CAPÍTULO II
EL SOL DE LA MUERTE
APENAS habían dado cinco pasos cuando empezaron a aullar las sirenas de alarma. La gente que llenaba los parques rompió su expectante inmovilidad y echó a correr hacia los grises caparazones que cubrían las entradas de la ciudad subterránea. Un temblor sacudió la tierra. El tráfico se detuvo y los ocupantes de los automóviles y tranvías “sin fin” (plataformas enlazadas de parada y puesta en marcha automática) se volcaron sobre las calles compitiendo en velocidad para alcanzar la entrada de los refugios.
Un coche eléctrico se había detenido junto al bordillo del jardín por donde corrían el coronel y Fabiola. Diego vio saltar a sus ocupantes a tierra y pensó en tomar aquel automóvil. Llevó a Fabiola en aquella dirección. Al llegar junto al coche se detuvieron jadeando. Sus ojos cruzaron una mirada de angustia.
—Debo volver a mi buque, Fabiola —dijo el coronel con voz ronca.
—¿Me abandona? ¡Dios mío…! ¿Qué va a ser de nosotros, coronel? —preguntó Fabiola sollozando.
—¿Quiere usted venir conmigo?
—¡Oh, sí! —exclamó Fabiola radiante de alegría. Pero, de pronto, volvió a su actitud desolada y dijo—: No… no puedo abandonar a mi madre.
—Nada puede hacer usted por mejorar la suerte de su madre —aseguró Diego—. Ella estará a salvo en Madrid, a condición que cierren herméticamente todas las bocas de entrada y los respiraderos y no beban una gota de agua que no sea de los depósitos de reserva.
—Sí… ¿pero y luego? Las reservas de agua y oxígeno no durarán eternamente, y usted acaba de decir que si el aire de la Tierra es envenenado de radioactividad habrán de transcurrir muchos siglos antes que desaparezca por completo.
—El oxígeno y el agua pueden obtenerse artificialmente. Los hombres grises prepararon sus ciudades a todo evento y Madrid cuenta con equipos sobrados para mantener a una población de varios millones de habitantes durante años. La dificultad mayor estaría en los alimentos… pero nosotros no vamos a marcharnos del Reino del Sol dejando a la humanidad prisionera de sus ciudades. Evacuaremos a los terrícolas y, entonces, su madre de usted podrá reunírsele… ¡Vamos, venga conmigo!
Fabiola vacilaba todavía, de pie junto a la portezuela abierta del automóvil. Las sirenas aullaban desaforadamente llamando a los madrileños a la ciudad subterránea. Diego miró al cielo intranquilo. Sabía que las cenizas radioactivas de las explosiones nucleares estaban cayendo ya sobre la superficie de la Tierra. De un empujón metió a su linda prima en la cabina del automóvil, dio la vuelta a la máquina para introducirse por la portezuela contraria y tomó asiento ante el volante.
Habían quedado gran número de automóviles abandonados allí donde les sorprendió la sirena de alarma. Diego fue sorteándolos con habilidad.
Mientras buscaban la salida a la carretera, volvió a encenderse en el horizonte la lívida luz atómica, tan potente que humillaba, incluso, a la del sol, por unos segundos.
—¡Malditos nahumitas! —rumió Santisteban con cólera—. Ni siquiera han esperado a ver qué gente habitaba estos planetas. ¿Qué se habrán creído esos necios?
—¿Está seguro que esos temblores de tierra han sido producidos por explosiones de bombas de hidrógeno y no de otra clase? —interrumpió Fabiola.
—Por desgracia, estoy seguro.
El automóvil dejaba atrás la ciudad y se lanzaba por la impecable recta de la autopista. Diego apretó el acelerador a fondo y abandonó el volante. El piloto automático conducía ahora. La autopista, como todas las de la Tierra, estaba separaba en dos direcciones por un bordillo electrónico formado por una especie de cerca de malla metálica. En la delantera del automóvil, una a cada lado, había montada una invisible antena receptora. Si el coche se aproximaba demasiado a uno de los bordes de la pista, la acción de la cerca electrónica sobre la antena ponía en marcha un pequeño motor eléctrico que accionaba el tren de dirección enderezándole instantáneamente. Siguiendo el mismo principio, el dispositivo automático permitía adelantar a otros coches y pararse ante las luces rojas situadas a las entradas de cada ciudad, caso que el conductor hubiera decidido echar una siestecita mientras su máquina rodaba a razón de 200 kilómetros por hora siguiendo el trazado de la cerca metálica.
Fabiola miraba por la ventanilla a los verdes bosques que desfilaban vertiginosamente por ambos lados.
