CAPÍTULO IV

“COMBATE SIDERAL”

AL llegar a una distancia de 384.000 kilómetros de la Tierra, el portaviones Argentina se puso a dar vueltas en torno al planeta.

A esta distancia seguía la órbita de la Luna y también la del planetillo Valera, que hacía las veces de contrapeso al satélite natural de la Tierra girando en torno a ésta por el lado contrario. La misión del portaviones era colaborar con la Luna, con Valera y con 400 discos volantes más en la custodia del planeta mientras las escuadras redentoras y nahumitas dirimían sus diferencias en el espacio intercambiando torpedos autómatas.

El planetillo Valera debiera ser considerado como la primera maravilla del Universo “fabricada” por el hombre. En realidad, las criaturas humanas no habían hecho a Valera, pero lo había descubierto y le había añadido lo que hacía de este planetillo el más original de cuantos gravitaban en el Cosmos.

En sus orígenes, Valera había sido un planetillo como los demás, un mundo privado de atmósfera y de vida que se movía por el espacio siguiendo una órbita que le mantenía esclavo de un Sol. Pero este solitario mundo no estaba hecho de tierra y rocas como la inmensa mayoría de sus congéneres.

Se trataba de un planetillo hueco, con un caparazón de 100 kilómetros de espesor medio, constituido enteramente de “dedona”, un metal 20.000 veces más pesado que el agua.

Aunque era hueco y sólo medía 3.200 kilómetros de diámetro exterior, contra 3.470 que medía la Luna, la extraordinaria densidad de su materia equivalía a la masa de todo el planeta Tierra.

En la actualidad Valera albergaba en sus entrañas un pequeño paraíso. Sus conquistadores, después de cerrar todas las grietas y dejar buen número de compuertas para poder entrar y salir, le habían dotado de un diminuto sol artificial y de una completa y pura atmósfera. Sol y oxígeno, agua y calor, hicieron prosperar en las entrañas de Valera hermosos y lujuriantes bosques que más tarde albergaron toda una bulliciosa y multicolor fauna.

A bordo de este extraordinario autoplaneta habían venido los redentores con todo su formidable aparato bélico. Si llegaba el caso, y todo parecía indicar que había llegado, Valera podía intervenir en la lucha como un combatiente más. Toda su superficie estaba profusamente salpicada de grandes caparazones desde los que disparaban los mortales “rayos Zeta”, rayos que emitían un violento chorro de átomos y hacían desintegrar cualquier metal.

Pero la “dedona” de que estaban construidos los aparatos siderales nahumitas no podía se desintegrada por estos rayos. Aquellos buques estaban hechos de una “dedona” idéntica a la de Valera. Por lo tanto, mutuamente invulnerables a estos rayos, redentores y nahumitas iban a enfrentarse al estilo de las guerras terrestres: buque contra buque, torpedo contra torpedo y coraza contra coraza.

—Los nahumitas —dijo el coronel Diego Santisteban a su encantadora pariente— ignoran seguramente que Valera es un satélite artificial de la Tierra. Sus torpedos, no pueden hacer el menor daño a Valera, pero Valera aloja en sus entrañas una provisión inagotable de torpedos. Los nahumitas harían bien no acercándose demasiado a nuestro disfrazado “satélite”.

—Me gustaría presenciar la batalla —dijo Fabiola—. ¿No podríamos verla desde aquí?

—Nada más sencillo. El general no querrá perderse esta batalla y tendrá apuntado el telescopio sobre los combatientes todo el tiempo que dure la lucha. Las escenas de la contienda serán retransmitías por televisión a todo el buque para que la tripulación pueda ver lo que ocurre. Así, pues, bastará ponerse ante cualquier televisor de a bordo para asistir a ese encuentro.

Unas horas más tarde después de esta conversación, Diego fue al almacén de equipos en busca de Fabiola. Ésta, que acababa de entablar rápida amistad con la teniente encargada de aquel departamento, le siguió a lo largo de los intrincados corredores hasta un salón bastante grande, igual a un cine, incluso por tener una pantalla blanca y muchas hileras de sillones.

