CAPÍTULO IX
“EL ENEMIGO SE RETIRA”
A una altura de 20.000 metros, la esfera que conducía a los supervivientes de la esfera control regimental tuvo que apartarse varios kilómetros para dejar paso a un considerable contingente de tropas automáticas que descendía formando cascada de las profundidades del cielo. Estas máquinas procedían de una docena de discos portaviones redentores que estaban inmovilizados sobre Madrid a una altura de más de 200 kilómetros.
La esfera siguió elevándose hasta situarse bajo uno de los discos volantes y se introdujo por un largo tubo. Ascendiendo por este tubo, la esfera se encontró dentro de uno de los múltiples hangares del navío. Toda la tripulación del tanque desembarcó para entrar en una cámara donde fueron despojados de sus trajes de cristal y sometidos a un rápido tratamiento que les libró de las últimas partículas radioactivas adheridas a sus vestidos. Por si todo esto fuera poco les hicieron cambiar de trajes.
Mientras cambiaba de ropa en un compartimento reservado para el sexo masculino, Diego se enteró de que estaba a bordo del buque almirante de la Vigésima Flota, de manera que cuando poco después se reunió con Fabiola pudo darle una buena noticia:
—¿Sabe quién está a bordo de este buque? Pues el almirante don Juan Santisteban, otro miembro de nuestra familia. Venga usted conmigo. El almirante se alegrará mucho de conocerla.
Fabiola siguió dócilmente a Diego a través de un dédalo de corredores hasta el despacho del almirante Santisteban. Éste les hizo aguardar unos minutos y luego les recibió muy cariñosamente.
—¡Hola, Dieguito! Hace tiempo que no te echo la vista encima, carcamal. ¿Quién es esta chica?
—Le presento a una sobrina suya, tío —dijo el joven estrechando la fuerte mano del almirante y señalando a la muchacha—. Esta es Fabiola Santisteban.
—¡Caramba… caramba! —exclamó el almirante acercándose a Fabiola y mirándola lleno de curiosidad. Y después, dándole golpecitos en la mejilla, añadió—: es muy bonita, ¿eh? ¿Vas a casarte con ella, Dieguito?
—Si puedo, sí —contestó el coronel mirando a Fabiola. Y al cruzarse la mirada de ambos, los dos enrojecieron.
—Me parece muy bien —dijo el almirante—. ¿Te queda más familia en la Tierra, muchacha?
—Mi madre está… o estaba en Madrid —balbuceó la joven muy azorada—. Ignoro si habrá sido una de las victimas de aquella horrible bomba de hidrógeno.
—Si está en Madrid, la sacaremos de allí muy pronto —prometió don Juan—. Yo me encargo de ello.
—¿Cómo van las operaciones, tío? —preguntó Diego.
—Todavía es pronto para hacer un balance, pero no creo pecar de exceso de optimismo si digo que, en general, las cosas andan bastante bien. Esos nahumitas, o han desestimado nuestra potencia o han confiado demasiado en la suya. Sus autoplanetas nos dieron una sorpresa en el espacio e inclinaron la balanza a su favor. Pero aquí en la Tierra, nosotros les hemos sorprendido con nuestros quinientos discos volantes y un ejército de invasión muy superior al suyo.
—Entonces… ¿vamos sacando ventaja?
—Desde luego. Sus tropas de desembarco están siendo aniquiladas. En buques somos numéricamente inferiores, pero esos quinientos discos volantes son un tanto decisivo a nuestro favor.
—Luego no hemos retirado fuerzas siderales de Venus y Marte.
—No. ¿Para qué? De todas maneras, esas fuerzas estaban demasiado lejos para llegar aquí con tiempo de restablecer el equilibrio. Si lo hubiéramos hecho, habríamos caído en la celada que nos tendía el enemigo. Los nahumitas calcularon, y calcularon bien, que era posible derrotarnos en el espacio atacando la guarnición de la Tierra. Esperaban que nosotros retiráramos fuerzas de Venus y Marte, debilitando aquellas guarniciones, y se lanzaron a la invasión de la Tierra para asegurarse que las escuadras de Venus y Marte acudirían aquí para formar en una batalla donde la ventaja inicial estaba ya de parte del enemigo.
