La tercera hambre
Desde joven: era imposible dominarla, ni con medidas ascéticas —limitación al blanco y negro— ni con una adicción que quería manchar todo papel. Ni siquiera la saturación hasta sentir asco de las palabras podía calmarla. Nunca había suficiente. Yo siempre estaba ansioso de más.
El hambre ordinaria, que todo el mundo conoce, podía mitigarse por unas horas con una sopa de nabos que cicateaba las gotas de grasa, incluso con patatas congeladas; el ansia de amor carnal, ese ímpetu de un deseo inoportuno, jadeante, siempre renovado, que no se alejaba silbando, se podía matar en alguna oportunidad al acecho o, temporalmente, con mano rápida; sin embargo, mi hambre de arte, la necesidad de hacerme una imagen de todo lo que estaba inmóvil o en movimiento, y por lo tanto de todo objeto que arrojara sombra, también de lo invisible, por ejemplo del Espíritu Santo y su enemigo íntimo, el capital siempre fugitivo —aunque fuera adornando con estatuas la institución bancaria del Banco di Santo Spirito, como templo de lo obsceno—, esa ansia de tomar posesión gráficamente no podía saciarse, estaba despierta el día entero y hasta en sueños, y sólo se alimentaba con promesas, cuando yo quería aprender el arte o lo que, en mi estrechez de miras, consideraba arte; de momento, las circunstancias del invierno del cuarenta y seis-cuarenta y siete se opusieron a mis deseos.
Tras haber hecho a pie el trayecto hasta la estación de Stommeln, hundido en la nieve hasta la rodilla, helado y al mismo tiempo sudando, haber sacado un billete sin retorno y haber creído escapar de mi familia, apenas reencontrados padre, madre y hermana, nadie me recibió con los brazos abiertos, después de un viaje remolón y de mi llegada a Düsseldorf.
Y cuando, a través de la ciudad, que estaba bastante destruida por las bombas, aunque no tan totalmente como Colonia, Hanóver o Hildesheim, encontré, preguntando, mi camino hasta el compacto edificio de la Academia de Bellas Artes —a causa de las masas de nieve o por falta de corriente eléctrica, no había tranvías—, me encontré desde luego abierto aquel caserón sombrío fuera de la ciudad vieja, pero en la portería no había nadie que exclamara alegremente: «¡Bienvenido!» o «¡Te estábamos esperando!».
Al principio llamé a puertas, apreté picaportes, vagué luego por pasillos, pasando por delante de talleres, subí y bajé escaleras.
Todavía oigo mis pasos, veo cómo, en aquel edificio convertido en frigorífico de varios pisos, se disipaba mi aliento. No quiero cansar, pero sin duda habré mantenido conmigo un diálogo para darme ánimo: ¡No cedas, aguanta! Piensa en tu compañero Joseph que dijo: «La gracia no nos cae en los brazos…», cuando de pronto, ya de vuelta, me encontré con el Arte en figura de un anciano, que parecía la imagen del artista transmitida desde los tiempos del cine mudo. Como a mí, el aliento le salía blanco por la boca.
Sólo apenas dos años más tarde supe algo más concreto: el anciano que tenía enfrente, que se envolvía en una capa negra, se embozaba en una bufanda negra y se cubría con un sombrero de artista de fieltro negro, podía tener cincuenta y tantos años, se llamaba Enseling y se consideraba profesor de arte, nombrado con derecho a pensión vitalicia. Probablemente había visitado su estudio, en el que se congelaban figuras de yeso de ambos sexos, desnudas, de tamaño natural y espantosamente blancas. Pero quizá sólo había querido cambiar el frío de su vivienda por el de la academia.
Enseguida me pidió cuentas:
—¿Qué se le ha perdido, joven?
Mi respuesta fue franca:
—Quiero ser escultor —o ¿quizá dije algo así como: «Quiero ser artista sin falta»?
Un momento sólo de recuerdo, de echar mano a la cebolla. Al fin y al cabo se trataba, en ese momento trascendental, de hacer o dejar de hacer; más decisivo aún: de ser o no ser. ¿Qué dice a eso la sudorosa piel de la cebolla?
Quizá molesté a aquella figura totalmente vestida de negro con los conocimientos que había adquirido en los cromos de cigarrillos de mis años juveniles. Sin embargo, por mucho que me imagino aquel encuentro en la escalera, no se me permite ninguna cita, porque se almacenó con una helada persistente. Todavía hoy oigo sólo, íntegra, la decepcionante noticia del profesor de arte:
—Hemos cerrado por falta de carbón.
En aquella época, aquello sonaba definitivo. No obstante, alguien, que claramente era yo, no se dejaba desanimar, a él no se le podía disuadir. Debí de repetir mi deseo de querer ser artista, escultor, en el resonante espacio, con insistencia tan retórica, que el profesor, al que sólo unos ojos jóvenes podían considerar anciano, pareció convencido de la permanencia de mi hambre.
Hizo preguntas. Mi edad, diecinueve, parecía no decir nada o ser admisible. Aceptó sin comentario mi lugar de nacimiento, tan terriblemente importante. La religión no la consideró merecedora de pregunta. Tampoco el hecho de que, en mis tiempos escolares, hubiera aprendido a dibujar un poco de modelos, con el conocido pintor de caballos Fritz Pfuhle, que daba cursos nocturnos para aficionados en la Escuela Superior Técnica de Danzig, le arrancó ningún «ah, sí» de reconocimiento. No quiso saber nada de mis experiencias de guerra que acababan de terminar a tiempo y eran, sin embargo, suficientes. Y —¡por suerte!— no hubo ninguna pregunta sobre el título escolar, ese bachillerato que abría todas las puertas.
El profesor Enseling me dio más bien breves instrucciones, según las cuales se podía encontrar sin dar rodeos —primero torciendo a la izquierda, luego a la derecha y luego en la acera derecha—, en la Hindenburgallee, una cercana oficina de empleo.
Me dijo que debía conseguir que me proporcionaran allí un puesto de aprendiz como cantero o tallista. No faltaba trabajo para los artesanos. Siempre había demanda de lápidas sepulcrales.
Para terminar, mi asesor laboral se complació en mostrarse como profeta sin barba, pero digno de crédito:
—Cuando haya terminado, joven, vuelva a presentarse aquí. Seguro que volvemos a tener carbón.
Sin más reparos. Yo, que desde que acabó la guerra no quise obedecer más órdenes, a quien todo lo más resultaba aceptable el consejo de cabos veteranos, el niño de la guerra escaldado y, por ello, con incurable tendencia a llevar la contraria; yo, que entretanto había aprendido con esfuerzo a dudar de toda promesa; yo —o quienquiera que fuese entonces— actué siguiendo instrucciones, aunque no ciegamente. La palabra del profeta indicaba la única dirección viable. Así que nadie —con la voz que fuera— hubiera podido convencerme para no ir a la oficina de empleo. Él habló y yo fui.
Ay, si hoy, preguntado por esos nietos que, entretanto o pronto habrán terminado el colegio y no saben adónde ir ni qué hacer, tuviera a mano una instrucción que se pudiera seguir tan inmediatamente: «Luisa, haz eso, por favor, antes de hacer aquello…», «Ronja, con bachillerato o sin él deberías…», «Lucas y Leon, os aconsejo vivamente que…», «Y de esa forma, Rosanna, podrías comenzar más tarde a…».
En cualquier caso, al cabo de media hora me hizo feliz una hoja estampillada, en la que figuraban, escritas a mano, las direcciones de tres empresas dedicadas a la talla de piedra. Todas, como se debían al arte funerario, se encontraban cerca de los cementerios municipales. Allí no se andaban con trámites burocráticos. No se pedían títulos escolares.
El recuerdo es curiosamente caprichoso: de pronto se fundió la nieve, la helada cedió. Liberado de los cortes de corriente, funcionaba incluso el tranvía. Me quedé ya en la primera empresa en la que me presenté, cerca del cementerio de Wersten, porque en el taller del maestro Julius Göbel un viejo tallista llamado Singer esculpía un crucificado magníficamente musculoso, que, en bajorrelieve, inclinaba la cabeza a la izquierda en una ancha pared pétrea, y padecía, tan fiel al original, que no se podía apartar la vista de él.
No es que aquel hombre sufriente de aspecto atlético, tallado en diabas, me hubiera entusiasmado, pero la perspectiva de una destreza posible de aprender me resultaba atractiva. Acepté, aunque Göbel, que, de forma poco gremial, llevaba un elegante traje de paño y no tocaba casi nunca una piedra ni daba golpe, sólo me ofreció para comenzar mi aprendizaje trabajar con cantos y superficies rectas.
