Y para acabar…
Gracias por haberme seguido hasta estas páginas. Me complace que volvamos a encontrarnos. Para mí es algo así como un resopón entre amigos después del espectáculo. No me apetece quedarme solo en el silencio de la sala únicamente iluminada por las luces de seguridad.
Si me lo permiten, deseo dedicarles este libro a aquellas y aquellos que duermen solos en su vida, en su cama o en su corazón. Solo les deseo una cosa: que eso cambie y que encuentren a alguien a quien desearle las buenas noches. Siempre es posible.
Creo sinceramente que no estamos hechos para vivir en soledad. Nunca me ha asustado nada —no vean en ello valentía alguna, ¡solo inconsciencia!—, salvo la idea de no tener a nadie a quien amar. Normalmente, todos tenemos una familia, pero, sean cuales sean nuestras vidas, creo que, en realidad, tenemos varias.
Cuando era crío, vivía en la calle Clos-Lacroix, en una pequeña ciudad de las afueras. Era una calle absolutamente rectilínea, con casas variopintas a los lados. Al fondo se alzaba una hermosa casa de piedra moleña que cerraba el paisaje. Ya volviese del colegio, de comprar, de la estación o del fin del mundo, venía la mayoría de las veces por el lado este, y tenía que subir dos tercios de la calle antes de llegar a nuestra casa.
Al pasar por delante de cada casa, cada día, cada vez, pensaba en aquellos que vivían en ellas. Nos conocíamos todos. Había jóvenes, amigos, menos jóvenes, ingenieros, artesanos, amas de casa, una maestra, una fisioterapeuta, un albañil, un empleado del ayuntamiento, una asistente social, una antigua costurera, un militar jubilado… Un pequeño mundo. Todos eran amables con nosotros, salvo la vieja bruja del final de la calle, que nos pinchaba los balones antes de devolvérnoslos, y cuyo perro deforme e hinchado era tan agresivo como ella. ¡Le destrozamos el buzón por lo menos tres veces!
Al subir por mi calle, pasaba por delante de la casa de Michèle y de Isabelle, mis amigas; por delante de la casa de Janine y de Georges, de la casa de Yanick, de la casa de Jacqueline y de André, de la casa de Gaby y Roger. La inmensa casa de Yvette y Bernard dominaba la nuestra y me fascinaba. Enfrente vivían Nénène y su hijo Jean-Louis. Desde lo alto de nuestro cerezo, mucho más allá del límite al que mis padres me autorizaban a trepar, veía la mayoría de sus casas. Viví muchas cosas con ellos, con cada uno de ellos.
En el camino a casa, a medida que me acercaba a nuestra verja, sentía su afecto alzarse como una invisible muralla protectora alrededor de mi reino de niño. Cada paso hacia el número 20 reforzaba la sensación de entrar en mis dominios, en el corazón de una fortaleza de vínculos, todos diferentes, todos necesarios. Estaba en mi casa porque aquellos a los que quería se encontraban allí. Gracias a esas personas, aprendí que me da igual saber dónde vivo, pero no con quién.
Esa fue la primera familia «no oficial» de la que fui consciente. Si bien no pretendo haber formado parte de la familia de todos los habitantes de la calle, ellos formaban parte de la mía.
Como ustedes, desde entonces me he cruzado con muchas otras familias. En el estudio, en los platós de cine, cuando era adolescente, me forjé en medio de las doce nacionalidades que lo daban todo para que la gente soñase con más fuerza. Tendré que contarles eso algún día. Descubrí también otras familias en el ejército y en todos los oficios que he realizado. De aquellos grupos a los que tuve la suerte de pertenecer, conservo la calidad de las relaciones, la fuerza de las enseñanzas —agradables o dolorosas—, el placer de descubrir, pero, más que todo eso, saboreé la felicidad de trabajar juntos. La vida me ha enseñado que quizá nos lleve a abandonar una de esas familias, pero que nunca la olvidamos.
Eso sigue siendo así hoy en la plazuela, en la calle, en nuestros oficios del cine y de la edición, al lado de aquellos con quienes Pascale y yo tenemos la suerte de trabajar a diario.
