Capítulo 20
El niño se llamaba Jesús. No les fue presentado de inmediato porque caminaba delante del grupo, con sus primos de Naín. Así pues, tuvieron que esperar a que la caravana se instalara en las primeras pendientes del monte de Los Olivos, gran incomodidad, debido al número creciente de peregrinos. En tan sólo tres días, en efecto, los alrededores de Jerusalén se habían transformado en un gigantesco campamento de lona y piel donde un ejército de legionarios intentaba poner un poco de orden:
—Allí. ¡Allí! No, en el camino no, se tiene que poder pasar. Más juntos, más juntos. Eso es, hasta el mojón, ¡ahí! Dentro de un rato vendremos a registraros.
En cuanto los asnos fueron liberados de sus albardas y se clavaron las primeras piquetas, apareció Jesús junto con otros niños. Filón no lo identificó de inmediato, ya que se parecía muy poco a su padre: tenía el pelo fino, mientras que su padre lo tenía espeso, rasgos delicados en lugar de los rudos del padre, ojos de un azul brillante en lugar de ojos oscuros. Además, era más joven que sus camaradas; como máximo debía de tener doce años18. Si Filón consiguió reconocerlo fue, en definitiva, porque corrió hacia su madre y la abrazó:
—¡Madre! ¡Madre!
—¡Jesús! ¡Cuánto has tardado!
—Estaba con el gran rabino de Naín.
Su tono era solemne y su dicción muy segura para un niño de su edad:
—Hemos estado hablando de Moisés y del paso del mar Rojo. De cómo los hebreos purificaron sus almas al atravesar las aguas y de cómo el espíritu del hombre también debe lavarse por los pecados del cuerpo.
Su madre, una mujer joven y dulce, de piel clara y sonrisa algo triste, lo miró con gran ternura y sin sorpresa:
—¡Vaya!
—Y eso no es todo. También hemos hecho aritmética.
—¿Aritmética? No deberías molestar al rabino en un día como hoy con...
—¡Pero si no le molestaba! Me ha hecho hacer sumas y fracciones y me ha explicado las propiedades de los números. Por ejemplo, el cien es a la vez el cuadrado de diez y la suma de los diez primeros impares. El uno es la cifra de Dios Todopoderoso, que engendra a todos los demás y no es engendrado por ninguno. El siete es el único de la década que...
Ella se encogió de hombros:
—Te escucho, hijo mío, pero no entiendo casi nada de lo que me explicas.
No por ello menguó el entusiasmo del niño:
—¡Entonces quizá te interese más lo que sigue! Antes de partir, el rabí me ha planteado un enigma y quiere que reflexione sobre él. Podrás ayudarme, ¿verdad?
Sin esperar la respuesta, prosiguió:
—Es éste: existía en Naín un rico mercader llamado Hiram que poseía diecisiete dromedarios. Sintiendo próximo su fin, fue a ver a su vecino Jonatán, que era pobre y sólo poseía uno.
»—Mira, Jonatán —le dijo—, ¡mira qué desgraciado soy, mientras tú eres el más colmado de los padres! Sólo posees un dromedario, pero también sólo tienes un hijo. ¡El reparto se resolverá rápidamente!
»—¿Qué es lo que tanto te entristece, Hiram? —preguntó inquieto Jonatán.
»—¡Desgraciadamente, el porvenir de mis tres hijos, amigo mío! ¿Acaso no les conoces tanto como yo? El mayor es trabajador, el segundo se cansa quizá demasiado deprisa y el tercero es un perezoso. Me gustaría recompensarles proporcionalmente a sus esfuerzos: para el mayor, que es también el más valeroso, la mitad de la herencia. Para el segundo, que no es un mal hijo, un tercio del rebaño; para el pequeño, que demuestra tres veces menos ardor que el segundo, la novena parte del total. Me parece justo y equitativo, ¿no crees, Jonatán?
»—Estoy de acuerdo, Hiram, es justo y equitativo. Pero ¿cuál es el problema?
