Lo que se encapsuló
Una palabra llama a la otra. Schulden (deudas) y Schuld (culpa). Dos palabras, tan cercanas entre sí, tan firmemente arraigadas en el sustrato de la lengua alemana, pero las primeras se pueden aliviar pagándolas (aunque sea a plazos, como la clientela al fiado de mi madre); sin embargo, la culpa, tanto demostrable como oculta o presunta sólo, permanece. Hace tictac sin cesar e, incluso en los viajes a ninguna parte, está allí, ocupando un lugar. Recita su máxima, no teme las repeticiones, se deja olvidar graciosamente por cierto tiempo e hiberna en los sueños. Queda como sedimento, no puede eliminarse como una mancha, no puede lamerse como un charco. Ha aprendido muy pronto a buscar refugio, confesada en un oído, a hacerse más que pequeña, a reducirse a la nada, como prescrita o hace tiempo perdonada, y sin embargo luego está ahí, en cuanto la cebolla disminuye una piel tras otra, inscrita de forma indeleble en las pieles más tiernas: unas veces con mayúsculas, otras como frase subordinada o nota al pie, unas veces claramente legible, otras en jeroglíficos que, en el mejor de los casos, sólo pueden descifrarse con esfuerzo. Para mí aparece legible una breve inscripción: «Guardé silencio».
Sin embargo, como hubo tantos que guardaron silencio, resulta grande la tentación de prescindir por completo de la falta propia, acusar sustitutivamente a la culpa general o hablar de sí mismo sólo, irrealmente, en tercera persona: fue, vio, hizo, dijo, calló… Y de hacerlo para uno mismo, donde tanto sitio hay para jugar al escondite.
En cuanto convoco al chico que en otro tiempo fui, a los trece años, lo interrogo severamente y siento la tentación de juzgarlo, de condenarlo quizá como a un extraño cuyos apuros me dejan frío, veo a un granujilla de pantalones cortos y calcetines largos que hace muecas sin cesar. Me evita, no quiere ser enjuiciado, condenado. Se refugia en el regazo de su madre. Dice: «Pero si era sólo un niño, un niño sólo…».
Trato de tranquilizarlo y le pido que me ayude a pelar la cebolla, pero me niega informaciones, no quiere dejarse utilizar como autorretrato mío temprano. Me niega el derecho a, como dice, «abrumarlo de reproches», y además, «con aire de superioridad».
Ahora entorna los ojos hasta convertirlos en aspilleras, aprieta y contrae los labios, pone la boca en posición torcida y perfecciona su mueca, mientras al mismo tiempo se acurruca sobre sus libros, desaparece, resulta inalcanzable.
Lo veo leer. Eso, sólo eso hace con constancia. Al hacerlo, se mete los dedos índices en ambos oídos, para protegerse del alegre estrépito de su hermana en la estrecha vivienda. Ella tararea ahora, se le acerca. Él tiene que tener cuidado, porque a ella le gusta cerrarle el libro, quiere jugar con él, nada más que jugar, es un torbellino. Sólo a distancia puede querer a su hermana.
Los libros fueron para él muy pronto la tabla que faltaba en la valla, su agujero para deslizarse a otros mundos. Sin embargo, lo veo también gesticular cuando no hace nada, sólo anda por ahí entre los muebles del salón, y parece tan ausente que su madre tiene que darle un grito: «¿Dónde estás otra vez? ¿Qué estás tramando ahora?».
Pero ¿dónde estaba yo cuando sólo simulaba mi presencia? ¿Qué espacios lejanos ocupaba el gesticulante muchacho sin abandonar el salón o el aula? ¿En qué dirección devanaba sus hilos?
En general viajaba hacia atrás por el tiempo, insaciablemente hambriento de las vísceras sanguinolentas de la Historia y chiflado por una oscurísima Edad Media o por el tempotránsito barroco de una guerra que duró treinta años.
De esa forma, para el muchacho que hay que llamar por mi nombre, los días transcurrían con arreglo a sus deseos, como consecuencia de sus entradas en escena con distintos disfraces. Siempre quise ser otro y estar en otro lugar; ser aquel Baldanders («Prontootro») que, pocos años más tarde, cuando me sumí en la edición popular de El aventurero Simplicissimus, encontré hacia el final del libro: un personaje inquietante y, sin embargo, atractivo, que me permitía pasar de los pantalones bombachos del mosquetero al áspero sayal de un ermitaño.
Es cierto que la actualidad, con sus discursos del Führer, guerras relámpago, submarinistas heroicos y ases del aire profusamente condecorados, me resultaba evidente, y con sus detalles militares, a prueba de examen —mis conocimientos de geografía se habían ampliado hasta las montañas de Montenegro, los archipiélagos griegos y, a partir del verano del cuarenta y uno, por los avances del frente, hasta Smolensko, Kiev y el lago Ladoga—, pero al mismo tiempo marchaba con el ejército de los cruzados hacia Jerusalén, era un doncel del emperador Barbarroja, como caballero de la Orden repartía mandobles a mi alrededor, cazando pruzos, resultaba excomulgado por el papa, formaba parte del séquito de Conradino y perecía sin rechistar con el último Staufen.
Ciego a la injusticia que se hacía cotidiana en el entorno próximo de la ciudad —entre el Vístula y el Haff, a sólo dos pueblos de distancia de la granja escolar del Conradinum en Nickelswalde, iba creciendo y creciendo el campo de concentración de Stutthof—, sólo me indignaban los crímenes del poder clerical y las torturas de la Inquisición. Aunque por una parte tenía a mano tenazas, hierros al rojo y empulgueras, me veía por otra como vengador de brujas y herejes en la hoguera. Mi odio se dirigía hacia Gregorio IX y otros papas. En el interior de la Prusia occidental se expulsaba de sus granjas a los campesinos polacos, con mujer e hijos; yo seguía siendo vasallo de Federico II, que asentó en Apulia a sus fieles sarracenos y hablaba en árabe con sus halcones.
En retrospectiva, parece como si aquel gesticulante alumno de enseñanza media hubiera conseguido trasladar su sentido de la justicia, alimentado por los libros, a algunas zonas de repliegue medievales. Quizá por ello, mi primer intento de escribir, ampliamente proyectado en cuanto a extensión, pudo desarrollarse lejos de la deportación del resto de los judíos de Danzig desde el gueto de la Mausegasse al campo de concentración de Theresienstadt, y al margen de todas las «batallas de embolsamiento» del verano del cuarenta y uno; en pleno siglo XIII se anudaría una trama que difícilmente hubiera podido imaginarse más distante.
Fue el periódico para colegiales Hilf mit! («¡Colabora también!») el que anunció el concurso. Prometía premios para prosa narrativa escrita por manos juveniles.
De esa forma comenzó el gesticulante muchacho, o mi afirmado yo, que sin embargo desaparece una y otra vez en la maleza narrativa, a escribir con soltura en un cuaderno escolar hasta entonces impoluto, no una historia breve, no, sino, a la primera y sin inhibiciones, una novela que —eso es seguro— llevaba el título de Los cachubos. Al fin y al cabo eran parientes míos.
Durante mi infancia íbamos con frecuencia, atravesando la frontera de la Ciudad Libre, en dirección a Kokoschken, Zuckau, y visitábamos a mi tía abuela Anna, que vivía con su numerosa familia en un espacio reducido de techo bajo. Pastelillos de queso, carne en gelatina, pepinillos en vinagre y mostaza, setas, miel, ciruelas secas y menudillos de pollo —estómago, corazón, hígado—, lo dulce y lo ácido, pero también aguardiente destilado de patata, aparecían en la mesa al mismo tiempo; y se lloraba y reía simultáneamente.
En el invierno nos recogía el tío Joseph, hijo mayor de la tía abuela, con trineo y caballo. Era divertido. Junto a Goldkrug se pasaba la frontera del Estado Libre. El tío Joseph saludaba a los aduaneros en alemán y en polaco, y sin embargo era siempre insultado por los que llevaban el otro uniforme. Esto era menos divertido. Poco antes de comenzar la guerra, sacó al parecer del armario la bandera polaca y la de la cruz gamada y exclamó: «Zi gerra empieza, me zubo a árbol y miro quién viene primero. Y entoncez izo bandera, ézta o aquélla…».
