Capítulo 21
Está aquí. Le he visto.
Se prepara, se alegra. El inocente...
Pronto irá hacia el Templo, entre los hombres y los animales. Pronto irá hacia el altar, para el sacrificio y la sangre. Así lo ha querido el Altísimo. Así lo ha escrito el profeta: Yo haré que Belial surja del fondo de los abismos, y con él la tropa de Asur, hasta el corazón de Israel! ¡Llorad! ¡Llorad, hijas de Jerusalén! ¡La plaga de Dios contra su sanador, la boca de la mentira contra el resto de verdad, los hijos de las tinieblas contra los hijos de la luz! ¡Y siete veces siete generaciones para el que venza!
El tiempo ya se ha consumido.
Esta noche serviré en la Pascua del Mesías.
Con los ojos cerrados, medio dormido, Filón recordaba la última Pascua de su infancia, precisamente a la edad de doce años. En la gran casa de Alejandría se había reunido toda la familia, tíos, tías y primos. El día anterior habían inspeccionado de arriba abajo cada habitación de la vivienda para asegurarse de que no quedaba ni rastro de levadura en ningún rincón. Al anochecer todos se habían puesto las ropas del Éxodo: cinturón a la altura de los riñones, sandalias y bastón, tal como prescribía el Libro. Luego se habían reunido en torno a la mesa de festejo y Filón, a punto de cruzar el umbral de la edad adulta, había recibido por última vez la autorización para hacer la pregunta ritual: «¿En qué es distinta esta noche a las demás?». Entonces su padre, habitualmente muy distante, se había vuelto amable y cariñoso. Explicó cómo, aquella noche, el Todopoderoso había lanzado su maldición sobre Egipto. Cómo los hebreos habían marcado con la sangre del cordero sus casas para que el ángel de la muerte no se llevara a los recién nacidos. Cómo, con las prisas y sin esperar a que el pan fermentara, se habían comido la carne del animal sacrificado. Y cómo tras el castigo y con sus primogénitos a salvo, el pueblo de Moisés había roto sus cadenas y conquistado la libertad. Al acabar el relato, su padre había distribuido los platos del séder, la comida de la celebración: el cordero asado, las hierbas amargas en recuerdo de la esclavitud, los ácimos, y todo ello en medio de bendiciones y vino. Feliz velada en la que el muchacho se había prometido compartir un día la Pascua de los peregrinos. Y aquella mañana se encontraba en Jerusalén.
Filón se despertó por completo. El aire era cálido y húmedo y el sol estaba escondido por nubarrones oscuros. Delante, la blancura del Templo, el color ocre de la muralla, risas alrededor de las tiendas, mercaderes que conducían rebaños, el olor intenso de la tierra. El joven parpadeó al darse cuenta repentinamente de una presencia a su espalda.
—¡Buenos días!
Era el niño. Sostenía una escudilla y una torta de miel enrollada.
—¡No sois muy madrugador! Betsabé me ha pedido que os trajera esto.
—¿Betsabé?
—Mi madre y mi tía la han ayudado a bajar. Nosotros la cuidamos.
—Sois muy amables, yo...
—Para nosotros es un placer. Su padre era un gran fariseo, ¿lo sabíais?
—Eso había oído decir, sí.
El niño colocó la escudilla y la torta sobre un ángulo de la manta.
—Debo ir al mercado de ganado para escoger un cordero. ¿Iréis vos también?
—Por supuesto. En cuanto...
—Entonces, hasta luego.
El muchacho corrió para reunirse con los suyos. Filón comió con apetito, observando el ajetreo del campamento, que aumentaba como una alegre ola en un mar de lona. Ordenó sus cosas y decidió, antes de ocuparse del cordero pascual, ir a visitar al viejo Elias. Subió hasta la cima del monte de Los Olivos y llegó hasta la cabaña de piedras y madera, junto a la vieja higuera. El perro salvaje había desaparecido, pero la puerta estaba simplemente ajustada, así que Filón no tuvo dificultad alguna para entrar. Todo estaba a oscuras, con las contraventanas cerradas. Dio unos pasos. La casa parecía vacía y únicamente los tefilín colgados del techo oscilaban suavemente. Era una lástima, le hubiera gustado saber qué es lo que Elias pensaba de Miqueas y de los esenios.