Él, que más bien personificaba al vendedor de sepulcros de palabra suave y que tenía poco de maestro, señaló a su futuro picapedrero lápidas terminadas que, formadas ante el edificio del taller, aguardaban clientes de luto. Allí, un aprendiz estaba quitando a las verticales superficies una cubierta de nieve que, de todas formas, había empezado a derretirse.
Todavía faltaban en las piedras los nombres y fechas de los difuntos. Pulidas en mate o en brillo, tenían su precio como losas de a metro, almohada o pantalla panorámica. Quien, como supérstite, quería comprar, no sólo se veía en la empresa de Göbel ante una oferta escalonada, sino que al Bittweg daban varias empresas que exponían las mismas piedras sepulcrales. El negocio con la transitoriedad del ser humano, por no hablar sin tapujos de la muerte, disfrutaba, hasta en tiempos de escasez, de una fuerte demanda.
Göbel enumeraba las distintas clases de mármol y granito, distinguía entre caliza y arenisca, se lamentaba de la falta de material recién extraído, señalaba viejas lápidas, apiladas a un costado, entre una maleza proliferante, para cuya reutilización había que raspar el lado ya prescrito. Llamaba por su nombre a algunas herramientas, y se lamentaba de que, desde hacía años, no se suministraran cinceles con núcleo de acero Widia que, como era sabido, sólo podían conseguirse caros, con divisas, por ser de producción sueca.
Sobre herramientas, como mazos, gradinas y punteros, así como sobre mármol de Silesia, granito belga, travertino y caliza conchífera, escribí más tarde, mucho más tarde, un capítulo entero, cuando finalmente me fue posible vaciarme en el papel, palabra a palabra, y, al hacerlo, en lo que al mundo de los cementerios se refiere, encontré cosas como si fuera un ladrón de cadáveres profesional. Y es que la literatura vive del botón que quedó, la herradura sin óxido del caballo de un ulano, la mortalidad del hombre y también de lápidas desmoronadas.
Por eso, al caminante que sigue su camino y sus rodeos en dirección al Arte por el estrecho sendero entre poesía y verdad se le atravesará una y otra vez El tambor de hojalata; un libro cuyo contenido acumulado arrojó sombra antes de que fuera encerrado entre dos tapas y aprendiera a andar enseguida.
Por ejemplo, en el proverbialmente paciente papel, separé al viejo oficial Korneff de la empresa de Göbel y creé para él su propio pequeño taller, a fin de que pudiera enseñar al jorobado héroe de mi primera novela a transformar, con la regla, los hierros afilados y dentados y el cincel, un trozo de piedra basto y recién extraído en una losa finamente esculpida y al final pulida para una tumba individual; y mi hablador héroe Oskar Matzerath, para el que se había vuelto repugnante el mercado negro como base existencial, se mostró tan hábil para aprender como yo, que, sin joroba ni vida anterior apropiada para una novela, comencé mi aprendizaje como practicante.
Cuántas cosas se convierten en material narrativo. Para la transformación de la vida vivida en estado bruto en un texto repetidas veces corregido, que sólo en forma impresa encuentra el descanso, puede citarse como ejemplo una de aquellas lápidas sobrantes, por haber sido retiradas transcurrido un plazo, que se amontonaban sin orden a un costado. Por voluntad del maestro Göbel, había que raspar radicalmente la inscripción profundamente grabada, hasta que en la cara vista de la piedra nada recordaba ya a un hombre llamado, digamos, Friedrich Gebauer, nacido en 1854 y fallecido en 1923. Luego, diversas herramientas ayudaban a dar a la diabas una nueva superficie brillante, en la que, con nombre y fechas, se esculpía profundamente otra vida, que podía ser perpetuada hasta la fecha de vencimiento oficial; de esa forma reutilizables, las piedras talladas son la base de nuestra vida después de la muerte, temporalmente limitada. Los nombres pasan, pero las inscripciones —por ejemplo ésta: «La muerte es la puerta de la vida»— podían sobrevivir en forma de recuadro que se respetaba, y no debían ser raspadas, eliminadas.
Y lo mismo que sobre el material declarado muerto que fue reanimado puede decirse algo, se podría dar información también sobre el intercambio con personas vivas, pero de momento quiero limitarme al viejo oficial Korneff, aunque no sea seguro que se llamara así.
Padecía de veras forúnculos. Especialmente propenso era su cuello, surcado por hinchadas cicatrices. En todas las primaveras, y así al comienzo de la del cuarenta y siete, se le abrían abscesos, que antes, tan imaginados como palpables, eran del tamaño de un huevo de paloma y prometían luego un vasito de aguardiente rebosante de pus. Por ello, los aprendices cantábamos descaradamente por el largo Bittweg, en cuanto los forúnculos de Korneff comenzaban a brotar: «El invierno ya se ha ido, Korneff anda dolorido…».
Además, es verdad que Göbel, cuya empresa se llama en la novela simplonamente Wöbel, anunciaba con su nombre, en un letrero, su empresa de lápidas sepulcrales. Como era más hombre de negocios que maestro artesano, supo pocos años más tarde, con ayuda de un aserradero de piedra que había comprado —fuera de la ciudad, en Holthausen—, ayudar a dar a los nuevos edificios fachadas de travertino y suelos de mármol; su rápida ascensión en la época del incipiente milagro económico daría por sí sola para un relato.
Cuando firmé el contrato de aprendiz, la empresa Göbel me resultaba atractiva por otra razón: aparte de la ridícula retribución mensual de cien marcos —de igual forma pagaba el chapucero Korneff al Oskar aprendiz— se me prometió, a mí, hambriento experimentado, un potaje de verdura con carne, dos veces por semana, con reenganche garantizado.
En la vivienda situada inmediatamente al lado del taller, la mujer de Göbel cocinaba con toda clase de hierbas unas sopas sazonadas. Yo la veía como una matrona de ojos de vaca, a la que una corona de pelo trenzado, como las que en otro tiempo llevaba la jefa de la asociación de mujeres del Reich, sentaba bien. Aunque no tenía hijos, se le hubiera querido poner la Cruz de Oro de la maternidad que se daba entonces, por lo preñadamente cariñosa que se afanaba, preocupada siempre por saciar a sus comensales.
Al vender lápidas a los campesinos de la izquierda del Rin, se incluía como precio, además del dinero contante, diez kilos de legumbres, y también una hoja de tocino y varios pollos sin desplumar. Contrapartida de la roja arenisca del Meno de una lápida para dos era un cordero listo para el sacrificio, cuyas costillitas y flácido vientre encontraban asiento en el potaje de verdura. La almohada de piedra para una tumba de niño valía dos ocas de San Martín; y nosotros disfrutábamos de los menudillos —alas, pescuezo, corazón y estómago— en una sopa grasienta.
Ella daba de comer a todos los que, bajo el techo del taller, tragaban polvo de piedra: tres flacos aprendices, dos oficiales de origen silesio, especializados en grabar inscripciones y además hermanos, el viejo oficial Korneff, el escultor Singer y yo, el principiante que parecía tan seguro de sí mismo, y al que uno de los hermanos silesios dio enseguida el consejo de que no se considerase nada especial, ni mucho menos un artista.
Más tarde, me habló de Breslau, la ciudad todavía intacta por la que se luchó hasta el final, la ciudad destruida. Al hacerlo lamentó menos los muertos no contados, que yacían en las calles y que brigadas de limpieza enterraron en fosas comunes, que el hecho de que no se hubiera podido poner lápidas a aquellos cadáveres amontonados.
Los hermanos silesios entendían de literatura. Podían recitar epigramas de Angelus Silesius y grabar en la piedra, como inscripción: «Hombre, sé esencial; porque cuando el mundo acabe, no existirá ya el azar, y sólo la esencia cabe».
De esa forma me convertí en colaborador aprendiz de la empresa Göbel. Lo único que planteaba dificultades era la pregunta sobre mi lugar de residencia. El equipaje que había traído, el petate y el zurrón del pan que aún llevaba colgado decían lo suficiente sobre la falta de hogar del practicante. Sin embargo, como, por parte de madre, me quedaba un resto católico y, preguntado por Göbel acerca de mi religión, pude citar por su nombre a la Única Iglesia Verdadera, pronto encontré ayuda.
Desde su oficina telefoneó al parecer a Dios Padre: me recomendó en el lugar más alto como alguien que profesaba la verdadera fe, y me consiguió en unos minutos un sitio para dormir, si no en el Paraíso, al menos en su filial, el hogar Cáritas del Rather Broich.
Desde la parada de Bittweg, que, como queda dicho, bordeaban varias empresas de tallistas, entre ellas la de Moog, especializada en arenisca y basalto, que en El tambor de hojalata firma como gran empresa C. Schmoog, era fácil llegar a mi futuro hogar en tranvía, con un solo transbordo en la Schadowplatz. Como si, por intercesión materna, se me hubiera encomendado a un ángel guardián, todo fue maravilloso, sin que yo hiciera nada.
