Capítulo 19
Jericó.
En circunstancias normales, Filón se hubiera regocijado: después de Jerusalén, Jericó era la otra ciudad que siempre había deseado conocer. Una bendición del Todopoderoso, nacida en la ladera de la colina, una flor de verdor junto a la cinta azul del Jordán. Jericó la de las palmeras, los bálsamos, las adelfas y los sicomoros, Jericó la de las fuentes y los lagos, en la que el manantial del profeta Eliseo parecía que jamás se secaría. Jericó la opulenta, en la que se cruzaba un entramado espeso de caminos comerciales y en la que la muchedumbre de los peregrinos descansaba antes de llegar al Templo; Jericó la de la Biblia, cuyas murallas se derrumbaron ante las trompetas y el potente clamor de Israel. Jericó la ciudad más antigua del mundo.
Pero las circunstancias no eran normales. Estaban los romanos, la Pascua, la revuelta que se preparaba, la profecía de Miqueas, aquellos asesinatos, Belial... Quizá, el Mesías. Pero, sobre todo, la muerte de Mandú. Betsabé se vio afectada cruelmente, sin duda, del mismo modo que con la muerte de su padre. Un hermano, decía, era como un hermano. Inclinado sobre el cuerpo desarticulado del esclavo, en un primer momento Filón pensó en mentir: había oído un ruido, el nubio había avanzado de forma imprudente y la roca bajo sus pies había cedido. Sin embargo, aquella mentira significaba una traición y él no podía traicionarla. Así pues, volvió al campamento para confesarle la verdad: los celos de Mandú, la decisión de eliminar al rival, su lucha y la caída. Ella lloró. Mucho. Y luego se encerró en un mutismo doloroso, llevando a cabo los gestos del sabbat como si le hubieran desposeído de su propio ser. Filón respetó su pena, con el sentimiento confuso de ser él el responsable. Momentos de vértigo cuando la tomaba en brazos para llevarla a la tienda, situada a la sombra del talud, le ofrecía agua y la fruta que quedaba o le ayudaba a taparse cuando se levantaba viento, mientras ella, Betsabé, parecía tan lejana. Una mezcla explosiva de intimidad y distancia que, de muchas formas, le recordaba a Mandú. En efecto, ¿cómo hubiera sido posible que el nubio no enloqueciera por ella? La notaba contra su cuerpo cada día, sentía la calidez de sus muslos, la curva de su espalda, el perfume de su nuca... su desnudez cuando ella se bañaba. Su voz cuando le daba órdenes. Allí estaba, en cada instante de su vida, en los momentos buenos y en los malos. Esclavos y amos a la vez el uno del otro. Sí, debió de haber detestado a Filón. Desde el primer momento.
La segunda noche, roto el sabbat, el joven escogió un lugar apartado del camino. Recogió piedras, cavó un poco y enterró al nubio. Una sepultura sencilla y sobria, casi en medio del desierto. Quizá como la que hubiera tenido en su propia tierra...
—Voy a dejaros aquí —anunció Filón, bajando de su montura—, hasta que encuentre a alguien que pueda informarnos.
—De acuerdo —asintió Betsabé—. Pero no os retraséis porque corremos el riesgo de no encontrarnos con él.
Aquellas fueron las primeras palabras que ambos jóvenes intercambiaron desde el amanecer. El egipcio ató los dromedarios y colocó a Betsabé a la sombra de una palmera, cerca de un gran lavadero en el que algunas mujeres lavaban la ropa. Le dio la última cantimplora y se fue hacia la ciudad.
Jericó era un oasis sembrado de construcciones que iban adensándose hacia el centro, allí donde se encontraban las calles más frecuentadas. Cientos de peregrinos las recorrían en todos los sentidos, la mayoría a pie y formando un cortejo bajo la mirada altanera de los soldados de Roma. Filón se levantó el chal que le cubría el rostro y entró en un establecimiento de baños. Pagó un cuadrante de cobre, cruzó la sala común, se quitó la túnica y se metió en la piscina dedicada a la limpieza. Luego, por la escalera de la derecha, entró en el amplio micvé, de una blancura deslumbrante. Otros quince hombres realizaban sus abluciones rituales murmurando palabras inaudibles que se llevaba el sonido del agua. Filón penetró él también, tres veces. Después salió por la escalera de la izquierda y subió hacia la terraza para secarse al sol. Varios peregrinos estaban acodados en el parapeto y contemplaban la ciudad y su animación. Otros se hallaban sentados, disfrutando del calor. Se dirigió al más joven:
—Paz y bendición sobre vos, amigo mío.