—En realidad es un cine —explicó Diego—. Aquí se proyectan las películas que entretienen los ocios de la tripulación. Pero hoy vamos a utilizarlo como palco para asistir, desde lejos al encuentro entre nuestra Flota Sideral y la Armada Sideral de Nahum.

Diego, temeroso de que algún general quisquilloso pusiera reparos a la presencia de una terrícola en la sala, llevó a Fabiola hasta la última fila de butacas. Iban entrando los oficiales de mayor graduación del buque. En todas las caras se retrataba la excitación del momento. Se hablaba en voz alta y chillona.

Al cabo de un buen rato, cuando toda la sala estaba llena de bote en bote, sonó un timbre y se apagaron las luces. Instantáneamente cesaron todas las conversaciones. La pantalla se iluminó. Sobre un rectángulo completamente negro se movían miríadas de diminutos puntos brillantes, parecidos a estrellas muy lejanas.

—Esa es nuestra flota —cuchicheó Diego al oído de Fabiola.

La gigantesca pupila del telescopio se movió hacia la derecha. Desfilaron grandes y luminosas las estrellas, y de pronto entró en el rectángulo negro otro enjambre de diminutos puntos brillantes.

—La Armada nahumita —dijo la joven coronel. Y murmurando entre dientes añadió—: ¡Así los confunda el diablo!

—En un ángulo de la pantalla se veía una hilera de cifras luminosas que cambiaban continuamente su orden.

—¿Qué es eso? —preguntó Fabiola.

—Indica la distancia a que se encuentra el objetivo de nosotros.

Las dos flotas acortaban las distancias rápidamente. El encuentro iba a tener lugar a 20 millones de kilómetros de la Tierra. Después de abarcar en panorámica a cada escuadra, el telescopio se añadió varios aumentos haciendo crecer el tamaño de las cosas hasta que los buques enemigos se vieron del tamaño de puños. Eran unas máquinas largas y estilizadas, negras, de aspecto amenazador y todas iguales.

El telescopio giró a la izquierda y mostró a la flota redentora. Los buques siderales redentores estaban clasificados en tres tamaños distintos. Los más pequeños, que eran también los más numerosos, estaban pintados de un brillante color rojo y adoptaban la forma de voraces tiburones, sin omitir la aserrada dentadura pintada de blanco en la parte inferior de sus proas. Eran los destructores.

Los buques de tamaño intermedio estaban clasificados como cruceros y tenían los perfiles de un esturión de prominente apéndice. Iban pintados de color verde. Por último, los acorazados, eran de un color gris perla y tenían todo el aspecto de gigantescos y pesados cetáceos terrícolas. En número, los contendientes venían a estar igualados. En fuerza y pericia iba a verse en breve.

Las dos flotas desplegaron en orden de combate. El ala izquierda nahumita se adelantó en un movimiento que tendía a envolver a la flota redentora. La pupila del telescopio giraba ora a la derecha, ora a la izquierda, ofreciendo una vista alternativa de la Armada de Nahum y la Flota redentora. Esta última, ante el movimiento del enemigo, retrasó su ala derecha ofreciendo un frente compacto ante los nahumitas.

Cuando las dos armadas se encontraban separadas todavía por más de medio millón de kilómetros empezaron a disparar sus terribles torpedos automáticos. Estos torpedos eran de gran tamaño e iban propulsados por un motor cohete de gran velocidad inicial. Estaban construidos de “dedona” —lo que les hacía invulnerables a los “rayos Zeta” o desintegrantes— y contenían en su cabeza una carga hueca nuclear. Cada uno de estos infernales artefactos costaba una fortuna y era por si sólo una máquina perfectamente acabada. Iban provistos de un “cerebro” electrónico que les dirigía contra el enemigo siguiéndole en todas sus evoluciones. Cuando pegaban contra una coraza de “dedona” abrían un tremendo agujero por el que escapaba el oxígeno que llenaba la cabina del buque alcanzado. Preferentemente buscaban las toberas de popa del buque contrario, y si no podían explotar allí y tenían tiempo para alterar su rumbo iban a buscar los boquetes abiertos por sus antecesores en el casco del enemigo.

