CAPÍTULO VI
DESEMBARCO
LAS cien cubiertas del disco portaviones Argentina resonaban con el golpear de millares de pies lanzados a la carrera. Cuando Diego Santisteban llegó ante el alojamiento de las mujeres, un chorro de muchachas enfundadas en sus trajes de cristal salía impetuosamente hacia los diversos puntos del buque donde estaban sus máquinas. Los altavoces contribuían a mantener viva esta agitación disparando órdenes secas y vibrantes. Diego se encontró con Fabiola en los brazos casi antes de darse cuenta.
—No he querido marcharme sin despedirme —le dijo Diego apresuradamente—. Ya sabrá usted que los nahumitas están lanzando tropas de desembarco y que nosotros vamos a desembarcar también.
—¡Lléveme con usted! —suplicó Fabiola.
—¿Conmigo? ¡Está loca! —exclamó Diego—. ¿Qué se figura usted que es un combate en tierra entre dos ejércitos automáticos?
—No estoy pensando ahora en cómo será esa batalla —repuso la muchacha con rapidez—. Pienso que van ustedes a descender sobre Madrid y que allí está tal vez mi madre… ¡No diga que no puede llevarme! Muchas mujeres van a tomar parte en la batalla. ¿Por qué no he de ir yo también?
—Querida prima —repuso Diego—. Esas muchachas son imprescindibles para manejar nuestras tropas, pero usted sólo podría venir en condición de espectadora, y eso no creo que vaya a gustarle al general si llegara a enterarse.
—¿Y por qué se ha de enterar? Además, usted no sabe que yo voy a embarcarme como polizón en su máquina. Yo podría entrar en su aparato metida en este traje y usted no saber quién soy hasta que fuera tarde.
—¡Vaya! —refunfuñó el coronel esbozando una sonrisa—. No le falta ingenio. ¿Sabe usted cuál es mi aparato?
—No. Pero puedo averiguarlo siguiéndole a usted de cerca.
—Muy bien. Entonces, adiós.
Diego asió con su enguantada mano la de Fabiola, se la estrechó brevemente y le volvió la espalda, echando a correr pasillo adelante. Fabiola le siguió sin disimulo alguno, entrando en pos de él en la cabina de un enorme ascensor atestado de gente. Como quiera que todos los ocupantes del ascensor iban vestidos de cristal azul de pies a cabeza y era muy difícil verse las caras a través de este cristal a menos que aproximaran sus escafandras, Diego perdió auténticamente de vista a su encantadora prima. Incluso si alguna vez tenía que responder ante sus jefes por la intrusión de una persona civil en su máquina de control, podría jurar que ignoraba que su pariente le hubiera seguido hasta su aparato.
El ascensor descendió varios pisos y se detuvo. Diego salió de la cabina envuelto en un tropel de gentes enfundadas de vidrio y corrió a través de un hangar atestado de robustas esferas metálicas. Todas las esferas flotaban en el aire, a una distancia igual del piso que del techo. Esto era así porque estaban hechas de “dedona” y, de haber descansado sobre la cubierta, la hubieran hundido con su peso.
En el centro del hangar se veía un grupo de esferas mayores. De estas, había por lo menos un par que mostraban en su parte inferior sendos agujeros de acceso. Una puerta redonda y extraordinariamente gruesa cerraba estas oberturas.
Diego se encaminó hacia una de estas últimas esferas y se introdujo por la escotilla. Una escalerilla de hierro le llevó a través de la sala de control. Ésta era de forma circular, con las paredes abuhardilladas y el techo plano y bajo. Había un sillón para el piloto frente a una pantalla de televisión y un caótico cuadro de mandos, y un par de sillones a cada lado frente a grandes pantallas negras y otros tantos bancos repletos de botones y luces de diversos colores.
La primera en entrar en pos de Diego fue Fabiola. El coronel le señaló en silencio uno de los sillones que formaban pareja a la derecha del piloto. Inmediatamente detrás de Fabiola entraron en la cabina: el comandante Cortés, piloto; el capitán Catasús, ayudante de coronel, y el teniente Ribas, radiotelegrafista. El sargento Galán asomó su cabeza por la abertura que comunicaba con la sala de máquinas, pero al ver que había cinco hombres arriba volvió a la sala de máquinas, donde en realidad estaba su puesto.