—Paz sobre vos también —contestó el otro.
—¿Venís del norte?
—Sí, venimos del norte.
—Estoy buscando a unos habitantes de Nazaret.
El hombre se giró hacia sus dos compañeros, que movían la cabeza negando.
—Los tres somos de Tiberiades. ¿Decís de Nazaret?
—Sí, una aldea próxima a Séforis.
Al parecer no la conocían, pero un anciano que les había estado escuchando se les acercó por detrás.
—¿Séforis, decís? Ayer había unos de Séforis.
—¿Sabéis dónde puedo encontrarlos?
—Creo que sí.
Estaba más arrugado que una fruta dejada al sol. Entrecerró los ojos, que desaparecieron bajo los pliegues de la piel.
—¿Veis aquellos palacios, al oeste? Son los palacios de Herodes. Creo que los de Séforis habían acampado al otro lado, al pie de los jardines.
Filón le dio las gracias y se precipitó en busca de Betsabé, no sin antes comprar queso de oveja y algunos melones en un puesto ambulante. Después tomaron el camino que conducía al vasto conjunto monumental que Herodes había transformado en residencia de invierno. Allí precisamente, el rey de Judea había ahogado a su cuñado, el sumo sacerdote Aristóbulo, al no soportar que su popularidad fuera en aumento. Aquel fue también el lugar donde exhalara su último aliento ordenando la ejecución de los notables a los que tenía encerrados en el hipódromo vecino. Por suerte, sus hijos estaban demasiado ocupados peleándose por la herencia para cumplir con su última voluntad...
Detrás del edificio existía un jardín exótico formando terrazas con unas termas romanas y un estanque, en el que al parecer los fieles de Séforis habían acampado. Pero ya no quedaba nadie, sólo unos niños que jugaban subiéndose a los árboles. Filón extrajo una moneda de su bolsa y llamó a un niño de pelo oscuro y rizado:
—¡Eh, pequeño! ¿Cómo te llamas?
—Zaqueo, señor.
—Necesito una información, Zaqueo. ¿Sabes si una gente de Séforis acampó por aquí?
—¿Gente de Séforis? ¡Oh, sí señor!, como cada año.
—Bien. ¿Y entre ellos había uno de Nazaret?
El chico tenía una expresión astuta y era claramente desvergonzado.
—¿De Nazaret? Depende, señor —dijo mirando la moneda.
Filón se la lanzó, reprimiendo una sonrisa.
—De Nazaret, señor, sí, ahora lo recuerdo. O un nombre parecido. Nazaré, Nazaret... Incluso jugamos con ellos.
—Y ¿adónde se han marchado?
—A Jerusalén, señor. Con los de Séforis y con todos los demás.
—¿Hace mucho?
—Cuando nos despertamos esta mañana, ya no estaban.
—Gracias, Zaqueo, me has sido de gran ayuda.
Le entregó dos monedas más:
—Ten. Eres muy listo, seguro que te harás rico.
—¡No lo olvidaré señor!