E incluso luego, cuando había pasado bastante tiempo, visitábamos a la madre y los hermanos del fusilado tío Franz, aunque sólo en secreto, después de cerrar la tienda. A la vez, en aquellos tiempos de economía de guerra, el comercio de artículos naturales resultaba muy útil: se cambiaban gallinas para sopa y huevos de campo por pasas, levadura, hilo de coser y petróleo. En nuestra tienda había, al lado de un tonel lleno de arenques salados, un tanque de petróleo con espita, del tamaño de un hombre, cuyo olor ha sobrevivido al tiempo. Y se me han quedado grabadas las entradas en escena de la tía abuela Anna, cuando arrojaba de golpe sobre el mostrador la mercancía que quería cambiar, el ganso desplumado que había escondido bajo sus faldas: «Deben de zer zuz diez libritaz…».
De esa forma conocí los hábitos lingüísticos de los cachubos. Siempre que se tragaban su farfulla paleoeslava y explayaban sus preocupaciones y deseos en bajo alemán, prescindían de los artículos y, para estar seguros, preferían decir «no» dos veces en lugar de una. Su forma de hablar demorada se parecía a leche cuajada en reposo, sobre la que esparcían pan negro rallado, mezclado con azúcar.
Los cachubos que quedaban se asentaron desde tiempo inmemorial, sedentariamente, en el accidentado interior de la Ciudad Libre de Danzig y, bajo los distintos gobiernos, nunca fueron considerados bastante polacos ni bastante alemanes. Cuando, en la última guerra, los alemanes volvieron a dominarlos, muchos cachubos fueron clasificados por decreto como «grupo de población tres». Ello ocurrió por imposición de las autoridades y se hizo con vistas a que pudieran demostrar su valía, a fin de convertirse en alemanes del Reich de pleno derecho: las jóvenes, disponibles para el servicio social; los jóvenes, como el tío Jan, que ahora se llamaba Hannes, para el servicio militar.
Escribir sobre estos apuros hubiera sido lógico. El haber situado, sin embargo, el argumento de mi ópera prima, dominado por homicidios y asesinatos, en la época del Interregno del siglo XIII —«esa época sin emperador, época horrible», como dijo Schiller—, sólo puede explicarse por mi tendencia a huir a terrenos históricos sumamente intransitables. Por eso mi ópera prima no era tampoco un intento de llevar al papel una historia costumbrista de antiguos eslavos, sino que trataba más bien de tribunales secretos e ilegalidades, lo que, tras la caída del imperio de los Stauffen, ofrecía un material narrativo de abundante violencia.
De todo ello no ha quedado ni palabra. No quiere aparecer el menor rastro de las escenas sangrientas que servían para las venganzas de sangre. No se me ha transmitido ningún nombre de caballero, campesino o mendigo. Nada, no se me ha grabado ninguna condena clerical, ningún grito de bruja. Y, sin embargo, debieron de correr ríos de sangre y apilarse una docena o más de montones de leña, encendidos con una antorcha de brea, porque, hacia el final del primer capítulo, todos los héroes habían muerto: decapitados, estrangulados, empalados, carbonizados o descuartizados. Más aún: no quedaba nadie para vengar a los héroes muertos.
En ese campo de cadáveres literariamente cultivado mi intento de prosa narrativa encontró un fin prematuro. Si aquel cuaderno existiera aún, sólo sería de interés para fetichistas de fragmentos.
No se me ocurrió hacer aparecer entonces como espíritus a los estrangulados, decapitados, carbonizados y descuartizados, a todos los cadáveres que se bamboleaban del ramaje de los robles como alimento de cornejas, y hacer que intervinieran, asustando a la gente de a pie que quedaba… Nunca me gustaron las historias de fantasmas. Sin embargo, puede ser que mi antieconómica utilización de personajes ficticios, como experiencia temprana de una inhibición literaria, me llevara luego, cuando fui un autor cuidadosamente calculador, a tratar con más cuidado a los héroes de mis novelas.
Oskar Matzerath sobrevivió como magnate de los medios de comunicación. Y con él su abuela, su Babka, que cumplió ciento siete años y por la que, para celebrar su cumpleaños, emprendió, en el transcurso temporalmente entrecruzado de la novela La ratesa —y a pesar de padecer fuertes molestias prostáticas—, las penalidades de un viaje a Cachubia.
Y como la temprana muerte de Tulla Pokriefke era sólo una sospecha —en realidad, a los diecisiete años y en estado de embarazo avanzado se salvó del hundimiento del barco de refugiados Wilhelm Gustloff—, estaba disponible para ser convocada, como superviviente de setenta años, cuando la novela corta A paso de cangrejo estuvo madura para su redacción. Es la abuela de un muchacho de extrema derecha que celebra en Internet a sus «mártires».
Lo mismo se aplica a mi querida Jenny Brunies, que, aunque gravemente dañada y resfriada para siempre, pudo superar los Años de perro; como al fin y al cabo también yo me salvé, para reinventarme una y otra vez en otro campo.
En cualquier caso, aquel desmesurado muchacho, que todavía hay que seguir descubriendo como esbozo de mí mismo, no pudo participar en el concurso del periódico para colegiales ¡Colabora también! O, visto de un modo más favorable: de esa forma se me evitó posiblemente participar con éxito en un concurso nacionalsocialista para jóvenes escritores de la Gran Alemania. Porque, distinguido con el segundo o el tercer premio —por no hablar del primero—, habría habido que valorar ese prematuro comienzo de mi carrera de escritor como teñido de pardo: lo que, con indicación de las fuentes, hubiera sido un verdadero regalo para los suplementos literarios, siempre hambrientos. Me hubieran podido clasificar como joven nazi y, con esos antecedentes, declararme simpatizante y tacharme de irrecuperable. Jueces no habrían faltado.
Sin embargo, yo mismo puedo encargarme de incriminar, clasificar y marcar. Al fin y al cabo fui de las Juventudes Hitlerianas y joven nazi. Creyente hasta el fin. No precisamente con fanatismo al principio, pero sí con mirada inconmovible, como un reflejo, en la bandera, de la que se decía que era «más que la muerte», permanecí en filas, experto en llevar el paso. Ninguna duda afectaba a mi fe, no hay nada subversivo, por ejemplo la distribución clandestina de octavillas, que pueda disculparme. Ningún chiste sobre Göring me hacía sospechoso. Más bien veía a la Patria amenazada, al estar rodeada de enemigos.
Desde que me espantaron los relatos de terror sobre el Domingo Sangriento de Bromberg que, inmediatamente después del comienzo de la guerra, llenaron las páginas del Danziger Vorposten, convirtiendo a todos los polacos en cobardes asesinos, todas las acciones alemanas me parecieron legítimas como represalias. Mi crítica se dirigía todo lo más contra los caciques locales del Partido, los llamados «faisanes dorados», que eludían cobardemente el servicio en el frente, nos aburrían después de desfilar ante tribunas, con discursos monótonos y utilizando siempre en vano el santo nombre del Führer, en el que creíamos, no, en el que creí con indubitada seguridad hasta que, como la canción sabía de antemano, todo quedó hecho añicos.
Así me veo en el espejo retrovisor. Eso no se puede borrar, no está en una pizarra junto a la cual haya a mano una esponja. Permanece. Todavía, aunque entretanto con lagunas, quedan los himnos: «Avanzan, avanzan, resuenan las claras trompetas, avanzan, avanzan, ya llegan los nuevos atletas…».
Para disculpar al joven y, por tanto, a mí, no se puede decir siquiera: «¡Es que nos sedujeron!». No, nos dejamos, me dejé seducir.
Sin embargo, si la cebolla pudiera susurrar, mostrando zonas en blanco en su octava piel… Pero si quedas bien, sólo eras un tontorrón, no hiciste nada malo, no denunciaste a nadie, a ningún vecino que se atreviera a contar chistes de Göring, el gordo mariscal del Reich, ni te chivaste de nadie con permiso del frente que se jactara de haber evitado las ocasiones de realizar actos heroicos dignos de la Cruz de Hierro. No, no fuiste tú quien denunció a aquel profesor de instituto que en clase de Historia se atrevió a dudar, de pasada, de la victoria final, llamó al pueblo alemán «rebaño de ovejas» y además era un mal profe, odiado por todos los alumnos.