—¡Gracias!
Una voz, surgida de ninguna parte, hizo que se sobresaltara.
—La última vez no tuve ocasión de decíroslo...
Un joven, que cojeaba ligeramente, salió de la oscuridad. Samuel. ¡El rebelde de la cuadra de Hakeldamach! ¡El hermano del gigante pelirrojo!
—¿Vos? ¿Qué...?
—¿Qué hago aquí? Os podría hacer la misma pregunta. También os hubiera podido matar. Pero antes quería daros las gracias. Os debo la vida.
—¿Y... Elias?
—Elias está en la fortaleza Antonia. Lo detuvieron hace dos días, tras la muerte del sumo sacerdote.
—¿Detenido? ¿Por qué motivo?
—Para interrogarlo. Cuando la hija de Jefté desapareció, los romanos buscaron información en su entorno. Elias se negó a cooperar y se lo llevaron.
—¡La hija de Jefté!
—Se marchó con vos, ¿no es así? Al menos es lo que se creyó. En cuanto a Elias, no os preocupéis, lo liberarán para las ceremonias.
—Entonces, ¿están buscando a la hija de Jefté?
—Su repentina marcha les alertó. Además, vivía a pocos pasos de la casa de los rebeldes. Incluso para un legionario, eso es demasiado.
—¿Y vos, cómo habéis llegado hasta aquí?
—Por una serie de casualidades. Después de que nos... separáramos en la cuadra de Hakeldamach pude alcanzar el pueblo de Betania, un poco más al este. Allí contamos con algunos partidarios que me acogieron y curaron.
Se masajeó la pierna:
—Todavía me duele, pero la herida era superficial. Cuando supe que los romanos habían entrado en nuestro refugio quise volver a Jerusalén, para ver si era posible salvar a algunos de los nuestros. ¡Pero desgraciadamente no fue así!
Hizo un gesto de asco y Filón observó que sujetaba un puñal y un bastoncito del tamaño de un dedo.
—Como me resultaba imposible quedarme en Jerusalén, Elias aceptó acogerme. Su casa ya había sido el escenario de algunas conversaciones entre Judas el Galileo y Jefté, por eso nos conocíamos. Por desgracia, los romanos no tardaron en apresarlo y tuve mucha suerte evitándoles. Estaba con el herrero de Hakeldamach cuando lo detuvieron. A la espera de su regreso, ocupo discretamente la cabaña.
—¿Y Judas? ¿Habéis tenido noticias de Judas?
—En realidad, no. Lo único que sé es que ayer nuestras tropas desencadenaron la ofensiva en la región de Betel. Al parecer, consiguieron hacerse con varios puestos romanos, lo que explicaría el nerviosismo de los legionarios. Pero no puedo afirmar que Judas la encabece. Desde que huyó de Jerusalén no hemos vuelto a estar en contacto, ni directo ni indirecto. Puede encontrarse en Betel tanto como en Jericó o en Gamala. A menos que haya sucumbido a sus heridas en alguna zanja.
Su tono era una extraña mezcla de amargura y exaltación. Filón se preguntó si no se hallaba bajo el efecto de alguna cerveza algo fuerte.
—¿Y hoy? ¿Pretendéis sublevar al pueblo en el Templo?
—Sería prematuro. Habrá más de mil legionarios en las puertas de Jerusalén. Y además hay que añadir cuatrocientos levitas, enrolados a la fuerza para inspeccionar a los peregrinos y evitar que sean introducidas armas en el santuario. Desde la muerte de Gad el comandante del Templo reina allí como amo y señor. Si desea convertirse a su vez en sumo sacerdote, le interesa colaborar con los romanos. Y en caso de insurrección, no nos hacemos ilusiones: dará la orden a su policía para que intervenga. Todo esto es demasiado arriesgado para el pueblo y el posible beneficio resulta incierto.