—Pero les falló la treta.
—Les falló, principalmente, porque ignoraban que los redentores habíamos venido a derrotar a la bestia y traíamos con nosotros un poderoso ejército de invasión. Y también porque los nahumitas ignoraban que, de los dos satélites de la Tierra, solamente uno era auténtico y estaba esclavizado a su órbita.
—Debieron asombrarse mucho al ver a Valera arrancarse de su órbita y salir a su encuentro.
—Sí que debieron sorprenderse. Y en aquel momento debieron haberse detenido y rectificar sus cálculos. Pero era demasiado tarde y se lanzaron a invadir la Tierra. Espero que este error en las cuentas de los nahumitas sea quien provoque su derrota.
—Es extraño que no hayan bombardeado todavía a Venus ni a Marte. ¿Cree usted, tío, que podremos salvar aquellos planetas?
—En todo caso, les salvaremos de una desintegración total de sus atmósferas, pero es imposible librarles de los torpedos de hidrógeno. La presencia de nuestra flota allá no aspira a más que a interceptar cualquier torpedo “W” que se acerque con ánimos de liquidar a Venus y Marte para siempre.
—Respecto a la Tierra… ¿no intentarán los nahumitas destruirla con bombas de oxígeno antes de retirarse? —preguntó Fabiola dando muestras de intranquilidad.
—Seguramente lo intentarán… Pero, tranquilícese, niña. Si los redentores pueden evitarlo, la Tierra conservará intacta su atmósfera.
Diego consideró que había abusado bastante de la afabilidad de su ilustre tío y se dispuso a abandonar el despacho con Fabiola.
—Muy bien, sobrinos —dijo el almirante sonriendo—. La verdad es que no puedo entretenerme más con vosotros. Volveremos a vernos más tarde. Y respecto a esa boda… espero poder asistir a ella muy pronto.
Fabiola, roja hasta la raíz de sus negros cabellos, salió del despacho dando traspiés. Al llegar al pasillo se detuvo y alzó sus ojos hacia Diego.
—¿Por qué ha bromeado con eso de nuestra boda? —interrogó ofendida—. El almirante se lo ha creído.
—Yo lo dije para que lo creyera —repuso Diego muy regocijado ante la confusión de su linda prima—. No bromeaba.
Fabiola se quedó mirándole con asombro. Por sus negras pupilas, el coronel vio los alternativos sentimientos de alegría, temor y esperanza.
—Más claro —dijo el coronel—. La amo a usted, Fabiola. Y toda mi ilusión reside en hacerla mi esposa…
—¡Oh, noooo!… —exclamó Fabiola abriendo los ojos de par en par y retrocediendo un poco.
—¿No quiere casarse conmigo? —preguntó Diego.
—No… no quería decir eso, sino que… ¡No es posible que usted esté hablando en serio!
—¿Por qué?
—¡Dios mío, usted no puede quererme a mí! Yo… tan poca cosa… tan ignorante… tan…
—Tan bonita… —añadió Diego.
—¡Ah! ¿Ve usted? ¡Se burla de mí!
—Usted es tonta, querida prima —farfulló Diego arrugando el ceño—. Que usted se tenga en tan poca cosa no es óbice para que los demás le tengan en lo que vale. Y, al fin y al cabo, cuando un hombre quiere a una mujer, lo de menos son las virtudes de ella. Yo la amo a usted, y me encanta que sea tan ignorante, tan bonita y tan… ¡ejem!, poquita cosa.
Diego la midió de arriba abajo con una mirada codiciosa y ella volvió a sonrojarse hasta la raíz de los cabellos.
—Por lo demás —prosiguió diciendo Diego—, si me permito alguna broma es porque me cabe la seguridad de que usted también me quiere.
