CAPÍTULO VII

GUERRA DE AUTÓMATAS

DIEGO hizo elevar su esfera hasta alcanzar los 12.000 metros de altura. Desde allí, con auxilio de la televisión, se dominaba un vasto territorio que comprendía a toda la capital con sus 2.000 kilómetros cuadrados de superficie y todos los alrededores.

Apenas acababan de ganar aquellas alturas cuando el cielo se llenó de grandes tiburones rojos y estilizados esturiones de brillante color verde, es decir, de destructores y cruceros siderales redentores.

—Creí que esos aparatos, que ustedes llaman buques, no estaban acondicionados para combatir dentro de la atmósfera —dijo Fabiola mirando hacia la gran pantalla televisora.

—¿Por qué? —preguntó Diego—. Esos buques son más vulnerables dentro de una atmósfera que fuera de ella. Tampoco pueden volar a tan tremenda velocidad mas así y todo están magníficamente acondicionados para combatir en cualquier elemento, tanto en el éter como en el aire de un planeta, o entre las aguas de un océano. Observe que todos ellos adoptan la forma de peces. Si hubieran sido construidos exclusivamente para combatir en el vacío interestelar, donde no hay aire que ofrezca resistencia, su forma más adecuada hubiera sido la esférica. Con sus perfiles alargados y aerodinámicos, sin embargo, son más veloces y maniobreros en una atmósfera o un mar.

En el horizonte de la pantalla asomó una lejana hilera de puntos negros.

—Ahí llega el enemigo —murmuró Diego con voz ligeramente ronca.

—¿Qué va a ocurrir ahora? —preguntó Fabiola.

—Ahora amárrese bien a su sillón y échese hacia atrás… estos sillones son extensibles… así. Si no se desmaya y es capaz de llegar al final va a ver usted lo que ocurre cuando los ejércitos autómatas se encuentran sobre la tierra. Y si me desmayo yo, procure hacerme recobrar el conocimiento. Porque debe saber que mis conocimientos sobre lo que va a ocurrir son meras teorías. Los hombres de Redención hemos creado un formidable ejército de control remoto, pero todavía no tenemos experiencia en un combate de este estilo. El único consuelo que nos cabe es suponer que los nahumitas están en idénticas condiciones. Y ahora, silencio.

Fabiola, recostada en su cómodo sillón cama, agitó la escafandra en sentido afirmativo. Diego se echó también hacia atrás tirando de una palanca que, al mismo tiempo, hizo deslizar el cuadro de mando sobre sus rodillas poniéndolo al alcance de sus nerviosos dedos.

En este momento, el coronel Diego Santisteban sentíase dominado por las alternativas sensaciones de temor, confianza, preocupación y esperanza. Estos sentimientos, a la vez, eran comunes en todos los tripulantes de la esfera y, sin duda, incluso a los mismos generales que iban a dirigir la batalla moviendo como marionetas sus formidables contingentes electrónicos por los hilos invisibles de la radio, el radar y la televisión.

Apenas el enemigo asomó sobre el horizonte cuando las escuadras siderales redentoras pusieron proa contra él mandando por delante una nube de raudas bombas volantes. A su vez el enemigo disparaba otro enjambre de proyectiles que fueron a chocar contra los redentores.

El encuentro de las bombas hubiera carecido de importancia en mitad del vacío cósmico, donde no existía aire capaz de transmitir la violencia y el ruido de las explosiones. Pero aquí, en la atmósfera terrestre, los varios miles de bombas estallando a la vez desencadenaron un huracán de fuerza apocalíptica, semejante a la explosión de la bomba de hidrógeno que había estallado horas antes sobre Madrid.

El aire y la tierra ardieron en una llama cegadora. La tierra y el aire se estremecieron convulsivamente bajo el impulso bestial de aquellas explosiones, ruidoso comienzo de una batalla que iba a ser pródiga en tales demostraciones de fuerza nuclear. La esfera de dedona, en cuya ánima iban encerrados Diego y sus compañeros, salió despedida a gran distancia, dando vueltas sobre sí misma como una ligera pelota de tenis lanzada por raqueta colosal.

El golpe fue brutal para los débiles organismos humanos. Las vueltas no tenían importancia, porque teniendo bajo sus pies un campo magnético, la sangre seguía afluyendo con normalidad por sus músculos y miembros sin subírseles a la cabeza. A no ser por las imágenes que en la pantalla de televisión giraban como un loco torbellino ni siquiera se hubieran dado cuenta de que iban girando como una bola de billar.

