CAPÍTULO PRIMERO
LA NUEVA AMENAZA
FABIOLA Santisteban tiró del puño de su blusa y echó una mirada al reloj de pulsera. Le extrañaba aquella falta de puntualidad en un hombre tan serio y pundonoroso como el coronel Diego Santisteban, pero la disculpaba en razón de las muchas tareas que pesaban sobre los libertadores de la Tierra; es decir, sobre el pueblo redentor.
Fabiola y el coronel se habían conocido una semana atrás. El coronel, al desembarcar en Madrid al frente de su Regimiento, había procedido, como la mayoría de sus compatriotas, a buscar entre los madrileños recién liberados a alguno de sus lejanos parientes.
Para Fabiola y su madre fue una sorpresa la aparición de este primo en grado lejanísimo que venía de un mundo perdido allá en las profundidades del Cosmos infinito.
Desde luego, no cabía duda de su parentesco. Entre los miembros de la familia Santisteban se conservaba, como una tradición gloriosa, la leyenda de cierto Santisteban que, dos milenios atrás, tuvo la suerte de escapar de Madrid momentos antes que la ciudad fuera tomada por los “hombres grises“. Fabiola había oído relatar muchas veces durante su infancia la prodigiosa fuga del autoplaneta Rayo. Éste era una máquina de forma esférica en cuyo interior hueco se alojaba una pequeña ciudad. Aquella nave del espacio había huido al sobrevenir la estrepitosa derrota de los terrestres. La intención de los exilados era buscar entre los mundos que gravitaban a considerables distancias del Sol un planeta donde las condiciones de vida se les ofrecieran favorablemente…
Fabiola, como la inmensa mayoría de los terrícolas, desconfiaba de la veracidad de esta leyenda. Dudaba que hubiera existido alguna vez un autoplaneta Rayo ni un Santisteban embarcado en él. Aun suponiendo que fuera verdad, era muy problemático que aquellos exilados hubieran sobrevivido a un crucero de decenas de años a través del espacio y, en fin, aunque aquel Santisteban hubiera ido a anclar en un mundo nuevo y lejano, ¿qué probabilidades existían de que regresara alguna vez?
Nada tenía más olvidado Fabiola que aquel lejano pariente cuando de pronto, para sorpresa y alegría del mundo entero, aquel puñado de aventureros que escaparan de la Tierra casi dos milenios atrás se presentaban de nuevo en su mundo de origen para barrer del espacio a la formidable Armada Imperial Thorbod, caer sobre la Tierra y liberar a la humanidad de la ignominiosa opresión de la Bestia, o sea, el Hombre Gris.
Diego Santisteban era uno de los retoños más jóvenes de aquella rama de la familia que había ido a arraigar en un espléndido planeta llamado Redención. ¡La de cosas que tenía que contar el coronel!
La misma ansiedad por saber que dominaba a Fabiola hacía presa en todos los terrícolas. Los redentores venían preparados para saciar la curiosidad que estaban seguros de despertar entre sus hermanos de raza. Toda la historia del pueblo redentor, desde el mismo momento de su desembarco en Redención hasta el día de su regreso a la Tierra, había sido impresionada para la posteridad en kilómetros de hilo magnético.
Los redentores contaban, pues, con un eficaz medio de difusión proyectando estos documentales y retransmitiendo las imágenes por televisión. Pero no todo el mundo tenía un aparato de televisión, ni siquiera un simple aparato de radio con que escuchar la parte hablada de los larguísimos programas. En la hora del pillaje que siguió a la invasión de Madrid por las tropas liberadoras, los más avispados habíanse apresurado a entrar al asalto en las casas de los hombres grises llevándose todo lo que podía ser llevado o quedándose en las casas como dueños.
El Servicio de Información y Propaganda del Ejército Redentor había acondicionado una serie de locales de gran capacidad, transformándolos en salas de proyección.
Hoy, el coronel Diego Santisteban iba a llevar a Fabiola a una de estas salas para darle ocasión de maravillarse, a lo largo de horas de proyección, con todos los adelantos conseguidos por los redentores en el remoto mundo donde habían levantado su poderoso Imperio. Pero el coronel llegaba con una hora de retraso. Fabiola daba por descontada la pérdida de una de las partes más interesantes del programa; aquella en que los exilados de la Tierra llegaban a Redención y exploraban las tierras vírgenes trabando conocimiento con los extraños habitantes del nuevo mundo…
Al levantar los ojos del magnífico cronómetro, regalo del coronel, Fabiola vio al propio Santisteban apeándose de un automóvil eléctrico thorbod y cruzando a paso rápido el jardín en dirección a ella.