Voluntariamente y gratis, mi recuerdo me hace ofertas a docenas —tantas cosas ocurrieron al mismo tiempo—, dejando la elección al narrador: ¿debo seguir con la talla de piedra o examinar mi estado interior en los puntos de ruptura? ¿Procedería ahora una ojeada retrospectiva a los cementerios de Danzig y, por lo tanto, una anticipación del relato posterior de Malos presagios, o debo instalarme ya?
El hogar de Cáritas en Düsseldorf-Rath estaba a cargo de monjes franciscanos. Tres o cuatro padres y media docena de hermanos siervos administraban, en las proximidades de la fábrica bombardeada y bastante destruida de Mannesmann, una institución que antiguamente se ocupaba de los artesanos peregrinos, y luego, cada vez más, de personas sin techo y viejos solos. Al parecer, hasta un asesino en serie llamado Kürten fue cuidado en los años veinte por los monjes. Y, como la demanda no disminuyó nunca, el complejo de edificios, milagrosamente ilesos y rodeados por muros y vallas de poca altura, sobrevivió, como enclave caritativamente eficaz, a todos los cambios políticos. Fuera en paz o en guerra, nunca le faltó clientela.
El padre Fulgentius, como prior, dirigía la institución. Un hombre con hábito que parecía un gruñón de edad mediana y que, cuando me presenté, no preguntó por la firmeza de mi fe sino que me hizo rebuscar en un arcón de ropa donada que olía a cerrado, porque quería ver al «nuevo ingreso» —el joven de ropa militar teñida— vestido de paisano. Además, me hacían falta unos pantalones de dril para trabajar en el taller de Göbel; el chico de acoplamiento había desgastado demasiado bajo tierra su ropa de trabajo.
De la cabeza a los pies: me pude ataviar como era debido. Incluso calzoncillos y dos camisas de muda sacó el prior del arcón, y además un jersey evidentemente hecho de restos de lana de colores, que durante mucho tiempo aún me mantendría caliente. Y por si fuera poco, el padre Fulgentius me obligó a aceptar una corbata de puntos rojos sobre fondo azul: «Para los domingos», como me dijo, aludiendo a mi posible asistencia a la capilla de Cáritas que pertenecía al asilo.
Todo me estaba bien. Por lo que se refiere a mi autorretrato más reciente, debía de tener un aspecto inmejorable, porque en cuanto abro el recuerdo como si fuera un armario ropero, cuelga allí, además de los pantalones planchados para los días de fiesta, mi primera chaqueta de la posguerra, de dibujo de espiga claramente reconocible.
La admisión en el ala dedicada a vivienda del edificio principal, cuya sólida construcción se debía a los años ochenta del siglo XIX, no ofreció nada nuevo; en el mejor de los casos, una variación de lo habitual. Mi lugar para dormir lo encontré, como ya en calidad de auxiliar de la Luftwaffe y hombre del Servicio de Trabajo, luego artillero de tanque, prisionero de guerra y finalmente chico de acoplamiento, en calidad de usufructuario de la cama superior de una doble litera. Con otras cuatro, ésta estaba en una habitación sin ventanas que, como iba a ver hacia la caída de la noche, estaba habitada por estudiantes y aprendices, que eran algo más jóvenes o pocos años mayores que yo. Y, lo mismo que yo, ansiaban chicas, y hablaban constantemente de mujeres y de su constitución carnal. Sin embargo, en el mejor de los casos, habían podido encontrar cierta libertad de movimientos con esta o aquella señorita bien dispuesta en el cercano bosque de Grafenberg, que en el invierno del cuarenta y siete, como todo alrededor, estaba congelado en medio de una helada persistente.
Por lo demás, esos senderos conducían al establecimiento psiquiátrico en el que, pocos años más tarde, un paciente pidió a su cuidador, Bruno, quinientas hojas de papel inocente, lo que tuvo consecuencias.
Junto a nuestra habitación sin ventanas, que se encontraba encerrada en el centro de la casa y era difícil de librar del olor a hombre joven, pero que, con buena calefacción, conservaba el calor, estaba la celda de un hermano siervo, cuyo nombre monástico he olvidado. Sin embargo, su figura espigada, siempre presurosa y aparentemente volante en su hábito pardo, se me ha quedado grabada hasta en sus menores detalles.
Nosotros lo considerábamos una aparición angélica, sobre todo porque sus ojos siempre enrojecidos, incluso en asuntos profanos, como cuando supervisaba la distribución de raciones de pan, parecían contemplar a la Virgen María. Además, en torno a la parte central del cuerpo del monje había un manojo de llaves colgado de una cuerda, que avisaba desde lejos de sus idas y venidas. Nunca lo vi sentarse. Siempre estaba yendo a algún lado. Se apresuraba, como si aquí o allá tuviera que obedecer a un llamamiento. Nadie sabía sobre cuántas cerraduras reinaba.
Y aquel hermano siervo, que parecía tan intemporal que su edad debe quedar ahora inestimada, ejercía imperceptiblemente su vigilancia, pero con una insistencia siempre amistosa, no sólo sobre nosotros, a quienes, de todas formas, según el reglamento clavado en la puerta de la habitación, las «visitas femeninas» estaban prohibidas, sino también sobre una sala llena de hombres ancianos, continuamente jadeantes y que sólo con dificultad respiraban. Debían de ser, si no cien, no muchos menos de setenta. Cucheta tras cucheta, encarnaban desde hacía decenios, con la dotación que iba desapareciendo y renovándose siempre, el asilo administrado por Cáritas.
Por una ventana practicable de su celda, el monje encargado de la vigilancia contemplaba día y noche la sala y, en ella, a los enfermos decrépitos y apáticos, de repente afectados de intranquilidad o ataques de tos que saltaban de uno a otro, o por alguna riña súbita.
Hasta en sueños lo oíamos hablar a través del tragaluz, suavemente adormecedor, como si hablara a niños. Su entonación permitía suponer que venía del Sauerland.
A veces, el monje sin nombre me permitía echar una ojeada por el tragaluz. Lo que veía, la caducidad multiplicada de la existencia humana, se me ha quedado tan presente, que me veo a mí mismo en una de las setenta a cien cuchetas, en persona y con mi tos de fumador que nada puede curar ya: como enfermo dependiente, sometido a la vigilancia del hermano siervo. A veces, cuando, contraviniendo lo prohibido, enciendo la pipa bajo el edredón, él me riñe por el tragaluz, con voz baja e insistente.
Al otro lado de nuestra alcoba se abre la puerta, sólo accesible para él, del comedor de los ancianos. El comedor, con sus altas ventanas, mira al patio, al que en verano dan sombra los castaños. Bajo los castaños había bancos, siempre ocupados por ancianos que padecían tos crónica o asma.
Para desayunar, dos monjes de la cocina colocaban la amplia caldera, llena de sopa de sémola, en la mesa de nuestro cuarto. A la sopa echaban leche en polvo, enviada por los correligionarios franciscanos del Canadá. A pesar de las mascullantes quejas permanentes, la sopa de sémola con leche sabía, de forma irreparable, a quemado. Unas veces suave, otras obstinado, se mantenía un gusto que quería ser inolvidable para el paladar.
Después de nosotros, los ancianos recibían su sopa de la mañana. A través de la trampilla del comedor, los monjes de la cocina la distribuían con cucharones. También ellos hablaban a los ancianos como si tuvieran que cuidar de niños.
Y, como el asilo Cáritas del Rather Broich me ofreció durante años alojamiento y comida baratos, puedo decir que mi desayuno, hasta la reforma monetaria y más allá de ese acontecimiento que lo cambió todo, se compuso invariablemente de la mencionada sopa de sémola con leche, dos rebanadas de pan de centeno y trigo, un pegote de margarina y —de forma alternativa— puré de ciruelas, miel artificial o un queso como goma para untar.
A veces, los domingos y, siempre, los días de importantes fiestas religiosas, por ejemplo el Corpus Christi, nos daban un huevo duro. Luego, al mediodía, después del pan de carne picada o el fricasé de pollo, se servía incluso temblorosa gelatina o flan de vainilla. En cambio la cena era uniforme y olvidable.
Los días laborales, todo el que iba a una clase, o como aprendiz o practicante a trabajar, recibía, en un recipiente de lata que podía cerrarse, llamado tartera, una ración de cosas diversas cocinadas juntas para el camino, lo que sin embargo tenía un gusto demasiado indefinido para poder citar los ingredientes.
La cocina se quedaba con nuestros cupones de comestibles. De todas formas nos llenábamos. Sólo nos daban los cupones de ropa y de tabaco.