Un grupo de oficiales de las Fuerzas Aéreas había ido formando corro en torno a la pareja y presenciaban la escena muy interesados. Fabiola miraba alternativamente a los astronautas y a su primo con expresión de terror en los ojos. Diego arrugó el ceño y preguntó:
—¿O no me quiere usted?
Ella no respondió.
—Niña —dijo una comandante de las Fuerzas Aéreas metiendo baza en la conversación—. No sea usted tonta y diga que sí en seguida. No es conveniente coquetear con los hombres de hoy día.
Fabiola miró a la mujer asombrada. Luego volvió sus rasgados ojos hacia el coronel.
—¡Oh, Diego! —murmuró.
Diego Santisteban la tomó entre sus brazos estrechándola con fuerza.
—¡Ajajá! —exclamó la comandante—. Eso está muy bien. Asunto concluido.
—Enhorabuena, amigo —dijo un capitán de fragata golpeando a Diego en un hombro.
El grupo se dispersó con cara de satisfacción, como si de ellos hubiera dependido el acuerdo final de la pareja.
* * *
El Sol como horrorizado de la brutalidad de los hombres, había corrido a ocultarse tras el horizonte dejando parte de la tierra en sombras. Con la noche, un extraño silencio cayó sobre el campo de batalla. Todavía, aquí y allá, chisporroteaban medrosamente los retorcidos rostros de algún buque de guerra o alguna esfera agrietada por el impacto bestial de un proyectil atómico. Los resplandores de estos incendios permitían ver informes amontonamientos de máquinas destrozadas; plataformas artilleras, hombres robot y espantables tarántulas automáticas, todo roto, retorcido, ennegrecido por el fuego…
En los alrededores de Madrid, como en las inmediaciones de otras cien ciudades terrestres, el ejército automático de Nahum había sucumbido bajo el peso de las superiores y más numerosas máquinas redentoras. Pero este enemigo extraterrestre, batido y aniquilado en el suelo, combatía aún en el espacio, allá donde el Sol brillaba eternamente. La batalla proseguía en el cielo entre la flota redentora y la armada de Nahum.
No era empresa fácil aniquilar a los 40 grandes autoplanetas que, fraccionados en 120 máquinas gigantescas, alojaban en sus entrañas una cantidad de torpedos automáticos, al parecer inagotable.
A bordo del disco portaviones Tánger, que enarbolaba la insignia del almirante don Juan Santisteban, el propio almirante presenciaba la batalla desde lo alto de su estrado. En la cámara de derrota estaba también Diego Santisteban ocupando el sillón de un operador de radio ausente e innecesario.
—¿Pero es que esos condenados nahumitas fabrican torpedos al mismo ritmo que los van disparando? —gruñó el almirante mirando hacia su gigantesca pantalla cenital de televisión.
—Alguna vez se les han de acabar —apuntó Diego a espaldas de su ilustre tío.
—Sí, pero… ¿cuándo? Cada nueva embestida nos cuesta varios centenares de buques. ¡Y esos malditos nahumitas no quieren salir al espacio libre!
Los nahumitas, efectivamente, proseguían su táctica de no apartarse de la atmósfera terrestre más de unos pocos miles de kilómetros. ¡Ay de ellos si lo hicieran! El gigantesco autoplaneta Valera rondaba en los límites de la órbita lunar como un león al acecho de una presa segura, pero difícil de coger.
Varias horas de forcejeo, llevaban la flota redentora y la armada nahumita. Los redentores empujando a los nahumitas hacia las garras de Valera; los nahumitas peleando para conservar su ventajosa posición.
Evidentemente, los nahumitas estaban a cubierto de la feroz acometida de Valera en tanto no se alejaran de la Tierra. Valera era demasiado voluminoso y, sobre todo, pesaba demasiado para poder acercarse a la atmósfera terrestre. Lo único que podía intentar era debilitar al enemigo lanzándole cantidades abrumadoras de torpedos. Y ya lo había intentado sin obtener ningún resultado, porque la armada nahumita había comprendido rápidamente las intenciones y las posibilidades de Valera y no se estaba un momento quieta, volando de aquí para allá, dando la vuelta a la Tierra, evitando siempre la proximidad peligrosa de aquel coloso y abriendo profundas brechas entre las formaciones de buques siderales redentores que le acosaban como perros de caza.