El capitán ayudante y Diego fueron a ocupar los sillones de la pareja izquierda, mientras el comandante piloto lo hacía ante los mandos y el teniente junto a Fabiola. Diego conectó la clavija del teléfono al enchufe que tenía en el pecho de su armadura y se volvió hacia la derecha para mirar en la pantalla de televisión del piloto. El comandante Cortés acababa de encender esta pantalla y en ella se veía parte del hangar con sus impecables y apretadas filas de esferas metálicas. Muy cerca de la máquina que ocupaba Diego había una enorme escotilla que subía en este momento sobre tres robustos árboles de acero.
—¡La “cacerola” se destapa! —oyó decir.
La “cacerola” era en el argot de la Infantería Automática la cámara de lanzamiento de las máquinas, un tubo cuya boca superior estaba a ras de la cubierta hangar y cuyo extremo inferior llegaba hasta el fondo del disco portaviones. Poco más o menos venía a ser como un tubo lanzatorpedos en posición vertical. La tapa de este tubo, al subir entre los tres árboles de acero, se parecía en cierto modo a la de una cacerola.
En los oídos de Diego resonó la voz del oficial de vuelos:
—¡Cámara abierta, mi coronel!
Una luz verde se encendió en el tablero de Diego, confirmando este aviso verbal. Diego se volvió hacia el capitán Catasús.
—¡Adelante los generadores!
Catasús movió hacia adelante una palanquita. Allá afuera, las grandes esferas que formaban en torno a la tapadera del tubo de lanzamiento cobraron vida propia. Una de ellas avanzó con maravillosa seguridad hacia el redondo agujero que acababa de abrirse entre las tres columnas de acero, se detuvo en seco al quedar suspendida vertical mente sobre la cámara de lanzamiento y se dejó caer desapareciendo por el tubo.
Mientras tanto, las demás esferas habían continuado moviéndose en dirección a la escotilla y apenas la primera hubo desaparecido fue sustituida por otra, que se hundió también siendo reemplazada por una nueva esfera. La rapidez y precisión de estas maniobras eran tanto más notables por cuanto ningún ser humano las tripulaba. Cada máquina poseía un cerebro electrónico para ejecutar este y otros muchos movimientos.
Unas veinte esferas se introdujeron por el tubo de lanzamiento en sólo un minuto. Cuando las cuatro últimas se dirigían ya hacia el agujero, la máquina tripulada por el coronel Santisteban y sus ayudantes empezó a moverse. Detrás de ella, el capitán Catasús había puesto en movimiento con sólo pulsar una segunda palanquita a toda la nutrida formación de esferas más pequeñas.
La esfera jefe, puesto que de ella emanaban todas las órdenes al resto de la formación, se deslizó suavemente hasta el tubo, quedó una fracción de segundo inmóvil y se dejó caer. La pantalla de televisión del comandante piloto quedó a oscuras tres segundos y luego volvió a encenderse.
Estaban ya fuera del disco volante, cayendo a gran velocidad hacia la superficie de la Tierra. Y no eran ellos los únicos en descender sobre el planeta. De varios puntos de la parte inferior del Argentina caían sendos chorros de máquinas que, aparte de las esferas, tomaban otras dos formas distintas. Unas eran pequeñas, como tarántulas que hubieran replegado hacia su cuerpo sus tres pares de patas. Las otras eran bastante más grandes, de forma plana y alargada como un clásico “tanque” de los que se utilizaron en el siglo XX, pero desprovistas de cadenas y adoptando unos perfiles mucho más redondeados. Cada uno de estos artefactos montaba una torre giratoria de la que sobresalían un par de cañones cortos y de gran calibre.
Apenas acababan de dejar el portaviones cuando la voz del teniente Ribas sonó en los auriculares de Diego Santisteban.
—¡Mi coronel! ¿Quién es esta mujer que va sentada junto a mí? Yo creí que era la sustituta del sargento Noriega, pero acabo de descubrir que no sabe una palabra de táctica militar.
—¿Qué me dice? —preguntó Diego aparentando gran sorpresa—. ¡Yo no he dispuesto todavía sustituto para Noriega!
—Soy yo, coronel… —dijo la voz débil y tímida de Fabiola Santisteban—. Como usted no quiso que le acompañara… me colé a bordo sin decirle nada.
—¡Fabiola! —exclamó Diego—. Es usted una chiquilla incorregible. ¿Sabe que acaba de ponerme en un compromiso? No está permitido a bordo la presencia de personas civiles.
—Perdone, primo. Yo… si quiere volver al portaviones y dejarme allí…
—¡Tonterías! ¿Cómo vamos a regresar ahora? ¡Quédese donde está! —rugió Diego—. ¡Pero ya me dará usted explicaciones más tarde… si no le cuesta la piel esta estúpida aventura!
