20
Como un Napoleón contemplando su imperio, el señor Alfredo está en pie en lo alto de la escalinata. En el crepúsculo, un viento frío zarandea su bata azul, pero parece insensible a la temperatura. Mira fijamente el gran sedán negro aparcado en el patio. De este baja un hombre a quien el conserje increpa directamente:
—Buenas tardes, señor Berteuil. Le pido que haga el favor de arreglar la fuga de aceite que mancha los adoquines. Hasta que no lo haga, le agradeceré que no aparque en el patio.
—Lo siento, señor Alfredo, no he tenido tiempo esta semana, pero me ocuparé de ello mañana mismo, se lo prometo.
—Me fío de usted, es ya la segunda vez que se lo comento.
El hombre no rechista y se apresura a sacar un trozo de cartón de su maletero para deslizarlo debajo del motor. Con su bonito traje que brilla ligeramente a la luz del alumbrado exterior, no es, sin embargo, de los que se arrastran por debajo de los coches, ni siquiera de ese precio.
Al pasar cerca de él, lo saludo:
—Buenas tardes.
Me responde afable. En el viento frío, noto su colonia extremadamente refinada. Subo los escalones.
—Buenas tardes, señor Alfredo.
—Buenas tardes, señorita Lavigne. Entre rápido y resguárdese del frío. ¿Ha pasado un buen día?
—El mejor desde hace mucho tiempo. ¿Y usted?
—Todo bien. ¡Aparte de esas manchas de aceite!
Definitivamente, este conserje me deja estupefacta. También me impresiona. Me gusta la franqueza con la que habla. La mayoría de la gente que vive aquí no debe de estar acostumbrada a que se dirijan a ellos así. Todos tienen cargos importantes o un estatus social elevado. Tengo curiosidad por saber si, cuando hay que dar el aguinaldo, son generosos con el conserje o se vengan de sus comentarios no dándole nada.
Al llegar a mi apartamento, rezo por que el gato haya hecho sus necesidades en el grueso periódico que he tenido el cuidado de colocar en la esquina de la habitación. Me da un poco de vergüenza haberlo dejado encerrado toda la tarde, pero le he traído leche fresca y comida de lujo. Volovanes, unos de conejo y otros de salmón. Estoy segura de que tres cuartos de la población terrestre ni siquiera tiene derecho a platos tan delicados.
Enciendo la luz del pasillo. ¡Mecachis en la gastroenteritis del día de mi entrevista de trabajo! La puerta de la habitación está abierta. ¿Dónde está ese maldito gato?
—Minino, minino… ¿Dónde estás?
¿Qué hago si me responde? ¿Por qué nos creemos obligados a hablarles? ¿Se imaginan que suelta: «Estoy aquí y voy a arañarte la cara, secuestradora…»? Me daría un ataque al corazón. Dejo mi bolsa de la compra en el suelo y me quito los zapatos. Avanzo con sigilo, como un cazador desesperado. Cada vez que paso cerca de un interruptor, lo enciendo para tener la máxima luz posible. Tengo la impresión de ser un explorador en la jungla. De cada rincón puede surgir la fiera, seguramente ávida de venganza por haberla mantenido prisionera. El combate se anuncia violento. Va a abalanzarse sobre mí y vamos a rodar por el suelo mientras peleamos cada uno con nuestras armas: él con las garras extendidas y yo con mi espray nasal de eucalipto. Si venzo, será una magnífica piel de animal al pie de mi cama, pero, dado el tamaño del bicho, solo voy a poder poner encima un pie cada vez.
Me acerco a la puerta de la habitación. Echo una ojeada detrás de la puerta para evitar que me sorprenda por la espalda. No me apetece que ese felino me inflija en el rostro las mismas heridas que en la mano.
Con precaución, entro en el cuarto. Enciendo.
—Pequeño, pequeño… Ven, no tengo nada contra ti. ¡Soy la amiga de los gatos!