Fabiola saltó nerviosamente del banco y salió a su encuentro. El coronel era un apuesto joven rubio, alto y atlético. Vestía el pantalón azul y la guerrera roja del Ejército de Tierra Redentor, con altas y charoladas botas negras y brillante casco de húsar rematado por un ondulante penacho de plumas amarillas y verdes. Las correctas facciones y los ojos grises del coronel denotaban una gravedad extremada, que tuvo el poder de arrebatar la sonrisa del lindo rostro de Fabiola Santisteban.
—Llego con retraso, lo sé —dijo el coronel apretando con su diestra enguantada la de Fabiola, endurecida por el trabajo.
—No tiene importancia, coronel…
—Siento tener que decirle que no podré llevarla al cine como le prometí, —aseguró Diego haciendo una mueca de enojo—. Sólo dispongo de media hora antes de incorporarme a mi unidad.
—¡Como! ¿Se marcha usted? —preguntó Fabiola alarmada.
—Sí. Mi regimiento está reembarcando… Vamos, daremos un paseo por ahí.
Diego asió a Fabiola del brazo y la obligó a acompañarle. El día era espléndido, tercero de Navidad en un Madrid que parecía haberse vestido de primavera para recibir dignamente a los ejércitos liberadores de la Tierra. Los árboles, despojados de hojas, permitían al dorado Sol llegar hasta el fondo de los bosques que adornaban la cara exterior de la gran ciudad. Los niños jugaban persiguiéndose entre los troncos. Gran número de hombres y mujeres tomaban el sol repantigados en los bancos de madera, gozando de una libertad y un ocio que sólo conocían de una semana a esta parte. El seco rechinar de la gravilla acompañaba los pasos de la pareja. Durante un largo rato el coronel guardó profundo silencio. Fabiola le miraba a hurtadillas. Finalmente se atrevió a preguntar:
—¿Ocurre algo grave, coronel?
—Sí —refunfuñó Diego—. Hace una hora acabamos de firmar una alianza con la Bestia Gris. Nos ceden el planeta Venus, el satélite de Júpiter llamado “Ganimedes” y todos los asteroides grandes y chicos que giran más allá de la órbita de Marte. También van a entregarnos lo que queda de su Armada Sideral… unos cuatro millones de aparatos.
—¿Y eso es lo que le preocupa? —exclamó Fabiola estupefacta—. ¡A mí me parece estupendo!
—Advierta que he dicho que la Bestia ha firmado una alianza, que no es lo mismo que rendición. A cambio de estas ventajas los thorbod piden ciertos favores.
—Naturalmente —repuso Fabiola con viveza—. Piden que no se les extermine como a chinches.
—Recuerde que nosotros no podíamos exterminarles —advirtió Diego—. Aquí en la Tierra les pillamos por sorpresa haciendo coincidir nuestra invasión con un levantamiento general de los terrícolas, pero para desalojarlos de Venus y de Marte no podíamos contar ya con la sorpresa… y tampoco podíamos invadir esos planetas a viva fuerza. La Bestia, está acorralada. Lo que le resta de su Armada Sideral no podía evitar la invasión, pero la Bestia nos amenazó con suicidarse si osábamos poner nuestras plantas sobre los planetas donde se han refugiado…
—Sí, lo sé —murmuró Fabiola—. Los thorbod prometieron suicidarse y arrastrar consigo a la muerte a los tres mil millones de venusinos, a los mil millones de terrestres que todavía tienen cautivos y a los propios planetas Venus y Marte… incluso a Ganimedes.
—Nosotros no podíamos pagar a tan alto precio el exterminio de esa maldita raza thorbod —aseguró el coronel—. No podíamos provocar la ruina de esos dos mundos ni de los millones de seres humanos retenidos allí. Si las atmósferas y los mares de esos planetas fueran desintegrados por el hombre gris, jamás volverían a poderse habitar por los terrícolas. Por lo tanto, los thorbod estaban a salvo en Venus, en Marte y en Ganimedes. Su existencia hubiera sido precaria con nuestros navíos bloqueando sus mundos, pero hubiera podido prolongarse indefinidamente.
