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Pasen por lo que pasen en sus vidas, sean cuales sean las pruebas por las que tengan que atravesar, no olviden nunca que, sin duda, existe un destino peor que el suyo en alguna parte. Y esta mañana, la persona clasificada en el número uno del Top Karma Chungo está sentada a mi lado en el coche que conduzco como mis sobrinos en los videojuegos.

Émilie dice cosas incoherentes que acompaña a veces con gestos bruscos y descontrolados, como de posesa. De vez en cuando mira hacia el frente como si hubiese visto un ovni y, un momento después, su cabeza cae como si se echara una microsiesta. Nunca he visto a nadie reaccionar así, salvo una vez, a una chica, en una película de terror. Era la historia de una pandilla de adolescentes de grandes pechos y bonitos abdominales que acampaban en el bosque, y la chica en cuestión, con un minishort y un top minúsculo, había cavado un hoyo para preparar un fuego. Mala suerte: en dos paladas, había destapado una tumba con la muerte en ella, que se mantenía enterrada desde hacía tres siglos. Como si se pudiese enterrar a la muerte… Después, la chica del short solo había hecho cosas raras que le agitaban el top. Émilie hace exactamente lo mismo, ha emitido un largo sonido que parecía un bramido de bisonte. Tengo miedo. Por otro lado, si su cabeza comienza a dar vueltas y vomita para todos lados, me da igual, es su coche. Siempre podría protegerme con el paraguas que guarda en la puerta. Luego, tocará el piano como Chopin aunque nunca se haya acercado a un teclado. Acabará con Valérie, rociada con agua bendita, encerrada en una habitación con la puerta soldada y en la que un enfermero pragmático colgará un cartel: «PELIGRO: BRUJAS. NO ABRIR SALVO CASO DE HOGUERA».

Émilie dice que no quiere morir. Émilie dice que alegará crimen pasional y que no es culpa suya si se enamoró de un sapo libidinoso. Promete que, con su cuenta de ahorro vivienda, puede comprarle una cabeza, que, de todas formas, sería menos fea que la de antes. Es horrible, pero, cuando lo dice, me muero de risa.

Hemos llegado frente al domicilio de su profesor de arte dramático. No sé cómo hacerlo. ¿Dejo a Émilie en el coche, sin ninguna garantía de que se mantenga calmada, o la arrastro conmigo al lugar del crimen, con el riesgo de tener que gestionar una crisis de histeria delante del cadáver? Elección trágica: o bien se queda en el vehículo y corre el riesgo de comerse los asientos o de morder a un transeúnte si se escapa por la ventanilla, que dejaré entreabierta para que no se asfixie, o bien sube conmigo y tengo derecho a asistir a la gran escena de Hamlet en la que, con el cráneo del muerto en la mano, declama: «Cadena perpetua o no cadena perpetua, esa es la cuestión».

Como no me veo atándola como a un pobre animal abandonado, asumo el riesgo de llevármela conmigo.

Le cuesta mucho acordarse del piso, y, con sus gafas de sol, le falta poco para pegársela tres veces al subir la escalera. De repente me señala la puerta con una mano tan temblorosa como su voz, como si estuviese ante la entrada del infierno. Trato de tranquilizarla:

—Mira, es una buena señal, no hay precintos. O bien la policía no ha encontrado el cuerpo, o bien los polis todavía están en el interior…

—No, no llames ya, aún no estoy lista…

Da dos vueltas sobre sí misma tirando de su abrigo. No sé por qué lo hace, pero no se va a pasar la mañana jugando a eso. Llamo al timbre. Ninguna reacción. Insisto en golpear la puerta. Soy muy consciente de que, si es la policía quien abre, mi visita solo habrá servido para entregar a mi única amiga de verdad a sus carceleros.