Así cuidado, iba al trabajo día tras día. En comparación con la necesidad general fuera del asilo de Cáritas, las cosas me hubieran ido en realidad bien, si mi hambre secundaria no se hubiera manifestado tan insistentemente en todo momento y, sobre todo, en los viajes en tranvía.
El tranvía, siempre repleto, venía de Düsseldorf-Rath, se detenía cerca del asilo y hacía sonar el timbre de parada en parada hasta la Schadowplatz, en donde yo cambiaba a la línea que iba en dirección a Bilk y el cementerio de Wersten.
Nunca encontraba sitio. Había de pie, muy apretadas, personas medio dormidas de ambos sexos, totalmente despiertas, mudas o locuaces. Yo oía, olía y veía lo que daba de sí el dialecto del Rin: chismes y chascarrillos, el olor a ropa raída y —consecuencia de la posguerra— más mujeres que hombres.
A medias apretándome con intención y a medias empujado, me situaba entre chicas jóvenes o me veía metido entre mujeres adultas. Y, cuando no estaba encajado entre ellas, mis pantalones rozaban sin embargo ropa femenina. Con cada parada, cada arrancada del tranvía, se acercaban tela y tela, carne y carne bajo la tela.
Todavía amortiguaban abrigos de invierno y chaquetas guateadas, pero con la primavera se frotaron tejidos más finos. Rodilla contra rodilla. Antebrazos desnudos, las manos, alzadas para agarrarse, se acercaban demasiado.
No es de extrañar que mi pene, de todas maneras independiente y además fácilmente excitable, se volviera semirrígido o rígido durante el trayecto de media hora hasta el lugar de trabajo. Escasamente aliviado por el cambio de tranvía, hacía que mis pantalones me resultaran estrechos. Ni siquiera mediante una intensa fuga de pensamientos provocada se lo podía adormecer. Saciado yo por la sopa de sémola con leche matutina, la otra hambre me corroía ahora impertinente.
Y eso día tras día. Siempre me avergonzaba y temía que se notara aquella cosa abultada, que se considerase molesta e indecente, más aún, que fuera insultado en alta voz como un fastidio.
Sin embargo, ningún viajero de falda y blusa al que me acercara demasiado se indignó. A ningún cobrador de tranvía le susurraron quejas mirándome. Sólo el propietario de aquel rebelde sinvergüenza tenía conciencia de la sublevación que había en sus pantalones y, al mismo tiempo, de su impotencia.
Entretanto, conocíamos de vista a los viajeros. Cogían el tranvía con cierta puntualidad, de acuerdo con el horario. Se arriesgaba una sonrisa, que rápidamente se alisaba y tomaba nuevo impulso. Se hacía un gesto de cabeza; por extraño que se siguiera siendo, se acercaba uno más y más.
Por la charla de las chicas y mujeres, a menudo interrumpida por risitas, sabía o sospechaba que iban a su lugar de trabajo en grandes almacenes, la central telefónica, la cinta transportadora de la fábrica de Klöckner, oficinas. Me metía resuelto entre profesionales, rara vez me frotaba con amas de casa.
A partir del otoño, las apreturas de todas las mañanas me situaron detrás de dos estudiantes de la escuela de arte dramático. Las dos llevaban vestidos floreados. Bastante amaneradas y sin preocuparse por los oyentes próximos, hablaban de Hamlet y de Fausto, el famoso Gründgens, la igualmente famosa Flickenschildt y la Hoppe, más famosa aún, por lo tanto de los grandes de entonces en la vida teatral de Düsseldorf: el impenetrable maestro del arte del disimulo, la severa encarnación de la tradicional disciplina teatral, y mi ídolo, a la que, desde mis tiempos escolares, había conocido en las pantallas de cine.
Al oír el cotilleo teatral cotidiano, se me despertó con la otra hambre también la de las artes, de forma que me hubiera gustado hablar con ellas de Broma, sátira, ironía, una obra que posiblemente estaba en cartel; sin embargo, permanecí mudo y me arrimé, por planas y huesudas que fueran las dos en una época pobre en calorías, a las estudiantes de arte dramático: ellas, en su parloteante celo, no percibían lo que, por un sentido más profundo y gracias a mi prepotente capacidad de imaginación, les ocurría: al mismo tiempo e insistentemente a una tras otra.
Las dos querían parecerse a Gretchen o Käthchen. Me hicieron escuchar fragmentos de monólogos ensayados. La erre rodada de la Flickenschildt les salía bien por el entrenamiento. No obstante, para igualar a la Hoppe les faltaba personalidad. Su verborrea no paraba de fluir. Nunca cruzamos palabra.
Cuando Gründgens, más tarde, puso en escena Las moscas de Sartre en un teatro provisional, creí, como espectador, ver sobre el escenario a mis superficies de frotado: en medio de un coro inquieto, disfrazadas de insectos.
Luego fueron otra vez las oficinistas o las de la central telefónica con las que me apreté, las que me apretaron y las que, tanto dolorosa como placenteramente, me pusieron en apuros. Apenas recuerdo rostros. Sin embargo, una de las chicas, a la que me acerqué demasiado, tenía unos ojos muy separados que, con indiferencia, me miraban sin verme.
Sólo ante las lápidas que estaban dispuestas en hilera, brillantemente pulidas, en las explanadas de las empresas de talla del Bittweg, que esperaban allí, y los nombres y fechas labrados con profunda escritura, se me pasaba el estado de excitación de media hora de los viajes en tranvía de cada mañana. También cedía entonces el regusto de sopa de sémola con leche quemada.
Mi tartera llena de guisote se la daba a la mujer del maestro para que, como las tarteras del escultor Singer, el viejo oficial Korneff, los tallistas de inscripciones silesios y los flacos aprendices, la calentara al baño maría para el mediodía.
Únicamente los martes y viernes iba a trabajar sin tartera en el zurrón del pan. Eran los días de la sopa de carne y verdura, no sólo nutritiva sino también muy sabrosa, que de todas formas, en lo que afectaba por igual a los aprendices y a mí, tenía su precio, que enseguida se reclamaba.
Al lado mismo del depósito de piedra, la mujer del maestro, que era de origen campesino de la orilla izquierda del Rin y, evidentemente, amante de los animales, tenía en un cobertizo parecido a un establo, además de cinco gallinas Leghorn, una cabra, que pasaba por ser lechera y diariamente exigía forraje. Lucía, con su piel de blancos mechones, una ubre rosa. Su mímica no estaba libre de arrogancia. Si daba realmente leche no es seguro, pero, en cuanto pregunto a la cebolla, una ubre llena a reventar quiere ser ordeñada por la mano de la mujer del maestro.
Día tras día, los aprendices y yo, alternativamente, debíamos llevar a la cabra, de una cuerda, a donde crecía y recrecía la hierba. Entre las lápidas expuestas no se encontraba forraje, porque allí tenían las gallinas su espacio para corretear y, en años venideros, me proporcionaron un tema —«Aves de corral en el cementerio central» se llama un poema—, pero fuera de la valla crecía hierba suficiente.
En cuanto la cabra se hubo comido todas las hierbas e incluso las ortigas a lo largo del Bittweg, sólo le quedaron como lugar de pasto las vías del tranvía que iba a Wersten y, más lejos, a Holthausen. A ambos lados de la vía había alimento para días.
A los aprendices o novicios, como los llamaba Korneff, no les importaba cumplir sus deberes del mediodía con el altanero animal de la cuerda, aunque con ello se los privara de buena parte de su descanso. Uno de los aprendices, con gafas, al que resultaba duro trabajar con la piedra y por eso más tarde se fue a correos, en donde al parecer hizo carrera como funcionario, se quedaba incluso más tiempo que el requerido buscando forraje, mucho después de la pausa.
Para mí, sin embargo, pasear con la cabra, que además se llamaba Genoveva, se convirtió en un tormento. En general, y por los espectadores. Porque los edificios del hospital municipal corrían paralelos a las vías y escondidos entre los árboles; suele ocurrir a menudo que los hospitales estén cerca de cementerios y negocios de piedras sepulcrales. Había mucha gente que iba y venía de la puerta principal, no sólo visitantes.
Al mediodía, a las enfermeras, individualmente o en alegres grupos, les gustaba darse una vuelta bajo los árboles. ¡Ay, cómo gorjeaban! Mi aspecto, joven con cabra testaruda, sólo podía hacerlas reír.
Yo tenía que soportar sus voces, algunas burlonas. Mi ropa de trabajo, el dril tantas veces remendado, y el hecho de pelearme continuamente con la obstinada cabra, que siempre quería ir en otra dirección y, al hacerlo, balaba a voz en grito, me convertían en hazmerreír o hacían que me sintiera como un hazmerreír. Como San Sebastián, que atraía las flechas de sus enemigos, yo era blanco de palabras mordaces.
