Yo me fui… Ella se quedó. Pero todavía hoy, después de más de cincuenta años de distancia continua, que sólo una vez, a comienzos de los sesenta, fue interrumpida y condujo a algo que quiere ser omitido, nos damos mutuamente signos de vida y no hemos olvidado nada, ninguna clandestinidad en la oscuridad de la iglesia, ninguna de las palabras susurradas, ni tampoco los momentos de proximidad fugitiva.
Sin embargo, lo que hubiera podido ocurrir si me hubiera quedado en Palermo sólo puede imaginarse en una película muy distinta, que se desarrolla como tragicomedia bajo el cielo siciliano, y llega hasta una ancianidad temblorosa. Y sin duda lo que quedaba de griegos, sarracenos, normandos y Staufer en aquel vertedero insular se hubiera condensado en material para una novela narrativamente ramificada. Deseos que se bastan y no tienen que cumplirse.
¿Y Danzig? ¿Qué se me habría ocurrido desde Palermo sobre la ciudad perdida de Danzig?
Cuando emprendí el viaje de vuelta en dirección a Cefalù y, en el primer camión que ofreció un lugar al autostopista como compañero de viaje, abrí un paquetito que debía servirme de provisiones, el paquete contenía, además de galletas e higos secos, media docena de huevos duros. Tan cariñosa era Aurora, mi amor no vivido, que perdura encerrado en el ámbar.
A mediados de septiembre llegué puntualmente a Düsseldorf para el comienzo del semestre. El estudio casi terminado construido en la Kirchstraße de Stockum no me pareció ya abandonado y sin vida. Enseguida empecé, como óvalo de estrecho perfil, un busto de San Francisco, y estatuillas de arcilla que parecían de procedencia etrusca. Además, estaba «Flautas» Geldmacher, con su multitud de instrumentos y su olor que desplazaba a cualquier otro.
Pankok examinó con benevolencia el producto de mi viaje —dibujos y acuarelas—, pero sólo fugazmente. Muchos de sus alumnos volvían de lejos y tenían cosas que mostrar.
Hasta aquí, la ojeada retrospectiva al viaje a Italia ha permitido dejar de lado una trama secundaria que, rica en personajes, se independizó luego y alimentó la novela que lo devora casi todo, de forma que para este relato que sigue sólo pueden utilizarse, en el mejor de los casos, los restos.
En las fotos que hizo Hannes, el hermano de Trude Esser, Geldmacher y yo fumamos con Franz Witte lo que parecen colillas de puro. Nos damos importancia, cada uno en su papel.
¡Ay, mis amigos! A los dos los sigo echando en falta aún. Ninguno llegó a viejo. Los dos se volvieron locos por su talento, y sin duda también por sí mismos; yo fui suficientemente robusto para sobrevivirlos.
La amistad con Horst Geldmacher, llamado «Flautas», y mi continua afición al ragtime y el blues tuvieron como consecuencia la fundación de un trío como grupo de jazz. El tercero era el guitarrista y bajista Günter Scholl, que estudiaba arte como profesor de enseñanza media y más tarde se convirtió también rápidamente en profesor de dibujo, alguien que siempre estaba de buen humor.
A mí me correspondió como instrumento de percusión un objeto ordinario, utilizado desde los primeros tiempos del jazz —¡Nueva Orleans!—: la tabla de lavar, sobre cuya hojalata ondulada marcaba ritmos con dedales en ocho dedos.
En el Czikos, un restaurante de la ciudad vieja, de dos pisos, estrecho como un tubo, de ambiente seudohúngaro, tocábamos tres veces por semana. Para los otros días tenían contratado a un gitano como cimbalista, con hijo y contrabajo.
Apretados bajo la escalera del piso alto, a cambio de comida gratis y una moderada remuneración, nos agotábamos hasta medianoche ante un público de nuevos ricos, entre los que figuraban artistas de más o menos éxito y sus acompañantes. Y como el dueño y la dueña del Czikos, Otto Schuster y su mujer, parecían personajes salidos de alguna trama novelesca, sirvieron luego para aquella trama secundaria en cuyo transcurso Oskar Matzerath sustituyó la tabla de lavar por el tambor de hojalata.