»—Poseo diecisiete dromedarios, Jonatán, ¡diecisiete! ¿Cómo puedo legar la mitad de mis bienes al primero, un tercio al segundo y la novena parte al último, sin que ninguno se vea perjudicado y sin sacrificar ningún animal?
»Jonatan meneó durante un momento la cabeza y dijo:
»—Es cierto que dividir la mitad de diecisiete dromedarios, luego un tercio y luego la novena parte... De todos modos, si sólo es esto lo que te atormenta, Hiram, no te preocupes más: sé cómo resolver esta dificultad, y además de un modo que te parecerá sencillo.
El niño se calló. A su alrededor, los chicos formaban un círculo y varios miembros de la familia se habían acercado. Lo que sorprendía a Filón era aquella sorprendente soltura y la adhesión que suscitaba en su auditorio: las palabras brotaban de su boca como la miel de los árboles y resultaba imposible no acabar cautivado.
—Tu enigma no tiene solución —dijo uno de sus compañeros—. Es imposible dividir diecisiete dromedarios en dos...
—A menos de eliminar uno y repartirse el cadáver —subrayó un tío.
—No —replicó el niño— eso es imposible. El rabí lo dejó bien claro: no debe morir ningún animal. Además, si tuvieras que matar a uno, quedarían dieciséis. ¿Cómo legar al segundo hijo un tercio de dieciséis dromedarios sin sacrificar de nuevo a otro animal?
Surgieron otras sugerencias, pero ninguna parecía satisfactoria. Filón, que había plantado su tienda un poco más arriba, decidió intervenir:
—Si me lo permitís... Creo que se les planteó un problema idéntico a dos habitantes de Alejandría hace unos años.
El niño lo miró fijamente:
—¿Y cómo lo resolvieron en Alejandría?
—Pues bien, por lo que yo sé... el más pobre propuso al más rico cederle su único dromedario. El más rico protestó, pero finalmente aceptó, con lo cual su rebaño pasó a contar con dieciocho cabezas. De repente, el reparto resultaba mucho más fácil: el mayor recibió la mitad de dieciocho, es decir nueve; el segundo obtuvo un tercio, es decir seis; el benjamín tuvo que conformarse con un noveno, es decir dos animales. Nueve más seis más dos hacen diecisiete, la cifra de partida. Quedaba el último dromedario, el que el pobre le había cedido tan amablemente. Como era de prever, el rico se lo devolvió de inmediato. Las cuentas eran exactas, ningún hijo fue expoliado, ningún animal fue abatido y ambos amigos se alegraron.
Por un instante los allí reunidos reflexionaron. Filón estaba convencido de que a pesar de sus expresiones inspiradas, la mayo— ' ría de los que le escuchaban no habían comprendido gran cosa. Pero al niño no se le escapaba nada:
—Entonces se trataba de eso, había un truco.
—No es realmente un truco: la aritmética no es magia. Es sólo el arte de formular los problemas y el arte de resolverlos.
—¿Sois aritmético?
Filón señaló a los tres animales que pacían en la ladera.
—Digamos más bien que soy especialista en dromedarios. Aunque en realidad, me interesa más la filosofía.
—¿Y qué es la filosofía?
—¡Ah! La pregunta es tan amplia que resulta imposible abarcarla con facilidad. En pocas palabras, la filosofía es para mí la maestra de todas las demás disciplinas, la gramática, la música, la física, la historia, la aritmética, la astronomía, etc. Sin embargo, la filosofía en sí misma no es más que un método para alcanzar la sabiduría. Ahora bien, la sabiduría es de por sí envidiable, ya que nos permite aproximarnos al sentido profundo de las Escrituras. Y las Escrituras son las que a su vez nos permiten no tanto conocer al Altísimo, ya que no es posible conocer al Altísimo, pero sí al menos comprender Sus acciones en el mundo y la forma con la que El se manifiesta a nosotros.
El público de Filón, que durante un rato pareció haberse quedado impresionado por su conocimiento de los números, ahora se dispersaba con sonrisas educadas. Resultaba evidente que la filosofía cosechaba menos éxito...
El niño, en cambio, no se había movido ni un dedo y permanecía allí con las manos firmes en la cintura.
