Capítulo 6

Fue una noche agitada. Filón luchó para no quedarse dormido y no perderse la marcha de Ezequías, pero al final el sueño le venció. Cuando por fin abrió los ojos, el sol estaba ya alto. Se vistió apresuradamente, se ató el puñal del rebelde bajo la túnica y se fue, hecho una furia, en busca de Nertarí. Varios criados cumplían con sus tareas en la casa, así que deambuló un rato antes de dar con la joven esclava en las cocinas, donde estaba dando órdenes.

—¿Por qué motivo no me habéis despertado?

La asió por la muñeca y ella se soltó, con un gesto brusco:

—¡No me toquéis! El amo no quiso molestaros. Dijo que necesitabais reposo y que estaría de vuelta dentro de tres días a mucho tardar. Que hasta entonces, estabais en vuestra casa. También dijo que el entierro de Jefté se celebraría dos horas antes del mediodía en el cementerio de la puerta de los Corderos. Que podíais ir si lo deseabais.

—¡Pero era indispensable que hablara con él! ¡Un hombre me atacó anoche en el jardín, con un cuchillo! ¡Un cuchillo que había sido sustraído de mi propia habitación!

Apenas si pestañeó, como si la noticia no le sorprendiera demasiado.

—Así es, un merodeador se introdujo en la casa. Cometió varios robos, entre otras cosas se llevó una fíbula de oro que me había regalado el amo. Creo que teníais razón: uno de los criados que se ocupa del jardín dejó ayer una puerta abierta. Sin duda, fue por ahí por donde...

—Entonces ¿para qué me lanzó ese puñal?

—No sé qué deciros. Con toda la violencia de estos últimos días... Quizá pensó que lo habían descubierto y se asustó.

Su voz temblaba ligeramente y Filón intuyó que estaba mintiendo. Sin embargo, sostuvo su mirada desafiante y el joven comprendió que no conseguiría ninguna información de ella hasta el regreso de Ezequías. De ahora en adelante, tendría que desconfiar. A pesar de todo, preguntó cómo se llegaba a la sinagoga de los alejandrinos, situada en la ciudad vieja, así como el camino para ir a la puerta de los Corderos. Luego se retiró a su habitación para tomar un ligero refrigerio a base de fruta, cuajada y galletas con semillas de terebinto.

El día se anunciaba particularmente caluroso...

Dos horas antes del mediodía, Filón cruzó la ciudad hacia el norte. En las callejuelas, el gentío era cada vez mayor y el mercado de productos frescos estaba rebosante de gritos y agitación. Los vendedores de granadas o de vinagre diluido hacían negocio con los peregrinos muertos de sed, mientras los legionarios intentaban mantener el orden en el bullicio, sobre todo con los niños que corrían por todas partes y tiraban piedras a escondidas.

Filón dejó el Templo a la derecha, rodeó la fortaleza Antonia y alcanzó a la procesión mortuoria, más allá de la fuente de los Corderos, al otro lado de las murallas. Sólo después se enteró de que la comunidad de los fariseos había comprado una de las grutas de la vertiente del Cedrón para inhumar a aquéllos de entre sus miembros que así lo deseaban. En general, Jefté hubiera tenido que ser enterrado el mismo día; sin embargo, el carácter excepcional de los acontecimientos había retrasado la ceremonia. Aquello no impidió, sin embargo, que al menos quinientas personas siguieran la litera en la que descansaba el cadáver, sencillamente envuelto en una sábana blanca. Según la costumbre, el difunto debía ser colocado de ese modo dentro de la gruta, hasta que la carne se secara, permitiendo reunir los huesos dentro de un sarcófago de piedra. En medio de los lamentos de las plañideras y de las flautas de los músicos, resultaba sin embargo difícil adivinar lo que cada uno sabía exactamente de las circunstancias que rodeaban la defunción. Al parecer, la tristeza y el dolor eran más fuertes que la ira o la indignación: la mayoría de aquella gente seguramente ignoraba la verdad. Algunos miembros de la familia se habían rasgado las vestiduras, y algunos hombres se habían frotado la cara con tierra o cenizas. Muchos de ellos llevaban el distintivo de los fariseos, una franja azul con flecos en la parte inferior de la túnica.

Filón recorrió el cortejo para ver a Betsabé. La joven iba en otra litera, no tan alta, y el velo que le cubría el rostro sólo dejaba al descubierto dos ojos de un color negro llameante. No estaba seguro de que ella lo hubiera visto. Durante la celebración, observó con atención las reacciones de sus vecinos, buscando entre la gente una silueta que le recordara al agresor de la noche anterior o cualquier otro indicio que le pusiera sobre la pista del asesino. ¿Para qué, si no, Ezequías le había aconsejado asistir a los funerales? Sin embargo, los asistentes parecían realmente conmocionados, salvo los cuatro legionarios que no paraban de enjugarse el sudor entre sollozos abrumados.

Por fin, tras una nueva salva de cánticos y oraciones se hizo rodar una enorme piedra redonda para obstruir la entrada de la gruta. Sólo entonces la procesión empezó a dislocarse.

