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Todo ha ido muy rápido. Como se dice en los informes oficiales, no hay que lamentar víctimas mortales, pero, aun así, contamos con dos heridos. Al ver que Notelho se dirigía al despacho de Deblais, Valérie ha salido disparada de su puesto y ha improvisado:
—Señor Notelho, ¡señor Notelho! Por favor, ¡tengo que hablar con usted!
—Estoy ocupado.
Valérie no le permite escabullirse:
—Para una vez que estamos solos, no voy a dejar escapar la ocasión. Debo confesarle algo que le oculto desde hace mucho tiempo.
Ha conseguido picarle la curiosidad. Se lanza:
—Lo amo en secreto. Estoy loca por usted.
—¿Cómo?
—Sí, desde el primer día, siento por usted un amor puro y sincero. Esos ojos almendrados y esas larguísimas pestañas, ese acentillo tan bonito que tiene. Me gustaría saberlo todo de usted. También me gustan sus calcetines.
Notelho se queda mirándola incrédulo. A pesar de todo, consigue acordarse de la razón que lo ha incitado a salir, y ahí está otra vez, consagrándose a la puerta de su jefe, en la que introduce la llave. Por el rabillo del ojo, Valérie ve la carpeta esparcida por el suelo. Se percata también de la placa del techo que Kévin está volviendo a colocar en su lugar. Debe jugarse el todo por el todo para distraer a Notelho.
—También deseaba saber si le gusta mi sujetador nuevo.
Se levanta su jersey pequeño y fino. Notelho se queda petrificado.
—Me lo he comprado pensando en usted. ¿Le parece que me hace unas tetas bonitas?
Ha sido en ese momento cuando Florence se ha hecho daño. Con los estragos de un ataque de risa incontrolable, se ha escondido debajo de la mesa para no llamar la atención y se ha hecho un esguince en la muñeca. Primera víctima caída en el campo de batalla. Estresada por el probable desenlace de este asunto, dividida entre lágrimas de risa y de dolor, se ha encajonado bajo el tablero al oír que Valérie se hundía en su delirio.
—Ya no puedo disimular más mis sentimientos hacia usted, Pepito. ¿Me permite que lo llame Pepito?
Pepito es realmente su nombre. En un niño de cuatro años, resulta adorable, pero, en un director administrativo ligeramente arisco, se hace menos serio. Los padres deberían reflexionar. Entiendo que haga cualquier cosa por ocultarlo.
Valérie ha avanzado hacia Notelho con el jersey levantado. Pepito se ha pegado contra la pared de cristal sin saber cómo salir de esa trampa. Apenas osaba mirar a su empleada o a lo que le estaba enseñando. Cuando Valérie ha visto que el panel había vuelto a su lugar, se ha bajado el jersey y le ha dicho:
—Ya que no parece apreciarla, vuelvo a embalar la mercancía.
—¡Que sí, que sí! ¡Son espectaculares! Es solo que aquí, de repente…
Al oír eso, Florence, metida bajo su mesa, con su única mano sana en la boca para contener la risa y los sollozos, ha estado a punto de hacerse pipí encima.
No he asistido a la escena. Seguíamos en el cuchitril borrando las huellas de nuestro paso. Alexandre y yo entregábamos los componentes desmontados a Kévin, en orden, para que los volviese a atornillar cuanto antes. Captábamos a la perfección algunos retazos de frases en los walkies-talkies, pero no podíamos imaginarnos lo que Valérie estaba haciendo.
Al volver a colocar la última placa del conducto, Kévin se ha cortado en la mano. Segundo herido. Corre la sangre.
—Baja —le ordena Alexandre.
—Mierda, ¡me sale sangre!
Lo ayudo. Se apoya en nosotros. Alexandre ordena:
—Sal pitando al botiquín de nuestro vestuario y cúrate eso. ¿Saldrás de esta tú solo?
—No hay problema, es poco profunda.
—Corre y espera allí.
Kévin abandona la sala de máquinas haciendo el menor ruido posible. Alexandre se sube a unos tubos para montar y fijar la última placa. Veo claramente que le cuesta mantenerse, así que, para ayudarlo, como él ha hecho por mí, le sostengo los muslos con mi hombro. No vean en ello nada más que una búsqueda de eficacia entre cómplices en aprietos. Es normal entre compañeros de una misma unidad. Nos ayudamos los unos a los otros. Eso no quita que me resulte extraño. Nunca había agarrado con fuerza los muslos de un hombre, sobre todo tan musculosos. Habrá que repetir, porque está muy bien.
Cuando todo está colocado, vuelve a bajar.
—Perfecto, ya podemos irnos. Gracias por tu…
No termina la frase y me mira fijamente.
—Marie, no puedes volver así a tu despacho.
—¿Por qué?
Le echo una ojeada a mi ropa. Está llena de polvo del conducto. Tengo las manos asquerosas. Nunca podré volver a ponerme mi blusa. Muerta por la causa.
—¿Cómo voy a hacerlo?
Reflexiona.
—Tenemos una ducha en nuestro edificio. También tenemos ropa de repuesto. No es muy de tu estilo, pero servirá. Sandro debe de ser el que más se acerca a tu talla.
Y así es cómo me he visto dándome una ducha, tiritando, en los vestuarios de los chicos. Mientras el agua corría y trataba de lavarme con su jabón al ácido, oía a Alexandre y a Sandro charlando sobre la herida de Kévin. Me ha aliviado enterarme de que no era grave, pero estaba inquieta por el fino grosor de la cortina. Yo, que soy pudorosa, ducharme a pocos metros de tres hombres casi desconocidos, uno de los cuales es probable que ande detrás de mí…
Ponerme la ropa de Sandro ha sido otra aventura. Un pantalón de chándal, una camiseta y una sudadera. Se ha disculpado por no tener más que esa clase de ropa de reserva. Huelo su aroma; es demasiado grande para mí, pero muy cómoda. Creo que, si fuese su pareja, me encantaría ponerme prendas suyas. Esta vez, si Émilie vuelve a cantar su cancioncita, estará diciendo la verdad, y podrá añadir un verso: «¡Y sujetador tampoco lleva!».
Cuando me he visto así, en su espejito, he sufrido una conmoción. No me he reconocido. El pelo mojado casi sin peinar, esta ropa, lo que acabamos de vivir… ¿Cómo puede uno comprobar el aspecto que tiene en un espejo tan pequeño? Conque ese es su secreto para vivir felices, les da igual su apariencia…
No les cuento la cara de las amigas cuando he vuelto al edificio de administración. Estaban muertas de risa. Pétula ni siquiera me ha reconocido. Émilie estaba vendándole la mano a Florence, y ha sido ella quien nos ha relatado las hazañas de Valérie. Pero Florence también nos ha comentado otro suceso: cuando Notelho ha entrado en el despacho, ha descubierto las carpetas en el suelo. Por lo visto, se ha quedado muy intrigado con las páginas esparcidas. Ha permanecido un buen rato estudiándolas y, luego, creyendo que nadie lo había visto, las ha devuelto a su lugar cuidadosamente antes de salir. No le ha revelado nada a Deblais. Sin querer, ese colaboracionista ha encubierto nuestro rastro.