Si me hubiesen dicho que un día pronunciaría esta frase en voz alta, diciéndola en serio y sin estar borracha perdida o bajo los efectos de una droga solo utilizada por los servicios secretos, no lo habría creído. Y, de repente, constato que, en el partido que me enfrenta a mi temible adversario, este acaba de marcar un punto decisivo contra la moral de mis tropas. El periódico está ahí y el charco justo al lado. Bicho miserable. Infame contaminador. Y ¿qué es este olor? Dios mío, ¿cómo un animal tan pequeño puede producir un arma química que se te agarra a la vez a la nariz y a la garganta?
Por suerte, no ha hecho nada encima del colchón. Me agacho para mirar debajo de la cama.
Salgo de la habitación e inicio entonces una inspección sistemática, minuciosa y de alto riesgo de todos los rincones y armarios, incluidos aquellos que se encuentran cerrados. Si ese demonio blanco ha conseguido mover la manija de la puerta de la habitación, ¿por qué no iba a lograr abrir otras y a cerrarlas luego para borrar las pistas?
Seamos realistas: todas las ventanas están bloqueadas, y también la puerta de entrada, así que ese gato no ha podido abandonar el apartamento. Lo que implica que está todavía aquí, agazapado en alguna parte. Da canguelo. Inspecciono cada habitación una tras otra como las fuerzas especiales en una película de acción. Cuando estoy segura de que no se encuentra en una de ellas —«¡despejado!»—, vuelvo a cerrar la puerta, si puede ser, con llave. Sé que es irracional, pero empiezo a tener miedo de verdad. Miedo del gato. Lo mismo es el fruto de un experimento científico secreto que lo ha dotado de facultades superiores. Va a atacarme, a sacarme los ojos y a devorarme el corazón. Quizá haya estado hurgando entre mis papeles y lo sepa todo de mí. Claro que no, es una estupidez: si hubiese sido tan listo como para hacerlo, habría llamado a la policía para informar de su secuestro. En cambio, en un día, ha tenido tiempo de sobra para fabricarse un arma con sus pequeñas patitas. Si ha encontrado un alargador, puede hasta perseguirme con mi batidora eléctrica.
Nada en la cocina tampoco. De paso, cojo una cuchara grande de madera, para no estar completamente desarmada frente a él. Estoy tentada de ponerme el colador en la cabeza, pero renuncio por miedo a que la Agencia de Seguridad Nacional me descubra y publique las fotos en internet con un pie del tipo: «Algunos humanos poseen menos inteligencia que un hámster: miren, si no, a esta mujer».
De hecho, acabo de comprender lo que hace a este felino tan particular: la nueva amiga de Hugues es una bruja que ha transformado a ese enorme palurdo en gato. Mi ex es, desde entonces, un miope que merodea por mi nuevo apartamento y que ha oído la totalidad de las atrocidades que he proferido sobre él este mediodía. Va a vengarse.
—Te lo suplico, no lo pensaba de verdad, sal…
Ya solo me quedan por peinar el cuarto de la lavadora y el salón. Miro hasta en el tambor de esta. Tampoco. Menuda suerte tengo, he mangado el único gato capaz de volverse invisible.
De pronto, un gran ruido en la entrada hace que grite dando un respingo: llaman a la puerta. Estoy perdida: la BPGBD (la Brigada de Protección de los Gatos Blancos Diabólicos) viene a arrestarme. Voy a alegar locura transitoria. Observo por la mirilla. Es el señor Alfredo.
Entreabro la puerta con miedo a dos cosas: que el conserje perciba el espantoso olor que se está extendiendo y que el gato aproveche para huir degollándonos a los dos.
—¿Sí, señor Alfredo?
—¿Ha sido usted quien ha gritado así? ¡Anda que no es usted sensible!
Para despistar, me río como una imbécil, echando bien la cabeza hacia atrás.
—No, en absoluto, esto… Son mis achaques de siempre, que vuelvo a tenerlos en los períodos de mucho frío. He girado demasiado deprisa sobre mi tobillo malo.