En aquella época, sin duda mi comportamiento tímido me impedía contestar a aquellas enfermeras con ganas de broma y de uniforme blanquísimo y favorecedor, con réplicas desvergonzadas, haciéndolas así perder terreno. Me avergonzaba y, por eso, apenas estaban fuera de mi vista aquellas lenguas maliciosas, daba patadas a la cabra Genoveva.
Quien cree estar en la picota piensa en la venganza, y sin embargo, por lo común, no da en el blanco o —como en mi caso— consigue sólo flores de papel: insultos tragados, maldiciones que en realidad hubieran debido ser llamadas de reclamo.
De esa forma, mi exhibición del mediodía tuvo las correspondientes consecuencias: aunque, según redacción ulterior, el novelesco héroe Oskar Matzerath, que, más o menos en la época de la alimentación de la cabra, padecía trastornos de crecimiento y, por ello, fue paciente del centro hospitalario, consiguió a la primera quedar citado con una de las enfermeras que lo cuidaban y, apenas dado de alta como curado, invitar a la enfermera Gertrud a café y pasteles, a mí, en cambio, no se me ocurría ninguna palabra agradable. Seguí siendo el tragicómico apéndice de una cabra obstinada de ubre bamboleante.
Oskar sabía tornear hermosas palabras; yo estaba como caído de bruces.
Él, que incluso sabía vender provechosamente su joroba, tenía ocurrencias a docenas; a mí sólo se me ocurrían gestos torpes y, por consiguiente, equívocos.
A él le venían a la boca con gracia viejísimos trucos del arte de la seducción; a mí, todo lo más, se me oía tragar; tragarme palabras.
¡Ay, si hubiera sido tan descarado como Oskar! ¡Ay, si hubiera tenido su ingenio!
A ello se unía el que la mala suerte parecía perseguirme. Porque una vez, cuando tenía ya en los labios una palabra amable para una enfermera de rostro de madona que paseaba sola, y más lisonjeras palabras en reserva, la cabra que me habían endosado comenzó a mear, con fuerza y largo rato.
¿Qué hacer? ¿Apartar la vista? ¿Buscar apoyo en las lápidas alineadas más allá de las vías? ¿Fingir indiferencia?
Todo inútil. El meado de la cabra lechera Genoveva no quería acabar nunca. Emparejados de la forma más ridícula, ofrecíamos un espectáculo lamentable.
Todavía hoy me pondría como un tomate si no pudiera invocar a la vez un recuerdo capaz de detener el persistente chorro de orina de la cabra: muy pronto, aunque en un lugar de pasto diferentemente fertilizado, pude apuntarme rápidos éxitos, en concreto en pistas de baile que se llamaban «Wedig» o «Löwenburg». Como bailarín, era muy solicitado. Y esa ventaja, lograda bailando con piernas jóvenes, se tradujo hace pocos años en los poemas de un hombre anciano que creía ser ágil todavía para unos Últimos bailes, aunque sólo fuera durante el tiempo de un «tango mortale».
Fines de semana locos por el baile. Los días laborables, sin embargo, aprendía, bajo la dirección de Korneff, a dar regularmente golpe tras golpe con el mazo de madera, llamado maza. Afilaba y cincelaba superficies de piedra caliza y granito belga apenas desbastados. Pronto conseguí rodear un mármol de Silesia, suficientemente grande para una tumba de niño, con una gargantilla. Incluso me atreví a hacer un astrágalo, a fin de adornar la lápida encargada para la tumba de un catedrático emérito.
El viejo Singer me enseñó, con ayuda de un armazón de tres patas, la máquina de sacar puntos, a trasladar un punto tras otro del modelo de yeso del Crucificado al trozo de diabas todavía sin tratar, eliminando masa de piedra. La aguja montada en el armazón tomaba del modelo del cuerpo los puntos más profundos y los más altos. Una y otra vez, el trípode se movía del yeso a la piedra tomando medidas. Hasta que se trasladaron todos los puntos distintivos hubo que desbastar y, por fin, cincelar con el escoplo, para que la aguja tocara exactamente su punto. A quien hacía trampa, Singer lo descubría enseguida con una ojeada por encima de la montura de sus gafas. Él, que en sus años jóvenes había esculpido el monumento a Bismarck de Hamburgo, me enseñó a dar rostro a la piedra.
Me salieron callos y me dejé la piel bajo los hierros. Mis músculos, bonitos para enseñar, se endurecieron. Parecía un artesano como es debido y, por ello, pude convencerme en años posteriores de que, en caso de un retroceso político, de una censura otra vez implantada o de una prohibición estatal de escribir, podría alimentar a mi familia como picapedrero; una seguridad que me dio tranquilidad interior. Porque eso es sabido en todas partes: como la muerte no conoce descanso, incluso en tiempos de necesidad hacen falta lápidas; la oferta de Göbel de tumbas individuales y dobles tuvo una gran acogida.
De forma que cincelábamos golpe a golpe. Al hacerlo, me tragaba lo que se levantaba en nubes del granito belga y olía sulfurosamente, como pedo de viejo. Para el último alisado servía la pulidora. Los fines de semana, sin embargo, todo el polvo de piedra se desprendía: de la noche del sábado hasta entrado el domingo se bailaba.
Comenzaba así: el monje que vigilaba a los ancianos tosedores y a nosotros, los usufructuarios de las literas dobles, el hermano que servía desde la mañana a la noche con hábito revoloteador y llavero tintineante, se situaba inmóvil la tarde del sábado a la puerta abierta de su celda y contemplaba, con piadoso recogimiento, cómo nos arreglábamos para salir.
Yo me ponía los pantalones negros arrebatados al arcón de ropa del padre Fulgentius. En el lavadero, el monje sirviente que trabajaba allí nos había enseñado a planchar rayas perfectas. Vestido además con mi chaqueta de dibujo de espiga, debía de parecer un gigoló profesional. Por desgracia, en nuestra habitación de diez camas no había ningún espejo.
Un estudiante ya entrado en años, tipo cabo, que estudiaba para ingeniero y que, luego, como directivo en Mannesmann, supo aprovechar la coyuntura del negocio de las tuberías, me enseñó a hacerme el nudo de corbata de tamaño mediano. Algunos daban un lustre intenso a sus zapatos, otros se fijaban el pelo con agua azucarada. Todos iban de punta en blanco.
Nuestro monje, sumido en el recogimiento, hacía desaparecer las manos en las mangas de su hábito y seguía con la vista, petrificado, al grupito, en cuanto nosotros, ruidosamente, como si fuéramos a buscar un tesoro, nos íbamos al bailongo del fin de semana.
A mí me resultaba fácil. Desde muy pronto fui bailarín. En las fiestas burguesas en la Zinglers Höhe o en la sala adornada con guirnaldas del popular restorán al aire libre Kleinhammerpark de Langfuhr, iba antes y después de comenzar la guerra, y no sólo como espectador y coleccionista de detalles para relatos posteriores. Mientras los pequeños burgueses del suburbio, vestidos de paisano o uniformados de pardo caca, se divertían unos con otros o unos contra otros, a los trece años aprendí, llevado por solitarias novias de soldado, a bailar, lo que incluía el vals de Renania y el one-step, el foxtrot, y el vals inglés, hasta el tango aprendí temprano y por eso, en los tablados de los años de la posguerra, me vi de pronto solicitado.
Ahora eran los ritmos de un conjunto dixieland, que, entre el «Shoeshineboy», el «Tiger Rag» y el «Hebabariba», tocaba también, si se le pedía, el tango. Había antros de baile por todas partes, en los sótanos de la ciudad vieja de Düsseldorf, en Gerresheim, también cerca en Grafenberg, un suburbio en cuyo bosque colindante no sólo el establecimiento psiquiátrico se haría un nombre, gracias a un paciente ávido de recuerdos; también a mí me resultaba complaciente el bosque: el acalorado bailarín encontraba en senderos, con esta o aquella chica de la central telefónica, algún banco acogedor o —apartado del camino— el ansiado lugar cubierto de musgo para tumbarse.
Juegos de cambio de árbol y de la vaca ciega, recuerdos imprecisos, sólo apoyados en el sentido del tacto, que se pierden en agujeros negros. No podría dar ningún nombre, salvo el de una chica, que se llamaba Helma, tenía mucho pecho y, cuando en el Löwenburg, con luz súbitamente atenuada, se anunció que sacaban a bailar las mujeres, me invitó a un foxtrot, después de lo cual se encaprichó de mí.
Era una época loca por bailar. Nosotros, los vencidos, ansiábamos la música del vencedor transatlántico que nos liberaba durante un blues: «Don’t fence me in…».
