Capítulo 3

Como si les recriminara el capricho del clima, la mañana siguiente en Bhekar Ro amaneció radiante y despejada. Le recordó a Octavia las fotoimágenes que la tripulación original había mostrado a sus abuelos para atraerlos a ellos y al primer grupo de desesperados colonos a ese lugar.

Quizá no fuesen mentiras después de todo…

Mientras ella y Lars destrababan la puerta de su residencia, un chorro de agua de lluvia descendió desde la entrada, goteando sobre el suave terreno. Por encima de sus cabezas, la forma angular de un halcón planeó por las cercanías, buscando los cadáveres ahogados de los lagartos.

Octavia atravesó con pesadez el fango reseco hasta la robo-cosechadora. Con una sacudida de sus cortos rizos castaños, se puso manos a la obra. Recorrió el casco con su experta mirada y advirtió docenas de nuevos cráteres aporreados por el granizo, dándole todo el aspecto de la corteza de una naranja. Por supuesto, a nadie en Bhekar Ro le importaban mucho las labores de pintura, mientras el equipo funcionase. Se alivió al descubrir que la tormenta no había infligido serios daños en la maquinaria.

De un extremo a otro de las calles de la ciudad, los harapientos colonos se despertaban y emergían de sus hogares para evaluar el daño, como habían hecho tantas veces antes.

En una cabaña cercana, Abdel y Shayna Bradshaw discutían, desalentados por la cantidad de reparaciones que tendrían que realizar. Desde el otro lado de la calle, Kiernan y Kirsten Warner despedían a Cyn McCarthy, que trotaba hacia la casa del alcalde en el centro de la ciudad, con una sonrisa optimista en su pecoso rostro pese al desastre. La afable Cyn tenía el hábito de ofrecer su ayuda cada vez que fuese necesaria, aunque la joven de pelo cobrizo olvidaba con frecuencia lo que había prometido.

Puesto que el clima inestable acudía cuando menos se lo esperaba, sin una estación de tormentas identificable, los colonos mantenían una batalla continua por reparar lo que se iba rompiendo. Sembraban constantemente los campos despejados, rotando las cosechas de cebada con las de trigo tritical y las de musgo salado, esperando recoger más de lo que perdieran, afanándose por ascender dos peldaños antes de que tuvieran que descender uno.

Entre las bajas de la devastadora plaga de esporas se encontraban cuatro de los mejores científicos de la colonia. El marido de Cyn McCarthy, Wyl, un ingeniero químico de segunda generación, había sido uno de ellos. Durante las primeras décadas, los científicos habían trabajado con los recursos y condiciones del planeta, elaborando modificaciones biológicas de las cosechas y animales para incrementar sus posibilidades de supervivencia. Refugio Libre había sido estable durante un corto periodo de tiempo, una tierra arable que crecía con lentitud.

Pero las muertes de estos ilustres habitantes dejaron al resto de los inexpertos colonos demasiado ocupados con la simple supervivencia como para aprender nuevas especialidades. Los colonos se ocupaban de sus tareas como granjeros, mecánicos, y mineros, sus horas del día abarrotadas con cuestiones urgentes que no les dejaban tiempo para la exploración o la expansión. El consenso general, expresado por el Alcalde Nikolai, fue que la investigación y los avances científicos eran un lujo que podrían recuperar con el tiempo.

—¿Algún daño real? —preguntó Lars a su hermana al tiempo que finalizaba su inspección de la enorme robo-cosechadora.

Octavia golpeó la cicatrizada puerta con sus nudillos.

—Unos cuantos arañazos. Sólo aparentes.

—Hermosas marcas. Le dan personalidad. —Lars abrió la puerta, y trozos de granizo derretido saltaron del vehículo y cayeron sobre las cadenas de metal—. Tenemos que llegar a los Cuarenta Lomos y comprobar los sismógrafos y las estaciones de extracción minera. Ese temblor los habrá zarandeado un poco.

Octavia sonrió. Conocía bien a su hermano.

—Y, ya de paso, querrás que miremos si los temblores han desenterrado algo.

Le dedicó una amplia sonrisa burlona.

—Es parte del trabajo. Registramos unas fuertes sacudidas sísmicas. Tal vez signifiquen algo. Y sabes que ninguno de los otros colonos irá a molestarnos.

Las antiguas estaciones climatológicas y sismógrafos que los científicos habían depositado en el perímetro del valle continuaban tomando lecturas, y en ocasiones Lars recuperaba los datos. Durante la mayor parte del tiempo, los colonos permanecían en el interior de sus propios valles, cultivando la suficiente comida para seguir vivos, extrayendo los suficientes minerales para reparar sus pertenencias, pero nunca expandiéndose más allá de sus aptitudes.

En el pasado, otros colonos habían intentado establecer asentamientos más allá del valle principal. Algunos se habían mudado de Refugio Libre, buscando mejores tierras de cultivo. Pero una por una aquellas distantes granjas habían sucumbido a las plagas o a algún desastre natural, y los pocos supervivientes habían regresado a la ciudad, derrotados.