Eso será verdad: chivarme de nadie, al guardián de la manzana de casas o a la dirección nacionalsocialista del distrito, o hablar mal de alguien al bedel de este o aquel colegio no era mi estilo. Sin embargo, cuando un profesor de latín, al que, como además era sacerdote, había que llamar monsignore, dejó de preguntarnos severamente vocabulario latino, desapareció y no vino ya, tampoco, una vez más, hice preguntas, aunque, apenas hubo desaparecido, el nombre de Stutthof estuvo, de forma disuasoria, en todos los labios.
Estaba a punto de cumplir los catorce años cuando partes de noticias de nuestra Volksempfänger, anunciados a bombo y platillo, informaban sobre victoriosas «batallas de embolsamiento» en las estepas de Rusia. Mientras, día a día, se abusaba en la radio de Les préludes de Liszt, ocurrió algo que amplió mis conocimientos de geografía, aunque en latín seguí sacando insuficiente.
Tras otro cambio de colegio, me veo como alumno del Sankt Johann, un instituto de la ciudad vieja en la Fleischergasse, cerca del museo municipal y de la iglesia de la Trinidad. Ese establecimiento docente resultó tener sótanos góticos, y me atrajo con sus pasadizos de bajo techo hasta los Años de perro. Por eso me resultó fácil luego hacer que estudiaran allí los personajes de mi novela: los alumnos amigos y al mismo tiempo enemigos Eddie Amsel y Walter Matern, para que así pudieran abrirse paso desde el vestuario del gimnasio hasta los pasadizos franciscanos…
Y cuando mi profesor de latín, monsignore Stachnik, volvió al cabo de unos meses y siguió enseñando en el Sankt Johann, tampoco hice preguntas insistentes, aunque tenía fama de ser un alumno no sólo insubordinado, sino también entrometido.
Bueno, de todas formas él no hubiera podido responder. Así solía ocurrir por todas partes después de salir de un campo de concentración. Las preguntas sólo hubieran puesto en más aprietos a Stachnik, que por fuera parecía igual que siempre.
Sin embargo, mi silencio debió de pesarme bastante, porque de otro modo difícilmente me hubiera sentido obligado a levantar a ese profesor de latín, en otro tiempo presidente del partido del centro del Estado Libre, como incansable valedor de la beata Dorotea de Montovia, un monumento imposible de desconocer en mi novela El rodaballo, por principio retrospectiva.
Él y la gótica ermitaña. Sus esfuerzos por verla beatificada. El monsignore empezaba a exaltarse cuando le sugeríamos como tema la cura de adelgazamiento de ella. Resultaba fácil sacarlo de la valla disciplinaria de la sintaxis latina; sólo hacía falta preguntarle por la, para él, santa Dorotea.
Lo que la había amargado su matrimonio con el espadero.
Qué milagros debían atribuírsele.
Por qué se había hecho emparedar viva en la catedral de Marienwerder.
Si ella, pronto demacrada, había seguido siendo no obstante de gentil figura.
Todo eso y su cuello alto constantemente cerrado recordé para conmemorar a un profesor de latín.
Sin embargo, ese tardío panegírico de monsignore Stachnik sólo podía agradar en parte. Valorábamos la vida y la muerte por inanición de la contrita Dorotea de Montovia desde una perspectiva demasiado contrapuesta. Y cuando, hacia mediados de los setenta, viajé por la zona de Munster para investigar detalles locales del tempotránsito barroco para el relato Encuentro en Telgte, lo visitamos a él, que había encontrado en un convento de monjas su lugar de retiro: una celda amplia y confortable, que invitaba a la conversación. En el transcurso de ésta, evité todo conflicto en los campos católicamente cultivados. Un poco asombrada estaba Ute, debido a su origen protestante, por la sosegada vida cotidiana del anciano en medio de aquellas mujeres que vivían de forma monástica y a las que sólo llegamos a ver, con hábitos que las cubrían por completo, cuando nos recibieron.
Coquetamente, como nunca se había mostrado cuando era profesor de latín, monsignore se calificó a sí mismo de «gallo del corral». Sentado ante mí, parecía más regordete de lo que en mi recuerdo guardaba: la cocina del convento le sentaba bien.
Hablamos poco de la por fin proclamada beata. En el aspecto político, él seguía defendiendo la postura del partido del centro, postura que veía insuficientemente asumida por los cristianos demócratas actuales. Elogió al párroco Wiehnke, mi confesor de la iglesia del Corazón de Jesús, porque se había ocupado de forma «sumamente audaz» de los obreros católicos de su parroquia. Recordó a este o aquel profesor del Sankt Johann, y también al director del colegio, cuyos dos hijos «encontraron» la muerte, como dijo, en el hundimiento del acorazado Bismarck.
Sin embargo, sólo a regañadientes volvía la vista atrás: «Difíciles tiempos aquellos…». «No, no, nadie me denunció…».
Que yo había sido mal alumno de latín parecía haberlo olvidado benévolamente.
Hablamos de Danzig, y de que la ciudad, con todas sus torres y gabletes, tenía aún el mismo aspecto que en las postales. Mi breve relato de repetidos viajes a Gdańsk lo escuchó con agrado —«La Santa Trinidad debe de haber sido reconstruida tan bella como en otro tiempo…»—, pero cuando recordé mi silencio de los tiempos escolares, aquella culpa no prescrita, monsignore Stachnik, sonriendo, hizo un gesto de alejamiento con la mano. Creí oír un «ego te absolvo».
Sólo rara vez exhortado a ir a misa por una madre moderadamente piadosa, me crié, no obstante, marcado muy temprano como católico: haciendo la señal de la cruz entre confesionario, altar mayor y altar de la Virgen. «Custodia» y «tabernáculo» eran palabras que pronunciaba con gusto, por su sonido agradable. Sin embargo, ¿en qué creía, antes de creer en el Führer?
El Espíritu Santo me parecía más fácil de entender que Dios Padre y su Hijo. Los altares de abundantes figuras, los cuadros oscurecidos y el fantasmal ambiente cargado de incienso de la iglesia del Corazón de Jesús de Langfuhr alimentaban mi fe, que era poco cristiana, más bien de carácter pagano. Carnalmente próxima me parecía la Virgen María: como Prontootro, yo era el arcángel que la conoció.
Además, me satisfacían las verdades que llevaban una vida ambigua en los libros y en cuyos viveros germinaban mis historias embusteras. Pero ¿qué leía aquel chico de catorce años?
Desde luego, no tratados piadosos, ni escritos de propaganda, que metían a presión los valores patrios en versos aliterados. Tampoco cuadernos de Tom Mix, ni me resultaban interesantes, volumen tras volumen, las novelas de Karl May: unas lecturas que nunca dejaban de nutrir a mis compañeros. De momento, leía todo lo que —¡por suerte!— estaba al alcance de mi mano en la biblioteca de mi madre.
Cuando hace más de un año me dieron en la capital de Hungría un premio en forma de reloj de chimenea monstruoso —porque estaba engastado en un gris azulado—, y que parecía como si el futuro sólo pudiera predecirme «tiempos de plomo», pregunté a Imre Barna, el lector de mi editorial húngara, el nombre de un escritor cuya novela Aventura en Budapest me había desconcertado en mi juventud.
Poco después recibí el voluminoso novelón, de los fondos de alguna librería de viejo. Lo escribió Ferenc Körmendi, un escritor entretanto olvidado. Publicado en traducción alemana con el título de Versuchung in Budapest («Tentación en Budapest»), en el año treinta y tres, por la editorial Propyläen de Berlín, el libro trata, a lo largo de quinientas páginas, de hombres que buscan apoyo y felicidad y que, al terminar la Primera Guerra Mundial, se aburren en los cafés, y de forma subliminal también de la revolución y contrarrevolución proletarias, y de pasada de los anarquistas que ponían bombas. Sin embargo, sobre todo describe a un desarraigado que, pobre pero ambicioso, deja la ciudad de ambos lados del Danubio, corre mundo y vuelve a casa con una mujer rica, para allí, en Budapest, ser víctima de un amor engañoso y difuso.