Las dos bandadas de torpedos —unos diez o doce millones— se encontraron en mitad del espacio. Muchos de ellos, la mayoría, chocaron, encendiendo la verde-azulada luz atómica. Pero otros siguieron adelante en dirección al enemigo…

Otros torpedos fueron disparados. A partir de este momento, hasta el final de la durísima batalla, ambos bandos contendientes no cesarían de soltar andanadas de torpedos hasta quedarse exhaustos. Los torpedos que habían rebasado la primera línea se encontraban con una segunda barrera que les interceptaba, haciéndoles estallar por choque.

Si las dos flotas se hubieran limitado a conservar las distancias y dispararse torpedos, posiblemente la provisión de estos se agotaría antes que los buques sufrieran grandes daños. Pero no iba a ser así. Las dos escuadras, cargando la una sobre la otra, entraron en colisión, confundiéndose en un feroz cuerpo a cuerpo. La formación quedó rota. Cada flota se dividió en varios grupos menores que, a su vez, se subdividieron en secciones más pequeñas, empeñadas en batallas que se desarrollaban en ocasiones a centenares de miles de kilómetros del núcleo principal.

En mitad de aquella tremenda confusión se percibía el esfuerzo de los dos jefes que dirigían la batalla por ordenar sus fuerzas y tratar de conseguir una victoria por el peso de una mayor concentración de buques sobre los puntos débiles del contrario.

Los torpedos autómatas, perfectamente capacitados para distinguir al amigo del enemigo, surcaban el espacio dejando luminosos rastros amarillos. Cuando algún buque hacía explosión, brillaba fugazmente un resplandor verde azulado. Los navíos, pilotados también por cerebros electrónicos, “veían” venir al torpedo y hacían toda suerte de maniobras para eludir el encuentro. A veces, ni los mismos cerebros electrónicos podían impedir que dos o más buques entraran en colisión. Porque aquella batalla se desarrollaba a tremenda velocidad. A una velocidad tan extraordinaria que el cerebro y el nervio humano no podían seguir las reacciones instantáneas de las máquinas que tripulaban.

De pronto, sobre el fondo negro del espacio, aparecieron cuarenta puntos brillantes que crecían de tamaño. Aunque al estar más lejos nadie los había tomado en cuenta creyéndolos buques corrientes, al acercarse atrajeron sobre sí la atención de todos cuantos, desde 20 millones de kilómetros de distancia, asistían sin peligro alguno para sus vidas al encuentro de redentores con nahumitas. Aquellos cuarenta puntos de luz se hincharon rápidamente hasta que sus formas fueron bien visibles.

—¡Son los autoplanetas nahumitas! —exclamaron varios voces, roncas de excitación.

Un coronel de Artillería que estaba sentado junto a Diego se volvió hacia el joven haciendo muecas.

—¡Ahora —gritó— nos quedan sólo dos alternativas! ¡O retiramos fuerzas de Marte para apoyar a nuestra flota o dejamos que los autoplanetas rompan el equilibrio de fuerzas a favor de esos malditos nahumitas!

Todo el salón se agitaba. Los altos jefes discutían acaloradamente adelantando lo que el Estado Mayor dispondría hacer en este caso. Y mientras tanto, la batalla continuaba a 20 millones de kilómetros de distancia y los cuarenta gigantescos autoplanetas intervenían en la lucha disparando cantidades abrumadoras de torpedos autómatas…

Surcaban por todos lados las fatídicas máquinas buscando aviesamente a los buques siderales redentores. Brillaban aquí y allá los chisporroteos de las explosiones atómicas. Un rumor circuló como reguero de pólvora por la sala. ¡El Estado Mayor redentor había retirado medio millón de aparatos de Venus y de Marte y los enviaba apresuradamente en auxilio del grueso de la flota!

—Llegarán tarde —anunció lúgubremente el vecino de asiento de Diego Santisteban.

Otro rumor contradictorio agitó a la sala entera. No eran los 500.000 buques quienes corrían al encuentro de los autoplanetas enemigos, sino el mismo autoplaneta Valera.