Y las escuadras redentoras se parecían a una jauría de perros en más de un sentido. Sus torpedos eran como ladridos inofensivos a la portería de las máquinas nahumitas. Si alguno llegaba hasta los flancos o las superficies planas de los discos voladores enemigos, estallaban sin hacer mella en las potentes corazas de “dedona”. De hecho, los buques siderales y los discos de desembarco redentores apenas si se daba abasto para poner en el espacio tantos torpedos como eran necesarios para interceptar a los torpedos contrarios. La única solución que se entreveía era que los nahumitas agotaran al fin sus bárbaras cantidades de torpedos y se vieran obligados a huir, cayendo entonces bajo los furiosos empujones de Valera.
Mientras el almirante y Diego estaban contemplando la batalla a través del televisor central, el enemigo empezó a replegarse en una maniobra que tendía a emparejar cada disco volador con dos de las grandes semiesferas.
—¡Hola! —exclamó Diego—. Vi a esas astronaves ejecutar una maniobra a la inversa hace algunas horas.
—Por lo visto se disponen a montar sus autoplanetas —farfulló el almirante—. Eso puede significar que se preparan para huir.
—¿No intentarán torpedear la atmósfera terrestre con proyectiles de oxígeno antes de escapar? —insinuó Diego sintiendo un profundo desasosiego.
El almirante no contestó. Hizo una seña a uno de los operadores de radio y tomó un micrófono.
—¡Atención! —dijo ante el aparato—. Almirante Santisteban llama a almirante Aznar.
—¡Hola, Santisteban! —dijo una voz que brotaba de un receptor de radio—. ¿Ha visto usted la maniobra del enemigo? Parece que se dispone a salir corriendo. ¿No cree usted?
—Precisamente de eso iba a hablarle. Sospecho que los nahumitas encajan las diversas piezas de sus astronaves para huir con más rapidez. Tal vez, rabiosos como están, no quieran marcharse sin aniquilar la atmósfera terrestre. ¿Qué le parece?
—Estoy completamente de acuerdo con usted. Voy a ordenar a nuestras fuerzas que formen un techo por debajo de la armada de Nahum para impedir que ningún torpedo “W” pueda llegar al fondo de la atmósfera. No sé si bastará con esto, pero es todo lo que podemos hacer.
—De acuerdo, almirante. Corto —dijo Santisteban. Y dejando el micrófono en manos de un radiotelegrafista volvió a clavar sus ojos pensativos en la pantalla de televisión.
Las máquinas nahumitas, sin dejar de soltar torpedos, se replegaban ordenadamente. Diego no pudo por menos de admirar la precisión de aquella maniobra en circunstancias tan difíciles; esto es, disparando y recibiendo torpedos, marchando a gran velocidad y evolucionando ágilmente para estar siempre lo más lejos posible del autoplaneta Valera.
Simultáneamente con este repliegue, los pocos millares de buques siderales nahumitas que todavía combatían se acogieron a sus discos volantes penetrando por una serie de agujeros que acababan de abrirse en los costados de los portaviones. En dos semiesferas se situaron una encima de otra debajo de cada disco. Luego, esas semiesferas se unieron rápidamente a cada disco, y las dispersas piezas quedaron formando otra vez los 40 colosales autoplanetas que habían traído al ejército nahumita.
El momento era trascendental para el futuro del Reino del Sol. El enemigo de esta galaxia estaba listo para retirarse. ¿Pero se marcharía reconociendo noblemente su derrota y dejando a los planetas en paz o, todavía, en un postrero intento, largaría los fatídicos torpedos “Doble Uve”?
Con el corazón apretado de angustia, Diego Santisteban esperó sin apartar los ojos de la colosal pantalla de televisión. La flota redentora pasó a ocupar un plano inferior que le llevó hasta las altas capas atmosféricas de la Tierra.