El libro sigue leyéndose hoy como si acabara de publicarse, y era uno de los libros de mi madre, aglomeración de literatura mezclada y variopinta, que su hijo acabó pronto de leer y cuyos títulos deben quedar de momento sin citar, porque, hambriento de más libros para leer, me veo ahora cerca del colegio Petri, frente a una mesa de lectura de la biblioteca municipal.
El colegio Petri es mi parada intermedia, a la que fui trasladado por decisión de un claustro de profesores, tras la cual tuve que dejar el Conradinum: hacia un profesor de gimnasia que pegaba y torturaba a los alumnos en la barra y las paralelas, yo —pudieron leer sobre su hijo mis decepcionados padres— me había mostrado «rebelde y desvergonzadamente descarado».
Sin embargo, ¿qué quiere decir que me veo en la biblioteca municipal? En el mejor de los casos puedo, con ayuda de las escasas fotos que mi madre, después de la guerra, se llevó al Oeste, trazar otro retrato de aquel chico que crecía. Todavía no se le pueden contar los granos que, luego, combatí inútilmente con Pitralon y salvado de almendras, pero mi labio inferior protuberante —prognatismo de nacimiento— mitigaba mi expresión infantil. Entre serio y enfurruñado, parezco un colegial tempranamente púber, del que cabe suponer que sea rebelde ante los profes: si se le provocaba, podía volverse violento.
Y a eso se añadió también que un obseso profesor de música, cuya Zarzarrosa cantada en falsete habíamos acompañado con sonidos jazzísticos y contorsiones, me riñó, sólo a mí, y se atrevió a zarandearme, por lo que lo agarré por la corbata con la mano izquierda y lo estrangulé hasta que aquella corbatilla, que por ser tiempo de guerra era de papel, se rompió bajo el nudo, con lo que otra vez hubo motivo suficiente para cambiarme de colegio, de una forma pedagógicamente preventiva, como se decía para ocultar los hechos: del colegio Petri al instituto Sankt Johann. No es de extrañar que me aislara, inaccesible hasta para la madre.
Y de esa forma, tan ceñudo en la instantánea, me veo de camino hacia aquella biblioteca enriquecida gracias al sentido ciudadano hanseático, de la que se habría podido suponer que, cuando la ciudad fue incendiada poco antes de terminar la guerra, hubiera sido arrasada con ella. Sin embargo, cuando, en la primavera del cincuenta y ocho, visité la ciudad ahora polaca de Gdańsk en busca de las huellas de Danzig, es decir, para contabilizar las pérdidas, encontré la biblioteca municipal intacta y, en sus entrañas, tan tradicionalmente revestida de madera y vetusta, que me resultó fácil descubrir al jovencito con pantalones hasta la rodilla, como usufructuario de sus libros, junto a una mesa de lectura: verdad era que sin granos, pero el pelo le caía sobre la frente. Protuberante la mandíbula, el labio inferior. El puente de la nariz se encorva ya. Sigue haciendo muecas y no sólo cuando lee.
El tiempo se va depositando capa a capa. Lo que cubre se distingue a lo sumo por alguna grieta. Y a través de una de esas rendijas del tiempo, que puede ensancharse con esfuerzo, me veo y lo veo a la vez.
Yo, ya metido en años, él, desvergonzadamente joven; él, leyendo, comienza a invertir en futuro, yo recupero el pasado; mis cuitas no son las suyas; lo que no quiere ser vergonzoso para él, es decir, no lo oprime como vergüenza, tengo que sudarlo yo, que estoy más que emparentado con él. Entre los dos hay hojas y hojas de tiempo consumido.
Mientras, a sus treinta años, el padre de unos mellizos recién nacidos, que últimamente trata de compensar su prominente labio inferior con ayuda de un bigote, busca detalles locales para un manuscrito siempre voraz, su yo rejuvenecido no se deja distraer por nada, tampoco por él, el caballero del traje de pana.
Sin embargo, mi mirada vaga. Mientras hojea el año treinta y nueve del periódico, traído del archivo, me entero sólo por encima de lo que el Danziger Vorposten recogió como sucesos ordinarios desde el comienzo de la guerra. Sin duda, mi provecto yo garabatea en su libreta las películas proyectadas en la primera semana de septiembre en Langfuhr y en los cines de la ciudad vieja, por ejemplo, en el Odeon, junto al muro de los Dominicos, Agua para Canitoga, con Hans Albers, pero al mismo tiempo su mirada errante capta al chico de catorce años sentado tres mesas más allá, sumido en una monografía artística de Knackfuß, profusamente ilustrada.
Junto a él hay otros volúmenes apilados. Evidentemente, se ocupa de ampliar sus conocimientos artísticos adquiridos con los cromos de cigarrillos reunidos. Sin levantar la vista, deja el volumen dedicado a Max Klinger para abrir otro enseguida.
Mientras el coleccionista adulto de detalles copia de forma más bien casual precios de mercado y cotizaciones de bolsa de la parte económica del Vorposten —seda Bemberg inalterada, comercio de cereales en alza—, y antes de que, por enésima vez, lo espanten las historias de terror a varias columnas, en las que se desguaza página tras página la matanza causada por «bestias polacas» el tres de septiembre, el Domingo Sangriento de Bromberg, se ve a sí mismo, no, ve a aquel muchacho que, gracias a los volúmenes de Knackfuß, admira primero el polifacetismo de Klinger, pintor, escultor y dibujante, pero ahora, después de haberlo fascinado en otro volumen la licenciosa vida de Caravaggio, quisiera ser aprendiz en el taller de Anselm Feuerbach. De momento, sus preferencias se dirigen a los pintores romano-alemanes. Quiere ser, sin falta, artista y famoso.
Al maduro viajero en el tiempo, venido de París, que es artista pero no famoso aún, su contraparte juvenil le parece como ausente. Incluso si lo llamara, una y otra vez, no le prestaría atención.
Ese encuentro conmigo es trasladable. Así expulsado fuera del mundo, me veo también en otro lugar, por ejemplo en el bosque de Jäschkental o en los escalones del monumento de hierro colado a Gutenberg. Antes de que empezara la estación de verano, me llevaba los libros prestados a la playa del Mar Báltico, y leía, acurrucado en alguno de los vacíos sillones de mimbre de la playa. Sin embargo, mi lugar favorito para leer era el desván de la casa de alquiler, en donde me iluminaba un tragaluz. Y en la estrechez del piso de dos habitaciones me encuentro ante la librería de mi madre; la veo con más nitidez que al resto del mobiliario del cuarto de estar.
Sólo un pequeño armario que me llegaba a la frente. Unos visillos azules protegían de una luz excesiva los lomos de los libros. Astrágalos de adorno como molduras. Totalmente de nogal, fue al parecer obra de un aprendiz que, en la carpintería de mi abuelo paterno, trabajaba en el banco de carpintero y terminó su aprendizaje, poco antes del matrimonio de mis padres, con un mueble que le sirvió de regalo de boda.
Desde entonces, el pequeño armario estaba a la derecha de la ventana del cuarto de estar, al lado mismo del nicho que me pertenecía. Bajo el alféizar de la ventana izquierda de ese cuarto, que iluminaba lateralmente el piano con las partituras abiertas, estaban el álbum de poesía y las muñecas y peluches de mi hermana, que ni hacía muecas ni leía, pero, como tenía un carácter alegre, era la preferida de papá y casi no daba guerra.
Mi madre no sólo tocaba, después de cerrar la tienda, piezas para piano que se iban deslizando, sino que habrá sido también socia de un club del libro, nosédecuál. En algún momento interrumpió su suscripción, porque pronto, después de comenzar la guerra, dejaron de llegar nuevos volúmenes que hubieran podido enriquecer su biblioteca.
