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Los días posteriores, hice todo lo posible por evitar a Hugues. La mera idea de oír su voz o de entrever su cara me provocaba náuseas. Pedí directamente días de vacaciones para ir a hacer mis cajas en lo que había sido nuestro apartamento cuando él se fuera al trabajo. Deblais debió de pensar que huía ante su amenaza de represalias, pero me daba absolutamente igual. Cada cosa a su tiempo.
El jueves por la mañana, esperé en la esquina de la calle a que Hugues se marchase a su agencia inmobiliaria. Para vigilarlo, como una auténtica espía, estaba apostada detrás de un escaparate que hace esquina. Llovía. Tenía un sombrero de ala ancha y el cuello levantado. Una verdadera novela policíaca. Cada vez que la puerta del edificio se abría, se me aceleraba el corazón. Como siempre, Hugues llegaba tarde. Cuando lo vi desde mi escondite, un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Me costó saber si era de aprensión o de repulsión, pero estoy segura de que no era de placer. Lo observé como si fuese un auténtico desconocido. Me pareció hinchado, sin clase. Ya no estaba en lo alto del pedestal de mi cariño. Era la primera vez que me pasaba. Es increíble cómo el filtro de los sentimientos le añade o le quita muchas cosas a la gente. Una vez más, en nosotras, las chicas, la pasión antes que los hechos. Una observación clínica del animal me habría permitido ganar unos años. Pero basta una noche, una mirada, y nos quedamos atrapadas en esa primera impresión aduladora, si bien sin fundamento real. Entre los transeúntes que apretaban el paso para escapar de las inclemencias del tiempo, no era más que un individuo medio, un sujeto. Extraña sensación. Si hubiese tenido que redactar una ficha antropométrica sobre él, habría escrito: «Sexo: masculino (pero no impresionante); altura: 1,85 metros en su cabeza, 1,75 en la realidad; color del cabello: castaño, el que todavía le queda; color de los ojos: verdes (bastante bonitos, pero imposible mirarlos de frente a causa de su hipocresía); rasgos distintivos: a menudo se comporta como un chimpancé que trata de birlar todo lo que está al alcance de su mano. Manténgase bajo vigilancia».
Esperé diez minutos más después de su partida para estar segura de que no volvía, porque suele olvidarse la documentación y se da cuenta por el camino. Cuando el plazo de seguridad expiró, eché a correr.
Con mis cajas de cartón, mi cinta de embalar y el miedo en el cuerpo, subí los cinco pisos, giré la llave y empujé la puerta. Me dio la impresión de ser una ladrona; una sensación horrible y perturbadora. Hacía unos días apenas, aquella era mi casa. Tal vez fuese incluso el lugar en donde mejor me sentía del mundo y, de repente, cada objeto me repelía. El suelo me quemaba los pies. Hasta era incapaz de ir al baño. En ese apartamento, me sentía una intrusa, estaba incómoda. Me hallaba en territorio hostil, en la casa de un extraño, un adversario que me había hecho daño, y a la que regresaba para recuperar mis bienes traspasando las líneas enemigas. Había que salvar al soldado Bragas.
Temía tanto su regreso de improviso que no me dio tiempo a estar triste. No me apetecía nada empaquetar nuestras fotos de los dos o los regalos que él me había hecho. Eran malos recuerdos. Tuve la sensación de que cada prueba de nuestra vida en común sería como un ácido en una herida abierta. Así que vacié mi armario, mis cajones, y aceleré tanto como pude. Incluso aligerando, tenía un poco de frío. He de decir que hice que le cortaran el gas y que por eso ya no había calefacción. Principios de febrero, una pena, pero ¡lo pagaba yo!
Apilé las cajas en la entrada. Encima de ellas, dejé una nota a la vista pidiéndole que no tocase nada y avisándolo de que todo desaparecería el sábado a las nueve de la mañana. Cuando iba a salir, miré el triste montón de cajas. Una década reducida a ocho cartones… Me di prisa en marcharme. Ante todo, no quería dejar que me invadiese la emoción. No allí. No entonces.