Jugueteó con el trozo de madera.
—Lo que no significa que no vayamos a intentar algo.
—¿Qué queréis decir?
—Voy a matar al tribuno Julio.
—Vais a...
—Esta tarde, aprovechando la muchedumbre. Debe dirigir a sus hombres y se hallará en algún lugar del atrio de los Gentiles.
—¡Es una locura! Incluso si consiguierais atacarle, ¡de inmediato caerían sobre vos veinte legionarios! ¡Jamás conseguiréis escapar del Templo!
—¡Que me cojan y me ejecuten! No temo a la muerte. Además, ya tenía que haberme llevado con ella. Al menos una vez, en la cuadra, y otra si hubiera estado con mis hermanos en el momento del asalto. No, estoy preparado para ello.
—¡El asesinato de Julio no obligará al emperador en modo alguno a retroceder! Nombrará un nuevo tribuno, la represión se hará más dura, eso es todo.
—Quizá. Pero habré acatado la voluntad del Altísimo. Habré muerto por El. Además, si deseáis otro motivo...
Se agachó, recogió algo y arrastró a Filón hacia la salida.
—Seguidme, no tardaremos.
Fueron hacia el norte y, cruzando el monte de Los Olivos, rodearon la ciudad desde lejos, con precaución, evitando todo lo que llevara casco y pilum. Mientras caminaban, Samuel le tendió uno de los trozos de madera labrada sobre el que había estado trabajando hacía un momento. El objeto estaba hermosamente esculpido con formas geométricas, pintado de rojo y negro y unido mediante un pequeño aro a una tira de cuero. Samuel se puso alrededor del cuello otro modelo, blanco y azul.
—Coged, es un regalo. Esto al menos os lo debo.
—¿Un regalo?
—¿Acaso no me ofrecisteis vuestro caballo cuando lo necesité? Os está esperando en Betania, por cierto.
—Iré a buscarlo cuando acaben los festejos. Y... ¿también fabricáis colgantes?
—Ese era mi primer oficio, antes de seguir al Galileo. Soy originario de Siquén. Mi familia vende joyas y adornos desde hace varias generaciones, sobre todo para el Templo. Este collar, en concreto, recuerda el roble de Moré, muy cerca de Siquén, allí donde el Altísimo se le apareció a Abraham prometiéndole la tierra de Canaán. No es el que más fabricamos, pero resulta bastante decorativo. ¿Os gusta?
A Filón le parecía un tanto pesado y macizo.
—Tiene una bonita factura. El esculpido es hábil y los colores luminosos. ¿Pero no me habréis traído hasta aquí para hacerme este tipo de regalo?
Acababan de sobrepasar el nivel de la fortaleza Antonia y ahora caminaban siguiendo la muralla hacia el oeste. Los peregrinos cada vez eran más escasos, y también los vendedores y los soldados. Bajo el cielo de tormenta, un viento ligero movía las altas hierbas y los arbustos. Samuel lo detuvo tocándole el brazo:
—¡Allí!
Su voz sonaba como un lamento. Más allá del muro occidental de Jerusalén se alzaba una colina de unos veinte codos de altitud, rodeada por un cordón de legionarios. En la cima de la colina se erguía una cruz. En la cruz, una silueta potente, vestida con un simple paño, con el rostro caído hacia un lado y los cabellos pegados por el calor. Era el gigante pelirrojo.
—Es la roca del Gòlgota —murmuró Samuel—. Ahí es donde los romanos crucifican a los sediciosos.
—Es vuestro hermano, ¿verdad? Hablé con él en el calabozo. Estaba preocupado por vos. Lo... lo siento.
—Primero lo torturaron y lo dejaron durante dos días sin comida ni agua. Luego, lo condenaron por traidor y rebelde, y lo flagelaron. Finalmente, le obligaron a cargar la viga y lo crucificaron aquí, para que todo aquel que pensara en ayudar a los rebeldes lo viera. Le clavaron las muñecas y los tobillos a la madera. Tardó un día entero en morir, hasta que le rompieron las piernas. Acabó por no poder respirar debido a su propio peso.
