CAPÍTULO VIII

INFANTERÍA MECÁNICA

NO había nada comparable al puñetazo de una bomba atómica contra una bola de dedona. Los tripulantes de la esfera comandante se vieron arrancados violentamente de sus asientos y lanzados contra las paredes, los bancos y las pantallas con brutal fuerza.

Diego sintió como si sus oídos estallaran, vio un millón de estrellas saltar ante sus ojos y perdió el sentido. Cuando volvió en sí, lo primero que vio fue a Fabiola inclinada sobre él. La muchacha habíase quitado la escafandra y también a él le habían desprendido de la suya.

—¡Cáspita, coronel! —exclamó la voz del teniente Ribas—. Menudo susto nos ha dado usted. Creímos que había muerto también.

Aquel “también” espabiló completamente a Diego. Intentó incorporarse y se sintió mojado. Alguien le había tirado agua por la cara y ésta habíase escurrido por el descote de la coraza hasta el pecho. Fabiola y el teniente le ayudaron a ponerse en pie sobre sus vacilantes rodillas. Al miraren rededor sintió un acceso de náuseas.

Tendido en mitad de la cabina yacía el capitán Catasús con toda la cabeza abierta y descansando sobre un enorme charco de sangre. Más allá, tirado en un rincón, yacía el comandante Cortés en completa inmovilidad y boca arriba. Tenía en el pecho de su armadura un tremendo agujero del que sobresalía el retorcido extremo de una palanca de control. Un huracán parecía haber pasado por la cabina retorciendo los sillones, arrancando los bancos y haciendo pedazos los cristales de las pantallas de radar.

—El capitán… ¿está muerto? —preguntó Diego, aún sabiendo que hacía una pregunta estúpida.

—Y también Cortés —repuso Ribas con acento lúgubre—. El golpe le lanzó contra los mandos después de romper sus cinchas de seguridad y se clavó una palanca en el corazón.

—¡Dios mío… qué horrible! —gimió Fabiola tapándose la cara con sus manos enguantadas de vidrio.

—¿Y el sargento? —interrogó Diego mirando en rededor.

—Está en la sala de máquinas tratando de reparar la avería.

—¿Avería?

—Sí. Ese maldito proyectil nos arrancó el mecanismo de propulsión y estamos flotando en el espacio a merced de las corrientes de aire… ¡Menos mal que el receptor de energía no se estropeó también precipitándose a tierra!

Diego contempló en silencio la cara tumefacta del capitán ayudante. Le parecía mentira que aquel buen compañero estuviera vivo unos minutos antes y que yaciera ahora sin vida a sus pies. El pueblo redentor estaba poco familiarizado con la muerte violenta. Cada hombre vivía normalmente hasta doscientos años y más. La ciencia y la medicina, formidablemente desarrolladas, habían alargado la vida del hombre y hallado drogas y remedios para todas las enfermedades. En Redención, la gente sólo moría de puro vieja, después de una larga e intensa vida.

El sargento Galán, el único que conservaba puesta su escafandra, asomó por la escotilla de la sala de máquinas.

—Lo que dije —murmuró—. La explosión nos llevó el eyector y nos hemos quedado descalzos. Podemos subir o bajar. Pero no podemos dar un sólo paso por nuestros propios medios.

Diego se volvió hacia el teniente.

—¿Funciona la radio? —preguntó.

—Lo comprobaré —repuso el joven yendo hacia su banco de instrumentos.

Diego señaló al sargento los cadáveres.

—Vea si encuentra algo con que cubrirlos, Galán —murmuró—. Me da escalofríos la vista de estos desdichados compañeros.

El muchacho asintió y Diego se encaminó hacia la pantalla de televisión para comprobar su estado. Todos los aparatos de a bordo habían sido construidos con vistas a soportar golpes semejantes al recibido. El televisor tenía algunas conexiones rotas junto al arrancado banco de control, pero en cuanto Diego las empalmó volvió a funcionar.

Poco era lo que se veía desde aquella altura y a través del espeso techo de nubes radioactivas que cubría el campo de batalla. De tarde en tarde, entre los jirones de humo, se alcanzaba a divisar alguna esfera de “dedona” rodeada de lenguas de fuego. Inmediatamente la esfera era cubierta por un jirón de niebla radioactiva. La batalla continuaba; esta era todo lo que se podía adivinar.

—¿Qué tal esa radio? —preguntó Diego al teniente.