He vuelto allí esta mañana. Para darme ánimos, me he repetido que era la última vez. He retomado mi puesto detrás del escaparate de la esquina. Por cierto, he visto unos zapatos de tacón bastante bonitos. ¿Qué pasa? Los espías también tienen derecho a tener zapatos bonitos. Esta vez no llueve. Por eso la gente se fija en mí, y con más razón, dado mi gran sombrero sin otra utilidad que disimularme el rostro. Cuando Hugues ha salido, se ha detenido frente al portal del edificio para observar minuciosamente los alrededores. Se ha tomado su tiempo. Tenía aires de cazador que se pavonea, pinta de vigilante de aparcamiento al acecho. Probablemente imagine que estoy ya aquí. Me conoce. Si quieres encontrarme, espérame sentado, pequeñín. A veces te costaba ver cuál era el patito de entre todos los animales de la granja, como para hacerlo con tu ex en una calle abarrotada… Pero algo me inquieta de su comportamiento. No me gusta cómo actúa. Me da miedo que finja marcharse y que regrese para sorprenderme. Ya no estoy en una novela policíaca, sino en una película de terror. No me apetece que caiga sobre mí en su apartamento aunque no esté haciendo nada malo. Tengo un don para sentirme culpable, un don que, por cierto, él ha sabido explotar siempre a la perfección.
He esperado veinte minutos en lugar de diez. He subido todavía más rápido. Al pasar por delante de las puertas de los vecinos, tenía la sensación de que me estaban observando todos por la mirilla. Cuando he entrado al apartamento, he cerrado al pasar y me he apoyado contra la puerta para recuperar el aliento. Mis cajas están todavía aquí, pero, al comprobar los adhesivos, me percato de que, con todo, hay algunas abiertas. Me parece indignante. En la nota en la que lo informaba de que pasaría a llevármelo todo el sábado por la mañana, ha tachado las nueve y ha marcado las diez. Es un auténtico grosero hasta en los detalles más insignificantes. Daría cualquier cosa por ver su cara cuando descubra el lunes que viene que ya no tiene tampoco ni electricidad ni agua… Eso también lo pagaba yo. Él, que quería vivir en una cueva, va a ir bien servido. Además, una cueva en un quinto piso con un diplodocus que se llame Tanya no es fácil de conseguir.
Esta mañana tengo que recuperar los últimos papeles, mis libros y algunos DVD. En cuanto a los libros y las pelis, no corro el riesgo de que me monte ninguna. La lectura, si no tiene ilustraciones, no es para él. Todavía mejor si hay fotos de motos, de relojes o de chicas que se vistan cuatro tallas por debajo de lo que necesitarían para llevar una vida normal. Y, en cuanto a las pelis, la única vez que lo he visto llorar delante de una pantalla fue cuando eliminaron a su equipo favorito de la copa del campeonato de liga de no sé muy bien qué…
He llenado ocho cajas adicionales que he añadido a las otras. Al ir a dejar una en el pasillo, he oído un ruido en el rellano. Me he quedado paralizada como una epiléptica que trata de controlarse en un fotomatón: ni un movimiento, pero sacudiéndome por los espasmos. Voy a salir borrosa en la foto. Oigo pasos, un manojo de llaves que se agita. Hugues tenía uno enorme. Nunca he sabido para qué le podían servir tantas llaves y siempre me ha parecido una estupidez, pero debía de ser para darse importancia, y debía de resultarle útil para la imagen que se hacía de sí mismo. Al oír su tintineo, me he puesto a temblar. Se me ha pasado de todo por la mente: esconderme en un armario, descubrir un superpoder que me haría invisible en un momento de estrés, arrancar una de las cortinas y ponérmela encima para fingir que era el fantasma de las Navidades pasadas o, incluso, saltar por la ventana. Todo el abanico de lo imaginable ha desfilado por mi pobre cabeza en dos milisegundos. Y, luego, en el rellano, se ha abierto otra puerta. Probablemente, un vecino. Mi corazón latía con tanta fuerza que he tenido que sentarme. He necesitado unos minutos para recobrar la calma, si es que se puede hablar de calma. Luego, como había perdido tiempo, he vuelto a la tarea como una posesa.
He terminado justo a la hora programada. Ya está. Contentísima de haber acabado con esta prueba. No me atrevo ni a imaginarme lo que habría tardado si hubiese estado Hugues presente. Me habría seguido por todas partes, no para vigilarme, sino para hablar conmigo, de él, evidentemente. Prefiero tener miedo y estar sola antes que sentirme abochornada de manera continua por las palabras egocéntricas de un niño incapaz de asumir nada.
Antes de marcharme, me he dado una última vuelta por el apartamento, excepto por el dormitorio. Incluso con aquello que he quitado, la decoración, en realidad, no ha cambiado. Al final, no había mucho de mí aquí. Vivía en su casa. Cuando miro con frialdad la distribución y el contenido de las habitaciones, me digo que es un apartamento anodino, como nuestra historia. Al irme, consigo salvarme en todos los sentidos de la palabra.