Capítulo 1

¡El Creador es poderoso y su criatura muy débil!

Un brazo debajo del mentón, y sujetar la nuca con la mano. Forzar, forzar aún más. Un último estertor y el cuello cede por fin, del mismo modo que se rompe el arco demasiado tenso. Suavemente, el cuerpo se desliza y cae al suelo. Todo ha terminado. Todo empieza...

De repente, un ruido detrás de la puerta. Pasos que aminoran la marcha, un oído tendido... El corazón late en el pecho, la respiración se acelera. ¿Apagar la lámpara? ¿Dejar de respirar? Quizá los gemidos de hace un momento han...

Pero no, los pasos se alejan. No ha sido nada. Nadie se atrevería a irrumpir. Aquí no.

Tranquilizarse. No temblar. La túnica se abre sin esfuerzo. Un pecho delgado y gastado, el pobre cuerpo del buen anciano. El buen anciano... ¿Acaso no fue elegido?

Ahora, el cuchillo. Cada incisión debe ser feroz, diez cortes amplios y profundos. Eso es... Queda la boca. El se abandona, dócil, como si hubiera comprendido. Como si supiera. Sus labios sangran un poco. En la palma, el cordón de cuero y el minúsculo pergamino.

Enrollarlo, doblarlo. Un nudo, también minúsculo. El estuche. Ya está, no era difícil.

Fuera, a través de la ventana, la luna asciende e ilumina Jerusalén.

¡Jerusalén!

Filón bajó del caballo y cayó de rodillas. ¿Cuántas veces había soñado con ella? ¿Cuántas veces, en las horas cálidas de la tarde, su pensamiento de niño había volado hacia las murallas de la ciudad santa? Había sido uno de los hombres de David, que mil años antes remontaron los túneles de agua para tomar la fortaleza; había sido uno de aquellos obreros de Salomón, empapados de sudor y envueltos en polvo, que colocaron las piedras del primer Templo y cantaron las alabanzas del Altísimo; había sido aquel soldado loco, que con las carnes y el corazón ensangrentados, había saltado desde lo alto de las murallas para desafiar a las armadas de Nabucodònosor. Había sido el sumo sacerdote, vestido con la túnica sagrada, el mercader que contaba las monedas, el campesino conduciendo el ternero al sacrificio... ¡Había sido Jerusalén, su pueblo y su historia! Y ahora, la ciudad se ofrecía a él, la ciudad que Dios había escogido, ¡la ciudad única del Dios único!

Filón se frotó los ojos. Detrás de él, el pequeño grupo de viajeros también había enmudecido. Habían caminado juntos a través de las montañas, caravana improvisada de peregrinos y buhoneros, algunos a lomos de dromedarios, la mayoría encima de burros. A pesar de que la ley de Roma se extendía hasta allí, los caminos estaban lejos de ser seguros... Habían visto el sol levantarse sobre las cimas desgarradas, luego lamer la piedra gris y la hierba rala. Otra jornada seca en la que nada llegaría del cielo. Habían hablado poco durante el trayecto, economizando las palabras como para aligerar a sus monturas. Por fin, hacia las siete, apareció ante ellos Jerusalén. Escondida entre colinas, la ciudad ocupaba un espolón rocoso que dominaba dos valles profundos. En la claridad de la mañana, parecía un cofre abierto sobre un fabuloso tesoro: miles de tejados resplandecían, engastados en el color ocre de los muros y coronados en lo más alto por la blancura del Templo. «Diez medidas de belleza descendieron sobre la tierra. Jerusalén tomó nueve de ellas y el resto del mundo sólo una». Así pues, el proverbio era verdad...

Filón volvió a montar su caballo, hizo una señal a sus compañeros y descendió la pendiente hasta las primeras casas que se extendían al pie de la ciudad. El tratante de caballos de Gaza que le había vendido la montura le había hablado de una cuadra en la que podía dejar al animal durante su estancia. A pesar de la hora temprana, había un pequeño mercado junto a la puerta principal que atraía a un buen número de viajeros y a algunos chalanes. Los vendedores, envueltos en largos ropajes azules, de la cabeza a los pies, ofrecían cebollas, dátiles y leche de oveja a mejor precio, decían, que dentro de los muros. A su alrededor, guardias romanos iban y venían, inspeccionando los puestos y a los clientes. De repente, un anciano, con el pelo y la barba sucios, escupió a su paso. Con un empujón, un soldado furioso lo envió rodando al suelo, provocando que la muchedumbre se apiñara y empezaran a oírse insultos y golpes.