Cuando el último buque nahumita acabó de desaparecer por el último agujero abierto en el flanco de un autoplaneta, y como de tácito acuerdo, redentores y nahumitas dejaron de disparar torpedos. Una y otra flota se contemplaron como leones prestos a acometerse.
—Atención ahora —dijo el almirante Santisteban a los silenciosos hombres que le rodeaban—. Cuando el enemigo suelte su primera andanada dispararemos por todos nuestros tubos a la mayor velocidad posible.
Nadie contestó. Un silencio opresivo se posesionó de aquella fría cámara de derrota. No se escuchaba más ruido que el zumbido de los poderosos motores atómicos.
De pronto, los 40 autoplanetas enemigos empezaron a vomitar torpedos con una velocidad y en una cantidad aterradoras.
—¡Fuego! —bramó el almirante Santisteban cerrando los puños.
Los oficiales que se sentaban ante el banco circular movieron algunas palancas. De la flota redentora salió una nube de veloces torpedos autómatas. Ambas andanadas se cruzaron a mitad camino chocando y estallando en un medroso chisporroteo verde-azulado.
—¡Fuego… fuego! —gritaba el almirante—. ¡No dejen de disparar un solo segundo!
El cielo estaba materialmente cubierto de raudos torpedos, de haces de luz y explosiones atómicas. Durante quince eternos minutos, Diego Santisteban permaneció con el corazón en un puño, mirando con pupilas dilatadas de terror aquella tormenta atómica que parecía no iba a terminar nunca. Muchos de los torpedos enemigos, al estallar, irradiaban una luz blanca muy viva, como si parte del aire se inflamara a cada explosión.
—¡Duro… duro…! —gemía el almirante rechinando los dientes—. ¡Fuercen las máquinas… no importa que revienten… el enemigo está disparando centenares de torpedos “W”!…
Los oficiales, chorreando sudor, movían afanosamente, palancas y más palancas, En sus tableros se encendían y apagaban luces con velocidad febril. Diego, con la respiración contenida, esperó el fatal momento en que algún torpedo “W” franquearía la doble barrera de torpedos y de buques redentores para hundirse en la atmósfera terrestre y desintegrarla en una horrible llama azul. Vio aquí y allá muchos buques que se separaban de los flancos de la formación y picaban hacia tierra disparando torpedos y cañones. Algunos de estos aparatos se encendían en llamas a causa de la brutal frotación del aire sobre sus metálicas superficies.
Sólo más tarde comprendió que aquellos buques habían salido en persecución de los torpedos que habían conseguido franquear la barrera. Muchas tripulaciones sucumbieron junto con sus aparatos, pero ningún torpedo “W” inflamaba la atmósfera por ahora. ¿Hasta cuándo estarían disparando aquellos malditos nahumitas? ¿No iba a acabárseles nunca su provisión de torpedos?
Y, de pronto, el milagro. La armada de Nahum dio un salto hacia arriba y se internó en el espacio a creciente velocidad.
—¡¡¡Huyen!!! —gritaron varias voces, roncas de emoción.
Diego cerró los ojos y se apoyó en el banco para no caer. Las rodillas le temblaban. Sentía unas ganas locas llorar y de reír a la vez. Su tío se apoyó en su hombro exhalando un suspiro.
—¡Loado sea Dios!…
Diego sonrió desmayadamente a su ilustre tío y volvió sus ojos hacia el televisor cenital. Tuvo que echar la cabeza violentamente atrás para ver en el extremo de la cúpula a la armada enemiga que se batía en precipitada retirada.
—¡Ahí llega Valera! —gritó una muchacha señalando hacia la izquierda, al nivel del suelo.
Diego miró. ¡Ah, valiente autoplaneta! ¡Allí estaba la oportunidad tan largamente esperada! Valera, abandonando su órbita como una piedra que sale de una honda, se lanzó en persecución del enemigo.
