CAPÍTULO III

BOMBAS “H”

TODA la escena, en cuanto abarcaba la vista, cambió en los breves segundos que duró aquella cegadora luz. Los bosques contiguos a la capital, los parques, los jardines, los escasos edificios de madera enclavados en la superficie, los tranvías… ¡todo estalló en una súbita y descomunal llamarada! Las mismas ropas de los desgraciados madrileños que pugnaban por alcanzar las entrañas salvadoras del Argentina, sus cabellos, pestañas y uñas ardieron a la vez como antorchas en mitad de un horripilante aullido de terror.

Era aquella cruda y bestial luz la que quemaba. Toda la gente apelotonada debajo del disco volante, y por lo tanto a su sombra, salió indemne de la espantosa lanzada de luz y calor. Esta luz no duró más que unos breves segundos, y al extinguirse con tanta rapidez como se encendiera, debió dejar a todos completamente deslumbrados, pareciéndoles que la luminosidad del sol natural era con relación a la del sol de la muerte lo que la luz lunar con respecto a la luz del padre de la Tierra.

El traje y la escafandra de cristal azul preservaron a Diego Santisteban de los destructores efectos de esta ardorosa luz.

El gentío dejó escapar un rugido de terror. Los altavoces del portaviones empezaron a gritar:

—¡Pronto… corred hacia la ciudad… corred si no queréis morir!

Esta vez sí escucharon los madrileños. El público, empavorecido, se lanzó en desenfrenada carrera hacia los caparazones grises que cubrían las entradas a la gran urbe subterránea. En este momento, el Argentina ascendió verticalmente con rapidez al tiempo que cerraba herméticamente todas sus escotillas. Al retirarse el gigantesco disco portaviones, el coronel Santisteban pudo ver a plena luz del Sol la furiosa lucha de los hombres por alcanzar los caparazones que señalaban el camino de la salvación.

Una escena parecida, más terrible aún que la del asalto a las plataformas elevadoras del Argentina, se desarrollaba ahora ante cada caparazón gris. Todos querían ser los primeros en entrar y todos luchaban por conseguirlo acometiéndose como fieras, atropellándose, prensándose y embutiéndose en las aberturas salvadoras.

Mientras tanto, el portaviones ascendía rápidamente a tres o cuatro mil metros, se inclinaba a un lado y acababa poniéndose de canto, adoptando la actitud de una colosal rueda suspendida a gran altura en el espacio. Esta maniobra tenía por objeto ofrecer la menor resistencia posible a la terrible presión del aire que iba a producirse muy en breve.

Dejando de mirar a la multitud y al Argentina, Diego consideró que debía tomar también sus precauciones antes de la llegada de la onda expansiva de la explosión nuclear. Quitando la energía a su “back” aterrizó sobre el lomo de uno de aquellos caballones que daban al exterior de Madrid un curioso parecido a un gigantesco tejado de plancha ondulada.

Normalmente aquellos interminables caballones, que sólo se interrumpían de tarde en tarde para dar paso a alguna avenida transversal, estaban cubiertos de pinos. Ahora, todos los árboles ardían a la vez, cubriendo la ciudad con un palio funeral de humos. Diego se tendió de bruces entre las brasas y se aovilló asiéndose las rodillas con las manos…

Miró hacia abajo. A corta distancia se veía uno de aquellos caparazones grises que daban entrada a los rascasuelos. La gente se mataba allí pugnando por ganar los profundos subterráneos de la ciudad enterrada. Imitando a Diego, las tropas redentoras que habían sido abandonadas por el Argentina aterrizaron apresuradamente yendo a tenderse aquí y allá. Diego alzó los ojos al cielo y miró a su buque portaviones. Lo vio tambalearse grotescamente iniciando una súbita y veloz bajada… ¡Ahí venía la onda expansiva de la explosión nuclear!

Escuchóse una terrible explosión. En el mismo instante, Diego sintió como si la planta de un gigante invisible se posara sobre él haciendo crujir la armadura e incrustándose en tierra. Fue algo terrible y que no olvidaría jamás. Un huracán barrió el suelo arrancando los árboles de cuajo y tirándolos al aire. Casas de ladrillo, torres metálicas, tranvías, automóviles y hombres volaron por el espacio. El mismo Diego sintió ahora como si el gigante invisible soplara a través de la tierra levantándole en alto y arrojándole a gran distancia.