—Entonces ¿sirve la filosofía para reverenciar al Todopoderoso? —preguntó.
—Como todas las cosas que deberíamos hacer aquí en este mundo —asintió el joven—. Por ejemplo, ese problema de aritmética, hace un momento... El rabí de Naín no te lo ha planteado por casualidad.
—Queréis decir que... —El niño se frotó el mentón—. ¿Queréis decir que ese enigma no sólo tiene una solución, sino que podría contener también una especie de enseñanza? ¿Y que era eso lo que el rabí quería que yo comprendiera?
—¿Quién sabe?
—Por ejemplo... ¿cómo puede un solo dromedario valer más que diecisiete? ¿O cómo el hombre pobre, que no está cegado por la riqueza, sabe ver con su corazón y con su espíritu mucho más allá que el rico?
—Quizá... Y ello sin despreciar a aquel a quien ayuda.
Una voz femenina interrumpió la conversación:
—Ya es hora de que vayas a ayudar a tus tíos, Jesús.
El niño inclinó el busto:
—Os doy las gracias por esta lección, señor. Que sea sobre filosofía o sobre aritmética, estoy seguro de que me servirá.
Con una mueca traviesa añadió:
—Aunque creo de todos modos que existe una forma más sencilla que la una o la otra para amar al Señor.
Se escabulló entre las tiendas.
El final de la tarde transcurrió sin incidentes, salvo la llegada de nuevos peregrinos que se apiñaban como podían en medio de balidos y gritos. Betsabé pasó el tiempo con las mujeres de Nazaret, mientras Filón recorría los alrededores sorprendido por el gentío y el trajín. Volvieron a reunirse después de una cena frugal, cuando la temperatura empezó a bajar ligeramente. La joven parecía menos tensa y Filón consideró que estaba de humor para escucharle:
—¿Habéis visto al niño? —preguntó con voz bastante baja para que el ruido cubriera sus palabras.
—Hemos estado más de una hora juntos, con su madre.
—¿Qué impresión os ha dado?
Apartó la mirada; tenía el rostro bañado por el claro de luna.
—En cualquier caso, no es un niño corriente.
—¡Desde luego que no! Es precoz y excepcionalmente vivaz. Y lo más extraño, ¡uno ni siquiera se sorprende de escucharle hablar de ese modo! ¡Como si fuera normal que un chiquillo de su edad argumente con la facilidad de un viejo rabí!
—¿Pensáis que se trata de él? —murmuró ella—. ¿El nazareno que buscaba Caleb?
—Sin duda es el que buscaba Caleb. Ha nacido en Belén, ha vivido sus primeros años en Egipto, fue con sus padres a Nazaret. Además, pertenece a la casa de David por línea paterna. ¿Acaso no es suficiente? De ahí a pretender que sea algo más... ¡Un Mesías de doce años!
—También Abraham y Moisés tuvieron doce años. Y David, y Salomón. Y Miqueas. Si los hubierais conocido con esa edad ¿hubierais adivinado lo que iban a ser?
—¿Debo comprender que vuestra opinión es definitiva?
Eludió contestar, soltándose el pelo.
—Hace un momento le conté a su madre que veníamos de Qumrán. El niño ha intervenido en nuestra conversación, porque los esenios le apasionan. En mi opinión, el rabí de Naín sabe algo. Pero, sobre todo, ha dicho algo que me ha sorprendido: «Los esenios cometen una equivocación al creer que el Señor sólo querrá salvarlos a ellos. La salvación llegará para todos o para nadie». No sé cómo explicarlo. ¡Tenía tanta seguridad!
—Quizá fue precisamente el rabí de Naín quien informó a Caleb de la existencia del niño. Caleb entonces quizá albergó la esperanza de convencer a los padres para que dejaran al niño en sus manos, para poder educarlo en Qumrán.
—Un Mesías de doce años educado por los esenios. ¡Encajaría perfectamente en sus planes! Y es posible imaginar el beneficio que hubieran sacado de ello.
La duda empezaba a insinuarse en Filón:
—En efecto, no podemos excluir que los Numerosos hayan mentido. Y que su jefe Simón sepa más sobre esta historia y sobre la muerte del escriba. Sea como fuera, Caleb no se salió con la suya: el niño se quedó en Nazaret.