Filón se disponía él también a regresar a la ciudad cuando vio acercarse a Mandú, que echaba vistazos preocupados a su alrededor:

—Mi señora os ruega que vengáis esta tarde —murmuró—. Os necesita.

—¿Esta tarde? ¿Y su duelo? No quisiera...

—Se las arreglará para quedarse a solas. Cuenta con vos.

—Es que...

El esclavo ya se estaba alejando.

A Filón aquella petición le pareció bastante sorprendente. Por un lado, se alegraba de poder volver a ver a la joven. Además, quizá conseguiría descubrir cosas útiles para su investigación.

La sinagoga de los alejandrinos estaba situada en la ciudad baja, cerca del hipódromo que el rey Herodes había hecho construir al sur del Templo. Ocupaba un pequeño edificio en el que los peregrinos de la ciudad egipcia podían reunirse para estudiar la Torá, e incluso residir durante su estancia en la ciudad. Por casualidad, Filón fue recibido por la persona a la que había ido a visitar:

—¡Abidelios, maestro! ¡Cuánto me alegro de encontraros!

—¿Filón? Filón, ¿eres tú? ¡Que la felicidad ilumine este día! Me habían dicho que ibas a venir a Jerusalén, pero no esperaba...

Se abrazaron y el anciano rabí se enjugó una lágrima. Durante veinticinco años se había hecho cargo de la gran sinagoga de Alejandría y había sido él quien había enseñado a Filón casi todo lo que éste sabía sobre las Escrituras. Luego, al envejecer, había deseado instalarse en Jerusalén para acabar su vida cerca del Templo. Ahora se encargaba de recibir a sus compatriotas con ocasión de los peregrinajes, de presidir las santas lecturas y, una vez a la semana, de enseñar a los niños del barrio.

—Te has hecho un hombre. Un gran y buen judío, ¡que el Señor me oiga! Dime, ¿y tu hermano?

—Lleva varias semanas enfermo, me rogó que os saludara.

—¡Menudo bribón era! ¡Incapaz de estarse quieto! En el fondo, un buen chico. Menos dotado que tú para el estudio y la reflexión, sin duda. ¿Y tu padre?

El tema era delicado, Abidelios lo sabía.

—¡Pues, nada! Intentamos encontrarnos lo menos posible...

—¿No ha cambiado entonces? Quiere que sigas con sus negocios o que entres al servicio de los romanos, ¿no es así? Los padres siempre creen ser los mejores jueces para sus hijos. Sin embargo, en esta tierra sólo existe un juez. ¿Y tú qué has decidido?

—Sigo... sigo dudando... Durante estos dos últimos años, he seguido las enseñanzas de Ario Didimo. Gramática, retórica, dialéctica, geometría... Sin embargo, lo que más me ha interesado ha sido la filosofía. Sobre todo, Platón y Aristóteles...

Las mil arrugas del anciano expresaron cierta reprobación:

—Desconfía de todos esos paganos, Filón. Al fin y al cabo, nos alejan de la verdad.

—No lo sé, rabí. Me parece que su pensamiento a veces se inspira en los mismos principios que... Quiero decir que la Biblia no está tan lejos de cierta parte de su sistema. Que quizá extrajeron de ella algunos fundamentos para...

—¡Venga! No quiero seguir escuchándote. ¡Y tu amigo Memnos que decía el año pasado que ibas a unirte a los terapeutas11! ¡Qué religioso más singular hubieras sido con las ideas de tu Platón!

—En un momento dado pensé en retirarme e a vivir con los terapeutas, es cierto. Sin embargo, no estaba lo suficientemente seguro de mí mismo.

—Entonces actuaste correctamente. Aquél que se gira hacia el Todopoderoso, únicamente debe presentar su mejor parte. Pero te estoy aburriendo con todas estas preguntas. Venga, háblame de tu viaje. ¿Qué te parece Jerusalén? ¿Has visto las puertas doradas del Templo?

—Si tengo que ser franco, todavía no me ha dado tiempo. El azar ha querido que me viera mezclado en ese asunto en torno a la muerte de Jefté. ¿Quizá le conocíais?

—¿Jefté? Un alto dignatario fariseo. Estuvimos hablando en un par de ocasiones, nada más. Creo que era un hombre honesto y con una fe escrupulosa. Eso le valió algunas discusiones con los del Templo. El y el sumo sacerdote Gad no se tenían demasiado aprecio...

—¿La vieja rivalidad entre fariseos y saduceos?

—Sabes, sólo llevo aquí tres años. Sin embargo, más allá de las filiaciones creo que sus personalidades se conjugaban mal. He oído decir que ha sido asesinado por un loco peligroso, ¿es cierto?

—Lo asesinaron de forma salvaje, sí. El asesino consiguió escapar y no se sabe mucho más. Salvo...

Filón titubeó antes de proseguir. ¿Acaso no confiaba plenamente en el rabí?

—Ha sido encontrado un pergamino en el cuerpo del muerto. Una especie de profecía.