Había que celebrar la supervivencia y olvidar las casualidades escenificadas por la guerra. No se evocaba lo que había sido vergonzoso u horrible y acechaba desde atrás. El pasado y su terreno ondulado por fosas comunes era nivelado de sábado a domingo para convertirlo en pista de baile.
Sólo cuando, transcurridos años, pude distanciarme e hice que el posterior paciente del establecimiento psiquiátrico de Grafenberg bailara un one-step en el mencionado Löwenburg, a los acordes de «Rosamunda», pudo llamar Oskar todo aquello por su nombre y escribir fielmente lo que, semana tras semana, dejé de lado o reprimí por molesto: fantasmas atormentadores que ahora, medio siglo más tarde, llaman de nuevo a la puerta queriendo entrar.
El recuerdo se basa en recuerdos, que a su vez se esfuerzan por conseguir recuerdos. Por eso se asemeja a la cebolla, que, con cada piel que cae, deja al descubierto lo olvidado hace tiempo, hasta los dientes de leche de la primera infancia; luego, sin embargo, el filo del cuchillo la ayuda a conseguir otro fin: cortada piel a piel, provoca lágrimas que nublan la vista.
Me encuentro sin rodeos y más exactamente me veo en los bancos, bajo los castaños que dan sombra al patio del asilo de Cáritas. Allí me siento con un viejo distinto cada vez, tratando de llevar su rostro al papel.
Dibujo a lápiz ojos turbios y empañados, y ojeras, orejas secas que se deshilachan en los bordes, la boca mordisqueante sin parar. Dibujo la frente, un campo lleno de surcos, ahora el cráneo reluciente o nublado apenas por el escaso cabello, la piel delgada y ligeramente latente sobre la sien, y el cuello, cuero arrugado.
Con lápiz de plomo blando y su suave brillo especial se pueden modelar caballetes de nariz y mandíbulas, el labio inferior colgante, la barbilla retraída. Travesaños y arrugas verticales dibujan la frente. Líneas que traza el plomo, se hinchan, desaparecen. Lo que, sombreado, se encuentra tras los cristales de las gafas. Dos cráteres: los agujeros de la nariz, que sueltan pelos grisáceos. Infinitos matices de gris entre el negro y el blanco: mi credo.
Desde la infancia he dibujado con lápices. Muros de ladrillo imaginados sombríos y costrosos vistos de cerca. Siempre la goma de borrar al lado, hasta que se gastaba, desmigajaba; por lo que más tarde, mucho más tarde, canté a ese medio de ayuda asignado al lápiz en un ciclo de poemas: «Mi goma de borrar y la luna decrecen ambas».
Ahora se sentaban para mí en los bancos del asilo de Cáritas ancianos en semiperfil, manteniendo, como si se les mandara, la dirección de sus ojos. Posaban una o dos horas. Muchos padecían ataques de asma. Su respiración sibilante. A veces mascullaban incoherencias, a través de las cuales vagaban por la Primera Guerra Mundial, Verdún, la inflación. Los recompensaba con cigarrillos, mi divisa: pagaba dos, tres pitillos, que se fumaban hasta la colilla inmediatamente después de la sesión, o tras un largo ataque de tos.
Como seguía siendo no fumador, podía pagar en todo momento, con lo que la prioridad de dibujar a partir de un modelo agotaba mis reservas de tabaco. Una vez posó para mí un anciano de flameante cabello y barba ondulados, gratis y, según dijo, «¡sólo por amor al arte!».
Sin embargo, al dibujante bajo los castaños le faltaba, por aplicado que fuera, la indicación correctora. Con gusto hubiera mostrado a aquella profesora auxiliar que, poco después de Stalingrado y con el comienzo de la guerra total, fue obligada a enseñar arte, algunos de aquellos dibujos a lápiz sobre papel de pasta de madera, de los que el practicante de picapedrero creía que algunos estaban logrados, otros no.
Cuando tenía unos catorce años, ella daba sus clases en el colegio Petri. Todos los sábados, se le confiaba un montón de groseros patanes, que pretendían aburrirse y de los cuales algunos, en el mejor de los casos, dibujaban sobre el papel coños peludos y monigotes de picha desmesurada.
Ella no hacía caso de la parte tediosa de la clase —brutos adolescentes jugaban en grupitos al skat o dormían durante las dos horas— y ocupaba al resto con tareas perspectivistas. Sólo se interesaba por dos o tres de sus alumnos que, en su opinión, mostraban un poquitín de talento.
Así llegué a disfrutar de sus esfuerzos. Más aún, me invitó a visitar su taller al aire libre de Zoppot. Casada con un jurista mucho mayor que ella, que en algún lugar, tras el frente del Este, prestaba servicios de retaguardia como oficial de intendencia, la joven vivía en una casita rodeada de maleza, a la que tuve acceso nosécuántasveces.
Con pantalones cortos o con el largo uniforme de invierno de las Juventudes Hitlerianas, iba con el tranvía a Glettkau, pasando por Oliva y, esperanzado, por las dunas de la playa o el borde de las olas a lo largo del mar, pero no buscaba ámbar en las algas marinas arrastradas a la playa, sino que, poco antes de los primeros chalés de Zoppot, torcía a la izquierda. Pasando por delante de arbustos, que comenzaban a echar botones o en los que, a partir de finales de verano, ardía el escaramujo. La puerta del jardín chirriaba.
En la veranda favorecida por la luz septentrional, veo esculturas masivamente rechonchas y cabezas de yeso o todavía húmedas en arcilla. Detrás, el caballete cubierto. La veo a ella con su vestido de delantal salpicado de yeso, con un cigarrillo entre los dedos.
Era de Königsberg, pero no había encontrado en la Academia de Bellas Artes de allí, sino en la Escuela Superior Técnica de Danzig, su maestro: el profesor Pfuhle, conocido pintor de caballos, con el que yo también seguí más tarde un curso para aficionados.
El cabello le caía, corto y liso, según una moda hacía tiempo pasada. Y sin duda el estudiante de secundaria que llevaba mi nombre estaba distantemente enamorado de Lilli Kröhnert. Sin embargo, ninguna mirada, ningún contacto buscado. Ella se me acercaba, desconcertándome de una forma muy distinta.
En una mesita de fumar —mi profesora echaba humo sin cesar—, tal vez de modo no deliberado o quizá intencionadamente, había puesto un montón de revistas de arte y catálogos manoseados, que tenían mi edad o eran más viejos que yo, unos en blanco y negro y otros con ilustraciones en color.
De manera que el alumno los hojeó y vio cuadros prohibidos de Dix y Klee, Hofer y Feininger, y también esculturas de Barlach —el novicio lector— y la gran figura arrodillada de Lehmbruck.
Vi más cosas aún. Pero ¿qué exactamente? Sólo que sentía calor es seguro. Tanto me fascinó y, al mismo tiempo, espantó lo que nunca había visto antes. Todo aquello estaba prohibido, era «arte degenerado».
Una y otra vez, el noticiario había mostrado al espectador lo que en el Tercer Reich había que considerar bello: los escultores Breker y Thorak competían entre sí en fuerza muscular, con figuras de héroe talladas en mármol, de tamaño superior al natural.
Lilli Kröhnert, la fumadora, cuyo estrabismo me irritaba, la joven mujer de peinado a lo garçon y marido distante, mi amada profesora, que me mostraba cosas prohibidas, siempre algún Lehmbruck, pero señalándome también escultores tolerados como Wimmer y Kolbe, corría el peligro de ser denunciada por su alumno, según ella no carente de talento. La delación era entonces corriente. Una indicación anónima bastaba. En aquellos años, alumnos de instituto fervorosamente creyentes habían enviado con harta frecuencia a sus profesores —como, un año más tarde, a mi profe de latín, monsignore Stachnik— a Stutthof, el campo de concentración.
Ella sobrevivió a la guerra. A principios de los sesenta, cuando con mis hijos mellizos de cinco años, Franz y Raoul, viajé por Schleswig-Holstein y, a la noche, leí en público fragmentos de mi novela Años de perro, en la librería Cordes de Kiel, me reuní con Lilli Kröhnert y su marido, también sobreviviente, al otro día, en Flensburg. Ella seguía fumando y sonrió cuando le di las gracias por su temeraria enseñanza artística.
Ay, si hubiera estado a mi lado, críticamente, cuando yo, el no fumador, dibujaba bajo los castaños a hombres viejos y tosedores, con lápiz blando, y los recompensaba con cigarrillos…
Después de haber saciado mi hambre primaria mediante sopas de Cáritas insípidas y, sin embargo, con regusto, y mi otra hambre, sin duda aumentada durante los viajes en tranvía los días laborables, pero calmada tras el bailongo de los fines de semana por bailarinas devotas, quedaba la tercera hambre, el ansia de Arte.