—¡Malditos impuros! —gritaba el anciano en hebreo—. ¡Apenas si sirven para echarlos de pasto a los gusanos y a los perros! ¡El Señor os juzga!

—¡Asqueroso carcamal! ¡Asqueroso carcamal! —repetía el soldado, blandiendo la lanza.

Filón iba a intervenir cuando el jefe del destacamento se adelantó y ordenó a sus hombres que se apartaran:

—¡Ya basta! ¡Ya basta! No es él al que buscamos. Y tú —le dijo al anciano, obligándole a ponerse de pie— desaparece de aquí si no quieres pasar la Pascua en la cárcel.

El hombre se alejó mascullando, pero los curiosos esperaron a que la tropa se marchara para dispersarse. Filón se dirigió entonces hacia un chiquillo que ayudaba a transportar sacos de dátiles:

—Parece que los romanos no son bienvenidos, ¿no es cierto?

El niño tenía una expresión dura y hermética. Observó a su interlocutor y seguramente se sintió tranquilizado al ver sus bucles negros y su tez morena: un extraño, sí, pero un judío, con toda seguridad.

—El anciano tiene razón —soltó por fin—. No tienen nada que hacer en Jerusalén. Si los demás tuvieran más valor, les hubiéramos atacado y...

Tiró con violencia el saco al suelo.

—¿Sin armas?

—Tendremos armas —susurró—. Creedme, las tendremos.

Filón evitó sonreír ante el semblante determinado del chaval. Quién sabe si a su edad y en sus circunstancias...

—Parecían ir tras alguien, ¿no?

—Quién sabe. De todos modos, siempre van tras alguien. Pero es cierto que estos últimos días están bastante pejigueros.

—Entonces quizá también sea mejor para mí evitarlos. Mientras, tengo que ir a la cuadra de Hakeldamach. Te doy una moneda si me indicas cómo encontrarla.

—¿La cuadra? Es fácil, señor, es aquella que tiene el tejado grande.

Señalaba hacia una construcción de forma alargada que parecía en estado ruinoso y que se encontraba a unos doscientos pasos, ligeramente elevada.

—Si fuera vos, desconfiaría de Yarib, el propietario. Pagad sólo la mitad de lo que pida, es un timador.

—Gracias por el consejo, pequeño, lo tendré en cuenta.

Filón depositó en la palma del chiquillo dos monedas de cobre.

—Y tú, intenta no acercarte demasiado a los soldados. Ya tendrás tiempo más delante de luchar.

El chico recogió el saco, encogiéndose de hombros. Filón se dirigió hacia la cuadra, pero dando un gran rodeo hacia el oeste para no encontrarse con la patrulla. Caminó junto a casas miserables, cisternas vacías, jardines requemados por el sol, se cruzó con algunos niños que corrían con un bastón en la mano detrás de corderos famélicos. Probablemente, antiguos nómadas que se habían instalado a este lado de la colina, eligiendo ser pobres a la sombra del Templo en lugar de seguir solos en los áridos desiertos. Las últimas viviendas, unas tiendas ennegrecidas y remendadas, casi tocaban el valle del Gehenna, en el lugar en que los habitantes de Jerusalén tiraban la basura desde lo alto de las murallas. Allí se cobijaba un fuego eterno, intentando reducir a cenizas la acumulación de varios siglos de desechos y emanando bocanadas de tufo a podredumbre. Algunas noches, se decía, era posible escuchar los llantos de los recién nacidos abandonados por sus madres.

Filón cortó hacia la derecha y se giró un momento antes de volver a ver el tejado de la cuadra. Entró en un patio rodeado de barreras rotas y se dirigió a la parte trasera de la construcción que servía de cobijo a los animales. Nadie salió a su encuentro. Empujó la puerta y un olor animal le llenó la nariz. Se encontró con dos burros y tres dromedarios, débilmente iluminados por la claridad que entraba a través de un tragaluz, que rumiaban su aburrimiento. No parecía que les hubieran cambiado la paja y un líquido negruzco corría por un lateral. Filón estaba a punto de dar media vuelta, decidido a no dejar allí a su caballo, cuando notó algo puntiagudo y duro atravesarle la ropa.

—Si gritas, si te mueves, eres hombre muerto.

Una voz masculina, ronca y apremiante, un poco jadeante.

—¿Eres un buen judío? —prosiguió la voz.

Filón tardó en contestar. No era miedoso y además alguna vez se las había visto con bandidos en Menfis o en Alejandría. Su estatura —era alto y fuerte—, su gusto por la lucha y la carrera, le habían permitido salir sano y salvo. Sin embargo, ¡sus antiguos agresores no habían mostrado tantos escrúpulos acerca de sus orígenes o de su religión!