La esfera voló cinco o seis kilómetros girando sobre sí misma y luego se detuvo. Una rueda giroscópica se encargó de poner de nuevo el piso en un plano horizontal con la superficie de la tierra. A la vez, un cerebro electrónico que recordaba su anterior posición deduciéndola por los accidentes del terreno que reflejaba la pantalla de radar, dirigió el chorro de partículas ionizadas que impulsaban lateralmente a la esfera devolviendo a ésta a su puesto primitivo.

La dispersión de las fuerzas mecánicas que defendían Madrid fue grande, pero apenas cesaron las corrientes de aire cada máquina retornó a su posición. Mientras el ejército autómata rehacía sus filas, las escuadras redentoras y nahumitas se encontraban en el espacio con ímpetu aterrador. Todo el cielo, en cuanto abarcaba la vista, estaba materialmente cubierto de aparatos que subían, bajaban, giraban y saltaban persiguiéndose y disparándose miles de proyectiles cohete.

Todo el ejército redentor saltaba bajo el impulso de las encontradas corrientes de aire, pero como los estallidos atómicos tenían lugar en todos puntos y direcciones, las máquinas se desviaban muy poco de su anclaje. Las plataformas artilleras se sumaron a la refriega disparando enormes cantidades de proyectiles contra los aviones enemigos…

El sol había empalidecido. Su disco amarillo, asomando a la vez en cuando por entre los huecos de las nubes de humo, no arrojaba ninguna sombra sobre una tierra constantemente iluminada por el terrorífico chisporroteo de las explosiones atómicas. Una gran cerrazón iba cubriendo el cielo, tendiendo un palio funeral de humos sobre más de 20.000 kilómetros cuadrados de territorio.

Los penetrantes ojos del radar veían a través del toldo de nubes vigilando las maniobras del enemigo y dirigiendo contra él las bocas de centenares de cañones montados sobre plataformas iguales a los lanza cohetes. Cada tres o cuatro segundos, un aparato aéreo redentor o nahumita hacía explosión en el aire y sus restos humeantes caían en forma de espesa lluvia sobre Madrid. A veces, era un buque entero el que descendía de las nubes estrellándose en el suelo con terrible fragor.

La táctica de este agotador combate era bien sencilla. Los nahumitas trataban a la vez de lograr la supremacía del espacio y de alcanzar con algunos de sus torpedos subterrestres la ciudad sepultada bajo una espesa capa de roca, plomo y cemento. La aviación redentora procuraba impedir que estos torpedos llegaran al suelo, y los cañones múltiples de las defensas antiaéreas colaboraban eficazmente en este rápido y metódico aniquilamiento de torpedos subterrestres destruyéndolos en el aire.

—¡Atención, coronel! —llamó la voz del teniente Ribas por los auriculares—. El general Barbadillo al habla.

—¡Hola, Santisteban! —gritó la voz del general—. La Flota denuncia la presencia de un regular contingente de tropas enemigas que ha tomado tierra en los alrededores de Aranda del Duero y avanza rápidamente sobre Madrid siguiendo el eje de la autopista de Burgos. Si apunta usted su radar un poco alto, los verá venir en forma de una línea blanca que cubre unos cien kilómetros de territorio. No los pierda de vista. Vamos a salir a su encuentro hasta Loyozuela para impedir que cierren sobre la capital. Usted abre la marcha con su regimiento de carros. ¡Adelante!

—Muy bien, excelencia. Allá vamos.

Diego movió una palanca algo mayor situada debajo de una hilera de 30 palanquitas más pequeñas, empuñó el micrófono y ordenó en lengua redentora:

—¡Regimiento! ¡Avante en formación de línea abierta. Rumbo: tres, seis, cero. Velocidad: uno, cero, cero!… ¡Adelante!

Al mover la palanca mayor, Diego ponía bajo su control a todo su regimiento en peso: 1.500 carros armados, más de 15 esferas mayores, idénticas en volumen a la comandante, cada una de las cuales alojaba un generador atómico de energía eléctrica. Estas 15 esferas eran el corazón del regimiento, de la misma forma que la esfera tripulada por el propio Diego era el cerebro. Las esferas generadoras fabricaban energía eléctrica y la enviaban por antena a los aparatos receptores de energía de cada carro.

Además de estas 15 esferas mayores, todavía quedaba otra, cuyo cometido era anónimo y oscuro. En aquella otra esfera, idéntica interior y exteriormente a la de Diego, iba el segundo jefe del regimiento, un teniente coronel que, caso de ser destruido el carro comandante o sufrir alguna avería que le impidiera controlar al regimiento tomaría automáticamente los mandos prosiguiendo las operaciones. Pero a este carro no era menester mandarle. Su piloto estaba en comunicación constante por radio y su tarea, al menos mientras el jefe del regimiento siguiera útil, se reducía a seguir de lejos la esfera comandante.