Por una vez no voy a citar a las numerosas personas cercanas que están o han estado en mi vida. Saben lo que valen para mí y lo que les debo. Pero les pido, en cambio, que se detengan un instante para pensar en aquellos que se encuentran alrededor de ustedes y en compañía de los cuales atraviesan su existencia. Les deseo a todos vivir con plenitud esas familias que constituyen nuestras vidas. Observen a aquellos con los que pasan sus horas, sus días, en el trabajo, en su día a día, en su edificio, en su calle. Disfruten de todo lo bueno que comparten. Esos afectos que se alimentan del día a día no tienen precio.
Desde hace unos años, y gracias a ustedes, tengo la suerte de ser leído. Se acostumbra a decir que un autor comienza a triunfar cuando es «reconocido por el público». Es verdad que es una suerte —¡un milagro incluso!—, pero para mí hay un aspecto que no tiene nada de mediático que me resulta todavía más emocionante. Cuando comencé a conocerlos en persona, descubrí algo que ha cambiado por completo mi vida.
A través de sus mensajes, de sus visitas a las librerías, a las ferias, se trasluce una visión de la vida de la que lo ignoraba todo. Han hecho que evolucione mi percepción del mundo. Contrariamente a lo que algunos piensan, no soy un oso amoroso, o bien soy una versión fuertemente armada de ellos… La vida no es fácil. Sufro cada día por aprenderlo, como todo el mundo. Además, hablo de ello a menudo con ustedes. Mi día a día no tiene nada de paraíso ideal, pero valoro plenamente lo que me hace adorar esta vida. Es un raro privilegio que les debo.
He experimentado las relaciones humanas con sinceridad e intensidad a través de todas las familias que mencionaba más arriba. Nada me interesa más que los individuos. Escribo sobre ellos, escribo para ellos. Quiero vivir con ellos. Con ustedes. Siempre he prestado atención a los que me rodean. No puedo evitarlo, es mi naturaleza. Escucho, miro, siento. Pero, con ustedes, tan numerosos, tan afectuosos, he traspasado un límite que no me imaginaba. Vienen a verme. Me dicen que mis historias los hacen reaccionar y hablan conmigo. Charlamos como si nos conociéramos de siempre, como si volviéramos a vernos. En cada ocasión es particular, personal, único. Me fascina la verdad al corazón de la cual me invitan. Confían en mí, comparten conmigo. Su humanidad me emociona. Su fidelidad también. Así que, a falta de poder citarlos a todos para darles las gracias, quiero decirles lo que me han enseñado.
Me han enseñado a comer más deprisa —y, a veces, cualquier cosa— o a no comer en absoluto. Me han enseñado a dormir en los trenes, en los taxis y en los aviones. Me han enseñado a levantarme todavía más pronto. Me han enseñado a abrir los ojos, a no tener nunca prejuicios acerca de aquellos que se me acercan. Me han sorprendido, me han desconcertado. Con ustedes, he descubierto que las mujeres no son tan diferentes de nosotros en el fondo, aunque no se expresen de la misma manera. Me han enseñado que el oficio de la literatura no consiste en impresionar, sino en emocionar. Me han confirmado que los que sufren los peores golpes conocen el precio de la felicidad y evitan desperdiciarla. Me han enseñado que incluso, sin hablar la misma lengua, podemos entendernos perfectamente: tanto dicen los ojos. Me impresionan por lo que llegan a hacer cuando creen en algo, por una causa, por una idea, por sus semejantes. Me han conmovido por conducir durante horas, cruzando Francia e incluso Europa para venir a conocer a este hombrecillo que soy. Me han emocionado al contarme que una bisabuela puede leer perfectamente los libros de su bisnieta y llorar y reírse con ella de lo que las acerca. Lo contrario es verdad también. Me han conmovido cuando las he visto llegar, mujeres de diferentes generaciones de una misma familia, colegas, con la fuerza de esos vínculos que ennoblecen nuestra especie. Me han enseñado que podemos hacernos amigos, aunque, en un primer momento, solo hayan venido como un favor pedido por su compañera, su madre, su hermana, ¡y estén