Octavia se encaramó a bordo de la robo-cosechadora mientras Lars encendía el motor. Cerró la puerta justo en el momento en que las gruesas cadenas comenzaban a moverse. Otros colonos partían en sus propios vehículos para inspeccionar los campos, preparándose claramente para lo peor.

Octavia y Lars condujeron la robo-cosechadora hacia la ladera de las montañas. Lars poseía un auténtico espíritu pionero, siempre queriendo encontrar nuevos depósitos de mineral, geiseres productivos de gas vespeno, o tierras fértiles. Sería feliz sólo realizando descubrimientos, mientras que Octavia esperaba cumplir el sueño de sus padres y transformar Bhekar Ro en un lugar donde pudieran sentirse orgullosos de vivir. Algún día.

Al tiempo que el gran vehículo rodaba por el suelo del valle, podía divisar que muchas de las frágiles cosechas habían sido batidas por la tormenta. El granizo y los truenos habían apaleado los tallos hasta el fangoso terreno o deteriorado la fruta inmadura; los relámpagos habían prendido las raquíticas huertas.

Unos pocos granjeros ya estaban intentando salvar lo que podían. Gandhi y Liberty Ryan, enfundados en sus trajes de faena, trabajaban duro para erigir burbujas sobre semilleros, ayudados por sus manos adoptivas, Brutus Jensen, y tres hijos propios. Los miembros de la familia estaban incluso demasiado cansados para hablar los unos con los otros. Brutus Jensen se las ingeniaba para proporcionarles una oleada afectuosa, mientras que los Ryan apenas podían asentir con la cabeza.

Varios kilómetros más adelante, la carretera menguó a poco más que un sendero marcado sobre la pantalla de navegación. Se detuvieron por un momento en el límite oficial de la zona asentada.

Lars mantuvo el motor de la robo-cosechadora en marcha al tiempo que gritaba en dirección a una choza y a algunos almacenes.

—¡Eh, Rastin! ¡Sal de esa refinería y engánchanos para que podamos llenar el tanque! ¿O has estado esnifando demasiado gas vespeno?

El larguirucho y anciano prospector salió a grandes zancadas de las siseantes y palpitantes estaciones que había construido en torno al cúmulo de geiseres químicos. Viejo Azul, su perro del tamaño de un mastín, emergió de su agujero bajo los ondulados pórticos de metal.

Los labios del perro estaban encrespados y su pelaje del color del cielo se erizó mientras gruñía, pero Octavia salió de la robo-cosechadora y palmeó las manos.

—Tus gruñidos no me engañan.

Con un ladrido de felicidad, Viejo Azul brincó hacia ella con su cola agitándose. Palmoteo su cabeza, intentando sin éxito mantener sus lodosas patas apartadas de su ropa.

Rastin y Lars intercambiaron protestas e insultos (así era como el viejo prospector dirigía su negocio), pero no tardó en llenar el vehículo. Octavia nunca había sido capaz de decidir si el viejo excéntrico era un trabajador eficiente o sólo ansiaba desembarazarse de cualquier visitante para poder continuar con su soledad.

Como uno de los últimos colonos originales, Rastin se había mantenido solo e independiente en Bhekar Ro durante cuarenta años. Siempre había querido marcharse de la Confederación Terráquea, y probablemente preferiría un mundo habitable para él solo; el pequeño grupo de este planeta había sido lo mejor que pudo encontrar.

Rastin vivía en una choza reparada con frecuencia y construida a partir de componentes de reserva. Había erigido su refinería sobre un cúmulo de cuatro geiseres de gas vespeno, uno de los cuales ya estaba agotado. Los tres restantes producían el suficiente combustible para cubrir las modestas necesidades de la colonia.

Habiendo llenado el tanque de la robo-cosechadora, el anciano prospector les despidió con un brusco ademán de su mano que se pareció demasiado a un gesto de disgusto. Octavia acarició la gran cabeza de Viejo Azul antes de encaramarse por las embarradas cadenas del vehículo. El perro saltó con la gracia de un mulo saltarín mientras descubría un peludo roedor correteando por las rocas quebradas.

Rastin regresó para continuar arreglando su equipo, puesto que tras el terremoto otro de los geiseres había dejado de producir. Asestó una veloz patada a la estación de bombeo, pero incluso este procedimiento de reparación no activó el géiser.

Dejando atrás la hacienda de Rastin, Lars y Octavia ascendieron por la pronunciada ladera hacia el límite de la cordillera. El terreno se volvió mucho más escabroso. Los Cuarenta Lomos se extendían en la distancia donde las tierras de cultivos potenciales habían sido demarcadas por las familias cooperativas. Allí fuera, los derechos de extracción minera y de recursos habían sido dispuestos para favorecer a cualquiera con el tiempo libre o la ambición para incrementar su número de acres. De modo que Lars y Octavia se habían arriesgado a conseguir más, además de los campos que sus padres y abuelos habían labrado.