—Me parece mentira —dijo al cabo de un breve silenció— que todo cuanto veo ahora esté condenado al exterminio. ¿Qué aspecto tendrá la Tierra cuando la radioactividad lo haya impregnado todo?
—No he visto nunca un mundo en esas condiciones, pero no es difícil imaginarlo —repuso el coronel sombríamente—. Toda la vegetación desaparecerá. Estos bosques quedarán reducidos a grandes cementerios de árboles muertos. Ni un animal, ni un insecto se moverá en el suelo ni en el aire. El viento no agitará una sola hoja y levantará sofocantes polvaredas de estos desolados páramos. Tal vez con el tiempo florezca aquí una exótica vegetación de plantas radioactivas. A medida que la radioactividad vaya disipándose, la nueva flora se adaptará a las nuevas condiciones evolucionando hacia especies desconocidas.
Fabiola guardó silencio durante un minuto.
—Es difícil de creerlo —murmuró finalmente—. No puedo imaginarme este planeta en otra forma que como le veo ahora.
—Dentro de unos días, no muchos, verá marchitarse toda la vida orgánica sobre la Tierra. Es inevitable.
El automóvil eléctrico estaba a la vista del enorme aeropuerto interplanetario de Madrid. Una dilatada llanura se ofreció a los ojos de Fabiola Santisteban. En esta llanura se veían algunos buques siderales de la Flota redentora y un colosal disco que no estaba posado sobre el suelo, sino que flotaba en el aire a sólo unos metros de altura.
—¿Es ese su buque? —preguntó Fabiola señalando el disco.
—Sí, ese es el Argentina.
Fabiola contempló la máquina llena de curiosidad. El coronel le había hablado muchas veces de su buque con el orgullo propio de un soldado. El disco volador medía 12 kilómetros de diámetro por uno de altura. Interiormente estaba dividido en 100 pisos estancos, cada uno de los cuales tenía 113 kilómetros cuadrados de superficie. Como quiera que había un centenar de estos pisos, la superficie total útil del buque venía a ser unos 11.300 kilómetros cuadrados.
La gigantesca máquina voladora estaba construida de dedona. Este metal, era la materia más densa de cuantas se conocían. Tenía la curiosa propiedad de repeler la fuerza de gravedad cuando se le inducía eléctricamente. Para dar esta energía a la envoltura metálica que lo cubría, así como para mover todas las máquinas que constituían la 9.ª División alojada en el Argentina, el buque disponía de un poderosísimo generador atómico de electricidad.
En el momento de detenerse el automóvil a corta distancia del Argentina desaparecía por la gran escotilla el último blindado de la División. Se veían por allí gran número de automóviles y autocares. Un pequeño grupo de oficiales hablaba animadamente. Cuando Fabiola y Diego echaban pie a tierra daba la sirena del Argentina el segundo aviso de salida. Los dos Santisteban avanzaron unos pasos pasando de la tibia luz del sol a la sombra proyectada sobre el suelo por el gran disco volador.
Sintióse intranquila Fabiola al verse bajo la abrumadora masa del buque. Bastaría que éste descendiera unos pocos metros más para aplastarles a todos contra tierra, pero el buque flotaba en el aire con tanta seguridad y firmeza como si le sostuvieran gran número de invisibles y robustos pilares.
Diego se detuvo un momento para cruzar algunas palabras con el grupo de oficiales entre los que se veían las estrellas de media docena de coroneles.
—¿Qué le ha parecido eso, Santisteban? —preguntó un joven coronel señalando con un movimiento de cabeza hacia el Este.
—A mí me han parecido bombas de hidrógeno —repuso Diego sombríamente—. ¿No lo eran?
—¡Sí, mil diablos! Y no hubo manera de evitarlo. Los condenados nahumitas debieron disparar esos torpedos desde setecientos u ochocientos millones de kilómetros de distancia. Cuando dieron contra la atmósfera de la Tierra llevaban tanta velocidad que apenas si se les vio… ¡Y échele usted galgos a una máquina que viaja a más de doscientos mil kilómetros por segundo!
—¿Hay noticias de Venus y de Marte?
—Todavía no, pero no tardará en haberlas. Los nahumitas han venido a destruir esta galaxia ¡y por Santiago, que lo están consiguiendo! Pero no les arriendo las ganancias… ¡Así los lleve Satanás a todos! Ya está fuera de combate la Tierra, muy bien. Ahora nos toca a nosotros hacerles una visita de cortesía en su galaxia para dejarles nuestra tarjeta. ¿Pero qué clase de gente se habrán creído que somos?