—Creo que podré arreglarlo… sí. Eso es. Ya está.

Ribas hizo algunas conexiones y movió los botones de control. Tomó un micrófono y lo acercó a sus labios.

—¿A quién quiere llamar? —preguntó.

—Tanto da. Al general Barbadillo o a la Plana Mayor divisionaria.

—¡Hola, P. M. División! ¡Hola P. M. División! ¡Esfera-control uno del noventa y nueve al habla! ¡Hola Plana Mayor!

—Plana Mayor divisionaria a la escucha. Hable control uno del noventa y nueve —repuso una voz gangosa por un tornavoz.

—Diego empuñó el micrófono que le tendía Ribas.

—Coronel Santisteban del noventa y nueve de tanques al habla. Un proyectil atómico nos acortó de lleno matando a parte de la tripulación e inutilizando el radar y el sistema de propulsión. Estamos anclados en el aire. Podemos subir o bajar, pero no movernos en ninguna dirección. ¿Qué debemos hacer?

—Oiga, control noventa y nueve. Espere un momento.

Entre los zumbidos de la corriente se escuchó el rumor de una ininteligible conversación. Luego volvió a escucharse al operador divisionario.

—Oiga, control noventa y nueve. Aterrice. Una esfera observatorio bajará a recogerles.

—Muchas gracias. Les esperamos. Y ¡oiga! Si no fuera inoportuno me gustaría saber cómo andan las operaciones.

—Bien. El Cien de Tanques contuvo la acometida de las esferas nahumitas y destrozó a casi todas sus máquinas en la batalla de aniquilamiento. Las infanterías combaten ahora. El enemigo presiona sin resultado por el sector Sur. Hemos recibido dos divisiones de refuerzos. Esperamos también la llegada de algunas fuerzas aéreas. Las noticias que se van recibiendo del resto del planeta son confusas, pero parece que estamos batiendo a los nahumitas tanto en el aire como en la tierra. Esto es todo por ahora, mi coronel. Si no desea alguna cosa, y con su permiso, procedo acortar.

—Agradecido, muchacho —dijo el coronel dejando el micrófono en manos de Ribas. Y volviéndose hacia el sargento, le ordenó:

—Hágase cargo de los controles y conduzca esta máquina a tierra.

El sargento, que acababa de cubrir los cadáveres de Catasús y de Cortés con la bandera nacional de Redención, descendió hacia la sala de máquinas, para ejecutar las órdenes.

Una explosión atómica cercana hizo bambolear los brazos de su primo. Cuando el piso recobró la horizontal, Fabiola se desprendió suavemente de los brazos de Diego levantando hacia éste sus ojos asustados.

—Me parece que está arrepentida de haber venido —dijo Diego.

—Sí.

—Ya se lo advertí.

—¿Cómo podía imaginar yo que esto fuera tan horrible? —murmuró Fabiola—. Máquinas que cruzan cañonazos y se golpean como bestias… máquinas que se mueven como hombres… y hombres que dirigen este cataclismo moviendo botones y gritando voces ante un micrófono…

—Las guerras de antaño eran un alegre alboroto de estudiantes comparado con esto, ¿verdad? —sonrió Diego con amargura.

—Ignoro cómo fueron las guerras de antaño —repuso Fabiola—. Pero puesto que la civilización ha continuado y la Humanidad ha sobrevivido, no pueden haber sido tan horribles como ésta.

—Sí —murmuró Diego—. Esta es la más horrible de todas.

La esfera descendía velozmente hacia tierra.

—Pongámonos las escafandras —aconsejó Diego. Una bocanada del aire exterior bastaría para matarnos.

Fabiola, Ribas y el coronel se ajustaron las escafandras. La esfera frenaba su velocidad de descenso. En la pantalla televisora iban apareciendo retazos de un panorama aterrador. La tierra, blanquecina y granujienta, húmeda de vapor. Algunos buques siderales ardían aquí y allá esparciendo negras columnas de humo. Entre los relámpagos atómicos se veía suspendida sobre una colina una esfera que arrojaba lenguas de fuego por sus cañones. Por todas partes yacían restos de tanques, de plataformas artilleras de “soldados” autómatas.

La esfera-control tocó tierra con suave golpe. Al interrumpirse por completo la corriente eléctrica que le daba flotabilidad, su extraordinario peso la hundió profundamente en el suelo.