Me veo en localidades baratas en el teatro de Gründgen —¿estaba ya entonces o el año siguiente el Tasso de Goethe en el programa?— y simplemente ahogado por el raudal de imágenes de exposiciones cambiantes: Chagall, Kirchner, Schlemmer, Macke, ¿quién más?
En el asilo de Cáritas, el padre Stanislaus me alimentaba con Rilke, Trakl, una selección de poetas barrocos y los primerísimos expresionistas. Yo leía lo que ofrecían las existencias, protegidas por él más allá de la época nazi, de la biblioteca de los franciscanos.
Y, en compañía de una accesible hija de catedrático de instituto —huida con su padre de Bunzlau—, calmaba, mientras duraba el concierto de la sala Robert Schumann, mi ansia de todo lo que seducía la vista y el oído.
Sin embargo, mi entusiasmo lector y el pasivo consumo de productos artísticos más bien aumentaba mi hambre de arte y me incitaba a producir yo mismo.
De forma que me salían sin interrupción poemas a metros: mi metabolismo lírico. Después de terminar el trabajo, cincelé, en la barraca del tallista Göbel, mis primeras pequeñas esculturas en piedra caliza: torsos femeninos, expresiva una cabeza de chica. Y además, lo que podían ofrecer los asmáticos ancianos por un pago en cigarrillos llenaba mi bloc Pelikan: hoja tras hoja, rostros variados, con cicatrices, extinguidos, secos, rostros de piel y huesos. Mal afeitada o con barba, parpadeante o lagrimosa, la vejez me miraba. En cuanto rebobino el tiempo y vuelven a ser imaginables los bancos bajo los castaños a la luz clara de primavera, estival, otoñal, me veo dibujando rostros semidespiertos que, en mis hojas, anticipan la muerte.
Como la producción del no fumador se ha perdido, es incierto si, al mismo tiempo, veía a mis compañeros de habitación como modelos. Es posible que el padre Fulgentius, prior del asilo de Cáritas, con expresión malhumorada y algunas marcas de viruela, y además el padre Stanislaus, aficionado a Rilke, una sensible mosquita muerta, a quien gustaba citar versos de El ruiseñor de Trutz del monje barroco Spee von Langenfeld, fueran llevados al papel. Me gustaría que hubiera una hoja en la que pudiera reconocerse como ángel a nuestro hermano que vigilaba apresuradamente y cuya mirada aguardaba siempre un milagro de la Virgen María. Sin embargo, en esa multitud desaparecida, sólo son seguros los retratos de ancianos.
Después de un año con Julius Göbel, el viejo oficial Korneff, el escultor Singer y su máquina de sacar puntos, de tres patas, después de, una semana tras otra, dos veces sopa de verdura, y después de haber llevado suficiente tiempo a la cabra lechera Genoveva, el practicante creyó que debía cambiar de empresa de aprendizaje.
Bastaba de animal balador, bastaba de cuerpos punteados del atlético Cristo en la cruz y bastaba de mármoles, Vírgenes de pie sobre la media luna a contrapposto, de granito lustrado (en contra de lo legalmente dispuesto), y de las rosas quebradas que, como relieve de medallón, yo cincelaba en las lápidas de niño. Nunca más quería ver a las gallinas Leghorn picoteando entre piedras sepulcrales. Me atrajo la empresa de la casa Moog, situada al final del Bittweg. Allí se trabajaba sobre todo con arenisca, toba volcánica y basalto, recién extraídos de las quebradas del Eifel. Allí casi nadie solicitaba pesadas moles sepulcrales con inscripciones. Allí no colgaba de mí ninguna cabra.
No me resultó fácil despedirme de Korneff y su encanto de viejo oficial. En la primavera, en cementerios llenos de pájaros, habíamos sujetado con espigas las lápidas y sus pedestales, para una a tres personas, sobre sus zócalos. Contemplamos el traslado de cadáveres, que querían ir a otras tumbas. Al lado de Korneff se podía soportar el negocio con la muerte. Con él se podía despotricar a gusto.
Sin embargo, como Korneff, en época posterior, encontró oportunidad de colocar mármol y diabas con su ayudante Oskar Matzerath, hasta bien entrado el capítulo «Fortuna Nord», ser testigo de traslados de cadáveres deseados y con Oskar —como me había aconsejado a mí también— dejar al mediodía su tartera llena de guisote en el crematorio del cementerio, para que se la calentaran, el tema del arte sepulcral y la reglamentación de los cementerios se ha agotado; suplementariamente puede decirse, en el mejor de los casos, algo sobre poesía y verdad: quién puso en la boca a quién y qué, quién miente con más precisión, Oskar o yo, a quién en definitiva debe creerse, lo que aquí y también allá falta, y quién llevó a quién la pluma.
No obstante, como ese señor Matzerath nunca trabajó para la empresa Moog, confío estar a salvo de las persecuciones del parto tardío de mis años mozos durante algún tiempo.
Por atractivo que pueda ser barrer las cáscaras de huevo de los propios hijos incubados, por lo general sólo se encuentran en el recogedor restos de origen dudoso: la cerrilidad que no perdona detalle, ocurrencias antes tachadas que esperan ser revividas, por ejemplo el rumor de que la cabra Genoveva, apenas había dejado yo la empresa Göbel con la bendición del maestro Singer, durante la búsqueda de forraje al mediodía, se había soltado con su cuerda de uno de los aprendices, se había dado a la fuga y había exhalado su último balido bajo el tranvía que se dirigía a Bilk.
Al parecer, la mujer de Göbel, la matrona de ojos de vaca, sospechó que sólo por mi partida, de pena, Genoveva se había tirado a la vía, precipitándose bajo las ruedas.
Durante los primeros meses en la casa Moog, me dediqué, con aprendices y oficiales, a una tarea cuyos resultados esculpidos en piedra no servían al aura de los cementerios. Más bien, había que eliminar los daños feos y persistentes de la guerra dentro de los parques municipales y, por consiguiente, en el Hofgarten.
Allí, donde figuras de arenisca habían sido decapitadas por la metralla o convertidas en inválidos mancos, aquí había que renovar la cabeza ausente de la diosa Diana, allá una cabeza de Medusa que faltaba, según modelos fotográficos o de yeso. Miembros perdidos y cabecitas de ángel partidos en dos necesitaban ser completados. También se encomendaban a la casa Moog angelotes de cuerpo entero con graciosas manitas regordetas, protuberancias carnosas, hoyuelos por todas partes y rizos exuberantes. Previsoramente, el jefe de la empresa conseguía ser complaciente con las autoridades municipales.
Con ayuda de los aprendices, que procedían todos de familias de tallistas establecidas, aprendí que los golpes equivocados en la piedra son permanentemente imposibles de corregir si no pueden ocultarse con alguna trampa hábil. De esa forma, reparando los daños de la guerra, es decir, con parches, pasábamos nuestros días. La receta para la pasta de piedra, que no debía ser demasiado grasienta ni demasiado delgada, se la debía al maestro Singer, que me la confió como despedida, en calidad de secreto profesional para guardar.
Sin embargo, en lo que se refiere al arte, verdadero objeto de mi hambre permanente, sólo se me ofreció un criterio cuando anónimos clientes encargaron varias copias de un torso de noventa centímetros. En cualquier caso, el jefe de la empresa se dio aires misteriosos cuando destapó el modelo cuidadosamente envuelto en mantas de lana.
El yeso permitía reconocer como autor claramente al escultor Wilhelm Lehmbruck, en otro tiempo famoso, incluso destacado, pero que, durante el dominio nazi, fue proscrito con sus esculturas de todos los museos; ya de alumno, yo lo había encontrado, aunque sólo fugazmente, en las revistas de arte prohibidas de mi profesora Lilli Kröhnert. Ella lo llamaba «uno de los realmente grandes».
En la Moog, no obstante, no se mencionó el nombre de Lehmbruck. Todo lo más se murmuró sobre el origen del modelo de yeso. Uno de los oficiales bromeó: «De uno salen tres».
Ése fue el número de piedras areniscas que se trabajaron. Al parecer, el encargo era de un marchante que se dedicaba a comerciar con copias, las cuales hacía pasar por originales, ofreciéndolas en el mercado negro. En aquellos años de la posguerra había muchos compradores ignorantes, nuevos ricos autóctonos y recién llegados de los Estados Unidos: comenzó la época de las falsificaciones.
En cualquier caso, las tres copias hechas en arenisca clara se vendieron antes de que estuvieran listas para ser recogidas en nuestros caballetes de madera.
Desde el centro del muslo hasta el vértice de la cabeza ligeramente vuelta, medí el torso sin brazos. La inclinación de la pelvis indicaba una pierna libre y otra de apoyo. Un Lehmbruck del período medio, hecho poco antes de comenzar la Primera Guerra Mundial, probablemente en París.