Tal como a él le gustaba, doblegó la voluntad de sus personajes y dio al Czikos a lo largo de un capítulo llamado «El Bodegón de las Cebollas», una importancia excesiva, al hacer que los clientes del exquisito local, tan anquilosados como ansiosos de vida, con ayuda de tablillas y cuchillos, se conmovieran hasta las lágrimas: la cebolla picada, laxante de tipo especial, resultaba apropiada para hacer un tanto porosa la «incapacidad para sentir duelo» luego atribuida a la sociedad de la posguerra.
Y así eran las cosas. Pagando, se podía llorar. Las lágrimas contadas producían alivio. Al final, los huéspedes de pago se convertían en niños balbuceantes que seguían obedientes los redobles del buen Oskar. De lo que puede deducirse que, más que todos los demás productos del campo o de la huerta, la cebolla se presta a su utilización literaria. Si, piel tras piel, ayuda al recuerdo a brotar o ablanda las glándulas lacrimales secas y las hace fluir, en cualquier caso es alegórica y, en lo que se refiere a El Bodegón de las Cebollas, era además buena para el negocio.
No puede decirse más al respecto. Lo que se convierte en literatura, habla por sí solo. Sin embargo, aunque El Bodegón de las Cebollas haya sobrevivido al Czikos, todavía arrastro el aire viciado de aquella cueva de ladrones de Otto Schuster; las lámparas de petróleo le daban ambiente y una luz atenuada.
A los tres músicos de ocasión rara vez nos correspondía una pausa. Sólo mucho después de medianoche, cuando se habían ido los últimos clientes, nos llenábamos el estómago de gulasch de Szegedin. Yo fumaba moderadamente, pero bebía demasiado: orujo y sliwowitz, aguardientes a los que nos invitaban señoras que chillaban. Un negocio ruidoso, cuyos precios habían aprendido a escalar por el llamado milagro económico.
Yo perdía el norte. La Academia me veía pocas veces. Cada noche se tragaba el día siguiente. Conversaciones tediosas. Aliento a matarratas. Rostros de clientes grotescos, que se borraban unos a otros. Agujeros en una memoria agujereada. Y, sin embargo, se dibuja como tras un cristal de vidrio opalino lo que puedo recordar de forma creíble a medias: los tres —Geldmacher con el sonido de su flauta, intensificado hasta la ronquera, Scholl con su banjo pellizcado y golpeado, y yo con la tabla de lavar, que unas veces se servía de ritmos escuetos y otras de ritmos acelerados—, un día tuvimos, muy tarde, una visita eminente.
Tras una jam session, que se suponía vendida hacía semanas, el ídolo de nuestros años mozos, con su séquito, llegó al Czikos. Desde cierta distancia, a unas cinco o seis mesas, habrá oído nuestra forma de jazz y, al parecer, le habrán gustado las erupciones de la estridente flauta de Geldmacher; su sonido era al fin y al cabo insólito.
Aquel destacado cliente que, como se dijo luego, hizo traer en taxi su trompeta del hotel, miró de pronto e inconfundiblemente a nuestro rincón de debajo de la escalera del piso superior y —ahora lo veo— se lleva el metal a los labios, sube a donde estamos nosotros, que, mal pagados, tocamos contra el ruido chillón del local, da un claro trompetazo como señal, recoge la nota salvajemente tartamudeada de la flauta de «Flautas», mientras hace girar los ojos en las órbitas, y toca un solo de trompeta al que responde ahora el solista llamado Geldmacher con la flauta contralto, apostando por el dúo de madera y metal; es sin duda alguna Satchmo, tal como lo conocemos por discos muy codiciados, por la radio y por fotos en blanco y negro. Ahora baja el volumen de su trompeta con sordina, vuelve a unir su sonido con el nuestro en un chorus, por una breve eternidad, me permite a mí y mis dedales otro ritmo, anima al banjo de Scholl, nos regala un júbilo común y, en cuanto Geldmacher —nuestro moneymaker— ha terminado su baile en el alambre, esta vez con el pícolo, se separa de nosotros con un trompetazo de reconocimiento, saluda amable y un poco paternalmente con la cabeza, y se va.