—A mi entender, la madre, de todos modos, se hubiera negado a que se marchara: tienen una relación muy estrecha.
—Y precisamente la madre, ¿qué dice de las singularidades de su hijo?
—¿La madre? Resulta paradójico. Lo arropa con un inmenso amor, pero en cambio parece sufrir. Hablando de unas cosas y otras, he tenido la sensación de que cierto misterio rodea al niño. Sobre todo, en relación con la huida a Egipto. Además, aquí todo el mundo lo considera como un niño especial.
—¡Y lo es! Seguramente esto fue lo que conmocionó a Caleb, ¡él, que tanto deseaba que su búsqueda tuviera un sentido!
—Pero admitiendo que Caleb se engañara, el asesino también podría hacerlo. El hecho de que ese niño sea o no el nazareno de la profecía no cambia nada: está en peligro.
—El momento del peregrinaje no parece el más adecuado. Los romanos patrullan por todas partes y el niño se encuentra protegido por los suyos.
—También nosotros protegíamos a mi padre —replicó.
Contemplaron un instante las luces del Templo, sin decir palabra. Una veintena de antorchas estaban encendidas en los atrios y las llamas bailaban contra los muros de mármol blanco, proyectando hacia el cielo sombras fantásticas. Desde el monte de Los Olivos veían también la parte superior de la fortaleza Antonia, donde grupos de legionarios se sucedían sin cesar gritando órdenes incomprensibles. El procurador Coponio y el tribuno Julio debían de estar dando los últimos retoques al dispositivo para la Pascua.
—Deseaba deciros... —prosiguió de nuevo Betsabé, tapándose los hombros— que durante estos dos últimos días no he estado enfadada con vos. Nunca os he considerado el responsable de la muerte de Mandú. Nunca. Si alguien ha tenido la culpa, he sido yo únicamente.
—¿Vos? Erais incapaz de...
—Sin duda, así era esa noche. Pero ¿y los demás días? Conocía los sentimientos de Mandú. Y desde hacía años. Sin embargo, no tuve el valor de decirle la verdad. O no lo hice con la suficiente claridad. Creo... creo que me sentía halagada por la atención que me prestaba. Para mí, Mandú era un hombre como todos los demás. Exactamente como los demás. Salvo que yo no le amaba.
Su voz se quebró y Filón le cogió la mano. La tenía helada.
—Perdonadme, no querría llorar por nada del mundo. Os he causado ya bastantes problemas.
—Estáis viviendo una situación singular, Betsabé. En vuestro lugar, cualquiera se sentiría desesperado. No os abandonaré, os lo prometo.
—Lo que no consigo comprender es por qué Mandú no dijo nada sobre mi padre. Esa maldita noche en que fue asesinado... Llegó a ver al asesino, ¿no es cierto?
—Vio al asesino hablando con vuestro padre, delante de la puerta de la entrada.
—Entonces ¿por qué no dijo nada? ¿Por qué no lo denunció?
En efecto, aquel tema preocupaba a Filón desde aquella noche.
—Evidentemente, conocía al asesino. Incluso le sorprendió verlo en vuestra casa, en compañía de Jefté. A la mañana siguiente, cuando descubrió el cuerpo, recordó al visitante nocturno. Y sin embargo, tenéis razón, prefirió callar. O bien tuvo miedo de acusarle o bien pensó que podría beneficiarse de algún modo.
—¿Beneficiarse?
—Si el asesino era suficientemente rico, el silencio de Mandú valía mucho oro. Un oro que le hubiera permitido ofreceros una vida decente.
—¿Realmente pensáis que...?
—Sólo es una hipótesis. Pero hay otra más sencilla: consideró que nadie le creería. Temió que se le acusara de mentir o de falso testimonio y que le alejaran de vos para siempre: «No levantarás falsos testimonios contra tu prójimo», es el noveno mandamiento. Y en ese caso, ¿cuánto pesa la palabra de un esclavo?
—Sobre todo si el asesino es alguien influyente.