Durante medio minuto perdió el control de sus sentidos. Un golpe brutal contra el suelo le arrancó de su estupor. Rodaba ladera abajo de un caballón chocando aquí y allá. El forro interior de caucho espumoso le salvó de morir descoyuntado. La temperatura había vuelto a subir de manera atroz. Su traje quemaba, dándole en la nariz un sofocante tufo a goma caliente.

Todo cuanto le rodeaba: árboles, césped, vehículos y hombres, ardía esparciendo densas humaredas que iban a mezclarse con las blancas nubes de vapor de agua que salían de los lagos y estanques artificiales. Las llamas se prolongaban mucho más allá de la ciudad. Toda la sierra de Guadarrama ardía. Un viento huracanado, sofocante, hacía volar árboles encendidos y chispas de fuego que se arremolinaban con nubes de polvo amarillo. La hondonada entre los dos caballones que podía ver estaba cubierta de cadáveres humeantes.

Instintivamente llevó la mano al dispositivo que cerraba y abría las válvulas de admisión de aire. No estaba seguro de haber cerrado la entrada de aire natural, pero respiró aliviado al comprobar que no había incurrido en tan trágico olvido. Porque en estos instantes, una mortífera lluvia radioactiva estaba cayendo sobre la superficie de la Tierra impregnándolo todo.

Se puso en pie. Las rodillas le temblaban negándose a sostenerle. El temor a que su armadura de cristal tuviera alguna resquebrajadura le dominó, hasta que se cercioró de su buen estado. Entonces miró en rededor. Nada quedaba del hermoso exterior de la gran ciudad. El calor, el fuego y el huracán habíanlo barrido todo.

Al levantar los ojos al cielo vio al portaviones recobrando su posición horizontal y descendiendo lentamente. El capitán Catasús apareció súbitamente a su lado. Toda su armadura estaba manchada de hollín.

—¡Virgen Santísima! —exclamó abarcando la ciudad entera con un amplio ademán—. ¡Cómo ha quedado todo!

Diego no contestó. Comparaba mentalmente el aspecto actual de aquella ciudad con el que tenía sólo unos minutos antes y sentía su ánimo deprimido por una agobiante sensación de rabia e impotencia.

El zumbido de su auricular y una voz irrumpiendo en su oído le arrancaron de sus sombríos pensamientos.

—¡Hola, coronel Santisteban…! ¡Hola, coronel Santisteban… aquí ARGENTINA… ARGENTINA al habla…!

—Diga, Argentina —contestó Diego.

—El general le ordena replegarse a bordo con todos sus hombres. Descendemos a dos mil metros para recogerles. Deberán ustedes utilizar las cámaras neumáticas números veinte, treinta y cuarenta…

—Creí que íbamos a continuar la evacuación.

—No, señor. No la continuamos. La Armada nahumita carga en estos momentos contra la Tierra… Sería arriesgado intentar la evacuación cuando el enemigo puede aniquilar este planeta con una bomba de oxígeno.

—Comprendido. Allá vamos. Corto.

Diego esperó a oír el “clic” metálico que anunciaba el cierre del radiotelegrafista de a bordo y lanzó una llamada general a sus tropas ordenándoles el repliegue hacia el buque nodriza. Un minuto más tarde, la fuerza se elevaba rápidamente utilizando sus “backs” poniendo rumbo al colosal disco del portaviones Argentina.

Al salir de la cámara neumática que les había acogido, Fabiola Santisteban corrió al encuentro de Diego.

—¡Quieta, no se acerque a mí! —le gritó Diego conteniéndola con un seco ademán. Y como la muchacha quedara paralizada de sorpresa añadió—: Todo mi traje está impregnado de radioactividad. Espere a que me despoje de él.