¡Qué importante visitación! El señuelo no había sido el banjo de Scholl, ni mis dedales sobre la lata ondulada, sino «Flautas», que conseguía fácilmente, tras recordar brevemente la melodía, trasladar a Alabama canciones populares alemanas, como si fueran emigrantes sedientos de distancias. Con su versión de «Un cazador del Palatinado» —¿o fue la canción «Oh, árbol de Navidad»?— había captado la atención de Armstrong.
Audazmente, pero con una seguridad de ensueño, se estructuró el cuarteto. Es verdad que los cuatro tocamos sólo brevemente, cinco o siete minutos —¿cuándo dura más la felicidad?—, pero todavía tengo esa aparición, de la que ninguna foto con flash da testimonio, en los oídos y ante los ojos. Como homenaje a nuestros entretenidos esfuerzos quiere ser más importante que todos los premios que se me han concedido luego, incluso el mejor dotado, cuya concesión a una edad bíblica me ayudó a sentir una alegría irónicamente distanciada y que, desde entonces, cuelga de mí como si fuese título profesional suplementario.
Sí, aunque la deformación profesional hubiera podido seducirme para vivir retrospectivamente otra vez, lo que en el mejor de los casos sólo es plausible y permanente en el papel, es decir, aunque en la chata realidad no se hubiera producido ese encuentro digno de ser escuchado, se me ha quedado vivo sin embargo; perdura al alcance de la mano, está, como el oro de una trompeta, libre para cualquier interpretación y sustraído a toda duda.
En la casa de fieras de Pankok sucedían pocas cosas, salvo que los intentos de volar de Franz Witte y míos, con lienzo o papel de envolver, fracasaron audazmente. Ningún otro milagro nos volvió piadosos, a no ser que se experimentara una sopa de pescado de Trude Esser, que ella cocía para sus hambrientos amigos con innumerables arenques, como una milagrosa multiplicación de los peces.
Y, extrañamente cambiada, como si se hubiera producido un verdadero milagro, volvió mi hermana de Roma y su custodia monacal. Para espanto de los padres, quería ser monja.
El padre se lamentaba, la madre se sentía mal. Yo bebía más de la cuenta. Franz Witte comenzó a hablar confusamente. Enfurecido, Geldmacher se golpeaba la cabeza contra las paredes, que eran reales y duras. En Corea y otras partes había guerra. Perdimos la fe en nosotros y vivíamos de prestado, mientras la caterva de nuevos ricos exhibía jactanciosamente sus posesiones.
Sin embargo, al fin y al cabo cayeron en el Czikos suficientes propinas para financiar en el verano del cincuenta y dos mi segundo viaje importante. Ahorré durante todo el invierno, quería irme, largarme de Düsseldorf, una ciudad que pretendía ser un «pequeño París» y cuyas pandillas artísticas se disfrazaban bohemiamente en las llamadas Malkastenfesten o fiestas del color.
En esa época tuve a mi lado, una detrás de otra y durante algunas semanas al mismo tiempo, a dos bailarinas fácilmente seducibles y conducibles, como legado de una fiesta de Carnaval en que se bailó lento hasta última hora. Así, la una, la otra, venían a visitarme en el estudio de la Kirchstraße de Stockum, en donde les servía platos de sartén, de mi estufa de carbón: había liebre a la pimienta, riñones de cerdo ácidos, hígado de caballo asado y otras cosas que asustaban a mis bailarinas.
De miembros largos la una, bien proporcionada por todas partes la otra; pero mi corazón o, mejor, sus ventrículos parecían seguir siendo inhabitables, por muy doblemente fiel que fuera a las chicas, hacia las que sentía apego cuando tenía ganas y oportunidad. Habían acabado su aprendizaje como costureras y ahora querían —no muy claramente dotadas todavía— dedicarse al Arte.