—Entonces… si los thorbod estaban seguros en Marte y Venus… ¿por qué han accedido de pronto a recluirse en el moribundo Marte y a ser desarmados? —interrogó Fabiola curiosa.
—Algo ha venido a perturbar la seguridad de los hombres grises, y ese algo es la súbita aparición de un pueblo llamado “nahumita” que acaba de llegar a esta galaxia con el firme propósito de destruirla.
—¿Cómo? —exclamó Fabiola pegando un brinco de sorpresa.
—Lo que oye. Los nahumitas vienen a destruir el mundo. Lo que buscan en realidad es aniquilar a la Bestia Gris, y lo harán si Dios no lo remedia… o nosotros somos impotentes para impedirlo.
—¿Quiere decir que nosotros… que ustedes… van a defender a los thorbod haciendo frente a los nahumitas?
—¡Qué remedio! —exclamó Diego abriendo los brazos y alzando sus anchos hombros. No es a los hombres grises a quienes vamos a defender en realidad, sino a los planetas ocupados por estos. ¿O cree usted que podemos permitir a esos nahumitas que, para vengarse de los thorbod, asolen esta galaxia dejándola en condiciones tales que jamás pueda ser habitada por el hombre?
—¿Pero quiénes son esos nahumitas? —interrogó Fabiola dando muestras de desasosiego—. ¿Hombres grises como los thorbod? ¿Monstruos de silicio como los que ustedes tienen en Redención?
—¡Oh, no! —protestó el coronel—: Son criaturas como nosotros… Seres idénticos a los terrestres. Los nahumitas habitaban una rica galaxia contigua a la que vio nacer a la Bestia Gris. Parece ser que los thorbod se lanzaron a la conquista de la galaxia nahumita, logrando dominar a esa raza, pero los nahumitas se sacudieron la garra thorbod y, de guerra en guerra, fueron rechazando a la Bestia acorralándola en sus planetas de origen… Los thorbod se lanzaron a un furioso contraataque sobre los mundos nahumitas y los bombardearon con gigantescas bombas de hidrógeno. Estas bombas de hidrógeno envenenaron las atmósferas de radioactividad y terminaron con toda la vida existente en aquellos mundos…
—¡Dios mío, qué horror! —exclamó Fabiola abriendo de par en par sus luminosas pupilas negras—. ¿Y qué hicieron los nahumitas?
—La flota nahumita bombardeó a su vez los planetas thorbod con proyectiles de hidrógeno dejándolos tan arrasados como los suyos. No quedaron más supervivientes que las dos escuadras que operaban en el espacio. Ningún grupo podía regresar a sus planetas ni tomar tierra en los del enemigo, pero había una diferencia: Los thorbod tenían otros mundos donde poder ir…
—¿A esta galaxia tal vez? —preguntó Fabiola.
—A esta galaxia, sí. Los thorbod han sido siempre una raza muy inquieta. Sus frecuentes correrías por el Cosmos les habían traído al Reino del Sol cuando aquí se vivía aún en plena Edad Antigua. Al ver aniquilados sus planetas, los thorbod rehuyeron el encuentro final con sus enemigos y se adentraron en el espacio viniendo a refugiarse en esta galaxia.
—Pero los nahumitas… ¿Cómo pudieron sobrevivir?
—Es muy posible que se refugiaran en algún satélite cuya atmósfera no estaba envenenada… si los nahumitas supervivientes encontraron un mundo donde esperar, es muy posible que al cabo de siglos pudieran volver a sus planetas. No lo sabemos en realidad. Lo único cierto es que han sobrevivido y están aquí dispuestos a destruirnos a todos.
—Pero habrá alguna manera de impedir esa catástrofe —exclamó Fabiola horrorizada—. Puesto que son seres humanos como nosotros, ¿no sería posible negociar una paz con ellos?
—Estamos intentando hacerlo, pero es muy difícil que lleguemos a un acuerdo. Los nahumitas están empeñados en aniquilar a la raza thorbod y esto no pueden hacerlo sin aniquilar a Venus y a Marte junto con los cuatro millones de seres humanos retenidos allí por la Bestia.