Diego y un grupo de sus hombres entraron en una cámara especialmente diseñada para este fin. Quince minutos más tarde salía por una puerta que estaba bastante lejos de la primera y se reunía con su encantadora prima. El coronel se había despojado incluso de su ropa y vestía ahora un sencillo “mono” azul. Fabiola, por su parte, habíase despojado de la molesta escafandra y mostraba al coronel una carita compungida, donde las lágrimas habían dejado su huella enrojeciendo los negros y rasgados ojos.

—¡Lo vi todo por televisión! —exclamó corriendo al encuentro de Diego—. ¡Dios mío… tal vez mi pobre madre se contará entre esos miles de víctimas!

—Vamos, querida prima —murmuró Diego tratando de tranquilizarla—. No hay por qué temer lo peor. Su madre es una persona sensata… Lo más probable es que se abstuviera de tomar parte en esa locura colectiva.

Ella agitó la cabeza en sentido negativo.

—He podido reconocer, a través de la pantalla de su aparato televisor, algunos amigos que siempre he tenido por gentes sensatas y pacíficas… ¡Y estaban en el tumulto luchando como locos por trepar a este buque! ¿Cree usted que puede alguien permanecer sereno cuando está amenazado de una muerte espantosa?

—Bueno, en todo caso su madre es una mujer vieja. Si su sentido común no le indicó la conveniencia de permanecer en casa mientras todos corrían hacia la superficie de Madrid, al menos su debilidad la habrá mantenido al margen de la lucha.

—¡Ha sido horrible! —exclamó Fabiola cubriéndose la cara con las manos—. ¡Horrible… horrible!

Diego miró a las personas que le rodeaban. En todas las caras podía leerse aún la tremenda impresión que les causara la vista de aquella cruel carnicería. En general, la expresión de los ojos demostraba asombro y cólera a la vez. Uno de los presentes era el coronel Honorio Sanz, de la misma brigada que Diego.

—¿Qué es eso que me han dicho? —preguntó—. ¿Es verdad que la Armada sideral nahumita viene hacia la Tierra?

Honorio Sanz movió la cabeza afirmativamente.

—Sí —dijo—. Deben estar cruzando la órbita de Marte en estos momentos. No tardarán en estar aquí.

—¿De manera que se proponen terminar con este planeta torpedeándolo con bombas “W”?

—¡Oh! ¿Quién sabe? —repuso el coronel encogiéndose de hombros y haciendo una mueca ambigua—. Ese será, sin duda, el final de este planeta, pero lo que el enemigo parece buscar ahora es atraer hacia aquí a nuestra Flota debilitando la defensa de Marte y Venus.

—Marte y Venus… ¿no han sido bombardeadas con proyectiles de hidrógeno?

—Todavía no.

—Bien, ¿y qué piensa nuestro Estado Mayor de todo esto? —preguntó Diego.

—Adivina las intenciones de los nahumitas y no está dispuesto a dejarse engañar. Mantendremos un millón de buques repartidos entre Marte y Venus y haremos frente a los nahumitas con el millón de aparatos restantes. Si les damos la gran batalla en las inmediaciones de la Tierra y conseguimos aniquilar al enemigo, Marte y Venus se salvarán. La Bestia Gris mantiene en pie su ofrecimiento. Si salvamos su planeta de la destrucción, nos cederá Venus para que podamos evacuar allí a todos los habitantes de la Tierra.

Diego permaneció unos momentos silencioso y pensativo. Luego movió la cabeza con pesimismo.

—Venus y Marte no se salvarán —murmuró—. Aunque derrotemos a la Armada nahumita aquí no podremos evitar que bombardeen esos planetas. Con toda seguridad habrán dejado algunos de sus buques más allá de la órbita de Júpiter para que suelten sus torpedos fatídicos en el momento oportuno.

—Nuestro Estado Mayor ha previsto esa posibilidad. Naturalmente no hay muchas probabilidades de interceptar un torpedo que ha tomado una enorme velocidad a lo largo de quinientos millones de kilómetros de aceleración continua. Los nahumitas bombardearán esos mundos con proyectiles de hidrógeno, pero entre que lo hagan con torpedos de hidrógeno o torpedos de oxígeno, siempre es preferible lo primero. Venus, la Tierra y Marte quedarán en condiciones tales que nadie podrá habitarlos en muchos siglos. Pero un día u otro la radioactividad se disipará por sí sola, y entonces podremos volver desde “Redención” para colonizar de nuevo estos planetas.

