Recorrió el Templo con la mirada: si hubiera podido adivinar, de camino a Jerusalén, que acabaría encima del altar... Se quedó inmóvil. Por el norte, junto a la fortaleza Antonia, un grupo de siluetas bajaba hacia la explanada de los Gentiles. A pesar de la penumbra y la copiosa lluvia, distinguió entre ellas algunas formas blancas: sacerdotes o levitas que venían a tomar posesión de nuevo del santuario. Iban a volver a abrir la puerta Hermosa, cruzar el atrio de las Mujeres, entrar en el de los Hombres y descubrir el cadáver de Caleb, el Santo profanado, al niño dormido y a Filón herido. ¿Cómo conseguiría convencerles de lo ocurrido? Además, el simple hecho de su presencia ya había mancillado irremediablemente la casa del Eterno. Lo mejor sería no estar allí cuando...
Filón se tumbó sobre el borde de piedra. A cuatro patas llegó hasta la rampa y no volvió a ponerse de pie hasta estar seguro de que no podían verle. Si conseguía llevar a Jesús hasta el túnel, a nadie se le ocurriría buscarlos allí. Entró en el vestíbulo del Templo, preguntándose también si sería capaz de llevar al niño con un solo brazo. Pero en cuanto entrevió el Santo, una nueva preocupación barrió la anterior: el niño ya no se encontraba encima de la mesa de la proposición. Y por lo que alcanzaba a ver, tampoco estaba junto al candelabro o a los incensarios. ¡Había desaparecido! Filón intentó acelerar el paso, pero al entrar en la habitación sagrada tuvo que frenar. Respiraba entrecortadamente. Sin duda, había juzgado mal su fuerza o bien la herida era más grave de lo que parecía, ya que su corazón latía desbocado, y notó una oleada de sangre subirle a las sienes. Se le nubló la vista e incluso tuvo que doblarse en dos para aspirar un poco de aire. No veía nada, la cabeza le zumbaba y oía sonidos ahogados retumbarle en el cráneo al ritmo desenfrenado del pulso. Cayó de rodillas y creyó perder el sentido. Luego, de repente, se sintió mejor. De nuevo podía respirar y abrir los ojos. El malestar había durado sólo unos... ¿sólo unos segundos?
Recorrió la sala recogiendo los trozos de cuerda desparramadas y el cuchillo de Moré que había caído detrás del altar de los Perfumes. Se fijó en que un ligero movimiento agitaba la doble cortina del Débir, el Santo de los Santos. Notó un nudo aún mayor en el estómago. ¡Qué atrevimiento, el del niño! ¡El Santo de los Santos, el lugar del Eterno! Ningún hombre en el mundo, ningún sacerdote... ¡Sobre todo fuera de Kipur! Un sacrilegio como aquél...
A pesar de todo, estaba decidido a llamar cuando oyó un suave rozamiento en el suelo y el velo se apartó bruscamente. No fue lo suficientemente rápido para cerrar los ojos y vio con toda claridad, detrás del niño, el único adorno del Débir: la losa de piedra que acogía a la Presencia. Por un instante, se quedó petrificado.
—Gracias —susurró el niño.
Su semblante reflejaba una forma especial de serenidad.
—¿Gracias? —dijo Filón, tartamudeando.
—Tenía que venir aquí.
—¿Tenías que...? Escucha, los sacerdotes no tardarán en llegar, tenemos que...
—¿Los sacerdotes? Precisamente tengo que hacerles algunas preguntas.
—Hoy no.
Agarró al chico por el brazo y éste vio la mancha de sangre en la manga.
—¿Estáis herido?
—Un corte. Ven.
El niño no parecía querer obedecer.
—¿Qué me ha sucedido? Quiero decir, antes de despertarme.
Filón creyó oír un chirrido lejano, como el de un enorme abanico al ser desplegado, aunque quizá se trataba únicamente del ruido del trueno.
—Te lo explicaré después. Si los sacerdotes nos encuentran aquí nos mandarán ejecutar.
—No creo —dijo convencido—. No creo, pero os seguiré. ¿Adónde vamos?
—Hay un túnel que conduce al exterior.
Salieron a paso ligero. El atrio de los Hombres estaba desierto y Filón se las ingenió para que el niño no viera el cuerpo de Caleb, a la izquierda del altar. Alcanzaron sin problemas el vestuario y pudieron recuperar la lámpara de aceite, que seguía ardiendo. Lo primero que notaron al entrar en el pasadizo fue el ruido ensordecedor del agua. Como agua hirviendo o como una cascada.
—¿Qué es? —preguntó el niño.
—Sin duda, una fuga del colector del agua de lluvia. Se terminó el túnel con prisas y la bóveda sigue siendo porosa en algunos puntos. En cualquier caso, no tenemos elección: es la única salida posible. Ten, coge la lámpara y baja los peldaños con cuidado.
Avanzaron con prudencia, aunque en el sector donde se encontraban el suelo estaba totalmente seco.
—Casi ha anochecido, ¿no? Han debido de pasar al menos dos horas desde las ceremonias.
—¿No te acuerdas de nada?
—De nada. O mejor dicho, sí, justo antes. Estaba en el atrio de las Mujeres escuchando los cantos. Sonó una campana y los policías del Templo empezaron a gritar órdenes. Se produjo un tumulto, alguien me tiró hacia atrás y noté un olor espantoso. Cuando abrí los ojos...
Parecía incómodo.
—¿Me prometéis que no se lo diréis a nadie?
Su voz, ampliada por el eco y las sombras disparatadas que creaba la lámpara, envejecían sus rasgos.
—A nadie.