—¿Te repugnaría matar a un buen judío?

—Me repugnaría matarte y basta, pero lo haré si no me dejas elección.

Para probar su determinación, pasó el brazo debajo del cuello del joven y apoyó la hoja con más fuerza. Olía a miedo y a polvo, la manga de la túnica tenía manchas de sangre. Sin duda era él al que buscaban los soldados hacía un rato.

—Los romanos te persiguen, ¿no es así?

—Sí y ya no tengo mucho que perder. Sería mejor para ti que me obedecieras.

—Supongo... supongo que eres unos de esos rebeldes que están en guerra contra Roma. Y que has sido herido al huir. Por ese motivo me has preguntado si era un buen judío, ¿verdad?

En la palestra próxima al gran gimnasio de Alejandría, Filón no era conocido por ser el luchador más fuerte. Sin embargo, tenía fama de saber aprovechar el más mínimo titubeo de sus adversarios. Percibió que la presión del brazo que le ahogaba disminuía ligeramente, lanzó un golpe violento con el codo para alejar la hoja y rodó sobre sí mismo arrastrando al agresor. Cayeron sobre la paja húmeda mientras el hombre se retorcía de dolor y se llevaba la mano a la pierna. Tenía un corte profundo en el muslo sobre el que Filón se apoyaba con todo su peso.

—¡Suéltame! ¡Suéltame! No pretendía hacerte daño.

—¿Y cómo pensabas salir de ésta?

—He venido en busca de una montura. Cuando entraste con tu caballo, pensé...

Intentó enderezarse, pero Filón lo tenía asido con firmeza. Tenía el pelo alborotado y los ojos hundidos por el sufrimiento:

—Escucha, me queda poco tiempo. Si me cogen, me torturarán y no estoy seguro de poder resistir. Hay cosas que no deben saber.

—¿Qué tipo de cosas?

—No esperes que te las diga. Si quieres servir a Jerusalén, tienes que darme ese caballo. De lo contrario, debes matarme.

Filón lo soltó. A él tampoco le gustaban demasiado los romanos. El rebelde tenía su misma edad o un poco más, parecía sincero. Y si realmente era el que pretendía ser, los soldados no se conformarían con torturarlo. En cuanto a acabar con él a sangre fría... Filón decidió confiar en él, pero tuvo la precaución de recoger el puñal con mango de marfil labrado y guardárselo en el cinto.

—De acuerdo, coge el caballo. Estará mejor contigo que en esta pocilga infame.

—Gracias, te prometo que...

Se interrumpió de repente: una voces lejanas...

—Son ellos, se acercan. Es necesario que...

Se levantó haciendo muecas y Filón tuvo que sujetarlo y ayudarle a montar. Fuera, las voces se aproximaban. A juzgar por el martilleo de los pasos, se trataba sin duda de la tropa.

—¡Date prisa!

Filón ajustó las riendas y se aseguró de que el rebelde podía sujetarlas adecuadamente en la mano. Luego se precipitó hacia la puerta para abrirla de par en par:

—¿Sabes al menos adonde ir?

El otro lo miró sin contestar. Su mirada cada vez estaba más empañada. Sin embargo, tuvo fuerzas para darle un manotazo al caballo que salió dando un salto hacia el Gehenna, suscitando en la patrulla exclamaciones y sonidos de carrera:

—¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡A las lanzas! ¡A las lanzas!

Tres o cuatro venablos volaron por los aires, pero el jinete ya no estaba a su alcance. Si conseguía mantener el equilibrio un rato, conseguiría salvarse... Ahora Filón tenía que preocuparse de sí mismo. Lo primero que pensó fue en esconderse, pero la cuadra ofrecía pocos escondrijos y los romanos la inspeccionarían de arriba a abajo. ¿Huir también él? No tenía posibilidad alguna de conseguirlo. Entonces, ¿qué? Desde su rincón fangoso, los tres dromedarios lo observaban moviendo la cabeza. Desde luego, aborrecía el aire de superioridad de aquellos animales.

—¡El edificio! ¡Rodead el edificio!

Ya no quedaba tiempo. El joven se tiró al suelo, con la cara hundida en el barro. Un soldado franqueó el portal y se abalanzó sobre él:

—¡Por aquí! ¡Hay otro más!

Le hicieron girar sin miramientos, propinándole un montón de patadas. Luego le picaron el pecho con un pilum para mantenerlo a distancia.

—¿Está muerto? —preguntó uno de los legionarios.

Filón abrió lentamente los ojos como si recobrara el conocimiento.

—No parece estar tan mal —replicó el tribuno militar al mando del grupo—. ¿Se puede saber qué haces aquí?