El 99 Regimiento de Tanques avanzó en masa siguiendo el eje de la autopista de Burgos, a una velocidad de 100 kilómetros por hora. El enemigo venía en dirección contraria y a una velocidad que era aproximadamente el doble. Al alejarse de Madrid, las nubes se hicieron menos densas, pudiendo verse entre sus claros la autopista de Burgos.

El terreno era llano, ligeramente ondulado y negro a causa de la enorme cantidad de tizones que lo cubría. Aquellos tizones habían sido unas horas antes hermosos bosques. Ahora humeaban todavía. El viento originado por las explosiones atómicas levantaba espesas ráfagas de cenizas. Sobre la formación de tanques, las escuadras redentoras y nahumitas proseguían su furiosa pelea. De vez en cuando, un buque descendía pesadamente del cielo y se estrellaba contra el suelo.

Una sierra envuelta en humos parecía salir al encuentro de los tripulantes de la esfera comandante. Allá abajo se veía el cauce del río Guadalix. El tremendo calor desarrollado por la bomba de hidrógeno había dejado completamente enjuto su cauce. Muy lejos, por el sur, el ejército redentor acababa de chocar con el nahumita.

El 99 de tanques se encontraba sobre el río Guadalix, cuando el enemigo, asomó por las cumbres de la sierra, parcialmente enmascarado tras las blancas columnas de humo. Pero el humo no bastaba para cegar la vista del radar. En la pantalla negra de Diego tenía ante sí, el enemigo fue visible como una mirlada de puntos blancos que se acercaban con vertiginosa rapidez. Diego empuñó el micrófono.

—¡Regimiento! —gritó—. ¡Abran fuego!

Las esferas nahumitas se encontraban a 25 kilómetros de las redentoras cuando ambas formaciones abrieron fuego. Los proyectiles cohetes surcaron el aire dejando en pos ígneos penachos de muerte. Con el 99 Regimiento había avanzado el Regimiento 100 que completaba la brigada de tanques del general Barbadillo. Detrás estaban las plataformas de artillería, que inmediatamente se sumaron al estruendo arrojando por encima de la brigada de tanques una lluvia de proyectiles atómicos.

Las granadas atómicas nahumitas cayeron sobre las esferas redentoras con furia apocalíptica. Todo un sector de 30 kilómetros de longitud ardió en una continua llama verde que proyectaba a considerable altura enormes surtidores de tierra, de humo y de fuego. La máquina del coronel Santisteban empezó a saltar y brincar como una pelota de goma. El aire la zarandeaba de aquí para allá, la tiraba, la volvía a recoger y la lanzaba por alto como una pluma.

Toda la formación de máquinas redentoras brincaba y botaba a su vez en mitad del huracán de fuego. Pero el enemigo también estaba llevando lo suyo. La artillería atómica redentora dibujó una prolongada línea de llamas entre los tanques contrarios. La sierra entera pareció entrar en erupción vomitando de sus cimas largos penachos de fuego. Volaban por los aires moles de piedra grandes como casas. Grotescas setas radioactivas se retorcían elevando sus plomizas cabezotas por encima de las nubes, donde combatían las escuadras siderales. El cielo y la tierra se desgarraban en rugidos dolorosos…

—¡Y esto es una batalla entre máquinas construidas por el hombre! —oyó Diego que murmuraba su encantadora prima.

El enemigo bajaba en incontenible alud por las estribaciones de las montañas. Entre las setas radioactivas asomaron sus prominentes cañones las baterías atómicas… hicieron fuego…

Ningún ruido de cuantos se producían en el exterior podía llegar a los oídos de las criaturas humanas. Primero era el cierre hermético de las esferas de dedona quien atenuaba los ruidos. Luego las herméticas escafandras de cristal azul en cuyo interior se estremecían los seres humanos, horrorizados de su propia obra. Pero el horrible detonar de aquellos explosivos llegaba hasta los hombres en forma de una vibración violenta, continua y terrible, que ponía en conmoción, todo el organismo y repiqueteaba con insistencia dolorosa dentro del cerebro.

Recostado en su sillón, con los controles al alcance de sus dedos, sacudido y zarandeado despiadadamente por las explosiones, el coronel Diego Santisteban iba siguiendo las peripecias de la batalla. La artillería nahumita, cubriendo materialmente de proyectiles atómicos los regimientos redentores, causó algunas bajas entre estos. Cada vez que una de aquellas luces verdes, de intermitente parpadear, se apagaba o pasaba a ser una luz blanca. Diego sabía positivamente que una de sus máquinas había sido reducida a pedazos o yacía clavada en tierra con averías tales que le impedía continuar la lucha.