En los estantes se encontraban Los demonios de Dostoyevski junto a la Crónica del callejón de los gorriones de Wilhelm Raabe, las Poesías completas de Schiller junto al Gösta Berling de Selma Lagerlöf. Algo de Hermann Sudermann, codo a codo con Hambre de Knut Hamsun, Enrique el Verde de Gottfried Keller junto a otro Keller, Paul: Vacaciones del yo. Podía encontrarse ¿Y ahora qué? de Hans Fallada entre El pastor del hambre de Raabe y El caballero del corcel blanco de Theodor Storm. Probablemente se inspiraba en La guerra por Roma de Felix Dahn aquel volumen ilustrado que llevaba el título de Rasputín y las mujeres y que más adelante, como lectura opuesta a Las afinidades electivas de Goethe, asigné a alguien que, por razones muy diversamente acumuladas, estaba chiflado por los libros, a fin de enseñarle, por medio de esa mezcla explosiva, las letras minúsculas y mayúsculas.
Todo eso y más era mi alimento literario. ¿Formaban parte La cabaña del tío Tom y El retrato de Dorian Gray de aquel tesoro libresco que había tras los visillos? ¿Qué había a mano de Dickens, qué de Mark Twain?
Estoy seguro de que mi madre, que, al aumentar las preocupaciones financieras, encontró poco tiempo para leer, no sabía, como tampoco su hijo, que uno de los títulos del armario era uno de los libros prohibidos: Elena Willfüer, estudiante de química, de Vicki Baum. En esa novela, que ya antes del treinta y tres había provocado un escándalo, se habla de una estudiante tan aplicada como carente de medios, así como de amor y nostalgia de muerte en la inquietantemente idílica vida de una pequeña ciudad universitaria, pero también, porque la estudiante se queda embarazada, de curanderos y parteras clandestinas, es decir —según la ley—, de abortos punibles.
Hay que suponer que mi madre no padeció como lectora el destino de la valiente estudiante de química, porque cuando su hijo de catorce años se sentaba a la mesa del cuarto de estar, sin dejarse apartar por nada de la desgracia y la posterior felicidad materna de la joven, ella me dejaba «fugarme» sin oposición.
En el curso del tiempo, he leído más cosas de Vicki Baum, por ejemplo su filmada novela Gran Hotel. Y cuando, a principios de los ochenta, comencé a escribir el relato de viaje Partos mentales o los alemanes se extinguen, anticipando la abstinencia de los que se autorrealizaban sin hijos y su culto al ego, celebrado hasta hoy, así como el envejecimiento de la población de la República Federal y, como consecuencia, la crisis permanente del sistema de pensiones y la desolación de una soledad en pareja cultivada con asiduidad, su exótica historia Amor y muerte en Bali me ayudó a pintar imágenes de fondo melodramáticas. Sin embargo, nunca he vuelto a estar tan absorto como en mi época juvenil por el arte narrativo, al parecer entretenido sólo, de Vicki Baum.
En cuanto la cena debía aparecer sobre la mesa, el padre exclamaba: «De leer nunca se ha llenado nadie el estómago».
A la madre le gustaba verme «enfrascado» en los libros. Como aquella mujer de negocios, apreciada por clientes y representantes, era, a pesar de su inclinación a melancólicos gestos soñadores, de carácter alegre y a veces burlón, y solía gastar a veces alguna pequeña broma que ella llamaba «travesura», le divertía mostrar a este o aquel visitante, por ejemplo alguna amiga de su común aprendizaje en Kaisers Kaffee, lo distraído que era su hijo, perdido en las páginas impresas, y le cambiaba el pan con mermelada, que él mordía de vez en cuando sin interrumpir la lectura, por una pastilla de jabón Palmolive.
Con los brazos cruzados y sonriendo, segura del éxito, aguardaba el resultado del trueque. Le divertía que su hijo mordiera el jabón y sólo después de haber pastado tres cuartas partes de la página se diera cuenta de lo que, igualmente divertida, había presenciado la visita. Desde entonces, mi paladar conoce el sabor de ese artículo de marca.
El chico del susodicho labio inferior debió de morder jabón con frecuencia, porque en mi recuerdo, que se pierde fácilmente en variaciones, unas veces son bocadillos de salchichón, otras de queso y otras un trozo de bizcocho con pasas los que se convierten en objeto del cambiazo. Y en lo que se refiere al labio inferior, su impertinencia me resultaba útil en cuanto tenía que soplarme los pelos que me ocultaban la vista. Eso me ocurría siempre al leer. A veces la madre tenía que sujetar el pelo del hijo, demasiado suave, con una pinza, que se sacaba de su pelo cuidadosamente ondulado. Yo lo toleraba.
La niña de sus ojos. Por muchas preocupaciones que le causara —la repetición del tercer curso, los cambios de colegio provocados por mi insubordinación—, ella conservaba su orgullo, que nada podía mermar, por aquel hijito que leía y garabateaba figuras, y al que sólo llamándolo se podía sacar de sus mundos de sueños retrospectivos, para entonces —por deseo de ambos— agradarla como un niño faldero.
Mis fanfarronerías, que comenzaban como letanías —«Cuando sea rico y famoso, yo te…»—, le llegaban al alma. Nada parecía gustarle más a mi madre que ser alimentada con mis espaciosas promesas: «… y entonces iremos de Roma a Nápoles…». Ella, que amaba ardientemente lo hermoso y también todo lo hermosamente triste, y que, vestida de forma elegante y burguesa, iba a menudo sola y a veces con su marido como apéndice al teatro municipal, me llamaba, en cuanto me complacía otra vez en prometerle el oro y el moro en mi vuelta al mundo, su «pequeño Peer Gynt». Aquel amor ciego a su jactancioso hijito de mamá tenía motivos que quizá pueden encontrarse en las pérdidas de sus años de juventud.
Aunque la familia de mi padre estaba evidentemente cerca, sólo a la vuelta de la esquina, en la Elsenstraße, donde la sierra circular de la carpintería del abuelo marcaba el tono de la mañana a la noche, y yo apenas podía evitar la permanente disputa familiar, únicamente interrumpida por breves reconciliaciones —una y otra vez decían: «Con ésos no hablaremos más» o «En nuestra casa no volverán a entrar»—, sólo tuve conciencia de mis abuelos maternos y de los tres hermanos, así como de la única hermana de mi madre, por relatos y algunos vestigios. Salvo la hermana, que se llamaba Elisabeth, pero a la que llamaban Betty, y que se había casado «en el Reich», sólo quedaba mi madre.
Es verdad que había parentela cachuba, pero vivía en el campo, no era exactamente alemana y no contaba ya desde que había razones para silenciarla. Los padres de ella, que, como cachubos urbanos, se habían adaptado a las condiciones burguesas, murieron pronto: el padre cayó en Tannenberg, poco después de comenzar la Primera Guerra Mundial. Después de haber perdido también a dos de sus hijos en Francia y haberle sido arrebatado por la gripe el último hijo, igualmente soldado, la madre murió también, no quiso vivir más.
Arthur sólo cumplió veintitrés años. Paul cayó con veintiuno. La gripe mató a Alfons poco antes de terminar la guerra, cuando tenía diecinueve años. Sin embargo, mi madre, de soltera Helene Knoff, hablaba de sus hermanos como si vivieran aún.
Cuando yo, un día sin fecha —¿tenía ya catorce años, o todavía doce?— en el desván de la casa de alquiler del Labesweg, en la que vivíamos con otras diecinueve familias, fui a mi lugar de lectura secreto, el desfondado sillón bajo el tragaluz practicable, y me encontré, en uno de los espacios cercados que nos correspondía como trastero entre los espacios de los otros habitantes de la casa, con una maleta atada con una cuerda, hice o hizo el chico en el que, desde muy pronto, se acumulaba materia narrativa, un descubrimiento orientador. Entre trastos viejos y muebles desechados me aguardaba una maleta especial; al menos así entendí yo el hallazgo.
¿Estaba bajo colchones raídos?
¿Dio pasitos sobre el cuero alguna paloma arrulladora, extraviada por el tragaluz?
¿Dejó, asustada por mí, excrementos frescos?
¿Fue desenredado inmediatamente el anudado cordel?
¿Eché mano a mi navaja?
¿Me contuvo la timidez?
¿Bajé por las escaleras aquella maleta más bien pequeña y se la entregué como era debido a la madre?