Filón y Betsabé se despidieron de los niños, abandonaron los jardines de Herodes y, de común acuerdo, tomaron el camino que conducía a Jerusalén, ya muy concurrido. Una hilera continua de peregrinos se extendía hasta el horizonte y desaparecía en una curva, para reaparecer más allá, después de una ladera. Parecía una serpiente de piel multicolor, larga y alegre, que se dejaba ver o se ocultaba según las fantasías del relieve. Sin embargo, ninguna de aquellas ondulaciones escapaba al control de los romanos: todos los lugares altos estaban vigilados por varios legionarios encargados de evitar empujones y atropellos. El peligro de barullo era evidente, ya que la ruta no tenía más de seis codos de ancho y además se estrechaba en los pasos más angostos. Entonces la serpiente parecía retorcerse de forma extraña, comprimiendo las escamas a derecha e izquierda para deslizarse a través del obstáculo. Su avance, de repente, se veía frenado. Pronto ambos jóvenes comprendieron que sus monturas no eran lo más adecuado para aquel tipo de marcha: los dromedarios resultaban voluminosos, impresionantes, a veces estaban a punto de tropezar con los rezagados y entonces recibían agrios comentarios. Sin embargo, en cuanto el camino volvía a ensancharse les permitían adelantar a caravanas enteras. A veces era fácil reconocer a los que venían de un mismo pueblo por su forma de vestir, de cubrirse la cabeza o por sus cantos, cuando los entonaban a coro. Pero, a menudo, los grupos de una misma región tendían a mezclarse entre sí. Así pues, si no preguntaban a todos y cada uno de los peregrinos, parecía bastante improbable que dieran fácilmente con el que estaban buscando. De vez en cuando, Filón se inclinaba para preguntar si alguien había visto pasar a los de Séforis. Hasta el mediodía la respuesta fue, sistemáticamente, «no». Luego, después del almuerzo, una mujer les hizo una señal para indicarles «¡Delante!, ¡Delante». Tuvieron que tener paciencia hasta alcanzar el siguiente alto —desde el que se distinguía un trocito minúsculo de la torre Antonia— y reunirse con los primeros peregrinos de Séforis. Tras algún malentendido y alguna falsa pista, finalmente les indicaron que los de Nazaret eran aproximadamente sesenta y que se encontraban un poco más adelante, con los de Naín.
—¿Acaso no os dije que no perdierais la confianza? —le recordó Betsabé.
—Teníais razón. Ahora hay que ver si el nazareno está con ellos. Voy a preguntar al rabí.
—Y yo hablaré con las mujeres.
Por fin dieron alcance al pequeño grupo de Nazaret, que avanzaba de forma dispersa: unos hombres detrás, luego las mujeres y las madres —algunas a lomos de asnos—, luego algunos hombres hablando con otras mujeres, y niños que corrían de un lado a otro armando jaleo. El egipcio notó que se le tensaba el cuerpo y que el pulso se le aceleraba. Unos meses antes, Caleb había ido a Nazaret. Esenio iluminado, personaje piadoso y conocedor de las Escrituras, había creído reconocer al Mesías. Por ello había sido asesinado. Y ahora, en ese camino que conducía a Jerusalén, Filón iba quizá a encontrarse a su vez con el nazareno.
El nazareno... ¿El Mesías? No, aquellas palabras, aquella idea, no tenían ningún sentido. Seguro que Caleb se había equivocado. O bien había enloquecido. Estamos aquí para salvar a un inocente, se convenció Filón, únicamente a un inocente. Víctima de un malentendido y nada más. Además, quizá ya era demasiado tarde.
Dejó a un lado sus dudas y descabalgó para abordar al primer hombre del grupo:
—Paz y bendición, amigo mío. ¿Podríais conducirme hasta el rabí de Nazaret?
El rostro del peregrino, enrojecido por el sol, mostró su sorpresa:
—¿Nuestro rabí?
—Tengo que comunicarle unas noticias que le atañen.
—Nuestro rabí está enfermo. Su salud no le ha permitido realizar el viaje.
No tenía suerte. Sin embargo, Filón estaba seguro de que Caleb se había dirigido en primer lugar al rabí: ¿qué otra persona conocía mejor que él a los habitantes de la aldea?
—Entonces, ¿hay alguien que conduce vuestra peregrinación?
El viajero reflexionó detenidamente y luego señaló a uno de los suyos, un hombre robusto que caminaba con la cabeza descubierta:
—Si buscáis una especie de jefe, entonces dirigíos a él.
Filón obedeció y, tirando de la rienda del animal, alcanzó al individuo.
—Perdonadme. Quería hacer una consulta al rabí de Nazaret. Me han dicho que estaba enfermo y me han dirigido a vos.
El hombre observó a Filón, su juventud, su aspecto. No dejó que su impresión se transparentara.
—¿Os puedo ayudar?
—Quisiera... ¿Podemos hablar un momento?