—¡Bravo… muy bien! ¡No podrán escapar! —gritaron los oficiales del Tánger.
Antes que autoplanetas y Valera se empequeñecieran en las profundidades del espacio, Valera dio alcance a una de las máquinas enemigas… Brilló una cegadora luz azul sobre la corteza de Valera. Acababa de atropellar un autoplaneta nahumita haciéndole pedazos. Nada. La máquina enemiga era poco menos que una pedrada sobre las corazas de un rinoceronte. Valera continuó volando vertiginosamente dando caza al enemigo en fuga.
En este momento, el aparato de radio dio la fatal noticia. Los planetas Venus y Marte acababan de encajar una docena de gigantescas bombas de hidrógeno.
Esta infausta nueva sumió a los excitados tripulantes del Tánger en un silencio largo y sombrío.
—Era inevitable… —suspiró don Juan Santisteban—. No podíamos esperar que los nahumitas se marcharan sin destruir la vida de esos mundos… Incluso haremos bien no descuidando la vigilancia durante algunos días. ¿Quién sabe? Esos estúpidos nahumitas son muy capaces de haber dejado atrás algún buque cargado de torpedos “W”…
Diego Santisteban saltó del estrado y salió de la cámara de derrota. En la puerta se tropezó con Fabiola. La carita de la joven estaba radiante de felicidad. Sin embargo, al ver el ceño fruncido de su novio, se detuvo poniéndose en guardia.
—¿Qué ocurre? —preguntó mirando a Diego al fondo de los ojos—. ¿No es verdad que los nahumitas han huido sin llegar a destruir la atmósfera de la Tierra?
—Sí, es cierto —repuso Diego esbozando una débil sonrisa.
—¿Y no te alegra?
—Naturalmente que me alegra. Pero ni un sólo redentor, desde el más grande al más chico, puede sentirse orgulloso del final de esta guerra. Vinimos aquí con la ilusión de aniquilar a la Bestia y salvar al Mundo… y ya ves. Hemos destruido a la Bestia, pero no pudimos impedir que los nahumitas destruyeran a su vez nuestros planetas.
—Pero la destrucción no es total. Dentro de algunos siglos, estos planetas habrán perdido su radioactividad. La vida rebrotará en ellos con mayor vigor. Al menos habéis salvado a la Humanidad… es decir, la salvaréis si la lleváis con vosotros a “Redención”. ¿No cabremos todos?
—Sí. Algo apretaditos, pero ni un anciano ni un niño de los que vivan aún en la Tierra será entregado a su suerte. Es muy lamentable que no podamos hacer lo mismo con los venusinos. Allí, la raza humana no habita en ciudades bien protegidas como Madrid.
—¿Y qué vais a disponer respecto a la Bestia Gris? —preguntó Fabiola.
—Sería estúpido permitirle abandonar sus planetas para que prospere en otro rincón del Universo y vuelva un día a torturar a la Humanidad. La Bestia está prácticamente liquidada. No nos resta más que dejar en esta galaxia algunas escuadras siderales para impedir que evacúen Venus y Marte con sus grandes autoplanetas y esperar pacientemente a que la radioactividad de sus planetas les vaya matando poco a poco.
Fabiola asintió. Luego alzó sus ojos hacia los de Diego y preguntó:
—¿Y nosotros… qué haremos?
—¿Qué otra cosa podemos hacer, si no es casarnos? Ya verás, un día de estos evacuaremos Madrid, recogeremos a tu madre, que según dice el tío está a salvo, y luego emprenderemos el viaje a Redención. Allí, libre de amenazas, emprenderemos una nueva y larga vida…
—¿Muy larga?
—Enormemente larga.
—Entonces… ¿viviremos aún cuando la Tierra pueda volverá ser habitada?
—Creo que sí. ¿Por qué lo preguntas?
Ella entornó soñadoramente sus espléndidos ojos.
—Me gustaría volver a mi patria, ser colono de un mundo que resucita limpio de toda tara…
—Volveremos —prometió Diego Santisteban besándola.
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