Hay otras posibilidades, intercambiables: a causa de las disposiciones oficiales sobre protección aérea, a mediados del cuarenta y dos hubo que despejar los desvanes. Al hacerlo apareció la maleta, y mi madre o yo, quien fuera, la abrió. En ella estaba el escaso legado de los dos hermanos caídos en la Primera Guerra Mundial y del hermano al que la epidemia de gripe, que había afectado por igual a amigos y enemigos, había arrebatado.
Lo que me habían contado con harta frecuencia y mi madre había evocado entre lágrimas como pérdida imposible de superar podía verse confirmado por el contenido de la maleta: ninguno de los tres pudo vivir lo que, por su disposición y diversos talentos, había iniciado.
Atado en cada caso con una cinta de seda, su legado, distribuido en tres montoncitos, hablaba claro: el hermano de en medio, Paul, quería ser pintor y había hecho decorados para escenificaciones teatrales. En la maleta encontré decoraciones y bocetos de vestuario coloreados para la ópera El cazador furtivo y para El holandés errante. Sin embargo, hubiera podido ser también Lohengrin, porque tengo ante mis ojos dibujos de un cisne como vehículo apropiado para la escena, que insisten en pertenecer, como dibujos con lápices de colores, al legado de mi tío Paul, caído cerca del Somme. No había ninguna condecoración entre las hojas.
El hermano menor, Alfons, que murió de la gripe española, había terminado ya su formación como cocinero y quería, con la cabeza llena de exquisitos menús, llegar a ser jefe de cocina en un gran hotel de alguna capital europea: Bruselas, Viena o Berlín. Eso decían las cartas que había escrito desde la isla de Sylt, en el Mar del Norte, su primer y último puesto de trabajo, como uno de los cocineros del balneario; a juzgar por la fecha, poco antes de ser llamado a filas y, en la primavera del dieciocho, ser destinado a un lugar de entrenamiento de tropas.
En las cartas dirigidas a su hermana Helene hablaba por los codos al respecto. En sus historias del balneario mencionaba aventuras amorosas con damas nobles y luego entraba en detalles sobre el arte culinario aprendido: elogiaba el bacalao rehogado en salsa de mostaza, el filete de lampreílla con hinojo, la sopa de anguila sazonada con eneldo y otros platos de pescado que luego, en memoria del tío Alfons, cociné yo.
El mayor de los hermanos, Arthur, que la madre llamaba su hermano preferido, se vio, antes de reventar dos años más tarde de un tiro en el abdomen, coronado de laureles como poeta.
Ya durante su aprendizaje en una filial del Reichsbank cerca de la Gran Puerta —un edificio que superó la última guerra y hoy, con la suntuosidad de los Años de Fundación, sirve a un banco polaco—, un periódico local de Danzig había publicado con su nombre de vez en cuando poesía poliestrófica y agradablemente rimada: una docena amplia de poemas a la primavera y el otoño, un poema de Día de Difuntos y otro de Navidad, que ahora, guardado como recorte de periódico, encontré en aquella maleta que me mostró un camino… Así valoró la madre en años posteriores el hallazgo.
Y como también su hijo se sentía tentado a tomar en serio esa indicación, a mediados de los sesenta, cuando, tras un trabajo ímprobo y bajo el peso de agobiantes manuscritos, escribió varias historias breves, las camufló con el nombre del hermano favorito de su madre y publicó en una serie de folletos del Literarischen Colloquium de Berlín como Arthur Knoff; un placer que me permití, en parte para proteger esas historias de la maldad de una crítica caprichosa, y en parte porque de esa forma se garantizaría a la corta vida de Arthur Knoff un poco de fama.
Su primera publicación —si se prescinde de los poemas de su edad temprana, que se habían teñido de la proximidad de los versos de Eichendorff— encontró un eco favorable. Los críticos pensaron poder acreditar un futuro a aquel talento descubierto, a pesar de haber tomado por modelo, reconociblemente, a un autor conocido. Es cierto que una editora italiana estimó que de momento no se podía pensar en traducir aquellas historias breves, aunque confiaba en poder esperar pronto del hasta entonces desconocido algo más importante, por ejemplo una epopeya familiar. Su talento narrativo, dijo, apuntaba claramente a la novela.
Las historias de Arthur Knoff estuvieron durante veinte años en circulación, y se mantuvieron con seudónimo, hasta que Klaus Roehler, lector más bien solícito en estado de sobriedad, de la editorial Luchterhand-Verlag, reveló en una borrachera a mi tío escritor.
El desván y sus recintos cercados llenos de trastos y telarañas. Más tarde, Oskar Matzerath, antes de que los niños de la vecindad lo acosaran y atormentaran hasta llegar arriba, encontró allí refugio, lo mismo que yo. Él practicaba desde allí su canto de efectos lejanos; para mí, en cambio, fue importante la maleta superviviente.
Veo las manchas del sol sobre el cuero gastado. No, ninguna paloma arrulladora daba indicaciones. Sólo a mí me correspondió el privilegio de descubrirla cerca de mi lugar de lectura secreto, de abrirla. Impaciente, con mi navaja de tres hojas. El olor me golpeó como si se hubiera abierto una cripta. Se levantó polvo, bailó en la luz. Lo que encontré se convirtió en señal e hizo viajar al descubridor durante toda su vida; sólo ahora empieza a cansarse, sólo las miradas hacia atrás lo mantienen despierto.
Una y otra vez me atrajo aquel escondite. El tragaluz, que se podía levantar, me permitía ver patios traseros, castaños, el techo de cartón alquitranado de la fábrica de caramelos, jardines diminutos, cobertizos semicubiertos, sacudidores de alfombras y jaulas de conejos, hasta las casas de la Luisenstraße, la Herthastraße y la Marienstraße, que delimitaban el amplio rectángulo. Yo, sin embargo, veía más allá. Desde el lugar de encuentro con el pintor, el poeta, el cocinero, a los que mi madre solía dedicar adjetivos —Paul, casi siempre sombrío, Arthur, con frecuencia soñador, Alfons, siempre divertido—, yo seguía una línea de vuelo a ninguna parte, lo mismo que ahora, en el vuelo de vuelta, trato de aterrizar con precisión donde no me aguardan restos, sillones desvencijados, ni nada firme que pueda agarrar.
Ay, si se encontrara, si no una maleta, al menos una caja de cartón, llena de primerísimos garabatos. Sin embargo, no ha quedado ni media frase de los primeros poemas, ni una página del único capítulo de la novela de los cachubos. No queda ni uno de los dibujos o acuarelas confusamente fantásticos o minuciosamente reptantes con detalles de ladrillo mohoso. En el equipaje de refugiado de mis padres no había versos rimados escritos con letra redondilla ni hojas sombreadas en blanco y negro. Ningún cuaderno escolar lleno de redacciones completas que, a pesar de molestas faltas de ortografía, hubieran sido calificadas con un «bien» o «muy bien». Nada da testimonio de mis comienzos.
O quizá debiera convencerme: ¡Qué bien que no haya quedado ni un solo trocito de papel!
Qué penoso sería que entre las efusiones de aquel muchacho púber se hubieran encontrado versos rimados que, fechados el 20 de abril e influidos por el estilo ditirámbicamente expresionista de Menzel, Baumann o Von Schirach, bardos de las Juventudes Hitlerianas, siguieran celebrando la fe inquebrantable en el Führer. Rimas como «honor-dolor», «bandera-señera» o «clarines-paladines» me resultarían espantosas a posteriori. O si en el fragmento de mi ópera prima hubiera habido idioteces racistas a costa de los pobres cachubos; un caballero braquicéfalo de la Orden decapita a dolicocéfalos eslavos a docenas. Y otros productos de la demencia autoinoculada.
En cualquier caso, estoy seguro de que en un montón de dibujos, de haber sido hallados no en el sótano de la casa de alquiler sino en el desván, no se habría podido encontrar ninguna lámina a la que pudiera tacharse de intentar retratar a alguno de los muy condecorados héroes de guerra, por ejemplo el teniente de navío Prien o el aviador de caza Galland, aunque los dos fueran para mí modélicos.