—Pero cuando los hombres grises estén concentrados en Marte… ¿quién nos impide aniquilar ese planeta con toda la chusma gris acumulada sobre su superficie? —interrogó Fabiola con pupilas brillantes.
—Hace mal en creer tan ingenuos a los thorbod, querida prima. Por lo pronto no evacuarán Venus mientras no tengan la certeza de que los nahumitas están muy lejos, y luego dejarán en Venus una pequeña guarnición. Esta guarnición vigilará una fortaleza donde los thorbod habrán dejado un detonador atómico de grandes proporciones, capaz de hacer estallar la atmósfera de Venus en caso que nosotros faltáramos a nuestro compromiso atacando a Marte.
—¡Esto quiere decir que los thorbod tendrán de la mano el hilo que puede hacer saltar en pedazos a Venus en cualquier instante! —exclamó Fabiola ahogadamente—. ¿Cómo han podido permitirlo? No es una victoria diplomática muy brillante, que digamos…
—¿Y qué otra cosa podíamos hacer? —gruñó el coronel malhumorado—. Había que escoger entre esta solución o permitir que la Bestia continuara dueña de Venus. Ese detonador atómico en Venus será siempre una espina clavada en nuestras carnes pero con la Bestia recluida y desarmada en Marte y nuestra flota Sideral patrullando el espacio, los thorbod jamás podrán destruir a Venus sin ser a su vez aniquilados. Y todo parece indicar que los hombres grises no desean ser exterminados por completo.
Fabiola asintió lentamente con repetidos movimientos de cabeza. Siguieron paseando en silencio.
—¿Quiere que regresemos? —preguntó Diego Santisteban consultando su cronómetro—. El automóvil vendrá a recogernos dentro de diez minutos.
—¿Dónde le llevan ahora? —preguntó Fabiola mientras daban media vuelta—. ¿Tal vez a Venus?
—No. En Venus no podemos desembarcar hasta que haya desaparecido la amenaza nahumita. Mi buque de desembarco regresa al autoplaneta Valera. Hemos distribuido nuestros dos millones de buques de combate en cuatro grupos de quinientos mil aparatos. Cada uno de los tres primeros grupos defenderá un planeta, y el cuarto sobrante permanecerá en Valera para acudir rápidamente allá donde haga falta.
—Esos nahumitas… ¿son muy fuertes?
—Su Armada expedicionaria parece estar formada por cuarenta grandes autoplanetas que transportan en total algo más de un millón de buques de combate.
—¡Ah! Entonces no es fácil que lleguen a acercarse a estos planetas lo suficiente para torpedearlos.
—No se haga ilusiones —refunfuñó Diego—. Aunque les doblemos en número, estamos en inferioridad respecto a ellos. No es lo mismo atacar unos planetas que defenderlos. Los nahumitas pueden concentrar un millón de buques siderales sobre cualquier planeta y atacarlo. Si nosotros desguarnecemos por ejemplo a Venus para acudir a reforzar a la Tierra, entonces puede ocurrir que una pequeña patrulla de aeronaves nahumitas se dirija a Venus y le suelte una docena de torpedos “Doble Uve“. Bastaría que uno sólo de esos proyectiles alcanzara la atmósfera del planeta atacado para destruirlo.
—¿Qué diferencia hay entre una bomba “W” y una bomba de hidrógeno? —interrogó Fabiola.
—La bomba “W” es, en realidad, una bomba atómica, de oxígeno, un artefacto muy difícil de construir. La bomba “W”, para que surta los efectos calculados, debe estallar dentro de la atmósfera de un planeta, aproximadamente a unos tres mil metros de altura sobre la superficie. Esta bomba actúa como un detonador. Al hacer explosión a poca altura sobre la superficie de un planeta origina una reacción en cadena de todos los átomos de oxígeno contenidos en la atmósfera y en el agua de los mares. Aire y agua desaparecen en unos segundos.
—¿Cree que los nahumitas atacarán esta galaxia con bombas “W”? —preguntó Fabiola dando muestras de intranquilidad.