Desde 15 kilómetros de altura, envuelto en las explosiones de bombas volantes que intercambiaba la aviación, Diego pudo ver en su pantalla negra al enemigo, cuando bajaba en impetuoso alud las vertientes de las montañas. Los carros nahumitas brillaban en su pantalla de radar como miríadas de luces blancas. Habían adoptado una formación de cuña cuyo vértice avanzado apuntaba a las líneas redentoras. La artillería terrícola bombardeaba aquella colosal cuña apagando aquí y allá algunas luces blancas, pero la formación, desapareciendo y reapareciendo tras los accidentes del terreno, acortaba por segundos la distancia.

Los tanques redentores lanzaban locamente envueltos en humo y en las llamas de sus cañones. El enemigo, bajando de la sierra, se lanzó impetuosamente contra la brigada de tanques.

—¡Esos intentarán abrirse paso en un cuerpo a cuerpo! —gritó la voz del capitán Catasús.

Diego asió el micrófono.

—¡Regimiento! —ordenó—. ¡A la carga!

Los tanques del 99 se lanzaron hacia adelante saliendo al encuentro del enemigo.

—¡Muy bien, Santisteban! —aulló la voz del general Barbadillo por la radio—. Aguántelos ahí. El Regimiento 100 está tras usted.

Los blindados redentores se lanzaron hacia adelante disparando sus terribles cañones atómicos. La tierra se estremeció al choque brutal de aquellas macizas moles metálicas. Las máquinas se embistieron como fieras.

Detrás de los tanques avanzaba la infantería nahumita. Miles de hombres mecánicos, controlados a distancia, se movían rápidamente entre los tizones humeantes, los retorcidos restos de tanques, los aviones incendiados en tierra, las ráfagas de polvo y las espesas nubes de humo. Diego pudo entreverlos confusamente en su pantalla televisora a través de un hueco entre las nubes radioactivas. Fabiola los vio también.

—¡Dios mío… qué cosa tan horrible! —exclamó la joven.

Aquellos hombres autómatas, en efecto, tenían algo profundamente revulsivo en sus movimientos bamboleantes, en su aspecto remotamente humano, y en su inteligente forma de conducir. Cada uno de sus brazos era un cañón que vomitaba granadas atómicas. Avanzaban buscando los accidentes del terreno. De vez en cuando se detenían y se agazapaban. Luego, daban un prodigioso salto en el aire de incluso 100 metros de longitud y se agazapaban detrás de otro obstáculo.

—Esos quieren colarse entre nuestras líneas al amparo de la batalla de carros —dijo el capitán Catasús por teléfono.

—Creo que sí —contestó Diego. Y tras una pequeña pausa, añadió—: Comunique al general que la infantería enemiga se infiltra entre nosotros.

La batalla de tanques alcanzaba en estos instantes su punto culminante. Las esferas tan pronto a ras de tierra como empujándose a diez kilómetros de altura. Era imposible formar un telón de acero que tuviera 25 o 30 kilómetros de ancho por 10 de altura. Las fuerzas redentoras no daban para tanto, y las esferas nahumitas, de tamaño ligeramente inferior, se infiltraron en buen número lanzándose hacia Madrid a una velocidad de más de 150 kilómetros a la hora.

—¡Contacto con el general Barbadillo! —pidió Diego al teniente Ribas.

—¡Conecto!

—¡Hola general! Aquí Santisteban… ¿Me oye usted?

—¡Hola, coronel!

—Atención. Ahí van unos cuantos bolos enemigos que han conseguido infiltrarse entre nuestras líneas.

—Ya lo veo… sí, déjelos venir. Les recibiremos adecuadamente. Pero, ¡por todos los santos! Procure no dejar pasar a las plataformas artilleras que vienen detrás. Seguramente transportan torpedos subterrestres… y ya sabe. Un torpedo subterrestre tiene que lanzarse muy cerca de una ciudad para que llegue a su objetivo. Si dejamos aproximarse demasiado a esa artillería, nos darán un disgusto.

—Haré todo lo posible por cortarle el paso…, aunque somos pocos, excelencia. Mi contador me dice que hemos perdido ochocientos cincuenta tanques.

—Voy a mandarle cuatrocientos del Regimiento 100 con el teniente coronel Ríos…

En este momento, un proyectil atómico acertó de lleno a la esfera comandante tripulada por el coronel Diego Santisteban.