Filón no conseguía apartar la vista del cuerpo descuartizado del gigante, esgrimido como advertencia por encima de las murallas.
—¿No serán capaces de abandonarlo ahí, verdad?
—Es frecuente que dejen los cuerpos de los facciosos pudriéndose. Pensé en liberarlo, pero siempre hay diez soldados montando guardia. Así que creo que la única venganza posible es ejecutar al tribuno.
Pronunció aquellas palabras con cólera contenida y Filón no dudo ni siquiera por un instante de que llegaría hasta el final.
—Si los peregrinos son cacheados al entrar en el Templo no dispondréis de ningún arma y no tendréis ni la más mínima oportunidad de atentar contra Julio.
El rebelde señaló el colgante que se balanceaba sobre su túnica:
—Tengo esto.
Dio un tirón secó al collar y el trozo de madera se separó del anillo, como si hubiera estado retenido por una minúscula tapa. El objeto no sólo estaba pintado y tallado por fuera sino que también el interior había sido parcialmente vaciado. Samuel lo inclinó y lo agitó: una hoja afilada, de una longitud aproximada de una pulgada y media, se deslizó del alveolo circular. Tenía la base más ancha y pivotaba en una muesca tallada prácticamente en el extremo de la vaina. Al quedar bloqueada, formaba con el mango un puñal respetable que Samuel clavó sin esfuerzo en la raíz de una buganvilla:
—Bastará con que le alcance la garganta, debajo del casco, y haré que se desangre como un buey.
De regreso al monte de Los Olivos, los dos jóvenes se separaron, no sin que antes Filón exhortara una vez más a Samuel para que renunciara a su plan. En vano. El rebelde le guiñó el ojo y se perdio cojeando en medio de la muchedumbre. El mercado de corderos estaba en su punto álgido a aquella hora; miles de fieles habían acudido para ofrecer al Altísimo el mejor animal del sacrificio. En grupos de cuatro o cinco, los hombres pasaban una y otra vez ante las bestias, interesándose por su peso, comentando su aspecto, juzgando el porte de la cabeza o la calidad de la dentadura. El cordero pascual debía carecer de defectos, y los regateos se disparaban en cuanto aparecía una oreja manchada o cuando una pata parecía más débil. Los animales, asustados, apretujados unos contra otros en corrales improvisados, alzados, tumbados, evaluados por decenas de pares de ojos y manos, balaban casi sin interrupción. Si además añadimos a eso que en el momento de mayor concurrencia había quince o veinte mil cabezas, que un poco más allá los cambistas habían colocado sus mesas y convertían la moneda del Templo desgañitándose, y que los niños insultaban siempre que podían a los legionarios que, sin embargo, se mantenían a distancia, es posible hacerse una idea bastante precisa de lo que podía resultar un día de mercado en la torre de Babel.
Por su parte, Filón efectuó varias idas y venidas de un puesto a otro para localizar a los nazarenos. No quería comprar un cordero para Betsabé y él únicamente, ya que el sacrificio debía ser llevado a cabo aquella misma noche y por completo. Por otra parte, la mayoría de los fieles formaban grupos de diez o más personas para comprar el animal, asarlo y compartirlo. Por fin, tras dar muchas vueltas, Filón reconoció al primer nazareno con el que había hablado en la caravana. Le siguió y dio con los demás hombres de la aldea, con los que llegó a un acuerdo para negociar cinco corderos en total. Pagó su parte, pero les dejó que fueran ellos quienes escogieran los animales, ya que se sentía menos preparado que ellos en ese campo. Cuando les preguntó acerca del niño, los nazarenos contestaron que, como tenía por costumbre, debía de estar con los de Naín. Era evidente que al niño se le daba mucha libertad.
