Capítulo 8
El clavo. Había un olor nauseabundo a clavo y a grasa ligeramente rancia. Filón abrió los ojos. El olor provenía de él. Quiso tocar el botecito de ungüento que llevaba en la túnica, pero tenía las manos atadas. También los pies. La casa, el joven titubeante, el portazo, lo recordó todo repentinamente. Le habían asestado un golpe y lo habían dejado sin sentido. Violentamente. La nuca le dolía, debía de tener el cuello inflado y le zumbaban los oídos como una colmena enloquecida.
A su alrededor reinaba la oscuridad. Estaba tumbado contra una pared, en una habitación aparentemente vacía y cuya ventana aparecía velada por un enrejado. Se dio cuenta de que tenía una sed terrible. ¿Cuánto tiempo había estado así? A juzgar por los destellos de luz que se filtraban, era todavía por la mañana. Debía de haber permanecido sin conocimiento toda la tarde y toda la noche.
Y aquella casa, ¿a quién pertenecía? ¿Al asesino de Jefté? Aquello explicaría que consiguiera escapar sin que nadie le viera. ¡Se encontraba apenas a tres jardines de su víctima! Pero entonces, ¿por qué no se había desecho de Filón? ¿Por qué quería interrogarle? ¿Para saber lo que les había contado a los romanos? ¿Lo que había descubierto sobre la profecía? Según Betsabé, su padre estaba interesado por un misterioso texto de enorme importancia. ¿Acaso se trataba del pergamino doblado dentro del tefilín? ¿Ese mismo pergamino había provocado su muerte? ¿Qué amenaza podían representar cinco o seis versículos imitados de los nabís?
¡La época de Asur quedaba muy lejana!
Todas estas preguntas hacían que sintiera la cabeza aún más espesa y confusa.
Fue entonces cuando el rostro de Betsabé se inclinó sobre él. Le acarició suavemente el pelo y le pasó la mano por la nuca dolorida. Estaba muy guapa, sus grandes ojos negros lo miraban con infinita ternura. Le sonría. Aunque el joven no era capaz de comprender cómo había llegado hasta allí, se sentía mucho mejor. Estaba salvado. Ella acercó los labios a su oreja y empezó a cantarle en hebreo una melodía muy antigua: «Como la uva en la vid, como la espiga en el campo, el riachuelo en la colina, el hombre vuelve a Canaán...». Tranquilizado, se dejó acunar durante un momento, embriagándose con su perfume.
Pero, de repente, su tono se volvió más duro. Le mordió la mejilla y la blancura de su velo se hizo cegadora.
—¡Despiértate!
Filón entrecerró los ojos, deslumbrado por los rayos del sol, con un agudo dolor en la sien.
—Venga, ¡ponte de pie!
Obedeció y pensó que le estaban arrancando la cabeza. Gimió y parpadeó, a punto de volver a desmayarse. La sangre empezó a irrigar de nuevo sus venas y lentamente volvió a distinguir las formas. Era la misma habitación, pero la ventana no estaba obstruida. Había cuatro hombres, contando al que acababa de abofetearlo, una especie de gigante pelirrojo con el pelo y la barba hirsutos, más alto y más ancho que todos los luchadores del gimnasio de Alejandría. Detrás de él, el joven titubeante que le había abierto la puerta el día anterior se encontraba junto a una especie de guerrero, con un arnés de protección de cuero y dos espadas en el cinto. Más apartado, un individuo de mediana edad cuyo rostro enérgico revelaba sensibilidad e inteligencia. Filón tuvo la sensación de haberlo visto antes.
El gigante levantó el puño muy alto:
—¡Basura! No sé que me impide... ¿Dónde está Samuel?
—¿Samuel? Yo... ¿Quién es Samuel?
—¿Veis? ¡Estaba seguro de que no hablaría! Dejadme que le refresque la memoria.
Se disponía a golpearle de nuevo cuando se interpuso el que llevaba las dos espadas.
—¡Espera! ¿Cómo te llamas?
—Filón.
—Filón...
Se agachó junto a él y le ayudó a apoyarse contra la pared con una amabilidad exagerada.
—Escúchame con atención, Filón. El Samuel del que te hablamos es el hermano de mi amigo —señaló al coloso de mirada fulminante—. Si no nos dices lo que queremos saber, él te hará las preguntas. Te prevengo, cuando se la tiene jurada a alguien, ni siquiera yo puedo detenerlo. Así que, amablemente, nos vas a confesar lo que has hecho con Samuel.