Mientras la mañana se tornaba más cálida y el sol naranja ascendía por el cielo, disipando las sombras, la robo-cosechadora arañó una empinada cordillera, siguiendo senderos por los que sólo Lars había conducido.

—Nuestras estaciones de extracción minera están desconectadas —la informó, con voz monótona—. Y es todo lo que puedo decir.

Al tiempo que detenía la robo-cosechadora, Octavia pudo ver para su consternación que las instalaciones automatizadas estaban ladeadas sobre sus cojinetes de anclaje, obviamente dañadas e incapaces de funcionar.

—Ve, Octavia… tú eres la experta.

Con un suspiro, descendió del vehículo y se acuclilló para ver cuánta reparación necesitarían las estaciones. Estudió el panel de control de la torre de procesamiento, sorprendida de cuántas luces rojas de advertencia se encontraban iluminadas al mismo tiempo.

En su operación normal, las máquinas deambularían sobre las pendientes rocosas, tomando muestras de mineral y marcando los depósitos deseables. Entonces se erigirían torres de procesamiento de forma que las actividades de extracción pudieran continuar hasta que fuese procesada una veta valiosa, momento en el que los exploradores mecánicos buscarían más emplazamientos.

Lars dejó trabajar a su hermana.

—Voy a ir a la cima de la cordillera para comprobar aquellos sismógrafos. Quizá pueda arreglarlos yo solo.

Octavia reprimió un bufido de incredulidad.

—No tendré esa suerte.

Su hermano ascendió por la ladera de peñasco en peñasco, hasta que coronó la cima y contempló el siguiente valle. No advirtió el tiempo que permaneció en silencio hasta que comenzó a llamarla a gritos.

—¡Octavia! ¡Sube aquí!

Levantó la vista, cerró el panel de servicio de la torre de extracción minera, y a continuación se puso en pie.

—¿Qué ocurre?

Pero Lars se subió a un afloramiento rocoso más alto, del que podría conseguir una vista mejor. Soltó un silbido.

—Esto «sí» que resulta interesante.

Octavia ascendió por donde él había ascendido mientras su mente cavilaba sobre los diferentes trucos que tendría que emplear para conseguir que las estaciones de extracción minera funcionasen de nuevo. Sabía que Lars se distraía con facilidad.

Desde la cima, disfrutó de una buena vista del siguiente valle, distinguiendo con rapidez los cambios que el terremoto de la noche anterior había producido. Numerosos geiseres de gas vespeno humeaban en el aire, penachos de bruma plateada que podrían proporcionar a la colonia combustible más que suficiente para las siguientes décadas.

Pero eso no era lo que había llamado la atención de su hermano.

—¿Qué crees que es? —Señaló con intensidad hacia la siguiente cordillera escarpada que cruzaba el valle en forma de taza, veinte kilómetros desde Refugio Libre.

Antes del temblor, un prominente cerro en forma de cono se había destacado en el cielo, una marca distintiva en el continente. Pero eso fue ayer.

La terrible tormenta y los intensos temblores habían desencadenado una enorme avalancha, quebrando toda una falda de la montaña. Las piedras se habían colapsado, fraccionándose como una postilla desgarrada de una andrajosa herida, para dejar al descubierto algo muy extraño, y completamente antinatural, en el interior de la montaña.

Y estaba resplandeciendo.

* * *

Se apresuraron por regresar a la robo-cosechadora. El vehículo avanzó por el escabroso terreno y por el collado montañoso, para a continuación proseguir hacia abajo por un sendero más fácil en dirección al valle adyacente. Lars condujo más rápido de lo que le había visto intentarlo alguna vez, pero Octavia no se quejó. Por una vez, se sentía tan ansiosa por investigar como lo estaba su hermano.

Dejó atrás los siseantes geiseres y las nubes de gas, que producían profundos surcos en la blanda superficie del valle. Pequeños animales de especies que Octavia nunca había visto (en cualquier caso probablemente no fuesen comestibles) se escabullían del sendero.

Finalmente, el vehículo se detuvo en la base de la avalancha donde la falda de la montaña se había desplomado. Octavia entornó los ojos a través del polvoriento parabrisas y contempló la enorme estructura. Lars y ella la examinaron fijamente fascinados y confusos, antes de salir a la vez de la robo-cosechadora para poder verla mejor.

Ninguno de los dos tenía idea de lo que podía ser el objeto.

Enterrado una vez en el interior de la montaña, el sorprendente artefacto ahora latía como una enorme y resinosa colmena de abejas. Sus arremolinantes paredes y su superficie curvada estaban cubiertas de protuberancias y bolsas con respiraderos o entradas al aire libre. No parecía tener un diseño funcional, ni racional, ni ningún propósito que Octavia pudiera adivinar.

Pero la cosa era obviamente de origen alienígena. Posiblemente orgánico.

—Supongo que no estamos solos en este planeta —dijo.