—Sí… señor —balbuceó la muchacha por el teléfono.
Diego olvidó temporalmente a su prima para ocuparse solamente de su regimiento. El teniente Ribas acaba de establecer contacto con el “carro” del general Barbadillo, jefe de la brigada a que pertenecía el regimiento de Diego.
—Vamos a formar un cinturón defensivo en torno a Madrid —dijo el general—. El enemigo acaba de tomar tierra en los alrededores de Toledo. Su aviación, acosada por la nuestra, intentará hacer llegar hasta Toledo algún torpedo subterrestre… No es fácil que nuestra flota pueda impedir la destrucción de esa ciudad, pero debemos prevenirnos para que no ocurra lo mismo en Madrid.
Mientras los generales transmitían a sus coroneles las órdenes tendientes a neutralizar el ataque del enemigo, el drama iniciado a 20 millones de kilómetros de la Tierra proseguía con furia apocalíptica dentro de la misma atmósfera del planeta. Una invasión que no estuviera protegida desde el aire estaba condenada a un fracaso, y nahumitas y redentores, sin dejar de combatir, descendían en pos de sus fuerzas de desembarco.
La lucha que había sido extremadamente dura en el vacío interestelar, era ahora más enconada y terrible. Dentro de la atmósfera, los proyectiles adquirían una fuerza extraordinaria. Los buques se veían entorpecidos por la resistencia del aire y sus evoluciones eran más lentas y cerradas. El portaviones Argentina, seriamente tocado veinte minutos antes por los torpedos nahumitas, fue alcanzado nuevamente, apenas traspuso las altas capas atmosféricas.
Ahora, los torpedos habían sido sustituidos por proyectiles cohete que se apoyaban en el aire. Algunas de estas bombas volantes, penetrando en las entrañas del Argentina por los boquetes que abrieran los torpedos, hicieron explosión dentro del navío dispersándolo en mil pedazos.
Pero las bombas volantes que zumbaban por todos lados no iban sólo contra los buques y los portaviones redentores, sino también contra las tropas de desembarco. Apenas la máquina de Diego había descendido treinta kilómetros dentro de la atmósfera cuando las bombas volantes empezaron a revolotear entre las esferas de dedona, chocando contra éstas y llenando el cielo de vivos fogonazos verde azulados.
En la mayoría de los casos, la esfera que recibía uno de estos impactos salía despedida como una pelota a varios kilómetros de distancia. Pero si el proyectil alado le daba de frente, sin resbalar sobre sus pulidas superficies, ocurría a veces que la esfera se abría como una calabaza o hacía explosión convirtiendo a cada uno de sus mil fragmentos en otros proyectiles.
Ahora bien, las esferas que en el argot militar se llamaban también “carros”, por cubrir necesidades idénticas a los viejos carros de combate, distaban mucho de ser unas simples masas ciegas y desamparadas. Cada una de estas máquinas tenía movimiento giratorio en sus dos hemisferios, y a ras de la superficie de estas cúpulas llevaban buen número de agujeros que eran otros tantos tubos lanza cohetes.
—¡Atención… ataque de bombas volantes! —gritó el comandante Cortés.
El aviso del piloto era obvio. Diego acababa de ver en la pantalla de televisión unos objetos veloces que venían hacia aquí dejando en pos sendos penachos de llamas.
—¡Abra la artillería! —ordenó dando un codazo al capitán que se sentaba a su lado.
Catasús movió diligentemente una de las múltiples palanquitas de su caótico banco de instrumentos. Respondiendo a este movimiento, la artillería atómica de las esferas, que apuntaban por radar y era accionada por un cerebro electrónico, abrió fuego contra las bombas zumbadoras.
Llenóse el cielo de vivos relámpagos verdes. La pesada esfera saltaba como un potro salvaje bajo los puñetazos de aire producidos por las explosiones.
—Teniente —llamó Diego por teléfono interior—. Voy a cambiar de asiento con usted. Si ocurriera algo malo quisiera estar junto a mi prima.
—Muy bien, coronel. Allá voy.
Diego desconectó las clavijas y se puso en pie. Cuando se cruzaba con el teniente en mitad de la cabina, una explosión muy próxima hizo bambolear la máquina echándoles a uno en brazos del otro.
—Muy afectuoso su saludo, teniente —masculló Diego al tiempo que tomaba asiento junto a Fabiola.
—¡Abróchese ese cinturón! —gruñó Diego señalando la cincha de seguridad.
Fabiola se aseguró el cinturón.
—¿Está muy enfadado conmigo? —preguntó.