¿Qué hubiera ocurrido entonces? Las especulaciones que se alimentan del contenido de maletas perdidas son tan inútiles como persistentes.
¿Qué hubiera podido susurrar traidoramente una caja de Persil en la que la madre, poco antes de la evacuación forzosa, metió los utensilios de su hijo y luego, con la prisa de la partida, olvidó?
¿Qué más hubiera resultado apropiado para dejarme al descubierto a mí, que necesitaba una hoja de parra?
Como yo, hijo de una familia expulsada después de la guerra, a diferencia de los escritores de mi generación, asentados en el lago de Constanza, en Núremberg o en las tierras llanas del norte de Alemania, es decir, en plena posesión de sus notas escolares y productos tempranos, no dispongo de ningún legado de mis años jóvenes, sólo puedo recurrir al más dudoso de todos los testigos, Madame Memoria, una aparición caprichosa, a menudo con dolor de cabeza, que además tiene fama de venderse según la situación del mercado.
De forma que hacen falta medios de ayuda que son diferentemente ambiguos. Por ejemplo el recurso a objetos que, redondos o angulosos, aguardan en el anaquel que hay sobre mi alto pupitre ser utilizados. Objetos hallados que, si se conjuran con intensidad suficiente, comienzan a murmurar.
No, nada de monedas o añicos de loza. Son trozos de un amarillo dorado que pueden atravesarse con la mirada. Trozos a los que el rojo o el amarillo otoñales dan color. Trozos del tamaño de una cereza, o como éste, grande como un huevo de pato.
El oro de mi charco báltico: ámbar encontrado en las playas del Mar Báltico o comprado hace más de un año a aquel comerciante que, en una ciudad lituana que en otro tiempo se llamó Memel, tenía su puesto al aire libre. Toda clase de artículos para turistas, tallados o pulidos: su oferta se componía no sólo de collares, pulseras, pisapapeles y cajitas con tapa, sino también de ámbar bruto o sólo parcialmente pulido.
Habíamos ido con Jürgen y Maria Manthey en el transbordador, desde la lengua de Kurisch. En realidad sólo habíamos querido visitar el monumento de Anke von Tharau y recordar al poeta Simon Dach. Un día ventoso bajo nubes apresuradas, en el que elegí, titubeé y eché mano.
Todos los trozos que encontré o compré tenían inclusiones. En esa gota petrificada pueden verse agujas de abeto, en ese hallazgo líquenes que parecen musgo. En este de aquí perdura un mosquito. Se le pueden contar todas las patitas, las alas, como si quisiera despegar zumbando.
En cuanto sostengo contra la luz el trozo del tamaño de un huevo de pato, la masa solidificada y de capas mutuamente encajadas resulta habitada por todas partes por diminutos insectos. Lo que se encapsuló. ¿Es eso un gusano? ¿Ahí un ciempiés inmovilizado? Sólo una contemplación prolongada revela los secretos de ámbar que se creían a salvo.
Siempre que mi otro medio de ayuda, la cebolla imaginada, no quiere cotorrear o revelar sus noticias con líneas que apenas se pueden descifrar en la piel húmeda, recurro al anaquel que hay sobre el pupitre de mi taller de Behlendorf y elijo entre los trozos que hay allí, sean comprados o encontrados.
Éste, este trozo amarillo de miel, que es transparente y sólo hacia su borde costroso está lechosamente nublado. Si lo sostengo tiempo suficiente contra la luz, detengo el constante tictac de mi cabeza y no me dejo distraer por nada, ninguna injerencia de la política cotidiana o de otra actualidad, es decir, cuando estoy totalmente concentrado en mí mismo, veo, en lugar del insecto encerrado, que hace un momento quería ser una garrapata, a mí mismo de cuerpo entero: a los catorce años y desnudo. Mi pene, que en posición de descanso todavía es el de un chico, comparable al del Amor que un artista genial, pero también capaz de asesinar, pintó para uno de mis cromos de cigarrillos, quiere pasar por mayor, en cuanto, por pura malicia o tras un breve manoseo, se endurece y asoma la cabeza.
La pilila del dios del Amor, dibujada por Caravaggio, tiene un aspecto gracioso —una puntita divertida— y se las da de inocente, aunque el alado pilluelo, claramente sonriendo, sale de una cama en la que, como inductor o cómplice, debió de demostrar lo que valía; mi pilila sin embargo, que cuando está semidormida finge ser inofensiva, ha sucumbido sin ningún humor al pecado. Siempre muy despierta, quiere, firme, penetrar virilmente, penetrar donde sea, incluso en alguno de los agujeros de las paredes de madera que pueden encontrarse en las cabinas del balneario de Brösen.
Y el ámbar revela más cosas si se le interroga lo suficiente: el miembro que me cuelga como pilila del autorretrato encerrado en la resina carece de entendimiento y se propone seguir sin él toda su vida. Todavía se lo puede calmar mediante el uso bíblico tradicional, a diario y por poco tiempo, pero pronto no le basta ya la mano. Resueltamente, su cabeza —también llamada glande— desea otro alivio entretenido y rápida salvación. A pesar de toda su demostrada estupidez, la necesidad aguza su ingenio. No está libre de orgullo y ambiciones deportivas. Es un reincidente al que ningún castigo puede disuadir.
Mientras fui católicamente creyente —el tránsito a la incredulidad fue fluido—, mi pene demostró su capacidad como incombustible objeto de confesión. Sobre él se me ocurrían los pecados más atrevidos. Actos deshonestos con ángeles. Hasta tuvo acceso a una virginal oveja. Sus hechos y fechorías asombraban hasta a mi confesor, el padre Wiehnke, cuyos oídos no querían ser ajenos a nada humano. A mí, sin embargo, la confesión me servía sobre todo para descargarme de todo lo que se debía atribuir e imputar al caprichoso apéndice como placer: el alivio semanal.
Más tarde, cuando aquel chico de catorce años se encontró en un estado de absoluta impiedad, su miembro que con él se había hecho mayor le deparaba más preocupaciones que la situación militar en el frente del Este, en donde el hasta entonces imparable avance de nuestros ejércitos acorazados se detuvo poco antes de Moscú, primero en el fango, y luego en la nieve y el hielo. El «Padrecito Invierno» salvó a Rusia.
¿Y qué fue lo que me ayudó en mi necesidad?
Entretanto, el objeto de todos mis deseos tenía nombre. Sufrí las penas del primer amor, que no pudieron ser superadas por ningún ataque de locura después. El dolor de muelas no es nada en comparación, aunque también este martirio vaya acompañado de un dolor que aumenta y disminuye, que viene y permanece.
Como el comienzo de mi primer amor ni puede fecharse exactamente ni se tradujo en hechos cuyo desarrollo pudiera describirse hasta el momento del contacto físico y menos de una posesión penetrante, sólo quedan las palabras, cuyo tartamudeo ayuda a la expresión excesivamente ferviente o ampulosa, y que ya desde el Werther de Goethe se utilizan en cartas y susurros de almohada. Seré breve.
Me encontraba con la chica, para la que mi deseo estaba adiestrado como un perro mordedor, en el camino del colegio. Entretanto, el viejo edificio del Conradinum era utilizado no sólo por los colegiales sino también por las desalojadas colegialas de la escuela Gudrun, en otro tiempo llamada Helene Lange.
Mañana y tarde, las clases por turnos ocupaban las aulas. En el Uphagenweg había tráfico en dos direcciones. Yo iba y ella venía. O yo llevaba ya cinco horas de clase y ella tenía que aguantar otras tantas aún. Si ella iba con un pelotón de chicas, yo, solitario reconocido, iba a pie. Atravesaba con mi cartera escolar el pelotón lleno de risitas, arriesgando sólo una mirada.
No era guapa ni fea, nada más que una colegiala de pelo negro y trenzas bastante largas. Enmarcado en oscuro, su rostro me parecía pequeño, reducido al famoso puntopuntocomaytrazo. La boca de labios estrechos, apretados. Las cejas unidas sobre el arranque de la nariz.
