12
Compruebo la hora. Justo las diez. Estoy muy contenta de que Kévin, Sandro y Alexandre se encuentren aquí conmigo. Con ellos, tengo menos miedo. Y pensar que apenas los conozco… El que va a abrir la puerta era el hombre de mi vida hace solo unas semanas. Qué idea más extraña. ¿A partir de qué momento se decide eso? Lo sentía así. Ahora es la encarnación de mi peor pesadilla. Al tocar el timbre de la casa de Hugues, tengo la impresión de subir a un ring de boxeo para un combate. Agito los brazos para relajarme. Tengo ganas de dejarlo KO, pero soy un peso pluma… Kévin, a quien he explicado la situación, me dice disimuladamente:
—No se preocupe, todo irá bien. Con nosotros, no le sucederá nada.
Hugues abre. Resulta evidente que acaba de levantarse de la cama.
—Ah, ¿eres tú? —masculla.
—Como acordamos.
—¿Quieres un café?
—No, gracias.
—¿Quieres prepararme uno?
No reaccionar. No pensar. Émilie me dijo que permaneciese centrada únicamente en mi objetivo: me llevo mis cosas y me largo. Hugues lleva una de esas camisetas informes y el chándal que parece un saco de patatas. Como no le estoy haciendo el café, bromea:
—Ya veo, la señora todavía está cabreada…
Lo corrijo:
—Señorita.
Un poco borde la chica, ¿no? Dos semanas después de que la hayan traicionado, engañado, plantado y echado, y todavía no ha levantado cabeza. Digan lo que digan, ¡las mujeres son unas auténticas rencorosas! Mientras que él es evidente que se ha olvidado ya de todo lo que me ha hecho sufrir. Aprieto los dientes. Sobre todo, no debo dejar que me dominen los sentimientos. Vengo a recoger lo que me pertenece. Debo ceñirme a los hechos y a mi objetivo. Y punto. Si el fino dique que contiene mis emociones llegase a ceder, me abalanzaría sobre él, le reventaría los ojos, le grabaría mi nombre y lo que pienso de él en su sucia cara de cobarde con los cuchillos para pescado que me obligó a comprar porque resultaban elegantes y que nunca ha utilizado. Vil palurdo. Coge aire despacio, Marie.
Me vuelvo hacia mis mozos de mudanza:
—Señores, hay que llevarse todas las cajas que hay aquí y ese sofá de allí.
Alexandre pasa cerca de mí y, adoptando un acento de parisino de pura cepa, me responde:
—¡Como mande la señora!
Los tres cogen sendas cajas y bajan. Me encuentro sola en el piso con Hugues. Ni siquiera sé dónde está. Me mantengo a la defensiva. Para guardar la compostura, comienzo a apartar las cosas amontonadas en mi sofá. Me llega un ruido del pasillo. Creo que está saliendo del dormitorio y que ha cerrado la puerta. No suele hacerlo nunca. Me da la sensación de que he oído una voz. ¿Y si no estuviese solo? ¿Y si esa perra de la señora SMS estuviese ahí? Me dan ganas de ir a echar la puerta abajo para comprobarlo. ¿Se imaginan? Ya estoy viendo los titulares: «LOCA DE RABIA, MATA A SU EX Y A SU AMANTE A GOLPE DE MONDADIENTES Y TRATA DE HACER DESAPARECER SUS CUERPOS DÁNDOSELOS DE COMER A UNAS CHINCHILLAS». O bien: «MIENTRAS REZA PARA ALIVIAR SU DOLOR, UN RAYO DIVINO MINIATURIZA DE REPENTE A AQUEL QUE LA HA DEJADO EN LA ESTACADA Y A SU ZORRA. POR DESCUIDO, PISA VEINTIOCHO VECES A LAS DOS PEQUEÑAS CRIATURAS Y DECIDE TIRARLAS POR EL RETRETE PARA ALIVIAR SU SUFRIMIENTO».
Hugues se apoya en el marco de la puerta mientras se ata la bata con aire desenvuelto. Les juro que está convencido de resultar atractivo.
—¿No te parece que hace frío aquí?