Un “¡Hurra!” estentóreo atronó el salón. El telescopio electrónico se apartó temporalmente del teatro de la batalla y giró rápidamente en busca del Valera para confirmar la noticia. El colosal disco del autoplaneta redentor ocupó completamente el rectángulo de la pantalla. El telescopio redujo su alcance a varios aumentos y Valera se hizo más pequeño. En efecto, estaba moviéndose a creciente velocidad. Había abandonado ya su órbita en torno a la Tierra y corría en apoyo de la Flota.

—¡Menuda sorpresa se estarán llevando ahora los nahumitas! —rio el coronel de Artillería—. ¡Veremos qué pasa cuando Valera comience a vomitar torpedos!

Diego se abstuvo de hacer ningún comentario. Él era coronel de un Regimiento de Infantería Automática y no presumía de conocer muy profundamente la táctica de los combates siderales. Pero se le antojaba que soplaban vientos malos para el ejército redentor. El autoplaneta Valera, ciertamente, podía poner en el aire en cuestión de minutos tantos millones de torpedos autómatas como las dos flotas juntas. ¿Pero les esperarían los nahumitas? Y si no se marchaban, eludiendo el encuentro con Valera, ¿cuántos buques redentores de los que habían empezado la batalla quedarían para entonces?

El ojo del telescopio, como fortalecido por la arrancada del planetillo, volvió a apuntar al escenario de la tragedia. Lo primero que sorprendió a Diego fue la comprobación de que los contendientes habían acortado la distancia que les separaba de la Tierra en seis millones de kilómetros. Los autoplanetas nahumitas continuaban lanzando andanada tras andanada de torpedos, y la flota redentora… ¡se ponía en fuga ante el enemigo!

Un rugido de protesta atronó el salón. Los oficiales, puestos en pie, gritaban a las imágenes de la pantalla como si los tripulantes de los buques pudieran escucharles. En realidad, los navíos redentores hacían bien en retirarse ante la intensidad del fuego de los autoplanetas nahumitas.

Pero esta era la opinión de Diego. Muchos de los presentes no lo creían así y, bien por ignorancia en cuestiones de guerra sideral, bien por excesivo amor propio, apostrofaban a los aviadores echándoles en cara su cobardía. Los oficiales de la tripulación del Argentina allí presentes salieron en defensa de sus compañeros. La maniobra estaba bien hecha. Una retirada a tiempo se resolvía muchas veces en una victoria. La flota retrocedía porque era una estupidez esperar a que aquellas formaciones masivas de torpedos autómatas disparados por los autoplanetas les hicieran pedazos. ¿Tenían algo que decir los ignorantes oficiales del Ejército de Tierra?

Los ignorantes oficiales del Ejército de Tierra, ciertamente, tenían mucho que decir. Y lo decían a gritos. Si se sabía que el enemigo tenía, además del millón de buques, cuarenta autoplanetas gigantes que le habían servido para traer su cuerpo expedicionario, ¿por qué la flota salió a combatir con sólo un millón de aeronaves?

Los aviadores alegaban razones de peso. Si la flota hubiera debilitado las defensas de Venus y Marte alineando más buques frente a la Armada nahumita, los nahumitas hubieran rehuido el encuentro directo y habrían corrido hacia Venus y Marte para reducirlos a mundos muertos con sólo dos bombas “Doble Uve”. Luego se hubieran marchado satisfechos de haber conseguido sus propósitos: destruir toda la vida sobre los planetas de esta galaxia que podían albergarla: Venus, la Tierra y Marte.

La voz del general de División, don Tomás Barbastro, bramó a través del altavoz imponiendo silencio. Cuando finalmente se restableció el orden y cada cual volvió a su asiento, las escuadras contendientes habían acortado la distancia que les separaba de la Tierra en otros dos millones de kilómetros. La batalla se había convertido en una desenfrenada carrera. La flota redentora encabezaba la marcha, seguida de cerca por las nutridas bandadas de torpedos autómatas nahumitas. Detrás venía la Armada de Nahum en peso tratando de dar alcance al enemigo en fuga.