Bastaba mirar a la cara de aquel grupo de redentores para adivinar la rabia que inundaba todos los corazones. Aunque Fabiola odiaba en estos momentos a los nahumitas, tanto como el que más, llegó a sentir lástima de aquel pueblo extranjero que, con su precipitación, estaba sellando la destrucción de sus propios planetas.
—Lo malo —dijo Diego gravemente—, es que nuestra venganza no puede devolver la vida a esta desgraciada galaxia.
—Sí —farfulló otro de los oficiales—. Eso es verdad. Lo único que podemos hacer por esta desdichada Tierra es evacuar a toda la gente que podamos.
—Pues debiéramos hacerlo ahora mismo, antes que la radioactividad impregne todo y complique más la tarea —dijo Santisteban.
—Es lo que vamos a hacer, ¿no lo sabía? Nuestro buque va a descender sobre Madrid para tomar a bordo toda la gente que pueda.
Esta noticia llenó de alegría a Fabiola. Puesto que su primo era “alguien” a bordo del Argentina; no parecía aventurado esperar que su madre se contara entre el número limitado de evacuados. En este momento, la sirena del buque mugió por tres veces consecutivas. Una sección de la parte inferior del “disco volante” descendía sostenida por dos muelles articulados. El grupo de oficiales, Fabiola y Diego subieron sobre esta plataforma. Los muelles se replegaron elevando la plataforma y haciendo que ésta encajara herméticamente en la abertura cuadrangular.
Fabiola se vio en una especie de hangar enorme, cuyos techos tenían una altura de siete u ocho metros.
—Hemos amontonado el material en los pisos de arriba dejando libres los inferiores para los evacuados —explicó uno de los coroneles a Diego—. ¡Con tal que no estalle una bomba de hidrógeno cerca de nosotros mientras estamos dentro de la atmósfera!…
Diego tomó a su encantadora prima de una mano y la condujo hasta la cabina de un espacioso ascensor.
—¿Qué ha querido decir ese coronel con eso de “con tal que no estalle una bomba”? —interrogó Fabiola.
—Sólo ha querido decir que si nos pillara una explosión del género de las que acaban de envenenar la atmósfera tendríamos muy pocas probabilidades de salvarnos. Una explosión atómica no es muy peligrosa en el vacío cósmico, donde no existe aire. Pero dentro de la envoltura gaseosa de la Tierra, la onda expansiva de esa misma explosión, nos daría un golpe tan brutal que haría pedazos este buque. Por si ocurriera un percance de este estilo, voy a llevarla a usted al almacén para que le den una armadura y una escafandra a su medida.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron automáticamente. Diego condujo a su prima a lo largo de un dédalo de corredores hasta un enorme almacén repleto de armaduras y escafandras de cristal. El coronel explicó a una teniente lo que quería y dejó a Fabiola en sus manos prometiendo volver a recogerla luego.
Dos muchachas redentoras tomaron las medidas a Fabiola y consultaron una especie de catálogo. Éste les dio la numeración del traje que mejor iba a las proporciones de Fabiola. Poco después, Fabiola se veía enfundada en una armadura de cristal y escuchaba las instrucciones de la teniente sobre su manejo.
—La escafandra encaja sobre el descote del traje de esta forma. Mete las guías dentro de estas escotaduras, imprime a la escafandra un giro enérgico hacia la izquierda… ¿ha oído usted un “clic”? Eso quiere decir que la escafandra cierra herméticamente. En la parte delantera, bajo la barbilla, tiene usted un micrófono y una doble válvula de aire La válvula de la derecha le permitirá respirar del oxígeno natural de la atmósfera. Si usted sabe o sospecha que la atmósfera está impregnada de radioactividad, mueve este resorte. La válvula se cierra y se abre respirando ahora de la provisión de oxígeno que lleva alojado entre las dobles paredes de su traje…
Fabiola ponía la mayor atención en las explicaciones de la instructora. Tan absorta estaba que ni se enteró de que el Argentina, después de elevarse a 3.000 metros de altura y volar rápidamente los 20 kilómetros que separaban el aeropuerto de la capital, descendía ya sobre Madrid.
Diego vino a buscarla al cabo de quince minutos. Vestía una armadura idéntica a la de Fabiola. Sujeta al muslo derecho llevaba una funda que dejaba asomar en parte la culata de una pistola automática de gran calibre.
—Venga usted conmigo —le dijo.
Fabiola saludó a las muchachas del almacén con un gesto y siguió a su primo a lo largo de un intrincado dédalo de corredores.
—¿Dónde me lleva?