En cualquier caso, nos conformábamos. Y como no se podía conceder la posesión, nuestro intercambio transcurría no sin tensiones, pero sin finales trágicos. Nos teníamos simpatía, de momento.
Las dos habían hecho cursos con un mimo francés en el Brücke, un instituto de cultura patrocinado por la potencia británica de ocupación. Así ocurrió que una de ellas, que se llamaba Brigitte, más adelante, cuando yo me había largado ya, siguió a su maestro al campo socialista e hizo carrera en el Berlín oriental como coreógrafa; ya en mi época comenzó a acentuar su nombre a la francesa, lo que le resultaba fácil, teniendo en cuenta su carácter alegre del Rin.
La otra, sin embargo, que, aunque de Pomerania, encantaba como frágil criatura y, con medias verde cardenillo y violeta, convertía con sus largas piernas la Königsallee en pasarela de moda, permaneció todavía algún tiempo en Düsseldorf, fiel a la pantomima. Años más tarde apareció en una novela entretanto frecuentemente citada como la musa Ulla, pero se llamaba Jutta fuera de la literatura y, por su apariencia, otros y yo la llamábamos angelito; y tan tiernamente se llama para mí todavía hoy, cuando los dos, ancianos, nos saludamos desde lejos.
Planifiqué mi viaje a Francia sin Brigitte ni Jutta, a las que sólo se podía ver ya con movimientos de pantomima retardados. Ensayaban ante el espejo extraños andares, torciendo el cuello.
Otra vez viajé en autostop y fui la mayoría de las veces, en el camino hacia París y luego entre el Mediterráneo y la costa atlántica, acompañante de conductores de camión rendidos de cansancio. Con frecuencia tenía que cantar para que no se durmieran.
Hacia el amanecer resultaba fácil encontrar en el gran mercado de París, a un lado de Les Halles, que ya no existen, una oportunidad de viajar, ya fuera en dirección a Marsella, ya hacia Cherburgo o Biarritz. Fuera a donde fuera en autostop —a las playas de un mar o del otro—, volvía siempre a París, donde me alojé en distintos sitios, al principio en el albergue de juventud lleno de chinches de la Porte de la Chapelle, y luego, con vistas a Saint-Sulpice, con un traductor de Kleist llamado Katz.
Con el barullo verbal de dramas sedientos de sangre, se había vuelto loco de una forma entretenida, citaba continuamente de sus fragmentos sobre amazonas asesinas de hombres, y saludaba a todo el mundo con la exclamación: «Mi cisne sigue cantando en la muerte a Pentesilea». Tenía su corte en el Café Odéon, y se sentaba allí con el monóculo encajado, lo que me resultaba penoso. Al parecer, era de Maguncia o de Fráncfort. Por hábil que fuera dándole a la lengua, era avaro de palabras en cuanto se le preguntaba por su origen y mucho más por su supervivencia durante la guerra.
En caso necesario, yo encontraba lugares para dormir con franceses de mi misma edad, que habían hecho su servicio militar en Argelia o Indochina y estaban marcados por la guerra de una forma que me resultaba reconocible; en cualquier mezcla de idiomas, nos entendíamos mutuamente. Para quien ha visto muertos solos y en montón, cada día es una ganancia.
Durante algún tiempo encontré alojamiento en una buhardilla con vistas sobre tejados y chimeneas, que podía ocupar sin pagar alquiler porque a cambio lavaba los platos de un matrimonio, verbal y violentamente enemistado, de la vieja nobleza: Saint-Georges.
Cada vez, a lo largo de la mañana, su duelo iba aumentando desde el salón, por el largo pasillo, hasta la cocina. A menudo me quedaba sin habla, tratando inútilmente de calmar con gestos a la pareja, que, sin hacer caso del espectador, se lanzaba los platos que yo acababa de lavar o que estaban todavía sucios.
