CAPÍTULO V

¡INVASIÓN!

EN este momento, la pantalla quedó a oscuras y se encendieron las luces del salón. Los oficiales del ejército saltaron de sus butacas hablando todos a la vez llenos de excitación, pero el altavoz dominó el murmullo de las conversaciones:

—¡Atención! ¡Zafarrancho de combate! ¡Todo el mundo deberá vestir sus trajes de vacío!

Un formidable estrépito de timbres y campanas estremecía por entero al disco portaviones. Diego Santisteban asió a Fabiola por un brazo y la empujó hacia la salida, donde se apretujaban los oficiales del ejército.

—¡Vamos! ¡El enemigo nos ataca y debemos de equiparnos por lo que pudiera pasar!

Salieron a empellones de la sala. Al verse fuera, los oficiales echaban a correr por el dédalo de pasillos en busca de sus armaduras y escafandras de cristal.

—¡Corra… vaya donde dejó su equipo y endóseselo lo más aprisa que pueda! —gritó Diego a su prima empujándola hacia el corredor que conducía al compartimiento de las mujeres.

Fabiola no se hizo repetir la recomendación y salió corriendo en pos de un grupo de mujeres de Arma de Infantería que seguían su misma dirección. Diego tomó por otro pasillo en busca de su camarote.

Las cubiertas del Argentina resonaban como tambores al paso precipitado de centenares de hombres y mujeres. Diego doblaba un recodo del corredor cuando los torpedos nahumitas alcanzaron al navío. Escuchóse el apagado rumor de varias explosiones muy potentes, ahogadas por el cierre hermético de los compartimentos estancos. El Argentina se estremeció como si acabara de chocar contra un planeta. Hombres y mujeres fueron lanzados al piso mientras las luces eléctricas parpadeaban, se apagaban y volvían a encenderse.

La caída llevó a Diego ante la puerta entornada de su camarote. No tuvo más que saltar en pie y entrar para alcanzar las diversas piezas de su equipo de vacío.

Durante quince angustiosos minutos, el Argentina se vio completamente solo, rodeado de un enjambre de torpedos atómicos y de amenazadores buques siderales nahumitas que hacían de él poco menos que un platillo de tiro al blanco. El Argentina se defendía largando andanada tras andanada de torpedos autómatas cargados de un poderoso explosivo atómico. Aquellos torpedos no tenían la menor probabilidad de alcanzar al enemigo, pero al menos interceptaban buena parte de los proyectiles nahumitas que zumbaban a su alrededor como avispas furiosas.

Mal lo hubiera pasado el Argentina de no acudir en su auxilio dos portaviones que operaban cerca, así como unos 10.000 destructores y cruceros redentores de los que venían persiguiendo a la escuadra nahumita. Pero ésta rehuyó el encuentro. Los negros y estilizados buques siderales se apelotonaron en torno al gigantesco disco portaviones y, formando bloque, disparando torpedos, a diestra y siniestra, pasaron a través de las líneas redentoras descendiendo sobre la Tierra.

Diego Santisteban, completamente equipado con su traje y su escafandra de cristal, se acercó a la cámara de derrota del Argentina, donde sin que mediara ningún acuerdo iban reuniéndose todos los jefes y oficiales del Arma de Infantería Automática.

La cabina era una estancia circular que adoptaba la forma de una gran cúpula. En el centro se levantaba un estrado rodeado de una especie de mostrador frente al que estaban sentados algunos oficiales de las Fuerzas Aéreas. Por encima del banco, los oficiales podían ver la pared de enfrente y, levantando la cabeza, también buena parte de la cúpula. Las paredes y el techo abovedado venían a ser una gigantesca pantalla de televisión que ofrecía en conjunto una magnífica visual sobre cuanto ocurría en torno y por encima del portaviones.

Para el comandante del buque, de pie en mitad del estrado y rodeado de sus oficiales, el efecto venía a ser el mismo que si se hallara situado sobre la cubierta exterior del Argentina. Girando sobre sí y levantando o bajando los ojos podía ver todo el espacio en torno al buque. Invirtiendo un solo mando, la cúpula pasaba a reflejar todo lo que ocurría por debajo del disco volante.

Cuando Diego Santisteban entró en la cabina, la cúpula estaba captando las escenas de la parte inferior. Una ancha zanja daba la vuelta en torno al estrado. Desde allí, sin interrumpir la visual de los oficiales de derrota, los invitados podían asistir también al espectáculo que ofrecía la pantalla televisora cenital. En esta ocasión, los jefes del ejército estaban apelotonados en un punto de la zanja mirando hacia la pared de enfrente.