—¡Bah! Ahora ¿qué importa? —refunfuñó Diego enchufando las clavijas del banco en los orificios de su coraza.
—¡Altura, quince mil! —gritó el piloto.
—Deténgase —ordenó Diego, siempre por el teléfono interior—. Deje que pase delante nuestro Regimiento.
El piloto frenó el raudo descenso de la esfera. Como ésta era de dedona, bastaba hacer circular por su masa una corriente eléctrica más viva para que la máquina opusiera mayor resistencia a la fuerza de gravedad que tiraba de ella hacia abajo.
La esfera comandante se inmovilizó casi por completo. El Regimiento de tanques le dio alcance y le rebasó descendiendo hacia tierra.
—¡Adelante, Cortés!
La esfera reanudó su interrumpido descenso. Diego movió una palanquita sobre su banco de instrumentos. La gran pantalla negra que había frente a Fabiola y el coronel se pobló de multitud de puntos de luz que brillaban en cuatro colores distintos, con intensidad diversa y tamaños variables.
—¿Qué es eso? —preguntó Fabiola señalando la pantalla.
—Una pantalla de radar, simplemente.
—Me refiero a esos puntos de luz coloreada.
—¡Ah! —Diego sonrió y miró hacia su izquierda, a la pantalla televisora del piloto—. El fuego cruzado de nuestras fuerzas parece haber ahuyentado al enemigo —dijo. Y respondiendo a la pregunta de Fabiola y señalando a la pantalla de radar, añadió—: Esta es la palestra donde se mueven nuestras tropas. Los puntos y líneas de luz blanca corresponden a los objetos metálicos ubicados en tierra firme o en el aire, pero que no son nuestros. Las manchas grandes y difuminadas son los relieves del terreno… Esas lucecitas pequeñas y ovaladas son nuestros soldados.
—¿Soldados? —exclamó Fabiola—. No he visto ningún soldado.
—Quiero decir soldados autómatas —sonrió Diego—. En esta División y en las otras dos que están descendiendo ahora sobre Madrid no hay un sólo soldado de carne y hueso, excepto nosotros mismos y los escasos comandantes que controlan las distintas unidades. Lo que usted va a ver, querida prima, es una simple guerra de control remoto, ¿sabe? Nuestros soldados no son humanos, ni siquiera conservar forma humana. Esas tarántulas de dedona que usted habrá visto descender como colgadas de un hilo invisible son nuestros soldados.
—¡Ah! —exclamó la muchacha—. Comprendo.
—Lo celebro. Decía que las luces pequeñas y ovaladas de color azul son los soldados, la infantería propiamente dicha. Las luces de forma redondeada y color verde corresponden a nuestros tanques. Vea, estas que brillan con intensidad intermitente, como estrellas que titilaran en un cielo negro, es nuestro Regimiento.
—También hay puntos de luz verde que no titilan —observó Fabiola señalando multitud de puntos verdes que, efectivamente, se mantenían en un fulgor verde inalterable.
—Son tanques, sin embargo. Pero tanques de otros regimientos. Aunque para nosotros no titilan, para su comandante hacen guiños como las nuestras. Lo mismo ocurre con las demás unidades. Cada coronel ve sus máquinas con luz intermitente, y las restantes con luz fija. De no ser así, nos armaríamos un lío y confundiríamos un Regimiento con otro. ¿Comprende?
—Sí. Y puesto que las luces azules son esas arañas o soldados y las verdes tanques… Las otras serán esa especie de planchas de forma irregular que tienen encima media naranja.
—Exacto. Los puntos de luz amarilla y forma grande y alargada son nuestras plataformas de artillería atómica.
—¡Altura, cuatro mil metros! —anunció la voz del piloto por los auriculares de Diego Santisteban.
Diego miró sus propios tanques en la gran pantalla negra. Acababan de tomar tierra, es decir, se habían detenido a sólo un metro de altura sobre la superficie del terreno.
—¡Alto! —ordenó Diego.
El comandante Cortés detuvo en seco el movimiento de descenso de la esfera gula. Diego empuñó un micrófono que descansaba sobre su banco y empezó a disparar órdenes en una lengua de la que Fabiola no entendía una sola palabra.
Fabiola comprendió que las órdenes que daba su primo no iban a verterse en ningún oído humano. El coronel hablaba a sus máquinas… ¡y sus máquinas le obedecían dócilmente, dando muestras de poseer una inteligencia y una disciplina que, verdaderamente, sólo podían ser automáticas!