Asintió con la cabeza y ambos se apartaron un poco de la caravana.
—Lo que tengo que preguntaros —empezó diciendo Filón— quizá os pueda parecer sin sentido. Hace dos o tres meses, un esenio visitó Nazaret.
—¿Un esenio?
—Sí, un escriba.
—Si un sabio de Qumrán se hubiera presentado en nuestra aldea, supongo que lo hubiéramos sabido.
—Quizá no desveló todo sobre su visita. En realidad, fue en busca de alguien.
El jefe del grupo frunció el ceño:
—En estos tiempos, Galilea está llena de gente que busca a otra gente. Sobre todo, espías. Espías a sueldo de los romanos.
Su tono era acusador y estaba lleno de segundas intenciones.
—¿Queréis decir debido a los rebeldes?
—¿Qué creéis que les interesa ahora a los romanos? ¿El modo en que celebramos la Pascua?
—No, por supuesto. Pero si esto os tranquiliza, os diré que no tengo nada que ver con los romanos.
—No esperaba que me dijerais lo contrario.
Era un hombre curtido. Cuarenta y cinco años, de rasgos profundamente marcados y manos callosas, acostumbrado sin duda a no obedecer a nadie más que a sí mismo. Capaz, también, de volverse desagradable. Sobre todo en aquel tipo de situaciones.
—¡Desgraciadamente, no dispongo de medios para demostrar mi buena fe!
—Pues esto también es de temer.
—Sin embargo, os puedo contar que... —Filón miró a su alrededor para asegurarse de que nadie les oía—. Hace unos días tuve el privilegio de conocer a Judas el Galileo. En Jerusalén. Acababa de llegar de Betel, donde había supervisado el entrenamiento de sus tropas, y se disponía a desencadenar la insurrección si se llevaba a cabo el nuevo censo. Consiguió escapar a la legión por los pelos.
El otro bajó la voz, pero sin abandonar una cierta postura distante:
—¿Realmente habéis conocido a Judas el Galileo? Podéis creer que desde esta mañana corren muchos rumores acerca de él. Algunos afirman que ha muerto. Otros que vive y que la revuelta acaba de empezar en Decápolis y Samaría. Que un número considerable de rebeldes se esconden entre los peregrinos y que simplemente están esperando entrar en Jerusalén. Ésos mismos también mencionan arrestos y que varios insurrectos han sido crucificados por orden de Coponio el día del sabbat. Y eso no es todo... —pareció dudar, antes de proseguir—. Algunos hacen correr rumores sobre el sumo sacerdote. Dicen que le han asesinado y que han hecho pasar su muerte como algo natural. Evidentemente, se supone que el emperador Augusto está en el origen de este complot. Es difícil de comprender que beneficio saca de ello, pero admitamos... —prosiguió con voz normal—. Como veis, no resulta difícil parecer informado.
—Comprendo vuestra desconfianza. Vivimos momentos turbios. Sin embargo, no tardaréis en descubrir que el sumo sacerdote Gad ha muerto, en efecto. Y que habrá que celebrar la Pascua sin él.
Se produjo un silencio. Filón notó que había hecho mella en la seguridad del nazareno.
—Al parecer, joven, sabéis muchas cosas. Judas, el sumo sacerdote... Qumrán. ¿Quién sois realmente?
—Mi nombre es Filón. He venido de Alejandría para seguir las fiestas del Templo.
Al nombrar la ciudad, un destello brilló en la mirada del peregrino:
—¿Alejandría?
—¿Conocéis Egipto?
—Un poco. Si venís de Alejandría, debéis de haber oído hablar de Abidelios, ¿no? Él es quien se ocupa de los vuestros en Jerusalén.
Resultaba claro que le estaba poniendo a prueba.
—¡Pues claro que conozco a Abidelios! Fue mi maestro antes de instalarse en Palestina. Con él aprendí a leer en la gran sinagoga de Alejandría. Y le debo lo esencial de mi conocimiento de las Escrituras.
La respuesta pareció convencer al jefe del grupo. Observó un instante a Betsabé, que estaba ayudando a unos niños a montarse en el otro dromedario.
—En ese caso, tenemos un amigo común —dijo—. ¿Es vuestra esposa?