Fabiola Santisteban, contagiada del nerviosismo que electrizaba la sala, se asió con fuerza al brazo de su primo murmurándole al oído:

—¿De veras andan tan mal las cosas?

—Sí, muy mal —confirmó Diego haciendo esfuerzos por aclarar la voz—. Muchos no se han dado cuenta todavía, pero lo cierto es que ya no podemos evitar que el enemigo se acerque a la Tierra y la torpedee con bombas “Doble Uve”.

Fabiola dejó escapar una ahogada exclamación. En este momento, el altavoz dejó oír el agudo silbato del contramaestre. Hubo una pequeña pausa y a continuación una voz serena que gritaba:

—¡Atención! ¡Todos los oficiales y aviadores de la tripulación deberán acudir inmediatamente a sus puestos de combate!

Aquí y allá se pusieron en pie los oficiales de la dotación deslizándose por entre las butacas hacia los pasillos y las puertas de salida. Fabiola clavó sus uñas en el brazo de Diego.

—Vamos… vamos… —tranquilizó Diego dando golpecitos en la mano de su pariente—. No hay por qué alarmarse de esa forma. Todavía no estamos vencidos, ni mucho menos. Nuestra flota se replegará hasta reunirse con Valera y entonces presentará cara al enemigo.

—Pero si algún torpedo de esos consigue alcanzar la atmósfera de la Tierra… ¿qué será de los que están allá abajo?

—Su señora madre estará segura, si es eso lo que quiere decir. Madrid habrá cerrado herméticamente sus compuertas, y aunque estalle toda la atmósfera, la reacción en cadena no se comunicará a la ciudad.

En los minutos siguientes, luego que los aviadores hubieron abandonado apresuradamente la sala, la tensión nerviosa se hizo insoportable. La flota redentora, dejando atrás muchos buques destrozados, se reunió al fin con el autoplaneta Valera y viró en redondo haciendo frente al enemigo. Valera, semejante a un bólido gigante, avanzó impetuosamente contra la armada nahumita. Pero los nahumitas eludieron ágilmente el encontronazo desplegándose a derecha e izquierda hasta rebasar a la flota redentora.

Valera era demasiado grande para tener la facilidad de maniobra de los buques enemigos, insignificantes pigmeos comparados a su masa. No podía virar tan rápidamente como hubiera querido, la flota redentora se arrojó valientemente contra el enemigo intentando cortarle el paso… Se entabló una segunda y más furiosa batalla mientras Valera frenaba su tremendo impulso y describía un viraje de varios centenares de miles de kilómetros… Y mientras tanto, los 40 grandes autoplanetas nahumitas se adelantaban audazmente hacia la Tierra.

Eran unas máquinas enormes, cuyo aspecto recordaba al planeta Saturno por ser unas esferas rodeadas a la altura del Ecuador por sendos robustos anillos. Cuando llegaron a una distancia de 300.000 kilómetros de la órbita de la Luna, es decir, la misma que seguía el disco portaviones Argentina, estos autoplanetas ejecutaron con rapidez y destreza una singular maniobra.

Cada esfera se partió en tres piezas. Un hemisferio subió algunos kilómetros, el otro bajó, y el anillo, convertido ahora de un disco volador cuyo aspecto difería poco de los discos portaviones redentores, quedó suelto.

En sólo unos minutos, los 40 autoplanetas quedaron convertidos en 120 máquinas independientes, que tomaron distintos rumbos envolviendo a la Tierra. Al mismo tiempo, la armada nahumita se abría paso entre los buques redentores y se lanzaba en pos de los autoplanetas, cayendo todos a gran velocidad sobre la atmósfera de la Tierra. Unos minutos más tarde, el enemigo llegaba a la altura de los buques portaviones redentores.

En la pantalla de televisión se vio venir sobre el Argentina a uno de aquellos discos volantes flanqueados por varios miles de aparatos. Unos objetos largos y oscuros se destacaron de la escuadra nahumita dejando tras sí sendos rastros luminosos. Eran unos 20.000 torpedos autómatas volando hacia el disco portaviones Argentina.