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Soy consciente de que corro un auténtico riesgo. Me estoy metiendo donde no me importa. Por mucho que mi intención sea positiva, temo que pueda tener el efecto contrario. Le he estado dando vueltas a este dilema durante más de una hora. He recorrido kilómetros a pie por el apartamento para llegar a esta patética conclusión: primero escribo la carta y luego decidiré si la deposito o no.

La idea es sencilla: como Émilie no se atreve a abordar al vecino de enfrente del que me habla desde hace meses, voy a hacerlo por ella. Algo en su manera de hablar de él me lleva a pensar que es diferente de sus otros encaprichamientos masculinos. En sus palabras, en sus descripciones, creo reconocer la chispa que debería haber tenido si me hubiese enamorado del tipo correcto. Un indicio refuerza mi sensación: cuando habla de él, su mirada vibra de la misma manera que la de Caroline cuando menciona a Olivier.

Ahora se impone una pregunta esencial: ¿escribo de mi parte o de la suya? ¿Debo redactar mi misiva como la alcahueta en la sombra, como la casamentera de las novelas? ¿Es mi destino ser la que interviene con discreción y, una vez cumplida su buena acción, ser la que acaba sola como una rata mientras los tortolitos se van cogidos de la mano hacia el sol poniente sin saber nada de lo que ha hecho por ellos? Eso no me supone ningún problema. Así que lo mejor es escribir en su lugar, retirarme de la ecuación. Evidentemente, es más complicado. A la injerencia se añade la usurpación. Ni siquiera necesito buscarlo en internet, voy a acabar en la horca. ¿Quién soy yo para hablar en nombre de Émilie? Tengo tanto miedo de traicionarla… Pero, a pesar de todo, sería la manera más segura de captar la atención de ese chico.

Así pues, he optado por la solución más eficaz, aunque resulte la más complicada. Me he pasado el día escribiendo una cartita de nada. De nuevo, el sentimiento se ha impuesto sobre la verdad absoluta. Todos los principios elementales me prohíben realizar lo que planeo, lo sé a ciencia cierta, pero, a pesar de ello, estoy muy convencida de que es lo mejor que puedo hacer. Espero que, si un día Émilie descubre lo que he intentado, me lo perdonará. He llevado mi razonamiento hasta el extremo. ¿Prefiero ser su amiga y que acabe sola, o bien estoy dispuesta a correr el riesgo de perderla para que, por fin, encuentre a alguien bueno? Seguramente no sea fácil de asumir, pero elijo su felicidad. Creo que cuenta más para mí que yo para ella, y quiero que sea realmente feliz, aunque eso implique privarme de su presencia.

Al principio me he imaginado que escribir en su lugar sería complicado, incluso difícil, pero, en la práctica, las palabras han llegado de manera muy fluida. Solo he tenido que lanzarme a lo más profundo de mí misma para hablar en su nombre. Allí he encontrado aquello que nos une a todas en relación con la esperanza insensata de querer ser amadas. Paradójicamente, nunca he dicho tanto la verdad como haciéndome pasar por otra. He tomado asiento a la mesa de la cocina y han pasado las horas sin darme ni cuenta. Como mi gato cuando se lame las patas, nada era más importante para mí.

Estimado señor:

Tengo la esperanza de que no considere mi iniciativa demasiado descarada, pero le debo estas palabras. Me llamo Émilie, vivo enfrente de usted, en el edificio C, apartamento 19. Lo observo desde hace meses. Sin haberlo buscado, a mi pesar, me he fijado en usted. Me he dado cuenta de que hay en sus gestos, en su manera de hablarles a los niños, a los perros, algo que me conmueve. Es probable que le parezca una tonta, pero esos detalles revelan mucho más sobre usted como hombre que las palabras que se intercambian en una primera cena. Tengo ganas de acercarme a usted, pero no me atrevo a abordarlo. No vaya a creer que estoy loca —¡a pesar de todo!—, pero temo que me rechace, que se haga ilusiones antes de que haya tenido tiempo de decirle quién soy. No me imagino nada con respecto a usted, no espero nada, pero una parte de mí tiene esperanzas. Todo lo que le pido, si le apetece, es que nos conozcamos, y que hablemos. Nada más. Decidiremos las opciones luego, juntos. Esta misiva es un modesto signo, una mano tendida, con la esperanza de que le entren ganas de dar el primer paso, del que yo soy incapaz.

Tengo un último favor que pedirle: sea cual sea su decisión, no me hable nunca de esta carta, se lo suplico. Es tan poco propia de mí… Hasta pronto, quizá.

Atentamente,

Émilie

Y, andando, ¡una firma falsa para rematar el crimen! Parezco cómoda con esto, pero he tardado más de seis horas en pulir esta media página. Cientos de detalles, miles de preguntas. No escribir «me atrae», por las connotaciones sexuales, sino «tengo ganas de acercarme a usted». Sobre todo, no dar nunca a entender que hay miedo de quedarse sola. Parecer ingenua e inocente a pesar de todo lo que se sabe y que seguramente él no ignore.

Un día para unas pocas líneas. Mi antiguo profe de lengua me habría golpeado hasta la muerte.

Confieso que, al escribirla, he pensado a menudo en el que me envía las cartas anónimas. Él también debe de sopesar cada palabra. Él también debe de pensar en todos los sentidos que puede adoptar una frase. Él también debe de temer ser incomprendido, juzgado por ideas preconcebidas y rechazado. De repente, me siento cerca de él. Incluso, en algunos momentos, encuentro lo que he escrito parecido a lo que me ha enviado. El burlador burlado. Extraño sentimiento. Todavía no me lo imagino físicamente, pero lo comprendo mejor. Me da menos miedo.

He estado releyendo la carta de Émilie durante toda la noche. Hasta le he pedido consejo a Paracetamol. No parece que desapruebe mi manera de proceder. Mejor. Eso me tranquiliza por completo. Si el gato está de acuerdo con que deje esta carta falsa, eso es buena señal. Definitivamente, no puede fallar.