Ante su ayudante de cocina se comportaban siempre cortés o amablemente, y reservaban su furia para el momento de lavar yo los platos. Al parecer, su duelo —en el que rara vez acertaban en el blanco— requería un solo testigo.
A veces se lanzaban incluso cuchillos y tenedores. Una vez tuve que vendar un corte en el dorso de la mano izquierda de Monsieur. Por falta de conocimientos lingüísticos, sólo podía suponer qué era lo que excitaba a los lanzadores, acabando por ponerlos al rojo vivo: a lo mejor una disputa que había comenzado hacía muchos años, quizá en tiempos de la persecución de los hugonotes o incluso antes, en la época de aquella Guerra de las Rosas que no quería acabar.
Por lo demás, Monsieur y Madame se hablaban de usted. Tan formalmente se desarrollaban sus peleas. Yo hubiera podido hacer algún comentario al respecto, como autor de una obra para tres personajes. Mi amigo Katz la habría dirigido.
Por lo demás, nuestro teatro culinario se desarrollaba en una distinguida zona residencial: Boulevard Péreire se llamaba mi dirección de entonces.
¿Quién barría los añicos? Probablemente yo, con expresión indiferente. El diario derroche de vajilla habrá significado poco para mí, porque la discordia del matrimonio Saint-Georges se desarrollaba como un ritual en una época que era en general polémica. Cada tesis se enfrentaba con otra. No es que hubiera leído ya entonces a Camus, pero los combates verbales entre él y Sartre estaban en todos los labios, aunque más bien con frases hechas que con citas eruditas. Se trataba del absurdo en sí y de la leyenda de Sísifo, el feliz acarreador de piedras.
Probablemente fue Katz quien me contagió, al pasar con facilidad de Kleist a Camus, de Kierkegaard a Heidegger y de los dos a Sartre. A Katz le gustaba lo extremo.
En esa disputa, que duró años por encima de fronteras, entre los dioses de entonces de la sagrada doctrina del existencialismo, yo tomé partido, primero vacilante y luego con vehemencia, por Camus; más aún: para mí, porque desconfiaba de toda ideología y no tenía ninguna fe, hacer rodar la piedra se convirtió en disciplina diaria. Un tipo como aquél me gustaba. El preso condenado por los dioses, para el que lo absurdo de la existencia humana es tan cierto como que el sol sale y se pone, y que por eso sabe que la piedra que hace rodar cuesta arriba no se quedará allí, se convirtió para mí en santo digno de adoración. Un héroe más allá de la esperanza y la desesperanza, alguien a quien la inquieta piedra hace feliz. Alguien que nunca se da por vencido.
En París comencé, aunque sólo como de pasada y bajo cuerda, a ensayar decisiones partidistas, es decir, en el curso de conversaciones de café, con Katz o sin él, a plantear mis propios puntos de vista. Lentamente se me hicieron conmensurables las relaciones políticas de poder. Me inmiscuí, luché en caso necesario conmigo mismo y viví de platos baratos: frites y boudin, el tipo de morcilla francés.
Del producto sobre papel de mi viaje a Francia se ha conservado, además del libro de esbozos, un montón de dibujos de formato medio: hojas en las que, con plumas de gaviota y caña de bambú, una línea de contorno, apenas interrumpida, retiene las cabezas de hombres y mujeres a los que, de camino, en cafés, bancos de parques, en el metro y en los cambiantes lugares donde dormía, tuve cerca durante el tiempo de un boceto. Además, hay dos docenas de acuarelas sobre papel de envolver. Los motivos son cabezas con o sin sombrero, medias figuras, pero también calles de suburbio. Repetidas veces he pintado a la acuarela el canal de Saint-Martin, rico en puentes, y escenas de bistrot que, alternando de hoja en hoja, permiten reconocer la influencia de Picasso y Dufy, hasta Soutine. De expresividad intensificada, se distinguen de las impresiones lavadas con tinta china del viaje a Italia del año anterior. Obras artísticas rápidamente acabadas e intentos de encontrarme a mí mismo o a alguien que yo quería ser. Sin embargo, ¿quién quería ser yo?