Filón intentaba desesperadamente recobrar sus facultades mentales. Veía toda la escena a través de una especie de niebla movediza, incapaz de comprender quiénes eran aquellos hombres y qué querían de él. ¿Acaso seguía soñando? Aquellas quemazones en la cabeza y en la nuca... No, aquello no tenía nada de un sueño. Samuel... En efecto, había un Samuel en la academia de Ario Didimo, donde él estudiaba filosofía. Pero ¿qué relación tenía?
—Yo... —tenía la boca pastosa y le faltaba la saliva—. No comprendo a qué Samuel...
—Vale. Quizá esto...
El guerrero agitó ante sus narices la hoja de un cuchillo que había surgido de su mano como por arte de magia. El cuchillo con mango de marfil del rebelde.
—Hemos encontrado este puñal oculto en tu túnica. Es el puñal de Samuel.
El puñal de Samuel. ¡Los insurrectos! ¡Por supuesto! ¡Había ido a parar a una guarida de insurrectos! ¿Cómo no lo había entendido antes?
—Este cuchillo —balbuceó—. Puedo explicarlo. Tengo... tengo sed.
—¡Gusano inmundo —le espetó el gigante, dispuesto a destrozarle el cráneo con su gigantesco puño—, voy a hacerte beber tu propia sangre!
El guerrero volvió a ponerse de pie, obligando al hermano de Samuel a retroceder una vez más. Con o sin sed, Filón supuso que no le ofrecerían una tercera oportunidad. Lentamente, haciendo un tremendo esfuerzo, empezó a contar lo que había sucedido en la cuadra de Hakeldamach: el desconocido que se había lanzado sobre él, su lucha, la herida en la pierna, los soldados, el caballo... el puñal. A medida que avanzaba su relato, le pareció que su cerebro funcionaba un poco mejor y que la tensión disminuía ligeramente en la habitación.
—Dices que consiguió escapar —gruñó el coloso, con expresión incierta—. Pero ¿qué nos obliga a creerte? ¿Por qué no pensar que sencillamente lo entregaste a los soldados? Porque nosotros te hemos visto con los romanos.
—Si la legión hubiera capturado a vuestro hermano —contestó Filón—, lo hubiera hecho saber. Aunque sólo fuera para dar ejemplo.
El argumento pareció hacer mella.
—En ese caso... ¿Dónde está ahora mi hermano?
—No puedo contestaros, lo siento. Si consiguió mantenerse a la grupa, pudo refugiarse en cualquier lugar.
—¿Y tú qué hacías ayer en casa de Jefté? —preguntó el guerrero.
Los rebeldes vigilaban la calle, por supuesto.
—De hecho... Estoy alojado en casa de Ezequías, el miembro del Sanedrín.
Al pronunciar el nombre de Ezequías, Filón se dio cuenta de que cierta vacilación flotaba en el ambiente, sin poder interpretarla como algo bueno o malo. Aun así, prosiguió:
—Seguí a Ezequías a casa de Jefté, justo después de que se descubriera el cuerpo. Ayer, durante el funeral, su hija me pidió que fuera a verla porque deseaba pedirme consejo.
Los tres rebeldes se giraron hacia el cuarto hombre, que durante el interrogatorio había permanecido impasible, como si esperaran una sentencia.
—Traed cerveza —dijo, al cabo de un momento—. Con pan y fruta. Y dejadnos a solas.
Los otros obedecieron sin decir palabra. El más joven regresó enseguida con lo que le habían pedido. Acatando un gesto del jefe, cogió también el puñal y cortó las ataduras de Filón. Éste se abalanzó con glotonería sobre la jarra de cerveza y el pan, sin preocuparse por la mirada de su anfitrión. Después, ya reflexionaría...
En cuanto se hubo recuperado un poco, Filón se puso a observar a su vez al hombre. Estaba de pie, apoyado de forma negligente sobre el bastón que había utilizado el asesino de Jefté para huir. Podía ser que hubiera sido él quien...
Siempre en silencio, el jefe de los rebeldes se acercó. Su forma de caminar revelaba tanta fuerza como agilidad. Tenía el rostro curtido por el sol, una barba bien cuidada y el pelo recogido hacia atrás. Sin darse prisa, se inclinó sobre Filón como para inspeccionar su túnica. El joven se avergonzó repentinamente del olor a oveja vieja y a clavo echado a perder que emanaba de ella. El otro hizo un gesto con la cabeza antes de tenderle la mano:
—Me llamo Judas. Judas el Galileo.
Desconcertado, Filón también hizo un gesto con la cabeza:
—He... he oído hablar de vos.
—Os presento mis excusas por la manera en que mis hombres se han comportado. Pero... la ciudad está llena de trampas en los tiempos que corren. Samuel ha desaparecido, y Jefté ha sido asesinado.
—Queréis decir que Jefté...