Conocía a chicas más monas. En un cobertizo de madera de mi abuelo me había ocupado incluso, palpándola, de una prima mía. Otra chica se llamaba Dorchen, era de Bartenstein, en la Prusia oriental, hablaba también en consecuencia y se quedó un verano entero.
No, a mi amor de las trenzas negras no la nombraré. Tal vez viva aún en alguna parte, haya sobrevivido como yo y, anciana, no quiera ser molestada por un anciano y sus recuerdos que hurgan en lo aproximado, y que ya en su época escolar le causó mala impresión y, finalmente, la ofendió de mala manera.
Mi primer amor debe quedar sin nombre, a no ser que el recurso al ámbar la desenmascare como mosquito o araña encapsulada que yo llame, maldiga y conjure.
No soltaba presa, cualidad que se ha afirmado y, hasta hoy, trata de demostrar tenacidad en este campo o en aquél. Como los alumnos sabíamos más o menos dónde se sentaban en nuestras aulas, por la mañana o la tarde, las chicas del colegio Gudrun, yo dejaba cartas donde ella, agujero no colmable de mis deseos, tenía supuestamente su sitio. Mensajes secretos, pegados bajo la tapa levantable del banco escolar. Cosas ridículas que a veces eran ridículamente respondidas. No, los versos no formaban parte de mi correo escolar. Ni siquiera es seguro que sus mensajes, que los míos, estuvieran firmados.
Eso siguió así hasta que tuve que cambiar de colegio y, un día tras otro, iba con el tranvía, línea cinco, de Langfuhr a Danzig y volvía después de las clases de la ciudad vieja al suburbio. Las estrechas callejuelas, el ladrillo amontonado, la Edad Media que podía adivinarse tras las torcidas murallas y las fachadas con gabletes, todo aquello que la Historia petrificada ofrecía, influía, si no tranquilizadoramente, sí de forma disuasoria, sobre todo porque en el colegio Petri una profesora de dibujo obligada al servicio militar, cuyo nombre era Lilli, se volvió más importante de lo que en el invierno del cuarenta y dos y en el cuarenta y tres, antes y después de Stalingrado, yo podía comprender.
Sólo cuando, después de otro cambio de colegio, los alumnos de mi quinta fueron reclutados como auxiliares de la Luftwaffe y empezaron a llevar un elegante uniforme, recibí de manos de mi primer amor una carta, como correo militar, enviada a la batería de Kaiserhafen, donde yo había recibido formación como K-6.
Ya no sé qué es lo que decía con bella caligrafía, pero aquel artillero recién uniformado fue suficientemente arrogante para corregir con prisa algunas faltas de ortografía y devolver la carta, calificada con tinta roja, como hacían los profesores, y acompañada de un escrito, quizá de contenido poético.
Después mi primer amor guardó silencio. Con mis quince años y mucho tiempo después todavía deficiente, incluso hasta hoy inseguro, en cuestiones ortográficas, yo había destruido algo que, a juzgar por las insinuaciones, empezaba a hacerse tangible y prometía más de lo que podía bastar a mi miembro siempre dispuesto a escala Caravaggio.
Luego el vacío. Un aislamiento cultivado con fruición. Quedaba el deseo, unas veces semidormido y otras totalmente despierto. Duró más que mi época de auxiliar de la Luftwaffe, que, en lo que se refiere a la vida en los barracones de los desiertos terrenos del puerto, se reflejó en la novela Años de perro: con historias muy distintas y en la jerga escolar de muchachos también muy distintos, que sin embargo, como yo entonces, estaban contentísimos de que para ellos se hubiera acabado no sólo el servicio en las Juventudes Hitlerianas, cada vez más estúpido, sino también el colegio.
Es cierto que en la trama de la novela aparece, igualmente de pasada, el amor como desvarío, pero aquí debe reiterarse que aquella chica flacucha llamada Tulla Pokriefke, que los fines de semana, a la hora de visitas, asolaba la batería de Kaiserhafen y su dotación, no tiene nada que ver con mi primer amor.
El ámbar finge recordar más de lo que puede gustarnos. Conserva lo que debería estar hace tiempo digerido, eliminado. En él se mantiene todo lo que apresó cuando estaba en un estado blando, todavía líquido. Rechaza los pretextos. Él, que no olvida nada y lleva al mercado como fruta fresca secretos profundamente enterrados, afirma con certeza que fue ya el chico de doce años que llevaba mi nombre, en aquella época todavía devoto y, si no creyente en Dios, sí, al menos, en la Virgen, quien molestó en la clase de catecismo a la chica de las trenzas. Como éramos de la misma edad, dice que el capellán de la casa parroquial de la iglesia del Sagrado Corazón nos preparó para la primera comunión. La lista de fechorías del Espejo de confesión —qué son pecados veniales, qué son pecados graves, qué es un pecado mortal— nos brotaba de memoria de los labios. Con un hermano de la chica fui incluso, al parecer, monaguillo sustituto, con campanilla e incensario, y la vista fija en el tabernáculo, la custodia.
Sí, señor, todavía hoy me sé las oraciones del introito de la misa. Como Mulligan al comienzo del Ulises, susurro mientras me afeito: «Introibo ad altare Dei…».
Al parecer, a los trece años —y ya más allá de todos los prodigios de la caja de sorpresas católica— iba a la iglesia, sólo para acechar los sábados por la tarde a la chica: lo más cerca posible del confesionario, un banco detrás de las trenzas.
La resina petrificada de color amarillo miel habla incluso de secretos de confesión: mis labios ensartaron en los oídos del cura tan detalladamente las imágenes que eran objeto de mis prácticas masturbatorias que el nombre de la chica puerto de mis deseos saltó de mi lengua y quedó revelado. Después de lo cual el reverendo tosió tras la rejilla del confesionario.
Más adelante, mientras la penitente de trenzas clasificaba sus pecados a un lado del confesionario, salí al parecer de mi banco de la iglesia y fui al altar de la Virgen, para allí, con deliberación y por pura malicia…
No, digo yo, dejando el trozo con el mosquito junto a los demás trozos, que encierran a otros seres: mosca, araña, diminuto escarabajo… No fui yo. Está en el libro y sólo es verdad allí. De esa fechoría no hay prueba alguna, porque recientemente aún, cuando en la primavera de 2005 me reuní en Gdańsk con diez traductores venidos de muy lejos y con mi lector, Helmut Frielinghaus, porque se quería desentrañar nuevamente mi ópera prima, visitamos este o aquel lugar de los hechos de la historia, llena de súbitos cambios, que cuenta la novela, y por eso también la iglesia del Sagrado Corazón, que ha aguantado la guerra y en la cual, en lugar del altar de la Virgen, fielmente descrito, se muestra una copia de la Virgen de Wilna, con su corona de rayos de chapa dorada, que atrae a los polacos piadosos. Al lado mismo, detrás de unas velas, en un nicho, vimos las fotos del papa públicamente fallecido y del recientemente electo, de origen alemán.
Y allí, en aquel lugar neogótico del sacrilegio juvenil, un sacerdote joven que sonreía de forma críptica y, ni de lejos, se parecía al reverendo Wiehnke, me tendió un ejemplar de la edición polaca del mencionado libro para que se lo firmara, y entonces el autor, en presencia de los asombrados traductores y de su lector, no vaciló en escribir su nombre bajo el título; porque no fui yo quien en aquellos tiempos rompió al Niño Jesús su regaderita en el altar de la Virgen de la iglesia del Sagrado Corazón. Fue alguien de otra disposición. Alguien que nunca renunció al Maligno. Alguien que no quiso crecer…
Yo en cambio no hice más que crecer y crecer. Ya a los dieciséis, cuando entré en el Servicio de Trabajo, pasaba por adulto. ¿O quizá no medí definitivamente un metro setenta y dos centímetros hasta que me convertí en soldado y, sólo por suerte o casualidad, sobreviví a la guerra?
Esa pregunta no preocupa a la cebolla ni al ámbar. Quieren saber otras cosas con precisión. Lo que sigue encapsulado: lo vergonzosamente engullido, secretos con distintos disfraces. Lo que, como las liendres, anida en los pelos de los cojones. Palabras omitidas con profusión de palabras. Astillas de pensamientos. Lo que duele. Todavía hoy…