—Es el medio más seguro para aniquilar una galaxia. Sin embargo, es posible que los nahumitas nos torpedeen con bombas de hidrógeno. La bomba de hidrógeno es muy temible porque, prácticamente, puede tener un volumen ilimitado. Se diferencia de una bomba “W” en que no basta, por sí sola, para aniquilar por la eternidad a un mundo. Desde luego, las cenizas radioactivas de una bomba de hidrógeno se quedan en suspensión en el aire y envenenan la atmósfera matando toda vida animal y vegetal. Temporalmente, un planeta bombardeado con estos artefactos queda tan inutilizado como uno destruido con bombas “W”, pero el tiempo va mitigando la radioactividad y ésta acaba por desaparecer permitiendo nuevamente el desarrollo de la vida orgánica.
—¿Y por qué dice que los nahumitas pueden torpedearnos con bombas de hidrógeno sin acercarse a nuestros planetas?
—Es muy sencillo. Una bomba “W”, para que surta sus efectos, tiene que hacer explosión allí donde la atmósfera es más densa; es decir, a una altura del suelo inferior a los cinco mil metros. Generalmente adoptan la forma de torpedos autómatas y son disparados desde gran distancia, pero la velocidad de esas máquinas ha de ser muy pequeña al penetrar en la atmósfera de un planeta. Si fuera dotado de gran velocidad, ese torpedo estallaría a causa de la violenta frotación con el aire, aunque estuviera construido del metal llamado dedona y aunque la densidad del aire a cien kilómetros de altura sea muy escasa. Pero a cien kilómetros de altura, el oxígeno es tan tenue que no podría reaccionar en cadena bajo el impulso del detonador mecánico. Por lo tanto, la bomba “W” debe tener poca velocidad para que no se incendie al frotar con las altas capas atmosféricas y pueda llegar allí donde el oxígeno tiene una densidad óptima. Pero un torpedo automático que vuele por el espacio en dirección a un planeta puede ser interceptado y destruido antes de llegar a su objetivo.
—¿Y un torpedo de hidrógeno no?
—No, porque iniciando su carrera a varios millones de kilómetros de distancia y acelerando continuamente, un torpedo de hidrógeno llegaría a alcanzar velocidades tan grandes que, prácticamente, apenas si daría tiempo a verlo.
—Pero al entrar en contacto con la envoltura gaseosa de la Tierra, por ejemplo, estallaría como un torpedo “W”. Y si frenara para evitar su autodestrucción, las defensas podrían destruirlo.
—Un torpedo de hidrógeno no frenaría. Entraría como un meteoro en nuestra atmósfera y estallaría al frotar con el aire, pero precisamente, un proyectil de hidrógeno, es tanto más eficaz cuanto más alto explote. Así, su radio de acción es más grande y sus cenizas radioactivas caen como una lluvia mortal sobre la superficie del mundo elegido como víctima.
—¿Según eso… no hay posibilidad de eludir un ataque de torpedos de hidrógeno? —balbuceó la muchacha.
—La única probabilidad consiste en interceptarlo cuando todavía no ha multiplicado su velocidad. ¡Pero es tan difícil descubrir a un proyectil que se mueve en un espacio tan enorme! Lo más adecuado es no perder de vista a los buques que pueden dispararlo… y eso es lo que nos proponemos hacer.
Fabiola Santisteban guardó silencio. Habían llegado al mismo punto desde el que iniciaran su paseo y el coronel miraba hacia el final de la larga avenida esperando ver aparecer el automóvil que le llevaría a las afueras de Madrid, donde estaba reembarcando su regimiento.
—¿Volverá pronto? —preguntó Fabiola.
—Lo ignoro.
—En tal caso… ¿debemos despedirnos?
Diego Santisteban volvióse a mirar a su linda primita. De pronto ocurrió algo extraño. Un lívido fulgor verde azulado parpadeó en los confines del horizonte dando lugar a una fugaz y fantástica aurora boreal. Las gentes que habían saltado de los bancos se miraban unas a otras interrogándose con los ojos. El coronel había palidecido intensamente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Fabiola con alarma.
—Temo…
De nuevo se encendió en el horizonte la luz cárdena.
—Pero… ¿qué ocurre? —tornó a preguntar la muchacha.
Diego Santisteban la asió del brazo y echó a correr arrastrándola consigo.
—¡Pronto… a la ciudad! ¡Nos están bombardeando con proyectiles de hidrógeno! —gritó con voz ronca.