—Jefté era uno de nuestros principales apoyos, sí. El fue quien pagó esta casa y la puso a nuestra disposición. Nos permitía reunimos discretamente y discutir juntos nuestros proyectos. Jerusalén es la clave del levantamiento. Si Jerusalén nos sigue, todos los judíos nos seguirán.
—Sois vos... ¿sois vos el que visitaba a Jefté a escondidas de su hija?
—Últimamente su salud había empeorado. Era más aconsejable que yo me desplazara.
Viéndole así, tranquilamente apoyado en aquel bastón, Filón sintió vértigo. Así pues, era realmente Judas el Galileo el misterioso visitante de Jefté. ¡El tribuno Julio no se había equivocado!
—Pero hace tres noches... Fuisteis vos quien...
—Creéis que pude haberlo asesinado, ¿no es así?
El rebelde sonrió y su rostro se iluminó furtivamente. Aquel rostro... ¿Dónde había podido entreverlo Filón?
—No sólo hubiera sido un crimen imperdonable —prosiguió— además de un pecado horrible, sino que también hubiera sido la mejor manera de atraer la atención de los romanos sobre nosotros. Lo que por otra parte ha sucedido, y me temo que pronto nos veremos obligados a abandonar este escondite. Hay demasiados soldados en este barrio. En cuanto a mí, si esto os puede tranquilizar, he pasado los últimos cinco días en Betel, supervisando el entrenamiento de mis hombres. Regresé a Jerusalén esta mañana. Y al parecer, mi llegada os ha sido providencial.
—¿Tenéis la más mínima idea de quién es el autor del crimen?
—Los romanos tenían más de un motivo para eliminar a Jefté. El jefe de los fariseos confabulado con el jefe de los rebeldes. ¡Os imagináis!
—Por lo tanto, ¿suponéis que el tribuno Julio estaba al corriente.
—¿Julius? No sé. Sin embargo, al final todas las cosas se saben. Además, esta sórdida puesta en escena le ha permitido obtener los refuerzos que reclamaba.
—También os habéis dado cuenta de esto...
—Dos mil hombres están tomando posiciones en la ciudad. Habría que estar ciego para no darse cuenta.
Sin duda, Filón hubiera sido más prudente callando, pero la jarra de cerveza que acababa de vaciar le daba alas:
—Durante vuestras conversaciones, ¿tuvisteis conocimiento de un texto que le interesaba muy particularmente a Jefté? ¿Un texto desaparecido o que estuviera buscando?
La sorpresa de Judas no le pareció ficticia:
—¿Un texto? ¿Qué tipo de texto?
Filón explicó brevemente lo que había sido descubierto dentro de la boca del muerto. Confiaba en que el Galileo hubiera recibido alguna confidencia o hubiera podido atrapar al vuelo alguna alusión sobre el pergamino. Al parecer, nada de ello había sucedido:
—«El día del nazireno —repitió el rebelde, pensativo—. La tropa de Asur»... Quizá sea una señal.
—¿Una señal?
—El Altísimo no soportará durante mucho más tiempo la ocupación de Su santuario, ¿no es así? Pues bien, lo que los judíos han permitido que se hiciera, es asunto de los judíos deshacerlo. Basta con que uno de nosotros se rebele...
—¿Entonces estos versículos serían a favor de la revuelta?
La mirada de Judas brillaba con un resplandor nuevo. Quién sabe, ¿quizá se veía a sí mismo en el papel del nazireno?
—Nuestra revuelta es la del Señor —murmuró—. No podría ser de otro modo.
Filón formuló la pregunta que le quemaba los labios:
—¿Vais a vencer a los romanos?
—En este mundo, lo desconozco. De lo que estoy seguro es de que aceptar el sometimiento de Jerusalén significa romper con lo que somos. Significa aceptar la muerte de nuestra fe y de la de nuestro pueblo. Vos venís de Egipto, habéis dicho. Mirad cómo están allí los nuestros. Comen como los romanos, se visten como los romanos, trabajan como los romanos. Pronto pensarán como los romanos. Antes de acabar un día creyendo como ellos. Por esta razón, no nos queda elección: hay que rebelarse hoy. Mañana ya no seremos dignos de hacerlo. Y ¿qué hará con nosotros el Todopoderoso si ni siquiera hemos intentado defender Su casa? ¿Qué mansedumbre podremos implorar si traicionamos Su alianza? Por eso el tiempo importa poco. ¿Lo comprendéis? Como tampoco importa mi derrota o la de mis hombres... Combatir es, a partir de ahora, más importante que vencer.
Mil objeciones se agolpaban en la cabeza de Filón, pero sabía que resultarían inútiles. Y la determinación del rebelde resultaba además impresionante. Prefirió volver al crimen:
—¿Jefté compartía vuestra opinión?