—A mi camarote. Estamos descendiendo sobre Madrid. Dentro de unos minutos el buque entero será asaltado por una multitud enloquecida por el miedo. Permaneciendo encerrada en mi camarote se evitará usted el tener que luchar contra esos energúmenos.
—Lo que yo deseo es que me permita saltar a tierra para buscar a mi madre.
—No sea absurda, querida prima. ¿Cómo quiere encontrar a su madre entre medio millón de locos desatados? En Madrid ha circulado la noticia de que nos disponemos a evacuarles y todos luchan como bestias por ser los primeros en embarcar. Yo saltaré a tierra con mis tropas para imponer algún orden… Si veo a su madre se la mandaré a bordo debidamente escoltada, no se preocupe.
Esta promesa satisfizo a Fabiola. No obstante, todavía insinuó:
—Pero dos pares de ojos siempre verán más que uno…
Diego se detuvo ante una puerta, la abrió e indicó a su prima que entrara. Fabiola se vio en un despacho de regulares dimensiones, donde había una mesa de cristal, un par de profundos sillones, un ancho diván, un fichero y un radiovisor. Una puerta, al fondo, comunicaba con un camarote.
—Aquí tiene usted un aparato de televisión —dijo el coronel señalando el aparato—. Con él podrá ver el gentío mucho mejor que si estuviera confundida entre él. Si ve asomar por algún lado la cabeza de su madre, no tiene más que decírmelo por conducto de este dictáfono que hay sobre la mesa. Usted dígame dónde está y yo procuraré encontrarla.
Mientras hablaba, Diego movió los sencillos mandos del aparato. La pantalla se iluminó apareciendo en ella, vista desde arriba, una ingente muchedumbre con las caras vueltas hacia el cielo.
—La cámara tomavistas está situada debajo del buque —explicó Diego—. La gente mira hacia nosotros.
La gente, en efecto, no apartaba sus ojos del disco volante. Un bosque de brazos tremolaba en el aire, como si miles de pares de manos intentaran asirse a la parte inferior del Argentina. Una serie de extrañas y encontradas corrientes agitaba a la muchedumbre enloquecida por el miedo. Vista desde el aire parecía un oleaje pardo rompiendo contra los caparazones grises que emergían del mar de cabezas como pulimentados escollos. El disco volador descendía sobre Madrid y la muchedumbre parecía subir como si estuviera situada sobre la plataforma de un gigantesco ascensor.
—La dejo —murmuró Diego—. Eche el cerrojo por dentro en cuanto yo salga y no deje entrar a nadie. Si abre, la gente invadirá también este despacho estropeándolo todo.
Fabiola acompañó a su primo hasta la puerta.
—No sabe cuánto le agradezco… —empezó a decir.
Diego hizo un ademán de enojo.
—No tiene que agradecerme nada. Hasta luego.
Diego salió y se encaminó rápidamente hacia uno de los muchos ascensores que atravesaban de arriba abajo al buque poniendo en comunicación todos los pisos. En el piso más inferior se preparaban sus hombres para desembarcar. Todos ellos vestían armadura y escafandra de vidrio azul. A la espalda llevaban adosado el “back”. Un “back” era una simple caja de dedona. Dentro de la caja habían encerrados un receptor de energía eléctrica y un eyector atómico. El receptor daba corriente a la caja, la caja adquiría flotabilidad y levantaba en el aire al ocupante del traje unido a ella. Luego, el eyector de partículas ionizadas impulsaba al aviador por la espalda imprimiéndole una velocidad que podía llegar hasta los 1.000 kilómetros por hora.
Diego se hizo adosar a la espalda un “back” y tomó un largo vergajo que le tendía su capitán ayudante, Marcelino Catasús.
—¿Quién ha ordenado esto de las vergas? —preguntó haciendo un mohín de disgusto.
—Lo ha mandado el general. No para que las usemos, a menos que haga falta, sino para imponer algún respeto.
—No me parece muy digno golpear a esos pobres desgraciados como si se tratara de una manada de cerdos. Bastantes latigazos han sufrido ya de los hombres grises para que nosotros añadamos algunos más. Prohibido que ninguno de mis hombres pegue a nadie, ni siquiera permito que se enarbolen estas vergas en actitud amenazadora. ¿Entendido? Comunique esta orden a todos por radio, capitán.
Mientras el capitán difundía por radio la orden bramaron los altavoces:
—¡Atención! ¡Tropas en servicio de policía… a las plataformas!