—No. Hemos hecho juntos el viaje a Qumrán. No puede caminar y alguien debe ayudarla constantemente. La llevo de vuelta a Jerusalén.
—Abidelios también me tendió la mano cuando yo llegué a Alejandría. Desde entonces nuestro aprecio es mutuo.
Filón hizo esfuerzos para no mostrar su excitación:
—¿Entonces... entonces habéis vivido allí?
—Dos años, sí, hasta la muerte de Herodes. Éramos varios los que habíamos huido de su tiranía. En aquella época tenía problemas. Conocí a Abidelios en la gran sinagoga. Me acogió y me prestó dinero. Le debo mucho.
En efecto, Filón recordaba a aquellos judíos palestinos que habían rechazado la dictadura de Herodes y escogido el exilio en Egipto. La mayoría buscaron refugio en Alejandría, donde prosperaba la comunidad judía más importante del mundo: casi doscientas mil personas, ¡diez veces más que en Jerusalén! Aunque aquel rostro que él observaba a hurtadillas no le recordaba a nadie. Sin embargo, debía de saber.
—Ahora que lo mencionáis... —mintió el joven—, Abidelios me hizo quizá uno o dos comentarios sobre vos. Si no recuerdo mal, ¿mencionó la casa de David?
El peregrino sonrió aliviado:
—Con estas palabras me halagáis. Que Abidelios haya mencionado ante vos mis orígenes... —y prosiguió, poniéndose serio—. Cuidado, no os confundáis. Yo jamás he alardeado de mi nacimiento. Aunque otros han utilizado el linaje sagrado de David para conseguir algún privilegio, yo siempre lo he evitado. Ese linaje glorioso impone deberes y, con toda seguridad, no derechos. Desde muy pequeño, mi padre me inculcó que...
Filón había dejado de escucharle. Había frenado el paso, las piernas le temblaban:
Pero en el día del nazareno,
último nacido de David desde el país de Egipto...
La profecía de Miqueas. Tenía ante él al «nazareno». Aire, necesitaba aire. —¿No os encontráis bien? —Perdonadme, es el calor.
El hombre le ofreció la cantimplora que colgaba de su cinto: —Es tisana de hierbas. Hace que uno olvide el calor. El egipcio se llevó el gollete a la boca. El brebaje tenía un ligero perfume a limón y romero que le refrescó agradablemente la mente.
—El sol es aún más implacable en estas colinas que a la orilla del mar, en Alejandría. Venga, dadme las riendas de vuestra montura, yo la llevaré.
Filón aceptó. Ya no conseguía apartar la mirada de él ni pronunciar la más mínima palabra. Por suerte, en aquel momento estaban pasando delante de un puesto de vigilancia romano, lo que les ahorró tener que hacer cualquier comentario. Al llegar a la otra vertiente pudieron admirar el esplendor de Jerusalén, la infinita variedad de tonos que la luz arrancaba de muros y tejados, las majestuosas columnatas del Templo. Aquél era el final del viaje.
El nazareno se inclinó sobre su hombro:
—Y decidme: ¿qué esperaba encontrar en nuestra aldea el sabio de Qumrán?
Filón ya no sabía qué decir. O más bien, sí. Quedaba un detalle...
En cuanto a ti, Belén Efratá,
la menor entre los clanes de Judá,
de ti sacaré al que ha de ser
el gobernador de Israel.
Con la frente empapada de sudor, decidió arriesgarse:
—Si lo entendí bien, al parecer el escriba buscaba entre vosotros a un hombre originario de Belén.
Su interlocutor se sorprendió:
—¿Qué?
—Al menos eso es lo que me contaron.
—Pero ¿con qué finalidad?
A Filón le había dado tiempo de preparar una respuesta durante el trayecto:
—Su ejemplar piedad había traspasado las fronteras de vuestra aldea. Quizá tenía intención de pedirle que se uniera a los esenios.
El otro parecía verdaderamente estupefacto.
—¡Eso es imposible!
—A veces los esenios tienen un comportamiento...
—No —le interrumpió—. Os digo que es imposible. Es imposible porque el único de nosotros que ha nacido en Belén no es más que un niño. Y ese niño es mi hijo.