Lo que se escribía de camino trataba también de encontrar el camino palpando. Una serie de poemas que gira en torno al timonel de Ulises merece ser olvidada. Luego hay un poema inacabable, durante el cual un santo estilita actual es elevado a héroe de lo absurdo: un joven albañil que renuncia a salario y pan, rompe todos sus lazos familiares y sociales, se convierte en automarginado y construye en la plaza del mercado de su ciudad una columna, desde cuya altura mira el ajetreo diario y también el mundo, para cubrirlo de insultos cargados de metáforas, desde su punto de vista elevado. Por lo menos permite a su madre que lo alimente mediante una larga pértiga.
Esa epopeya poética, alimentada por los primeros expresionistas alemanes y además por Apollinaire y García Lorca, y en consecuencia sobrealimentada, que sin duda alardeó bravuconamente pero nunca se terminó, sólo debe mencionarse porque aquel estilita estático, durante los años siguientes y en el curso de un largo proceso de fermentación, se convirtió en un parto mental ambulante que, desde una perspectiva contrapuesta —la visión a la altura del canto de una mesa—, despotricaba contra el mundo, aunque en prosa.
Hacia el final del viaje a Francia, di un rodeo. Una dirección bastó como cebo para viajar a Suiza. De esa forma llegué al cantón de Aargau y la pulcrísima pequeña ciudad de Lenzburg.
Mi visita era para la actriz Rosmarie Loss, a la que conocí —daban Los hijos del Paraíso— en un cine de Düsseldorf. Debió de haberme considerado, en el curso de nuestros apresurados abrazos y continuados combates verbales, como el eterno muerto de hambre, porque después de su partida me envió paquetes llenos de productos suizos: «Flautas» Geldmacher y yo nos alegramos de la Ovomaltine, las gruesas pastillas de chocolate, el queso rallado y la carne de los Grisones. Yo se lo agradecí con mis medios de pago: poesías largas y cortas.
En Lenzburg vivía ella con la familia de su hermana, en casa de sus padres. La casa unifamiliar no se diferenciaba apenas de las otras casas de la colonia. El padre era cartero, miembro del club del libro llamado Büchergilde Gutenberg y socialdemócrata. La amiga de ella, en cambio, que vino a despedirse una tarde inofensiva, destinada sólo a café y pasteles, procedía de una familia burguesa con propiedades, tenía diecinueve años y se movía de forma marcadamente espasmódica, como bailarina incipiente, pero mantenía la cabeza alta sobre el largo cuello y anunció, sin que le preguntara, que no sería maestra, como querían sus padres, sino que iría directamente a Berlín, para aprender allí con Mary Wigman, la famosa pedagoga, el baile expresivo de pies descalzos.
¡Qué decisión más valiente, anunciada en un alto alemán sonoro! Con lo que en mí, espontáneamente, se redondeó algo que hasta entonces sólo había sido un vago deseo: aseguré a la familia Loss, sentada alrededor, y más aún a la futura alumna de baile, que igualmente y muy pronto, quería mudarme a Berlín: el clima de la Alemania occidental no me sentaba bien.
Así comenzó una charla que tuvo consecuencias. Ella o yo sospechábamos que quizá nos encontraríamos en Berlín. Berlín, sin embargo, era una gran ciudad en la que era fácil perderse, pero si la casualidad lo quería…
Como mientras recorría Francia —y durante largas esperas de una oportunidad de viajar— había dibujado una y otra vez gallinas, comparé los movimientos convulsivos de la incipiente bailarina con la forma de andar de las aves de corral por mí observadas; comparación que enseguida, pero inútilmente, traté de hacer pasar por cumplido.
Luego, ante café y pasteles, se habló otra vez de Berlín. Antes que yo, Rosmarie Loss se dio cuenta de que, al anunciar mi cambio de residencia, aquella inspiración como de lo alto, había participado mi corazón.