—¿Nunca?
—Nunca.
—Si es así, de acuerdo. Era exactamente como en mi sueño.
—¿Tu sueño?
—Sí, un sueño que tengo y que se repite desde hace años. Estoy encima de un lecho recubierto de oro y cuando me despierto todo está confuso. Al principio no distingo nada preciso en la habitación y, sin embargo, estoy seguro de conocerla. Ante mí hay una cortina doble de colores y... es muy curioso. Sé que todas las respuestas a las preguntas que me hago se encuentran detrás.
—¿Qué tipo de preguntas? —quiso saber Filón, e inclinó la cabeza para pasar bajo una viga de madera.
—Pues bien, por ejemplo... ¿Por qué motivo la gente me considera tan distinto de ellos? ¿Por qué están tan perdidos? ¿Por qué no consigo ayudarles más? ¿Por qué estas cuestiones no dejan de preocuparme? ¿Y por qué yo, en concreto?
El fragor del agua les envolvía cada vez más. Filón tuvo que forzar la voz:
—¿Y entonces?
—En mi sueño —gritó el niño girándose un poco—, me quedo un buen rato delante de la cortina. Mucho rato. Me gustaría abrirla, pero los brazos, las piernas, todo el cuerpo, se niegan a moverse. Hace un momento, cuando me desperté, me encontré con esa misma cortina, con esos mismos colores, con el mismo dorado. Pero esta vez, por fin pude levantarme.
Filón lo asió con fuerza por el hombro:
—¡Cuidado!
Cogió la lámpara justo antes de que la llama quedara ahogada por un hilillo de agua que caía del techo. Tras comprobar que no había perdido demasiado aceite, Filón levantó el pequeño cuenco de terracota para iluminar el túnel. Aproximadamente a una distancia de tres codos, la bóveda había cedido y el agua de la explanada caía con furia sobre los peldaños, formando una especie de pequeño torrente.
—Voy a pasar delante —decidió.
Protegió la lámpara lo mejor que pudo con la mano y la túnica y avanzó pegado a la pared.
—¿Estás bien?
El chico, empapado por completo, asintió con la cabeza. Prosiguieron el descenso, dando cada paso con extremo cuidado porque la corriente que se deslizaba entre sus tobillos dificultaba la marcha. Trozos de piedra jalonaban también los peldaños y Filón pensó que los obreros del Templo habían sobreestimado su trabajo. Tres descansillos más allá, una viga maestra había sido arrastrada y flotaban trozos de madera por todas partes. Aunque ya sólo quedaban uno o dos tramos de escalera para llegar debajo de la calle que bordeaba el Templo y llegaba hasta el micvé, Filón estaba realmente intranquilo. En efecto, en aquel punto el túnel formaba una especie de cubeta a la que había que bajar por un tramo de escalera de doce peldaños, recorrer quince o veinte codos en llano y volver a subir otros doce peldaños. Evidentemente, toda el agua se estaba acumulando en aquella especie de depósito improvisado. Y visto el caudal, era fácil suponer que...
Tras descender un tramo más de escalera, sus peores temores se revelaron justificados: el último tramo tenía la mitad de los peldaños bajo el agua y el paso hacia la salida estaba prácticamente inundado. La corriente que bajaba la pendiente chocaba con rabia contra los montantes de la bóveda y se producía un reflujo. Una fisura de media pulgada recorría la viga maestra.
—¿Sabes nadar? —preguntó Filón, con agua hasta la cintura y sujetando la lámpara en alto.
—Ya me he bañado en el lago Tiberiades.
—Perfecto. No es complicado, ya verás: basta con coger aire y avanzar recto hasta el próximo tramo de escalera. Es cuestión de un instante. Y si sucede cualquier cosa, yo estaré detrás de ti.
El niño asintió: no parecía en absoluto impresionado, como si, desde la visita al interior del Débir, ya nada pudiera afectarle.
—Después tendrás todo el tiempo del mundo para contarme lo que hay al otro lado de la cortina, ¿de acuerdo?
El niño no contestó y cogió una gran bocanada de aire. Haciendo un movimiento rápido de cintura, se sumergió, ayudándose de los peldaños para darse impulso. Estaba claro que se sentía como pez en el agua.
Filón se preparó para seguirle y dirigió una última mirada al túnel de los sacerdotes, que seguía llenándose: ¡no parecía seguro que el comandante del Templo pudiera utilizarlo de nuevo en breve! La sonrisa le duró poco. Dos peldaños por encima de él, de la sombra surgió una forma sin hacer ruido. Tenía la túnica desgarrada, el rostro tumefacto y ensangrentado, la nariz extrañamente torcida, un labio roto que se lamía con la punta de la lengua: era Caleb, como surgido de entre los muertos, con el cuchillo en la mano. Resultaba espeluznante y, ahora sí, se parecía a la imagen que uno podía hacerse de Belial.
—¿Y si fueras tú el que se ha equivocado, egipcio? —le espetó—. ¿Y si fueras tú el que no ha comprendido nada desde el principio?
Filón vio que se estiraba, para coger impulso, y que saltaba hacia él apuntándole con la hoja del cuchillo hacia la garganta. Instintivamente, el joven se tiró de espaldas al agua, dando una patada desesperada en el soporte de madera de la bóveda. Simultáneamente, sintió un dolor lacerante en la ingle y tuvo la sensación de que el túnel se desplomaba sobre él. Se produjeron terribles remolinos, bloques enteros que se desmoronaban, agua que le entraba en la boca y en los pulmones, una especie de embudo que lo succionaba...
Después...
Dudó de la posibilidad de un después.