El 99 Regimiento de Tanques, que a su llegada a tierra había quedado formando un grupo desordenado, ejecutó una serie de rápidas maniobras que le llevaron a formar una cuádruple línea escalonada orientada al norte. Sobre la misma pantalla negra, Fabiola vio moverse a las tarántulas o soldados de infantería formando una ancha faja de miles de puntos de luz azul detrás de los carros. Las luces amarillas de la artillería se movieron también pasando a cubrir los huecos que dejaban los tanques y formando algunos grupos concentrados a retaguardia de la infantería.
Diego se volvió hacia su prima.
—Ya tenemos el escenario preparado —dijo—. Ahora sólo falta que lleguen los nahumitas.
—¿Hablaba a sus máquinas, verdad? —interrogó Fabiola.
—Sí.
—¿Y ellas… le entendían?
—¿Lo dice por el idioma que empleaba? Es lengua redentora, la que hablaban ya los indígenas del planeta Redención cuando nuestro antepasado Santisteban llegó a aquel mundo. Estas máquinas están construidas para obedecer solamente las órdenes dadas en nuestra lengua. Podríamos haberlas hecho para que respondieran también a las órdenes dadas en español, pero temíamos que los hombres grises emplearan a su vez el español para confundirnos. ¿Comprende?
—Creo que sí. Usted quiere decir que, por ejemplo, si yo supiera hablar en lengua redentora y tomara ese micrófono y les hablara, sus máquinas me obedecerían también. ¿No es eso?
—Exactamente. Como usted comprenderá, sería pedir demasiado a unas simples máquinas que llegaran a distinguir entre el acento peculiar de su jefe y el de otras personas. Además, no sería práctico, pues de esta forma, puede mandarlas otro coronel o simple soldado de nuestro Ejército.
—Sí, ya… Pero lo que a mí me asombra es que esas máquinas sepan interpretar las órdenes dadas de viva voz. Yo creí que para moverlas de aquí para allá se servían únicamente de clavijas y botones.
—¡Oh, no! —rio Diego—. Aunque esta clase de guerra continúe llamándose guerra de botones, lo cierto es que los botones sólo intervienen hasta cierto punto. Cuando la guerra de control remoto estaba en mantillas, sí; entonces se movían las máquinas por medio de botones. Pero aquello pasó a la historia. Los ejércitos supermodernos obedecen a la voz.
—¡Es maravilloso! —murmuró Fabiola—. Maravilloso… y sobrecogedor. A mí me causan miedo y una especie de honda repulsión esas máquinas, capaces de oír la voz humana y de interpretar cada uno de sus múltiples giros e inflexiones…
—No tanto… no tanto, prima —protestó Diego—. Mis tanques no igualarán jamás a la comprensión humana… A ver si me entiende usted: estas máquinas interpretan y ejecutan las órdenes que les doy, pero sólo un cierto número de ellas. Sería, por ejemplo, inútil ordenarles que dancen un vals. Estas máquinas ignoran lo que es un vals y son igualmente estúpidas para órdenes que no comprendan su vocabulario. Son de una inteligencia rudimentaria, digámoslo así. Se les ha construido para que respondan automáticamente a cierto número de palabras. Más allá de este reducido vocabulario, nuestras máquinas permanecen insensibles.
Fabiola asintió con repetidos movimientos de su escafandra de cristal azulado. Diego tendió la mano hacia su tablero de instrumentos e hizo girar un interruptor. A su derecha, en la pared abuhardillada, libre de asientos se encendió una pantalla de televisión que tenía tres metros de anchura y llegaba desde el piso hasta el techo.
Diego imprimió un movimiento de rotación a su asiento giratorio y contempló el paisaje reflejado por la pantalla. Estaban situados aproximadamente sobre la autopista de Burgos. Todos los tupidos bosques de la provincia habían quedado reducidos a tizones negros, de los que brotaban densas humaredas que entorpecían en parte la visión.
Haciendo girar un botón del banco, el paisaje se deslizó sobre la pantalla. Primero aparecieron las fuerzas del Ejército redentor, que formaban un cinturón de metal en torno a Madrid. Luego, el mismo Madrid, con aquel su aspecto de tejado de planchas onduladas, se ofreció a los entristecidos ojos de Fabiola Santisteban. Madrid se deslizó también por la izquierda de la pantalla y Diego completó una mirada de circunvalación en torno a su máquina.
En este momento se escuchó la voz del teniente Ribas:
—¡Atención! Nuestras avanzadillas acaban de establecer contacto con las columnas enemigas que avanzan sobre Madrid por la carretera de Toledo.