18
Esta vez no me siento como una ladrona: lo soy. Aunque venga a recuperar una de mis pertenencias, estoy a punto de introducirme de manera ilegal en el apartamento de una persona con la que ya no tengo ninguna relación. Para valorar el riesgo que estoy asumiendo, he comprobado en internet las penas a las que me expongo. Pero, como se encuentra de todo sin ton ni son, no tengo una respuesta precisa. Según las páginas, me arriesgo o bien a una multa de primera categoría, o bien a prisión con suspensión de la pena, e incluso, en ciertos países, a una pena de ochocientos años de cárcel o de lapidación en lugar público… No hay que darle más vueltas, el acceso libre al saber tiene sus cosas buenas. Si bien no enseña lo más mínimo ni aporta verdaderas respuestas, te da que pensar.
Hoy no tengo miedo. Estoy decidida a encontrar esa preciada carta. Tengo tantas ganas de estrecharla entre mis brazos que estoy hasta impaciente por pasar a la acción. Me angustia la idea de que la carta de la yaya Valentine ya no esté donde la coloqué, pero solo hay una manera de comprobarlo.
Lo tengo todo previsto, no puede fallar. Para estar segura de que Hugues se había marchado al trabajo, he pasado incluso por la puerta de su agencia inmobiliaria para comprobar que, en efecto, estuviera allí. Cuando he cruzado la plaza de la estación, lo he visto a través del escaparate, entre las fotos de las viviendas en venta. Ese repugnante mico estaba sentado a su mesa de escritorio, colgado del teléfono, seguramente embaucando a un pobre cliente para cobrar su comisión cuanto antes. Debe de tener previstas citas importantes porque se ha puesto su trajecito de vacilón. Un punto positivo: por lo menos, estoy segura de que no va a andar estorbándome. Queda el problema de su zorrita. Es sencillo: antes de entrar, llamaré a la puerta. Si se oye movimiento, volveré a pasar más tarde.
He elegido ropa que no me pongo nunca para que no se me reconozca ni siquiera en las cámaras de vigilancia de la calle. Me he recogido el pelo con una gorra. Me he puesto prendas cómodas por si acaso hiciera falta correr, reptar, escalar o excavar. No les he mentido: he pensado en todo.
Cuando llego delante de su puerta, la golpeo. Ninguna respuesta. Llamo con más fuerza, preparada para salir corriendo. Todavía nada. Me pongo los guantes. He pensado en todo. Una auténtica profesional. Nada de huellas. El problema es que solo he encontrado guantes de esquí. Saco la llave de mi bolsillo con dificultades, ya que el grosor de los guantes limita mucho mi sentido del tacto. Al principio he cogido dos veces mi barra de labios… Después de haber estado a punto de tirar la llave, la introduzco en la cerradura con la habilidad de un ladrón de altos vuelos. Me estremezco al imaginarme lo que habría pasado si solo hubiese encontrado guantes de boxeo. Pero todo va a ir bien. Confío en ello. Solo me llevará un momento. Entro, recupero la carta y desaparezco sin dejar rastro.
Me cuelo en su alojamiento. En momentos como este, por mucho que te hayas preparado para la acción, por mucho que hayas ensayado la escena diez veces en tu casa para estar a tope, hay, a pesar de todo, cosas que sorprenden.
El apartamento se halla en un desorden indescriptible. Es como para preguntarse si soy la primera en entrar a robar. Es una leonera de las que no tienen nombre. Cajas de pizza por todos lados, el fregadero lleno de vajilla sucia, ropa que cubre el suelo del pasillo. Ni siquiera ha tirado las dos cajas de más que había traído para la mudanza. Me aventuro a dar un paso aguzando el oído:
—¿Hay alguien?
Ninguna respuesta. Vuelvo a cerrar la puerta de entrada con cuidado de que no dé un portazo. Hace frío en el piso. Buen trabajo. Espero que su zorra y él cojan la gripe cuando se persigan completamente desnudos. Cruzo el salón directa a la estantería de los libros. Me veo obligada a doblar las rodillas para evitar todo lo que obstruye el paso. Un auténtico campo de minas. Con la punta de mi zapato, envío deslizándose el mando a distancia debajo del aparador. Buscarlo le sentará bien. Lo sé, es mezquino, pero hasta este punto he llegado. Encima de los muebles hay velas. Dado el número de ellas, apostaría que es más un efecto del corte de la electricidad que de romanticismo exacerbado. Buen trabajo otra vez. Así, cuando corran en bolas con la gripe, además se romperán su cabeza de rata en los rincones oscuros.
Todo es asqueroso, y, a juzgar por las sillas dispuestas en medio del salón, el sofá nuevo «de un color bonito y juvenil» que se supone que estaría ya comprado todavía no se encuentra aquí. Vaya, usa tangas. Y también se los quita, por lo que se ve, dado que hay unos cuantos por todas partes. ¡Qué bonita pareja! Estoy deseando que tengan bebés. Los criarán en los bosques, con los jabalís y los orangutanes, en un nido de barro con guirnaldas de tangas por encima de la cuna. Tú, Jane; yo, pedazo de gilipollas. Este lugar ya no tiene nada que ver con el que conocí.