Más tarde, cuando Anna se había ido ya —tenía que despedirse en otro sitio aún—, se hicieron, desde el punto de vista socialdemócrata, comentarios mordaces: aquella señorita aficionada a viajar pertenecía a una familia de clase media cultivada que, mediante el comercio del hierro, guardaba y aumentaba sus propiedades. Sin duda un buen partido. Muy conveniente para pobretones venidos de Alemania…
Es posible que unos celos irónicamente disimulados colorearan, llenos de presentimientos, la escaramuza verbal —Rosmarie y yo, como pareja combativa, nos habríamos agotado tan apasionada como rápidamente—, mientras yo, relajado por estar seguro de mi acreditada falta de vínculos, fumaba cigarrillos, que se llamaban Parisienne y que me ofrecieron en una cajetilla amarilla.
En cualquier caso, la tertulia familiar en torno a la mesa de café estaba aún plenamente dedicada a la conversación, en parte en alto alemán y en parte en suizo-alemán, cuando un chico de unos tres años, hijo de la hermana de mi clarividente amiga del cine, con un tambor de niño colgado, entró en el cuarto de estar lleno de humo, golpeando con palillos de madera la redonda hojalata.
Dio dos golpes a la derecha, uno a la izquierda. Al hacerlo, no hizo caso de los adultos reunidos, atravesó el cuarto y dio varias veces la vuelta a los contertulios, sin dejar de tamborilear constantemente. No se le pudo distraer ofreciéndole chocolate ni con ridículas voces, parecía calar a todos y cada uno, y de pronto se dio la vuelta y salió del cuarto por donde había venido.
Una entrada con resonancias, una imagen que quedó. No obstante, pasaría mucho tiempo hasta que el cerrojo se abriera y se liberara la corriente de imágenes con lo que flotaba en ella, dejando salir palabras que, desde mi infancia, llenaban el calcetín donde guardaba mis ahorros.
Anna Schwarz, sin embargo, por breve que fuera su aparición, había dejado atrás algo más que su nombre.
De esa forma se concretó mi deseo hasta entonces impreciso de dejar el Düsseldorf del milagro económico, el alboroto cervecero de su ciudad vieja y el ajetreo de genios de la Academia de Bellas Artes. Yo quería buscar en Berlín un nuevo, exigente, un —como luego, presentándome, escribí en mi solicitud— «maestro absoluto», y, en un clima más áspero, disciplinar mis talentos vagabundos.
A principios de verano, antes aún del viaje a Francia, me había atraído una exposición del escultor Karl Hartung, y especialmente sus pequeñas esculturas de efecto monumental. Me presenté a él, profesor de la Escuela Superior de Bellas Artes de Berlín, con dibujos, fotos de algunos vaciados en yeso, la carpeta llena de poemas y un currículo ajustado en forma de carta. A finales de otoño recibí la aceptación.
No me despedí mucho. La madre se lamentaba: «Tan lejos». El padre dijo que Berlín era un «terreno peligroso», y no sólo por la situación política. La hermana estaba ya a punto de ir al convento central de Aquisgrán, y me deseó la «bendición de Dios».
En el estudio de Stockum se resecaban la cabeza de San Francisco todavía sin terminar e, igualmente, las estatuillas neoetruscas. Nada me ataba ya. Me resultó fácil dejar Düsseldorf.
Después de celebrar toda la Nochevieja, a primera hora de la mañana me acompañaron a la estación «Flautas» Geldmacher, Scholl con la guitarra y el hijo del gitano cimbalista con su contrabajo. También estaba allí Franz Witte. Todos fumamos, como si fuera la última, una colilla de puro. Otra vez nuestro tipo de jazz. La tabla de lavar y los dedales se quedaron en el andén. Más cosas se quedaron igualmente.
Salí en el tren interzonal el primero de enero del cincuenta y tres, a mitad del semestre de invierno: con poco equipaje, pero rico en palabras e, interiormente, en figuras que aún no sabían adónde ir.