—Esperemos que no tarden mucho en venir a recogernos —murmuró el teniente Ribas mirando intranquilo hacia la pantalla.

Las explosiones atómicas sacudían intermitentemente la máquina.

—¡Miren! —gritó Fabiola señalando al televisor.

El objeto causa de la alarma de Fabiola eran dos hombres mecánicos que acababan de brotar de un agujero de bomba y avanzaban hacia la esfera.

—Son nahumitas —dijo Ribas.

Los dos robots, con su grotesco aspecto de bidones ambulantes, se acercaron a la esfera y se detuvieron un momento.

—¡Dios mío! —murmuró Fabiola asustada—. ¿Qué harán ahora?

—Nada —repuso Diego—. No pueden hacernos nada. Esos cañones que levan por brazos no son capaces de destruir una esfera de “dedona”.

Los robots no dispararon contra el “tanque”, habíanse detenido muy cerca y parecía como si lo examinaran.

—Creo que están utilizando nuestra máquina como resguardo —murmuró Diego—. Seguramente han visto moverse algo sospechoso que está detrás de nosotros.

Diego dio vuelta al control de dirección de televisor. La cámara giró en torno a la esfera permitiéndoles ver cuánto había a sus espaldas. Entonces vieron avanzar entre el humo que se arrastraba por tierra un “soldado” de infantería redentora. Se trataba de una de aquellas arañas o tarántulas de color pardo oscuro. El aspecto de esta máquina robot era impresionante. Avanzaba con suma precaución, moviendo lentamente sus tres pares de patas con el vientre a ras de tierra. Los dos ojos alojados en su cabeza parecían observarlo todo con fría y terrible serenidad. Por debajo de los ojos, en lo que debiera ser su mandíbula inferior, asomaban las tres bocas de sus cañones atómicos.

La tarántula se detuvo a veinte metros de distancia de la esfera. Parecía recelosa de la soledad que le rodeaba.

—¡Qué “cosa” tan horrible! —exclamó Fabiola en voz baja, como si temiera atraer sobre ella la atención del robot—. Parece realmente una máquina viva.

—Puede decirse que está viva —aseguró Diego—. La inteligencia de esos cerebros electrónicos está muy agudizada.

—¿Por qué les han dado ustedes esa forma de araña?

—Es la más apropiada para moverse sobre el suelo. Su cuerpo esférico le hace más compacta. Sus tres pares de patas le permiten sortear toda clase de obstáculos a la vez que le dan más apoyo. Recuerde que estos robots están hechos de dedona, y que la dedona es cincuenta veces más pesada que el hierro. Cada tarántula de estas pesa una enormidad. Otra ventaja de las tarántulas es su poca altura y su aptitud para agarrarse al terreno cuando se produce una explosión atómica cercana a ellas.

—Los nahumitas, sin embargo, han dado forma humana a sus robots.

—Sí, y no comprendo por qué lo han hecho. Aunque es pronto para decirlo, creo que nuestras tarántulas son muy superiores a esos hombres mecánicos. Las obras del hombre siempre están inspiradas en una forma u otra por las obras de la naturaleza. Tal vez los nahumitas, en unos mundos donde la vida fue extirpada por completo hace siglos, no tengan más muestra de las maravillas de la naturaleza que ellos mismos. De haber tenido arañas en sus planetas de origen hubieran comprendido que la forma del Hombre no es la única que la Creación ha dado a los seres vivos… ¡Atención, nuestra tarántula se mueve hacia aquí!

La horrible máquina, en efecto, había levantado ligeramente su vientre y movía sus tres pares de patas en dirección al “tanque” redentor.

—Los robots le han tendido una celada —advirtió el sargento desde la escotilla de acceso al piso inferior—. ¿Quieren que haga elevar de pronto este carro dejándoles al descubierto?

—Sí, hágalo.

Galán desapareció en las entrañas de la máquina. Diego apuntó el televisor hacia abajo. En este momento, la esfera dio un súbito y violento bote hacia arriba. Los dos robots que habían ido a ocultarse tras su mole quedaron al descubierto, Tarántula y hombres mecánicos se contemplaron frente a frente una fracción de segundo y luego reaccionaron con una rapidez que ningún hombre podría igualar.

La tarántula redentora se movió con una celeridad que escapaba a la perfección del ojo humano. Se aplastó contra el suelo. Disparó sus tres cañones, dio un salto de costado, cayó sobre sus tres pares de horribles patas y volvió a disparar.