Diego se encaminó hacia la plataforma más cercana, situada entre dos muelles extensibles, los altavoces dieron un breve aviso y las plataformas empezaron a bajar empujadas por los muelles. Diego se vio casi de repente a plena luz del día, escuchando en sus oídos el hervor impaciente y los rugidos profundos de la multitud. El disco volador se encontraba a una altura aproximada de 30 metros sobre el nivel de las calles de la superficie de Madrid. Como la cara exterior de la ciudad formaba una serie de ondulaciones para aminorar los efectos de las explosiones atómicas de un posible bombardeo, los caballones tocaban casi el gigantesco disco portaviones.
Cuando la plataforma del ascensor estaba a cuatro metros de altura se detuvo. Las tropas, Diego inclusive, pusieron en marcha sus “backs” y abandonaron las plataformas echando a volar sobre la multitud. Las plataformas siguieron bajando y el gentío se lanzó al asalto de ellas profiriendo rugidos de ansiedad…
En este momento se reprodujeron las espantosas escenas de furor colectivo que habían tenido lugar en muchas fechas tristemente célebres de la historia de la humanidad. En vano los altavoces del Argentina bramaban recomendando a la masa serenidad y disciplina. El clamor de los altoparlantes perecía ahogado entre el rugido de la muchedumbre. Nadie escuchaba las sensatas recomendaciones de sus salvadores. Todos querían ser los primeros en alcanzar el buque, y acuciados por el temor a quedarse en tierra, peleaban por abrirse paso hasta las plataformas.
Los que habían subido en primer lugar fueron derribados sobre el piso del ascensor por el arrollador empuje de los que venían detrás. Una ola de carne cubrió inmediatamente a los caídos pisoteándolos en mitad de una confusión espantosa. Aquí y allá desaparecían en los remolinos de la multitud, como sorbidos por una corriente subterránea, mujeres y niños que no volvían a reaparecer. Algunos se subían sobre los hombros de sus compañeros y, andando sobre el mar de cabezas, llegaban hasta la plataforma cuando no caían al errar pie para no aparecer más.
Esta escena, presenciada de cerca por el coronel Diego Santisteban, se repetía a lo largo y a lo ancho de doce kilómetros en las múltiples plataformas alargadas por el disco volante. En los oídos de Diego aulló la voz del general de la División, don Tomás Barbastro:
—¿Qué hace ahí parado, coronel Santisteban? ¡Intervenga! ¿No ve que esos brutos se están matando como chinches? ¡Formen un cordón en torno a las plataformas!
Diego se lanzó hacia la plataforma más próxima seguido de medio centenar de soldados. Por una causa u otra, la plataforma empezó a subir en estos instantes. Los muelles extensibles, al plegarse, cogieron entre sus férreos brazos a más de cien desgraciados que se habían asido a esta escalera providencial intentando trepar hasta la boca de la escotilla.
Con los pelos de punta, el coronel vio caer hombres partidos por la mitad, brazos y piernas mutilados que formaron un chorro de carne y de sangre sobre las cabezas de los que había debajo.
—¡Detengan ese ascensor…! —rugió Diego lanzándose hacia los muelles y arrancando de un tirón a un loco que buscaba la salvación en subir más en vez de saltar a tierra.
El elevador se inmovilizó y volvió a bajar quedando a tres metros de altura sobre el nivel de la calle. Diego y los soldados aprovecharon esta ocasión para desalojar de la plataforma a las dos terceras partes de la gente amontonada sobre ella. Tirando de las piernas y brazos de los que estaban encima de la montaña humana, los redentores consiguieron ir sacando a la luz a los que yacían aprisionados debajo de todos. Muchos de estos eran ya cadáveres y no había ni uno sólo que no estuviera herido. El elevador subió hasta el disco volante a medio millar de muertos y heridos.
Aunque él mismo hubiera prohibido las vergas, el coronel fue el primero en utilizar la suya, repartiendo porrazos a diestra y siniestra. Pero los golpes caían sobre una masa insensible a todo dolor. Cuando la plataforma volvió a bajar, vacía y chorreando sangre, la muchedumbre volvió al asalto arrollando al cinturón de soldados y haciendo desaparecer a buen número de estos entre el torbellino de cuerpos afanosos.
Y en este momento, cuando casi la mitad del millón de habitantes de Madrid se encontraba fuera de la ciudad subterránea y la otra mitad pugnaba por salir, ocurrió lo que el coronel Santisteban había estado temiendo.
Una inmensa bola de fuego estalló sobre Madrid irradiando una luz tan potente que dejó ciega a dos terceras partes de la multitud. Era una gigantesca bomba de hidrógeno que acababa de estallar a unos 60 kilómetros de altura, dentro ya de la atmósfera de la Tierra. La luz y el calor fueron los primeros en llegar. La temperatura subió instantáneamente a miles de grados…