—Triste decisión es la que ha tomado nuestro Estado Mayor —murmuró Diego Santisteban—. Al venir a esta galaxia nos proponíamos expulsar a la Bestia y conservar estos mundos intactos para la posteridad. Ahora nos limitamos a tomar de lo malo lo menos bueno.

—Bueno —refunfuñó Sanz—. No tienes por qué hacerme esos reproches. Yo no pertenezco al Estado Mayor. Soy un oscuro coronel como tú… Sin embargo, no nos queda otro remedio que conformarnos a escoger entre lo malo lo mejor.

—Sí, claro —suspiró Diego—. No es que te reproche a ti, ni tampoco a nuestros generales. Ellos saben lo que se hacen y han demostrado su competencia. Son esos malditos nahumitas quienes lo han echado todo a perder. Hasta que ellos no aparecieron en el Reino del Sol, todo marchaba sobre ruedas… ¿Qué se le va a hacer? Lucharemos contra la Armada nahumita y sea lo que Dios quiera.

Diego Santisteban quedó un momento silencioso. Luego asió a su linda pariente por un brazo y la arrastró consigo diciendo:

—Venga usted. Puesto que, a lo que parece, no vamos a poderla desembarcar en el autoplaneta por ahora, la llevaré ante la oficial de alojamientos para que le asigne un camarote.

—Permítame quedarme en el suyo, coronel —suplicó Fabiola, asustada ante la posibilidad de que su pariente la abandonara—. No le molestaré… dormiré en el sofá.

—No sea usted tonta —gruñó Diego—. Si se quedara en mi camarote no le permitiría dormir en el sofá… y a mí no me gusta dormir en un sofá cuando puedo hacerlo tan ricamente en una cama. Por lo demás no puede usted quedarse en mi camarote. Las ordenanzas prohíben que duerman en el mismo apartamento hombres y mujeres solteros.

Fabiola enrojeció. Diego la miró desde su mayor altura y se echó a reír.

—¿Qué le preocupa? —preguntó—. Nadie se la va a comer aquí. Si lo prefiere, pueden darle una litera en el dormitorio general de la tripulación femenina… casi le convendría más. Todo parece indicar que va usted a venirse con nosotros al lejano planeta “Redención”, y en tal caso debería ir acostumbrándose a las complejidades de la vida de los redentores.

—Nunca podré hacerlo —murmuró Fabiola—. ¡Soy tan ignorante y ustedes tan sumamente inteligentes!

—¡Bah! Ya irá aprendiendo usted. Y si se queda siendo tan inocente e ingenua… pues tanto mejor. A los hombres siempre nos ha gustado sentirnos superiores a las mujeres… y hace siglos que las mujeres dejaron de ser el sexo débil. Usted continúe siendo tan bonita como es ahora… y no se preocupe por lo demás.

Fabiola se ruborizó, porque en los días que conocía a su primo era la primera vez que éste la piropeaba. Incluso le pareció que, al dirigirle una lisonja, el rubio y atlético coronel se apeaba del pedestal en que le había colocado la inferioridad de ella.

Diego Santisteban, a su vez, captó la mirada sorprendida de su prima y sonrió. Le agradaba la ingenuidad de Fabiola. Acostumbrado al trato constante con las supercultas mujeres de su pueblo experimentaba una honda satisfacción cada vez que la linda terrícola acudía a él en demanda de una explicación elemental sobre temas que entre los redentores nadie comentaba por archiconocidos. Diego hubiera podido añadir que, precisamente lo que más apreciaba en su prima, era el encanto de su ignorancia y la seguridad que nunca llegaría a ser una mujer docta y masculinizada como las que formaban codo a codo con los hombres en las Fuerzas Armadas redentoras. Pero Diego Santisteban se abstuvo de decirlo. Ella, de todas formas, no hubiera comprendido que su primo encontrara un encanto en lo que ella tenía por un defecto.