No oigo pasos. Se abre. ¡Dios mío! Lo ha matado del todo y tengo ante mí a su espectro: un tipo bajito de unos sesenta años, igual de ancho que de largo, con un grueso vendaje alrededor de la cabeza. Ignoro por qué pero, al verlo, me viene a la mente de manera repentina un recuerdo de la infancia. ¡No había pensado en ello desde hacía por lo menos diez años! Caro y yo estábamos en una feria, en un tren de la bruja, y, de repente, surgió un monstruo delante de nuestra vagoneta. Tenía un hacha clavada en la cabeza cubierta de vendas y estiraba los brazos para atraparnos. Tuve tanto miedo que, por acto reflejo, le di un buen puñetazo y su grito se volvió muy agudo. Lo mismo, el pobre hombre, harto, dejó luego a su familia, sus esqueletos, sus vagonetas y sus enormes arañas de plástico para rehacer su vida, y hoy el azar ha vuelto a ponerlo en mi camino.

El profe de teatro tiene un aspecto muy extraño. Sonríe. En general, cuando un ejemplar de nuestra especie sonríe, eso facilita el contacto y las ganas de comunicarse. Pero, en este caso concreto, el efecto es distinto. ¿Cómo decirlo? Me asustan dos cosas: la jeta de este tipo y la idea de que Émilie haya podido siquiera plantearse tener cualquier relación física con él. Debe de estar pero que muy perdida… En su boda, sin duda habría sido la testigo. Creo que habría exigido que volviesen borrosa mi imagen en las fotos para no tener que asumirlo.

Good morning, ladies

Qué acento tan patético… ¡Menuda presencia! En comparación, Hugues casi tenía buen aspecto. Émilie está hundida en la esquina del rellano. Intento mantener la compostura.

—Buenos días. Pasábamos por el barrio y queríamos comprobar si se encontraba bien…

Me examina de la cabeza a los pies, como un campesino delante de una vaca en una feria de animales. Luego se dirige directamente a Émilie con sonrisa de psicópata:

—¡Tienes carácter! Eso me gusta. Pillina, has vuelto con una amiga tan encantadora como tú. Nos vamos a divertir mucho… Entre, tengo champán en la nevera.

Émilie esconde la cara entre las manos y comienza a gemir como un canguro que lo pasa mal en el parto. Trato de conservar el control de la situación.

—No, gracias, caballero, no saque nada. Parece en plena forma, vamos a dejarlo.

—¡Ni se le ocurra!

Me agarra la mano. Un escalofrío de asco desciende por mi columna vertebral.

—Tiene la piel suave…

Me dan ganas de decirle que no debería fiarse: ya he pegado a un mendigo. Pero tengo que controlar mis impulsos violentos. Si Émilie lo besa, ¿se convertirá en un príncipe azul? Intento liberarme, pero me la aprieta más. Veo detrás de él algunas de las «obras» de las que me ha hablado Émilie. Es arte dramático de verdad, pero en el sentido amplio del término. ¿A quién le puede parecer eso bonito sin haber sufrido un lavado de cerebro? No debemos de ser el público correcto… Pero sigo necesitando liberarme.

—Por favor, caballero, sea razonable.

—La vida es corta, disfrutémosla. Entre en mi modesto reino, le haré descubrir el arcoíris de los mil colores…

Émilie tenía razón: el único modo de librarse de un tipo así es apuntar a la cabeza. Sin embargo, no tengo nada para golpearlo, y me atrae hacia el interior. Mis suelas chirrían en su parquet como neumáticos que temen el precipicio en una curva de alta montaña. Como último recurso, le doy un buen tortazo en el vendaje. El efecto es inmediato. Me suelta y empieza a aullar de dolor, un poco como el tipo del tren de la bruja. ¿Qué debo hacer, atrapada entre él, que chilla, y Émilie, que lloriquea?

—Lo siento, caballero… Me alegra haberlo visto recuperado. Y, si me permite un consejo, ¡no trate nunca de seducir a una mujer sin haberse dado antes una ducha!

Cojo a Émilie por el brazo para arrastrarla fuera del edificio. Creo que va a dejar el club de teatro y que voy a tener que ocuparme yo misma de presentarle gente…