Al final de una auténtica carrera de obstáculos, alcanzo por fin la estantería. Me pongo de puntillas para deslizar mis dedos entre un libro de motos y una antología sobre las pin-up. Pero no siento nada con los guantes puestos. Me quito el derecho. Me estiro tanto como puedo. De repente, detrás de mí, se oye un ruidito seco. No viene del rellano, ni del exterior, viene justo de detrás de mí. Mierda. Estaba segura. Sabía que la rata gordinflona esa tenía perfil de vaguear en la cama, de no responder y no mover su culo de mujer ilegítima más que cuando ganase algo con ello o cuando alguien merodeara entre sus tangas. Me quedo petrificada. No me atrevo a girarme. Cierro los ojos con la esperanza de que desaparezca la realidad, pero, cuando vuelvo a abrirlos, no ha cambiado nada.
—Puedo explicarlo todo —digo—, incluso el grosor de los guantes. Si va armada, por favor, no dispare.
Otro crujido. Noto que se acerca. No dice nada. ¿Por qué? Tal vez no hable francés. ¿De dónde viene Tanya? Pruebo:
—No habla espagnol. No pan, pan, pistolero, please.
No debo venirme abajo. Aunque no comprenda nada, captará la entonación, como los perros.
—Se lo ruego. Lo siento muchísimo y le presento mis disculpas. Todo esto no es más que un lamentable malentendido. Cuando se lo haya explicado, con un buen diccionario francés-español, le va a entrar la risa.
Todavía no suelta prenda. Ya no se mueve. Estoy segura de que me tiene a tiro. Con la suerte que tengo, es una asesina profesional con una tapadera. ¡Mecachis en la escalera que se dobla cuando estoy pintando el techo! Voy a palmarla entre tangas y cajas de pizza sin haber comido siquiera buey al borgoña. Es espantoso. Me lo voy a hacer encima y a caerme redonda. Todavía no he decidido en qué orden. Tengo que controlarme, tengo que enfrentarme a las consecuencias y hacer frente a la situación con dignidad. Intento recobrar el aliento.
—Voy a darme la vuelta. Mire, pongo las manos en alto. Por favor.
Noto su presencia detrás de mí, siento que se me queda mirando. Es una pesadilla. De repente, me giro cerrando los ojos y me pongo de rodillas.
—¡Se lo ruego, no me coma!
Abro un ojo, luego el otro. Nadie. He puesto la rodilla derecha encima de un trozo de pizza fría. ¿Cómo que nadie? Pero si el ruido, la presencia… Vuelvo a levantarme, el trozo de pizza se me queda pegado al pantalón. Y, entonces, me sobresalto. Sí que había alguien detrás de mí, que me miraba. Además, sigue tranquilamente sentado en el suelo. Es blanco, con los ojos verdes. Es un gato de pocos años, con la cola enrollada alrededor de sus patas. Le grito:
—¡Serás cabrón! ¡Casi la palmo por tu culpa!
Pasa olímpicamente. Se lame no les digo qué. Creo, además, que está ronroneando. ¿Quién ronronea mientras se lava sus partes? Estoy furiosa. Me late el corazón a trescientos por hora. Tengo las carótidas que me van a estallar. Me están dando temblores. Sin embargo, no me olvido de la razón de mi incursión en tierra hostil. Corro hacia la estantería y rebusco frenética entre los libros. Me estiro tan alta como puedo para llegar bien hasta el fondo. Mis dedos detectan algo. Lo atraigo hacia mí. ¡Por fin tengo la carta de la yaya Valentine! Creo que voy a llorar de alegría. ¡Lo he conseguido!
Y ahora, la huida. Cruzo el salón, luego salto por encima del gato, que sigue pasando de todo. ¿Por qué me ha dado por decir «Se lo ruego, no me coma»? Es una absoluta idiotez. No existe una sola situación de la que se pueda salir con una frase tan estúpida. Si acaso ante un caníbal…, y ni siquiera, porque, de todas formas, lo más probable es que no hable nuestra lengua.
Creo que he terminado con las emociones fuertes. Pero me he equivocado. Cuando abandono el apartamento, un cartelito pegado con celo en la puerta junto a una lista de la compra atrae mi atención.
El 25 de febrero, venid a celebrar la recuperada libertad de Hugues y descubrid a la bella Tanya, la mujer a la que ama. Fiesta de disfraces, bebida a porrillo, sin restricciones, ¡no faltéis a la fiesta del año en casa de Hugues y Tanya!
Me quedo de una pieza. Lo sé, me pasa a menudo, pero ahora reconozcan por lo menos que hay motivos para ello. Me echa, me dice no sé qué tonterías sobre mí, me insulta, me corta el teléfono, y ¿después hace una fiesta? Émilie no va a creerme en la vida. Saco mi móvil y hago una foto para conservar una prueba. Una vez más, la rabia me oprime y el odio me consume. Me giro hacia el apartamento. Si no estuviese ya manga por hombro, lo destrozaría, pero se han encargado ellos mismos. Sin embargo, tengo que romper algo para soltar la presión. O, mejor aún, le mango alguna cosa. Voy a birlarle alguna historia que eche en falta, de la que no se dé cuenta necesariamente de primeras. Miro a todas partes y, de repente, tengo la idea del siglo, la que me va a valer la entrada en el panteón de los grandes criminales.
Sé que no debería. Sé que es una memez. Soy consciente de que me va a traer graves problemas, pero, si se han encontrado en mi estado alguna vez, saben que, en esos momentos, los razonamientos y las lecciones sobre la vida ya no tienen ninguna influencia sobre el comportamiento de una.
Me voy del apartamento robando dos cosas: el trozo de pizza que todavía tengo pegado a la rodilla y el inicio de mis problemas.