Diego se alzó de puntillas para mirar por encima de las cabezas de sus compañeros y vio al gigantesco disco nahumita volando en un plano horizontal a la superficie de la Tierra. Los buques que le escoltaban, algo rezagados, le seguían sin dejar de disparar torpedos autómatas contra los buques redentores y los tres discos portaviones.

El disco enemigo debía estar volando ya dentro de la atmósfera terrestre, allí donde el aire era tan tenue como el existente en la mejor campaña de vacío fabricada por los hombres. Y de pronto, sin interrumpir la marcha, el disco empezó a soltar un chorro de extrañas máquinas que, apenas desprendidas de la cara inferior del disco nahumita, emprendían un veloz descenso hacia la Tierra.

—¡¡Tropas de desembarco!!

Ninguno de los allí presentes podía equivocarse en su juicio. Las máquinas que ahora llovían en enorme cantidad sobre la Tierra, aunque difirieran en algunos detalles de las redentoras, eran tropas de Infantería Automática.

—¡General Barbastro! —gritó un general de brigada que estaba en la zanja volviéndose hacia el estado del centro de la cabina—. ¿Ha visto usted eso?

—Claro que lo veo —contestó la voz enfurruñada del general jefe de la Novena División—. ¿Cree que estoy ciego? —Y volviéndose hacia uno de los operadores de radio que tomaban asiento ante el pupitre circular le ordenó—: Póngame en comunicación con nuestro Estado Mayor General.

Mientras el operador llamaba a Valera, los comentarios zumbaban en el fondo de la zanja. El Argentina se encontraba en estos momentos sobre la península Ibérica, siguiendo de cerca al disco volante nahumita que todavía estaba lanzando tropas al espacio.

En general, el sentimiento predominante era de desconcierto. Nadie acertaba a explicarse la actitud de los nahumitas. Éstos habían asegurado que venían a destruir el mundo y ahora tenían una estupenda ocasión de hacerlo con sólo dejar caer un par de bombas “Doble Uve”. ¿Por qué no ponían en acción aquella tremenda arma de destrucción? ¿Qué se proponían al desembarcar fuerzas de invasión?

Diego Santisteban, como todos sus colegas, se rompía la cabeza tratando de hallar una explicación lógica a esta maniobra del enemigo. La voz del general don Tomás Barbastro sonó antes que pudiera encontrar una solución al enigma:

—¡Un momento de silencio, por favor!

Las conversaciones quedaron interrumpidas instantáneamente. Las luces de la cabina de derrota se encendieron y todas las cabezas se volvieron hacia el estrado central, sobre el que se erguía la recia figura del general Barbastro junto a la del contralmirante Otero, comandante del Argentina y, a la vez, jefe de enlace entre las fuerzas del Ejército de Tierra y la flota.

—Acabo de recibir órdenes de nuestro Estado Mayor General —dijo su excelencia gravemente—. Nuestra flota ha sufrido un grave revés perdiendo casi la mitad de sus aparatos en la batalla que acabamos de presenciar. Momentáneamente somos impotentes para impedir el desembarco de las fuerzas enemigas sobre la Tierra. Es más; posiblemente no recibiremos refuerzos de Venus ni Marte. Nuestro Estado Mayor General cree que el desembarco del enemigo sobre la Tierra no persigue más objeto que hacernos retirar fuerzas de los otros planetas. Cree que los propósitos de los nahumitas son atraernos aquí para que queden debilitadas las guarniciones aéreas de Venus y Marte y de esta forma poder torpedearlas con bombas “W”. Por otra parte, no podemos permitir que el enemigo descienda sobre las ciudades terrestres, les ponga cerco y las destruya con torpedos atómicos subterrestres. La única forma de impedirlo es peleando contra los nahumitas en tierra firme. Por lo tanto, el Estado Mayor General nos ordena desembarcar nuestro contingente de tropas automáticas y enfrentarlas con las enemigas. El desembarco se hará inmediatamente. Esto quiere decir que deben ustedes apresurarse en introducirse en sus máquinas para proceder al lanzamiento de ellas.

Nadie hizo el menor comentario. Los oficiales miraban sin pestañear a la fornida figura del general, erguida sobre el estrado central de la cabina.

—Eso es todo, señores —acabó diciendo su excelencia—. Vayan a ocupar sus puestos y… buena suerte.

Con las últimas palabras del general el grupo se disolvió saliendo apresuradamente de la cámara de derrota para dirigirse hacia sus respectivos aparatos.