—Jefté... Me apreciaba, creo. Me conocía desde mi infancia. Y cuando los romanos entraron en Jerusalén, hace tres meses, me dirigí a él. Ya había reunido tropas en Galilea y en Decápolis, necesitaba a alguien en quien confiar dentro de la ciudad santa.
Era un hombre de bien, realmente. Nada que ver con el sumo sacerdote y sus criados, ¡que su memoria se marchite! En cierto modo, creo incluso que me esperaba. Me ofreció dinero para comprar armas y me presentó a alguno de sus amigos. Fariseos, en general. Jefté estaba convencido de que había que reunir un ejército lo antes posible. Que todo el pueblo judío estaba amenazado. Tenía... —buscó la palabra precisa—. Sí, tenía un sentimiento de urgencia. Jamás le había visto tan impaciente como estas últimas semanas. A menos que sospechara que...
Se interrumpió haciendo un movimiento con la mano como para ahuyentar un pensamiento sombrío y prosiguió:
—Afortunadamente, el anuncio del nuevo censo ha precipitado las cosas. Muchos de nuestros compatriotas se han dado cuenta de lo que significa la presencia romana. Ante todo, nuevos impuestos. Esto, evidentemente, tiene que ver con la acogida que nos dan en las aldeas. Pero también el sacrilegio. ¡Y qué sacrilegio! Ya que ¿quién es ese emperador de Roma que pretende contar a los judíos? El censo de Su pueblo es privilegio únicamente del Señor. Sólo El puede ordenarlo. Sabremos cómo recordárselo a Augusto.
—Sin embargo —dijo tímidamente Filón—, subsiste una posibilidad de que el censo no tenga lugar. Ezequías debe reunirse pronto con el procurador Coponio. Quizá consiga una prórroga o incluso posponerlo, pura y simplemente.
—Ezequías...
El rebelde enmudeció. Había pronunciado aquel nombre con un soplo, casi con voz de lamento. Y, repentinamente, Filón lo vio todo claro. Ezequías... Aquel porte, aquella sonrisa elegante. Aquel hijo que había preferido volver a la cuna de la familia en Gamala antes que permanecer en Jerusalén. Gamala... El norte, ¡Galilea! Y también aquel malestar cada vez que el anciano mencionaba a los rebeldes. Quizá, aquel temor de adivinar quién se escondía detrás del asesino de Jefté. Y, hacía un momento, en aquella habitación, cuando Judas se había inclinado sobre su prisionero, no había sido el olor a clavo lo que le había incomodado, ¡sino descubrir una de sus propias túnicas sobre los hombros de otro!
—¿Sois... sois el hijo de Ezequías?
El rebelde hizo una mueca indefinible:
—Qué ironía, ¿no? Mi padre lucha para impedir el censo y la guerra, mientras yo rezo para que ambos tengan lugar.
—¿Sabe que estáis en Jerusalén?
—Por supuesto. O en cualquier caso, lo sospecha. Incluso habiendo grandes desacuerdos entre ambos, se las ha arreglado para seguirme desde lejos y para protegerme. A menos que haya temido que lo relacionen conmigo. ¿Quién sabe? Pero ya hace cinco años que me marché y Palestina está llena de Judas. No tiene mucho que temer.
—¿Así pues, vuestro distanciamiento es anterior a la llegada de los romanos?
—¡Por desgracia, así es! En cuanto tuve edad para comprender, me di cuenta de que era débil. Débil de muchas maneras.
No dijo nada más; el tono de su voz estaba impregnado de tristeza. Repentinamente, a Filón le asaltó una duda:
—Y... ahora que sé todo esto. Sobre vos, sobre Jefté. ¿Qué pensáis hacer conmigo?
—¡Oh! Podéis estar tranquilo. Mi padre es un débil, pero no un imbécil. Si os ha involucrado en esta investigación es porque os considera capaz de resolverla. Y como he explicado, siempre estuve cerca de Jefté. Quiero que su asesino sea castigado. Ante todo. Además, si Betsabé ha solicitado vuestra ayuda, es que os aprecia. Y si no recuerdo mal, su juicio era más seguro que el de muchos hombres. Por este motivo, también os creo respecto a Samuel y la cuadra de Hakeldamach —Le tendió el bastón y prosiguió—: Me quedo con el puñal, pero esto es vuestro. Podéis marcharos. Enseguida, si este es vuestro deseo.
Apenas había pronunciado aquellas palabras, se produjo un gran tumulto en la planta superior. Fuertes golpes, el ruido de una puerta destrozada y gritos enloquecidos:
—¡Los romanos! ¡Los romanos!