—Un hombre influyente y rico, probablemente. Alguien al que había conocido en otro lugar y cuyo rostro reconoció de inmediato. Alguien capaz de inspirarle miedo o codicia.
—¡Muchas de las personas que visitaban a mi padre son susceptibles de ambas cosas!
—Pero una de ellas lo mató. Poco después de matar al escriba y justo antes de matar al sumo sacerdote. Por un lado, Jefté, el primo; por el otro, Caleb y Gad, los dos hermanos. Este aspecto de la cuestión también me desconcierta. ¿Qué papel desempeña ese lazo de parentesco?
—¿Acaso el tío Elias no mencionaba la casa de Gemul?
—Es cierto. Por pertenecer ambos a la casa de Gemul, Jefté y Gad oyeron hablar de la profecía. Y al ser Caleb pariente de vuestro padre, éste preguntó qué tal se encontraba.
—¿Os referís en Qumrán?
—Sí. Jefté fue para conseguir el apoyo de los esenios, pero estando allí se enteró de que su primo se encontraba mal. Lo visitó y pudo entonces hacerse con algunas confidencias o descubrir algún indicio mientras el escriba deliraba. La amenaza que contenía la profecía le pareció tan real que se alarmó. De ahí la conversación que vos sorprendisteis a su regreso, en la que se hablaba de un gran peligro y de un texto que era absolutamente necesario encontrar. Quizá incluso llegó a contárselo a Gad.
—Y como temía que uno de los tres acabará por comprender, el asesino decidió ejecutarlos —aventuró Betsabé.
—Es plausible... Aunque no explique lo esencial: ¿qué es lo que persigue en el fondo el asesino? ¿Y en qué modo estos tres asesinatos pueden ayudarle a alcanzar su meta?
—Ilustran la predicación de Miqueas, ¿no es así?
—Es cierto, sí. Pero ¿qué más?
Filón estaba pensando en otra cosa:
—Por cierto, ya que eran parientes de vuestro padre, ¿conocíais a Gad y a Caleb?
—Apenas. Tal como os expliqué, nuestras dos familias tenían convicciones opuestas. A mi padre nunca le gustó Gad, lo acusaba de utilizar su cargo para fines personales. Nos debimos de encontrar en dos o tres ocasiones durante los últimos años, y siempre en circunstancias oficiales. En cuanto a Caleb, vino a casa varias veces, pero de ello hace mucho tiempo. Le recuerdo como a un joven discreto, más bien tímido, que vivía únicamente para sus investigaciones y que era capaz de comentar horas y horas un determinado detalle del Libro. A mi padre aquellos intercambios no le disgustaban y creo que apreciaba su gusto por la exégesis.
—Esto justificaría su preocupación por la enfermedad de Caleb al llegar a Qumrán. Incluso quizá el propio Caleb le hizo alguna confidencia.
—Del mismo modo que pudo hacérselas a otros. Porque el entorno de los esenios me parece el primero implicado por esta búsqueda del Mesías. El asesino puede proceder de sus filas.
Una imagen furtiva cruzó la mente del Filón: Mandú dirigiéndose a una de las grutas situadas más arriba de Qumrán, cuando él iba al encuentro de Betsabé. ¿A quién iba a saludar el esclavo?
—¿Sabéis si Mandú tenía relación con algún sabio esenio? —preguntó.
—¿Mandú? Me extrañaría. Sólo fue con mi padre hasta allí en un par de ocasiones.
El joven reprimió un bostezo:
—Entonces no veo que esto nos lleve a ninguna parte, sólo a otra vía sin salida. Y creo que una noche de sueño no nos sobrará para salir de ella.
Filón ayudó a Betsabé a disponer la tienda y comprobó que los dromedarios estuvieran atados convenientemente. Luego escrutó el campamento de los nazarenos: todo parecía en calma. Muchos peregrinos ya se habían acostado para afrontar la dura jornada del día siguiente y el rumor que había habido delante de Jerusalén se había apaciguado. Tranquilizado, Filón se envolvió en su manta, con los párpados cargados de sueño. No, decididamente no, ¿quién podía querer atacar a un niño de doce años?