Pobre bufón, hace menos frío que en mi corazón, y no tienes más que pagar las facturas. Nunca me gustó cuando adoptaba esa pose que él creía guay, en plan vividor cómodo en cualquier circunstancia. Ya no lo hacía desde que, una vez, de vacaciones en unas islas, se apoyó en un poste de bambú que cedió. Cayó cuan largo era en mitad del vestíbulo del hotel. Una humillación absoluta. Estuvo de morros conmigo toda la noche porque osé soltar una carcajada. Acordarme de ello y verlo así me da fuerzas para sonreírle. Debe de creer que estoy siendo amable cuando por dentro me estoy burlando de él. De repente, se permite hablarme:
—¿No me vas a dar tu nueva dirección?
—¿Qué vas a hacer con ella? Antes teníamos la misma. No soy yo quien ha querido que eso cambie…
—Para las cartas…
—No te preocupes por mí. La he cambiado en correos. De todas formas, siempre puedes llamarme al teléfono…
—Por cierto, se me olvidó decirte que puede que te corten el móvil… Es normal, he modificado el contrato para que las cosas estuviesen claras. No iba a seguir pagándolo cuando ya no estamos juntos. Lógico…
—Has hecho bien. Estoy de acuerdo contigo. Hace falta que las cosas queden claras.
—¿Me darás tu nuevo número en cuanto lo tengas?
Los tres chicos suben por fin y me evitan tener que responder. Aprovecho su presencia tranquilizadora para atreverme a apartar el resto de la ropa tirada en mi único bien mobiliario. De un movimiento, lo mando todo al cuerno y se cae al suelo. Hugues ni se da cuenta. Aprieto el paso hacia la entrada y le murmuro a Alexandre:
—Por favor, no me dejen sola con él. Bajen por turnos, se lo ruego…
Asiente con la cabeza y ordena:
—Sandro, quédate conmigo, vamos a encargarnos del sofá. Kévin, ¿sigues con las cajas?
Resoplo. Me repongo. A pesar de lo que pesa, Alexandre levanta el sofá con una facilidad que me sorprende. A su lado, Hugues parece un enclenque. Alexandre, en cambio, no necesita hacer deporte más que en su cabeza o en su habitación, para estar en forma… He vuelto a oír ruido. Estoy casi segura de que ella está ahí. Mis dos mozos de mudanza mueven el sofá.
Hugues afirma entonces:
—Os lo podéis llevar, no pasa nada. De todas formas, voy a ir a comprarme uno esta tarde con Tanya. No creo que elija el mismo tono. Está un poco pasado, seguro que escoge algo más de su edad, más juvenil, vaya. Además, este estaba muy estropeado…
En un tribunal, tras un ataque de semejante bajeza, cualquier juez me perdonaría haberle hecho comerse diez kilos de pólvora de cañón, haberle metido la mecha por donde ya saben y haberla encendido. Pero me contengo. Tengo un arma imparable para lograrlo. En este tipo de casos, utilizo un truco infalible para no ceder a mis pulsiones de ira: pienso en el día en que mamá volvió llorando porque papá la había dejado, abandonándola con mi hermana y conmigo. Se sentó en la entrada con el bolso sobre las rodillas. Lloró durante horas y no paraba de hacerlo más que para estrecharnos entre sus brazos o mirarnos. Nunca he visto a nadie tan desgraciado. Es mi referencia absoluta, lo peor de lo peor. Imposible olvidar su mirada. A pesar de los años, la tristeza que estalló en su corazón aquel día nunca ha desaparecido por completo de sus ojos. Yo solo tenía cinco años, pero lo recuerdo como si hubiese pasado ayer. Cuando crecí, a menudo me decían que tenía los mismos ojos de mi madre, de un color entre verde y gris, pero el otro día, a orillas del canal, creo que por primera vez en mi vida tuve la misma mirada. Cuando vuelvo a pensar en su desesperación, en su dolor, relativizo siempre lo que puede afectarme. Sin embargo, hoy me cuesta. La rabia me oprime y el odio me consume. Este estúpido de Hugues ni siquiera se da cuenta de que se encuentra en peligro. Al ver que no reacciono, conociéndolo, seguramente trate de llevar la provocación todavía más lejos. En cambio, creo que Alexandre y Sandro se han quedado estupefactos ante sus palabras. Me cuesta creer que estos dos chicos hayan dado golpes a todas las paredes por casualidad al sacar mi mueble. De nuevo, Hugues no ha visto nada.
Mis tres ángeles guardianes han acabado de cargar en menos de una hora. Sin ellos, nunca podría haberme enfrentado a estos espantosos momentos. Me habría ido abandonándolo todo. A veces, el único medio para dejar de sufrir es huir. Kévin, Sandro y Alexandre han tenido el gesto de volver a subir corriendo para no dejarme sola en el momento de la partida. Están en el rellano, esperándome, lo que, por otra parte, cabrea a Hugues. Vuelve a probar suerte.