Se puso a recitar:

Pero en el día del nazireno,

último nacido de David desde el país de Egipto,

si la sangre de Jacob vierte su propia sangre,

si peca de nuevo ante la Faz de su Dios,

¡entonces Yo haré que Belial surja del fondo de los abismos,

y con él la tropa de Asur, basta el corazón de Israel!

—He visto el pergamino. Estaba escrito en hebreo antiguo. ¿Creéis que puede corresponder a algún pasaje de las Escrituras?

Abidelios cerró los ojos, como hacía siempre cuando recurría a su inmensa memoria sobre los textos.

—No —contestó finalmente—. No son versículos del Libro. A pesar de que ciertos giros... Una profecía, ¿dices? En efecto, se puede pensar en los rollos de los profetas. En cualquier caso, es a lo que más se parece.

—Este es también el motivo de mi visita, rabí. Desearía consultar esos rollos. Sobre todo los de Amos, Isaías, Oseas, Miqueas, Nahum, Habacuc y Sofonías.

Abidelios, como experto, puntualizó:

—Los siete profetas del periodo asirio, ¿no es así? ¿Por la referencia a la ciudad de Asur? La deducción es bastante buena. ¡Me alegro de que sigas teniendo una menta tan perspicaz? Ven, te los voy a dar.

Cruzaron la gran sala de reunión, con sus dos filas de columnas y sus banquetas dispuestas contra las paredes, en las que media docena de hombres sentados meditaban en silencio cubiertos con sus chales de oración. En el extremo, un nicho en el muro albergaba un hermoso cofre esculpido con dos tapas en que estaban guardados los ejemplares del Libro. A la derecha en hebreo, a la izquierda en griego. Abidelios escogió siete rollos del lado derecho y condujo a Filón hasta una estancia contigua, dotada con una mesa inclinada para facilitar la lectura.

—Tómate el tiempo que quieras, yo debo atender a varios huéspedes.

Filón se puso manos a la obra. Empezó por el rollo más grueso, el de Isaías, que también era su nabí preferido. La fuerza de su predicación era tal, su verbo tan poderoso y su poesía tan ruda que era como si le oyera tronar a través de los siglos contra los judíos infieles o los jefes incapaces. Luego releyó el libro de Amos que censuraba la corrupción de los ricos y la miseria de los pobres; el de Oseas, que comparaba a Israel con una mujer adúltera; el de Miqueas, que entablaba un juicio contra su pueblo en nombre del Todopoderoso; el de Sofonías, que anunciaba la destrucción de Jerusalén antes de su futura restauración; el de Habacuc, que interrogaba al cielo sobre las causas del castigo divino; y, finalmente, el de Nahum, cuyas hojas de cuero enrolladas habían sido cosidas varias veces, que predecía el hundimiento del Imperio asirio.

Fruto de aquel primer inventario, Filón se dio cuenta de que de los siete inspirados, sólo cinco mencionaban la ciudad de Asur: Oseas, Isaías, Miqueas, Nahum y Sofonías. Así pues, parecía correcto pensar que uno de aquellos cinco nabís había servido de modelo al autor del pergamino. Sin embargo, no resultaba fácil ir más allá con el razonamiento: Isaías aludía a la descendencia del rey David, Oseas veía llegar de Egipto al hijo de Dios, Miqueas mencionaba el crimen de Jacob, Nahum ponía en guardia contra Belial y Sofonías imploraba el día del Juicio... ¡A menos que el asesino hubiera querido imitar a los cinco profetas a la vez!

Aunque Filón sintiera una familiaridad entre el pergamino y aquellos textos, era incapaz de ver cómo podía aquello echar luz alguna sobre el asesinato de Jefté.

Así que cuando abandonó la pequeña habitación para devolver los rollos, Abidelios leyó la derrota en el semblante de Filón:

—¿No has encontrado lo que buscabas, hijo mío?

—Sólo confirmaciones, rabí, pero ninguna certeza. Ese mensaje está estrechamente relacionado con los profetas, de eso estoy convencido. Sin duda, Isaías, Miqueas, Nahum, Oseas o Sofonías... ¡O los cinco a la vez! No es una casualidad que...

En aquel momento se vio en la sala de las columnas a otro fiel, apartado de los demás bajo su chal de oraciones. El joven prosiguió pero en voz mucho más baja:

—No es una casualidad que el asesino depositara ese pergamino en la víctima. Tampoco es una casualidad que esas palabras y esas frases fueran escritas al estilo de los nabís. Todo esto debe tener un sentido particular para él. Si consiguiéramos descubrirlo...

Abidelios sonrió. Seguía siendo el mismo joven entusiasta que corría diez años antes por la sinagoga de Alejandría para cotejar con él la interpretación de algún salmo que acaba de leer.

—¿Lo has olvidado, hijo mío? Sin embargo, te lo dije repetidamente en el pasado. El que quiere comprender a los inspirados, primero debe serlo él también un poco...

Escondido bajo el manto, el desconocido movió la cabeza con un rictus maligno.