Filón iba a volver a su tienda cuando una mano se le posó en el hombro:
—¿Sois vos el filósofo de Alejandría?
Se dio la vuelta: un hombre de más de treinta años y expresión agradable, con la cabeza cubierta con un manto inmaculado y vestido con una túnica con franjas azules en los bordes, le sonreía.
—Soy el rabí de Naín. Jesús me ha hablado de vos y de la joven que os acompaña con mucho entusiasmo. Me ha dicho que le habíais sugerido la solución para el acertijo de los dromedarios y que le habíais animado a que buscara más allá del enigma.
—Es un muchacho de gran perspicacia.
—Y de una profundidad poco habitual. Desde luego, no es la menor de sus cualidades el saber amar a todos aquellos con los que se encuentra. Me refiero a amarlos de verdad, con un amor que va más allá de lo que se ve normalmente. ¡Hasta el punto de interesarse más por el pagano con el que se cruza que por el rabí de su propia aldea! No es algo que se pueda ver a menudo. En resumen, no os esconderé que siento una gran estima por ese niño. Es ésa también la razón por la que me he permitido abordaros: su padre me ha dado a entender que os enviaban desde Qumrán.
Filón reflexionó antes de contestar. Comprobó que nadie les observaba, aunque a fin de cuentas, la multitud y el jaleo constituían sus mejores aliados.
—Es cierto que vengo de Qumrán.
—Para tranquilizaros os diré que fui yo quien advirtió a Caleb de las cualidades del niño. Supuse que una estancia entre los esenios podría afianzar sus disposiciones. Conocéis a Caleb, por supuesto, ¿no es así?
De nuevo, Filón titubeaba. ¿Debía confiar, incluso en un rabí? ¿Revelarle la verdad y, por lo tanto, tarde o temprano, revelársela a los padres, incluso al propio muchacho? ¿Estropearles la Pascua y quizá también el resto de sus vidas? Decidió que no.
—Vi a Caleb hace apenas tres días, es cierto.
—Entonces, ¿quizá podréis explicarme qué conclusiones extrajo de su visita a Nazaret y si piensa llevarse a Jesús?
—No puedo hablar por él. Sin embargo, por lo que he sabido, a Caleb le... le impresionó, sí, le impresionó mucho su viaje aNazaret. Pero los esenios son dueños de sus decisiones y las toman en asamblea.
El rabí de Nain parecía francamente decepcionado.
—¡Pensé que habíais alcanzado la caravana para anunciarnos la buena nueva!
—Creo que sería prematuro.
—En ese caso... De todos modos, me extraña que Caleb no haya querido darme más detalles. Nos conocemos desde hace tiempo y en un momento dado incluso planeé unirme a él en Qumrán. Sin duda, no ha tenido ocasión de hacerme partícipe de su opinión.
—Me temo que sea así —asintió Filón, con prudencia.
—También me hizo una pregunta. Entonces no fui capaz de contestarle. Pero, desde entonces, me he informado. ¿Podríais transmitirle el mensaje?
El egipcio, incómodo, asintió con la cabeza.
—Estupendo —se alegró el rabí—, Caleb insistió sobre esto sin que yo comprendiera exactamente por qué: quería saber lo que se decía del padre del niño. Al principio no recordaba nada en concreto, pero pregunté a sus primos de Naín. En efecto, corrieron rumores sobre el nacimiento. ¡Oh, nada, habladurías...! Sin embargo, al parecer la madre ya estaba encinta antes de casarse. Quiero decir, antes de casarse «legalmente». Algunos chismorrearon mucho. Por desgracia, no se puede cambiar a la gente... El padre seguramente se lo tomó mal y prefirió alejarse de Nazaret por un tiempo. De ahí ese nacimiento en Belén, que tanto intrigaba a Caleb. ¿Creéis que estas aclaraciones le bastarán?
El joven no pudo mentir de nuevo porque un grupo de niños se precipitó hacia ellos gritando a pleno pulmón:
—¡Rabí, rabí! ¡Tenemos que prepararnos para ir al Templo!