En el mismo tiempo, los robots nahumitas movieron sus brazos rematados en cañones. Pero la tarántula redentora les había ganado la mano y sus tres granadas atómicas, hicieron pedazos a un robot mientras el otro salía proyectado a gran distancia por la explosión y caía de espaldas. Este último, apenas tocó el suelo, se revolvió intentando levantarse. Mas antes que pudiera conseguirlo, la segunda descarga de los cañones de la tarántula le dispersaron en mil pedazos en mitad de una viva llamarada verde-azulada.

—¡Magnifico! —gritó el teniente Ribas.

—¿Ha visto usted? —preguntó Diego volviéndose hacia su prima que todavía estaba mirando con ojos muy abiertos de asombro a los destrozados robots y a la victoriosa e indemne tarántula—. Nuestra máquina no sólo ha actuado con mayor rapidez, sino que ha demostrado tener considerables ventajas sobre el enemigo. Fue la primera en reaccionar. Mientras los robos movían sus brazos para apuntarle, “ella” disparaba. Luego, el robot cayó de espaldas. Perdió otro tiempo magnifico intentando levantarse, y ese retraso en volver a estar en condiciones de luchar le costó la vida. De haber sido a la inversa y disparar primero los nahumitas, nuestra máquina se hubiera aplastado contra el suelo. No hubiera caído gracias a sus tres pares de patas muy abiertas, y hubiera contestado con rapidez fulminante.

El sargento hizo bajar de nuevo a la esfera de dedona y asomó su escafandra por la escotilla.

—Supongo —dijo— que, de poder hablar, esa condenada tarántula nos daría las gracias por nuestra afortunada intervención.

—¿Lo haría? —preguntó Fabiola volviéndose hacia su primo.

—No sea ingenua, querida prima —farfulló Diego—. El sargento está bromeando. ¿Cómo quiere usted que una máquina pueda sentir agradecimiento? Esa tarántula es tan insensible como cualquier pedazo de hierro, ni siquiera comprende la forma en que hemos intervenido, y puedo asegurarle que en estos momentos no siente ni asombro, ni curiosidad ni emoción por lo que acaba de ocurrir.

Fabiola miró en silencio a la espeluznante tarántula que seguía su camino moviendo ágilmente sus tres pares de patas, girando su cabeza a derecha e izquierda como si observara el campo de batalla en busca de otro enemigo a quien liquidar. Una explosión atómica cercana hizo saltar a la esfera de “dedona”. Cada estallido atómico que hacía estremecer la tierra sacudía también el “tanque” por estar en contacto con el suelo.

Una gran esfera descendió del cielo entoldado de humos, se detuvo un momento en el aire y tomó la dirección de la máquina-control.

—Debe ser la que viene en nuestro socorro —dijo el coronel. Y asegurándose que su prima tenía bien ajustada la escafandra y cerrada la válvula de admisión de aire natural añadió—: ahora vamos a ser rápidos en salir y en introducirnos en esa máquina.

El teniente Ribas y Fabiola desaparecieron por la escotilla en pos del sargento Galán. Diego lanzó una última mirada a los cadáveres del comandante Cortés y del capitán Catasús, los saludó con un lento ademán y abandonó el tanque en último lugar.

Unos segundos más tarde saltaba a tierra por la escotilla abierta de par en par y salvaba a la carrera la corta distancia que le separaba de la máquina venida en su auxilio. La tierra humeaba y crujía bajo sus pies. Violentas corrientes de aire huracanado levantaban espesas nubes de cenizas y hacían girar las nubes radioactivas en caprichosos remolinos. El aire, ardiente y espeso, parecía vibrar con la continua explosión de las granadas y proyectiles atómicos. Entre el polvo se difuminaban las siluetas de centenares de tarántulas automáticas que avanzaban protegidas por los tanques.

Diego Santisteban dio un salto y se arrojó de cabeza por la escotilla de la esfera salvadora. Resbaló en los escalones metálicos y cayó. Unos brazos le izaron.

—¿No queda nadie más? —preguntó una voz junto a él.

—No. Nadie.

—¡Cierra la puerta, Susana! ¡Adelante, piloto!

Un chasquido a espaldas del coronel anunció que la compuerta acababa de cerrarse. La máquina, dando sacudidas por efecto de las explosiones próximas, se elevó velozmente en el espacio atravesando las colosales nubes radioactivas.