—Dime al menos dónde vas a vivir… ¿En casa de tu madre? ¿En casa de tu amiga la graciosa, ya no me acuerdo de cómo se llama…?
—No, voy a tener mi propio piso, mucho más grande.
Cállate, Marie, el orgullo solo trae problemas.
—Y ¿la dirección de ese palacio?
Veo una de sus revistas de automóviles con un coche de rallyes en portada que lleva el número 13. Mi mirada de pánico recorre lo que le es posible y veo la marca del termostato encima del interruptor: Meyer.
—Calle Meyer, 13.
Cuando estoy en una situación de mucho estrés, hago esta clase de cosas. Encuentro mis respuestas en lo que veo. Nunca produce nada espectacular, pero esta vez es especialmente penoso. Se encoge de hombros.
—No me dice nada.
—Eso da igual.
De todas formas, se le habrá olvidado dentro de cinco minutos. Se acerca a mí. Retrocedo.
—Entonces, ya está —me dice con su voz suave de «héroe que ha sabido seguir siendo sencillo»—. Aquí es donde nuestros caminos se separan.
Menudo cretino. Más bien es aquí en donde nuestro camino escarpado en la ladera de la montaña se desploma. ¿Cómo puede utilizar conmigo esa clase de frases? He aquí otro niño a quien su madre dejó demasiado tiempo delante de la tele viendo series estúpidas en lugar de hacerle caso. Por eso se aprendió todos los diálogos…
—Te doy las gracias por estos años de felicidad.
Y sigue, episodio seis, temporada dos.
—Espero que volvamos a vernos pronto. Quiero seguir siendo tu amigo. Aunque nuestra historia no acabe como habíamos soñado, no destrocemos todas las cosas bonitas que ha tenido.
¡Por favor! ¡Que alguien corte el sonido! La imagen ya dejaba que desear… Habría sido mejor que me regalase el cofre con los DVD, así podría haberlos visto poco a poco cada día en vez de tener que chupármelo todo de golpe en directo.
—Por cierto —añade—, no te olvides de devolverme mi llave. La necesito, como comprenderás…
¡Y tanto que lo comprendo, colega! Pasamos de la ruptura a lo culebrón brasileño a la serie policíaca americana. Es el episodio en donde Joe amenaza a Bill con romperle un brazo si no le devuelve la llave del maletero… Saco su llave de mi bolso.
—Toma, Joe, aquí la tienes.
Me mira con extrañeza.
—Quería decir Hugues. La emoción, seguramente.
Se inclina para besarme, pero eso es demasiado. Como me toque o añada una sola frase más, creo que incluso la conmovedora mirada de mi madre no va a lograr calmarme. Giro sobre mí misma y me marcho.
Al bajar la escalera, se me saltan las lágrimas. Si se analizaran, se descubriría en ellas un treinta por ciento de pena, un treinta y cinco por ciento de ira, un diez por ciento de estrés y el resto serían sales minerales y sudor de los ojos. Lo sé, es repugnante, pero soy una chica que suda por los ojos, sobre todo hoy. Me tambaleo y sollozo. Si Alexandre no me hubiese cogido, en este momento estaría rodando por la escalera como una borracha a la que conozco bien y que se pasea por las noches a orillas del canal. Estoy muy contenta de que me sostenga por el brazo.
En la furgoneta que nos conduce a mi nueva dirección, los tres chicos tienen la amabilidad de hacer como si mi comportamiento fuese normal, aun cuando todavía tiemblo entre sollozos.
—Se lo agradezco mucho a los tres —digo preocupada mientras me seco los ojos—. No se imaginan hasta qué punto me ha ayudado su presencia. Sin ustedes, no lo habría aguantado. Lo habría matado o estaría muerta. O las dos cosas. Pero lo habría matado primero.
—Eso no es de nuestra incumbencia —responde bromeando Sandro—, pero creo que la habríamos ayudado a hacer desaparecer el cadáver…
Sonrío.
—Chicos, de verdad, tres cervezas no es bastante para lo que me han dado. Es un timo. Déjenme unos días para que me reponga y los invito a cenar.
Alexandre suelta con una sonrisilla:
—Dado el peso de su sofá, será también necesario que baile sobre la mesa…