de morros de tanto hacer cola! Me han tranquilizado acerca del hecho de que muchos de mis congéneres sean capaces de mucha más emoción que los tópicos que nos adjudican. Me han probado que se puede perder el avión en India, en África, en Estados Unidos, el metro o el cercanías a París, o incluso un tren para Alemania por culpa de un libro. Me han revelado que su cónyuge puede echarlos de su propia cama por reírse demasiado. Me han contado que pueden pasar por locos al leer en todas partes. Me han demostrado que pueden olvidarse de hacerles la comida a sus hijos, descuidar unas horas sus tareas, sus gatos y a sus personas cercanas por terminar una historia. Me han confesado que se puede encerrar uno en el cuarto de basuras de una empresa porque quiere leer las últimas páginas cueste lo que cueste. Me han expuesto que se puede recuperar el gusto por la lectura gracias a un libro que no se toma en serio a sí mismo. Me han honrado al utilizar mis frases para decirles a los que quieren lo que no se atrevían a expresar. Me han enseñado también que se puede estar solo en una playa mientras llueve y no darse cuenta hasta que un trueno de la tormenta los ducha por estar enganchado a las emociones de la lectura. Me han enseñado asimismo que los agradecimientos pueden interesarles incluso a aquellos que normalmente se burlan de ellos. Podría escribir un libro solo con lo que me han revelado. Prefiero guardármelo todo para transformarlo en vida y devolvérselo con una infinita gratitud. ¿Qué otra cosa puedo decir sino gracias?
Porque mis libros no son el fruto solo de mi trabajo, deseo también mostrarles mi agradecimiento a mis editores, los equipos de Fleuve Éditions y de Pocket, en particular a Marie-Christine, François, Thierry, Valérie, Sabrina, Véronique, Bénédicte, Marine, Estelle, France y Deborah. A ti, Céline, te deseo buena suerte, te echaré de menos, pero estoy seguro de que volveremos a encontrarnos pronto.
A ti, Éric, porque, de tanto burlarte, tenía que acabar pasando. ¡Has ganado! Aquí está la foto tuya que amenazaba con publicar y que entrego con mucho gusto. Piensen, damas y caballeros, que, si tengo un hermano en este mundo, es este hombre. ¡El destino se ceba conmigo! Como dicen en la Agencia de Seguridad Nacional: «Algunos individuos poseen menos inteligencia que un hámster: miren, si no, esta foto». ¡Te está bien empleado, colega! Gracias por estar ahí.
¿Quién será mi próxima víctima? ¿A quién le toca? Brigitte, Sylvie, Thomas… Dice el refrán: «Quien bien te quiere te hará llorar», y os adoro. Tengo trapos sucios para todo el mundo, incluso para mí. Lo juro, ¡Éric no caerá solo! En serio, miren esa cara…
A ti, Pascale, por siempre (cuidado, que también tengo fotos tuyas…). Me gusta dudar contigo por lo que descubrimos juntos. Te había prometido que lograríamos bajar el ritmo. Te he vuelto a mentir. Pero admite que no nos aburrimos y que nos reímos a menudo. Como me pongas una única cara de odio, le digo a todo el mundo a qué familia de chinchillas perteneces…
A ti, mi Chloé, con todo mi corazón. Me gusta tu espíritu. No te olvides de que las buenas chicas van al cielo. Las demás van a donde ellas quieren. Sigue tu camino. Estoy detrás de ti, por si acaso, listo para echar fuego por la boca.
A ti, Guillaume. Estoy orgulloso del hombre en el que te estás convirtiendo. Me gusta tu manera de relativizarlo todo. Gracias por haber compartido con nosotros esa sabiduría obtenida en el instituto, esa visión de las cosas que pone en perspectiva los problemas. Ha llegado el momento de transmitírsela a quien tenga necesidad de ella en los días de angustia: «Esta es la historia de un pingüino que respiraba por el culo. Un día, se sentó y murió».
Ahora ya en serio, y por encima de todo, gracias a los que leen estas palabras. Les arropujo. Este libro, como mi vida, está en sus manos. Me parece genial. Con estas patitas, me voy a agarrar con todas mis fuerzas a sus dedos. El hámster soy yo.
Hasta la próxima si les apetece. Ya estoy trabajando en ello…
Cuídense.
Con afecto,
Gilles