—No... no lo sé. Vine a esta cuadra para dejar mi caballo. Tengo que quedarme varios días en Jerusalén y...

—¿Eres uno de esos peregrinos que vienen con motivo de la Pascua? —atajó el tribuno—. Aún falta una semana para las celebraciones. Además, no es frecuente ver a simples viajeros a caballo.

Sospechaba por todos los poros. Era de estatura media, pero muy cuadrado de hombros bajo el peto metálico adornado con cabezas de león. Se quitó el casco con plumero rojo para observar detenidamente al joven con más comodidad. Sus rasgos eran duros y muy marcados, sus ojos negros se movían sin cesar y tenía el pelo corto con algunas mechas que le caían sobre la parte superior de la frente. No iba a ser fácil engañarle.

—Mi nombre es Filón y vengo de Alejandría. En realidad, mi hermano me ha enviado aquí. Tenía que inaugurar las puertas del Templo que han sido adornadas con oro gracias a su generosidad. Pero está enfermo y no ha podido viajar a tiempo para la Pascua.

—Un egipcio ¿eh? Y lo que es más, una especie de emisario.

El tribuno hizo un gesto y los soldados retrocedieron. Filón se puso de pie con una lentitud afectada. Todos intercambiaron sonrisas al ver su túnica y su rostro manchados.

—Al parecer, brillas menos que las puertas de tu Templo. ¿Ha sido el rebelde el que te ha dejado en este estado?

—¿Era un rebelde? No he podido ver nada. Entré hace un rato con mi caballo, llamé y, bruscamente, ese hombre se abalanzó sobre mí. Debía de estar escondido entre la paja, ahí detrás. Me golpeó con algo y caí al suelo. Cuando recobré el conocimiento, estabais todos a mi alrededor. Quería mi montura, ¿no es así?

El tribuno ignoró la pregunta:

—¿Cómo explicas que estés embadurnado de sangre por todas partes?

Filón se pasó los dedos por la nuca:

—Sin duda debe de haberme herido. ¿O son los golpes con los que me han obsequiado vuestros soldados?

—Mis legionarios obedecen órdenes. Ese hombre es un sedicioso. El y los suyos sólo aspiran a provocar una guerra contra el Imperio. Se nos escapó esta mañana a primera hora en el barrio de los perfumistas y su herida hubiera tenido que bastar para impedirle llegar más lejos. Pero ha recibido ayuda de algún cómplice dentro de la ciudad. ¿Sabes qué suerte les está reservada a los cómplices de esa calaña de traidores?

Dio un paso adelante, casi tocando a Filón. Quería aplastarlo físicamente con su poder y su fuerza.

—Sí, evidentemente lo sabes. Así que vas a darme una explicación de toda esta sangre. De acuerdo que puedas tener la espalda manchada si te atacó por detrás, pero ¿delante? ¿Estás seguro de no haberlo visto de cara? ¿De no haberle ayudado?

Filón sostuvo su mirada. Estaba convencido de que el romano no tendría interés alguno en maltratar a un mecenas del Templo. Siempre que no dispusiera de pruebas en su contra.

—Decís que estaba herido. ¿Quizá me cacheó con las manos llenas de sangre?

El tribuno hizo una mueca, mezcla de ironía y desdén:

—Tienes respuesta para todo, egipcio. Sin embargo, esto no basta para que te considere inocente. Al contrario... ¿Dónde tienes que alojarte en Jerusalén?

—Me esperan en casa de Ezequías.

—Ezequías, ¿el encargado del orden en el Sanedrín1? ¡Qué coincidencia! Un rebelde huye, roba un caballo y resulta que el propietario es precisamente un invitado de Ezequías... Reconoce que, en mi lugar, tú también te sorprenderías.

—¡No hace ni siquiera una hora que llegué a Jerusalén!

—Pues aún resulta más increíble. Pero sea, admitamos que no tienes nada que ver con este asunto.

Habló separando bien cada sílaba:

—Admitámoslo provisionalmente. ¡Bien! Como no quisiera que te sucediera nada más, dos de mis soldados te escoltarán hasta la casa de Ezequías. Aprovecharán para comprobar que no nos has mentido. Cosa que no dudo, como puedes imaginar...

Volvió a observar a Filón de la cabeza a los pies, sobre todo el puñal con el mango decorado con motivos geométricos. Luego designó a dos hombres para que lo escoltaran. Hizo ver que se retiraba con su cohorte, pero al llegar al umbral se giró:

—Por cierto, egipcio. Tu cuchillo. No estoy seguro de que proceda de Egipto.