—¿Achaques a su edad? ¿Qué será de usted cuando tenga la mía?… Y ¿por qué coge la cuchara de ensalada como un puñal? ¿Está matando a las lechugas?
¿Qué comentario inteligente quieren que responda? Hago como si no lo hubiese oído.
—¿Quería verme?
—Antes me he olvidado de avisarla de que tenía correo. Así que se lo he subido.
Me tiende tres cartas.
—Muchas gracias, muy amable por haberse tomado la molestia. Que pase una buena noche.
—Usted también.
Cierro con cuidado de que mi gesto no parezca demasiado precipitado. No salgo mal del paso. Esta asquerosidad de gato no se ha asomado. Eso quiere decir que es muy listo y que más me vale desconfiar. Me adentro en el salón echando una rápida ojeada a mi correo. Factura, extracto bancario y una carta mucho más sorprendente. Un sobre sin dirección, ni sello, simplemente dirigido a «Marie Lavigne», escrito en mayúsculas con boli negro. Me intriga tanto que casi me olvido del felino.
Estoy en medio del salón. Seguramente, al haber sentido cómo relajaba mi vigilancia, la bestia traicionera aprovecha para pasar al ataque. La horrible criatura se deja caer de no sé dónde justo al lado de mis piernas, en el sofá. Suelto un nuevo chillido, pero, esta vez, mucho más potente. Debe de haberlo oído todo el edificio. Al gato le da igual, está sentado tan tranquilo, y se lame la punta de su pata delantera.
—No vuelvas a matarme del susto —le gruño.
Luego, por si acaso los vecinos o el señor Alfredo me han oído, añado muy alto:
—¡Ay, mis achaques!
Supongo que el gato estaba durmiendo en lo alto de la librería. Es probable que los golpes del conserje lo hayan despertado. Lo acaricio. Está muy suave. Arquea el lomo y se frota contra mí.
—Debes de tener hambre, por eso te muestras amable. Esta mañana te secuestro y me destrozas la mano. Y ahora, por la noche, me haces carantoñas para tener qué comer. Eres un auténtico chico.
Pero, antes de alimentarlo, tengo que saberlo a ciencia cierta. Abro la carta sospechosa con precaución. Solo contiene una simple hoja escrita a ordenador.
Hola, Marie:
Como por fin estás soltera, vamos a poder conocernos de verdad. Por favor, no trates de descubrir quién soy. Iré yo a ti. Si quieres que te escriba de nuevo y que nuestra historia comience, haz mañana un nudo en el extremo de tu bufanda. Si no lo haces, entonces me daré por enterado y desapareceré para siempre. Si decides hacértelo, recibirás muy pronto noticias mías. Tu elección es completamente libre. Espero, de manera sincera, que nos des una oportunidad.
Saludos.
Firmado: Alguien que te aprecia enormemente
Era justo lo que necesitaba. Después del lelo que me pone los cuernos, aquí está el enfermo que me escribe cartas anónimas. Estoy muy contenta. Espero rebotar de dicha en dicha y así hasta mi muerte. Por cierto, ahora que hablamos de ello, al ritmo que van las cosas, espero palmarla pronto porque no voy a poder aguantar mucho tiempo así.
Observo la carta, incrédula e inquieta. A mi edad, con lo que sé de la vida, no es fácil que todavía te sorprenda algo. Bueno, pues sí. Incluso muerta me ha dejado, como diría Pétula. Mi vida era demasiado sencilla, demasiado apacible. Me colmaba una felicidad absoluta y era dueña de mi destino. Todo estaba bajo control. Nunca he dado con el hombre de mi vida, pero es evidente que él me ha descubierto. Tengo a un chalado pegado a mis faldas y sabe dónde vivo. Es espantoso.
Siento ganas de gritar. Voy a volverme loca. Tiemblo de la cabeza a los pies y al gato no le importa ni un comino. Me abalanzo sobre el teléfono para pedirle a Émilie que venga en mi auxilio.