Como siempre, trasladamos la multitud de puntitos marcados con lápiz de la superficie del modelo de yeso a la piedra. Para ello ayudó de la forma tradicional la máquina de sacar puntos de tres patas, con su aguja de tope movible.
El viejo maestro Moog vigilaba personalmente nuestro trabajo. Sin duda, los aprendices de familias de tallistas con tradición conocían muchos trucos, pero, en cuanto aparecía el peso pesado Moog, de nada servían las tretas. Se levantaba con dos dedos el párpado caído, comprobaba cada detalle, dejaba caer de nuevo uno u otro párpado, parecía un buda. Nunca tenía que recurrir a la máquina y, con su punta fijada en el brazo de metal giratorio, no se le escapaba ningún punto defectuoso.
Para mi vergüenza he de confesar que, en las superficies tranquilas pero sin embargo movidas de la espalda del torso, trabajé de una forma chapucera especialmente reconocible. Hubo que repasarlo. Lo que quiere decir: hubo que nivelar la capa de piedra que faltaba entre los dos omóplatos, pero lo que se había quitado a toda la superficie siguió faltando.
Quién sabe a quién complace hoy una de las copias, mi Lehmbruck: si a los clientes del anónimo comprador de entonces o —después de una reventa— a un propietario posterior del fingido original; sin embargo, sigo con el deseo de tener oportunidad de pedir a Wilhelm Lehmbruck, que puso fin a su vida poco después de terminar la Primera Guerra Mundial, su indulgencia y perdón.
Ay, si pudiera ensayar mi método, que a veces tiene éxito, de la invitación conjunta y reunir en torno a una mesa imaginada a él, a quien Lilli Kröhnert me había elogiado como de grandeza incomparable, con los pintores Macke y Morgner, que cayeron jóvenes cerca de Perthes-les-Hurlus y Langemarck.
En mi papel, los cuatro conversaríamos sobre lo actual de entonces —el entusiasmo con que uno fue a la guerra—, pero luego sólo sobre arte. Lo que ha sido de él desde entonces. Cómo el arte sobrevivió a todas las prohibiciones pero pronto, apenas liberado de coacciones exteriores, se redujo a doctrina y se disipó en lo abstracto.
Podremos reírnos de los cachivaches de las instalaciones y de las tonterías de moda, de la locura inquieta del vídeo y de los saltitos de evento en evento, de la santificada chatarra y del abarrotado vacío del ajetreo artístico siempre actual sólo.
Y entonces, como anfitrión y cocinero, tendría que alegrar a mis invitados con permiso de la muerte. Primero vendría a la mesa un caldo de pescado, cocido con cabezas de bacalao y sazonado con eneldo fresco. Luego podría servir una pierna de cordero mechada de ajo y salvia, con lentejas, sacadas de un caldo condimentado con mejorana. Habría queso de cabra y nueces para terminar. Con aquavit —los vasos llenos hasta el borde— se podría brindar y despotricar contra todo lo divino y lo humano.
De Lehmbruck, el taciturno westfalio, sólo vendrían frases cortas. De August Macke, al que le gustaba hablar, se podría escuchar lo que, durante su breve viaje a Túnez —juntamente con Paul Klee y Louis Moilliet—, habían vivido como acontecimientos luminosos y otras aventuras, entonces, en abril del catorce, pocos meses antes de comenzar la guerra. Y Wilhelm Morgner daría a conocer los cuadros que habría pintado —¿posiblemente abstractos?—, si en Flandes una bala no le hubiera…
Sin embargo, ni palabra sobre el desgraciado amor de Lehmbruck que, al parecer, fracasó con una belleza del teatro y mujer-niña, la actriz Elisabeth Bergner. Se decía que se había suicidado por ella, lo que dudo. Era la guerra, que en su cabeza, en muchas cabezas, no quería acabar…
Y después de la mesa seguramente habría alguna oportunidad para dar las gracias a Lehmbruck. Él, el maestro no solicitado de mi tiempo de aprendizaje, me dio el criterio para aprender del fracaso…
¿Y luego? Luego vino la reforma monetaria. Su fecha separaba en antes y después. Fijó un fin y prometió un principio a todos. Devaluó y se jactó del nuevo valor. De muchos hambrientos filtró pronto algunos nuevos ricos. Hizo perder terreno al mercado negro. Prometió el mercado libre y ayudó tanto a la riqueza como a la pobreza a establecerse permanentemente. Santificó el dinero y nos convirtió a todos en consumidores. Y en conjunto reanimó los negocios, y por ello también la cartera de pedidos de las empresas de tallistas del Bittweg, donde hasta entonces el trueque y el comercio de productos naturales habían determinado los precios.
Poco antes de la fecha que lo cambió todo, se adjudicó a la empresa Moog la reparación de la fachada del edificio de un banco, que seguían afeando los daños de la guerra. Evidentemente, los banqueros se avergonzaban de su fachada. Había que recibir el acontecimiento que se adivinaba con un exterior mejorado, en el plazo establecido y de acuerdo con un presupuesto.
Así pues, los daños causados en los bloques de caliza conchífera por la metralla debían eliminarse con cincel y rellenarse con trozos rectangulares; sujetos con espigas y ajustados, encajaban muy bien. ¿Cómo se llamaba el cliente? Supongamos que era el Dresdner Bank, hacía poco rebautizado como Rhein-Ruhr-Bank.
De esa época sólo ha quedado una foto. Representa a un joven, subido a una estructura de tubo de acero, que mira al mundo como si lo abarcara con la vista. Para identificarse profesionalmente, el zurdo sostiene como es debido el mazo de madera de los tallistas y en la otra mano el puntero.
Algún compañero de trabajo habrá hecho la instantánea. Al fondo de la imagen, una depresión vaciada a cincel revela lo poderosamente que la fachada de piedra natural reviste la parte delantera del Dresdner Bank. Quemado por completo en su interior, sobrevivió con sus muchos pisos a la granizada de bombas y está ahora ansioso de capital fresco y de renovadas ganancias.
El joven tallista está solo, porque la junta directiva del bastión monetario, que había servido a todos los sistemas, también al de la delincuencia organizada, no quería aparecer en la fotografía y se contentó con hacer eliminar todos los daños visibles de la fachada del banco. Al fin y al cabo, se quería recuperar el prestigio, al menos exteriormente.
El joven demacrado vestido de gorra de visera y dril, que, seguro de sí mismo, está de pie en el armazón de tubo de acero y mira al mundo, soy yo, poco antes de la reforma monetaria. Un autorretrato en una pose activa.
Es cierto que las plantas superiores del banco, ante las que estoy yo, muy alto en el armazón, no estaban todavía listas para ser ocupadas, porque tenían huellas de incendio, pero la sala de ventanillas de la planta baja debía abrirse próximamente al público.
En el piso de arriba nos sentábamos los tallistas durante la pausa del mediodía, y vaciábamos a cucharadas nuestras tarteras. Como el techo entre la planta baja y el primer piso sólo había sido cubierto provisionalmente con tablas, se podía, por grietas del ancho de un dedo, mirar a la sala de ventanillas.
Por eso vi, pocos días antes del día D, la nueva divisa en billetes y monedas sobre largas mesas, clasificada, contada, atada y empaquetada en rollos por empleados de banca, a fin de que estuviera lista a tiempo para el comienzo de la milagrosa distribución de dinero.
Hubiéramos querido agarrar con un brazo alargado por el deseo, echar el anzuelo. Con algunos compañeros, hubiéramos podido convertirnos, si no en delincuentes, al menos, con un plan bien pensado, en bienhechores y protectores robin hood de los pobres, tanto nos tentaban de cerca los novísimos artículos de fe.
Hasta entonces, mi sueldo por horas en las obras era de noventa y cinco centavos del Reich. Incluidas las horas extra, llegué a un sueldo semanal de unos cincuenta marcos. Pronto carecerían de valor.
¿Hubiera podido sospechar que abajo, en la sala de ventanillas del Dresdner Bank, como igualmente en mil y más de mil lugares de distribución, pronto se pagaría un futuro que en adelante tendría su precio?
Súbitamente se podía tener de todo, casi de todo. Escaparates todavía ayer pobremente abastecidos se vanagloriaban con géneros antes acaparados. Quien tenía algo en reserva, pronto consiguió dinero nuevo. Por lo que parecía, la escasez había sido sólo fingida, un engañoso vestigio del pasado. Y como todo lo pasado se había devaluado, es decir, era algo de lo que no valía la pena hablar, todo el mundo, aunque no sin esfuerzo, miraba valientemente hacia delante.
No sé lo que me compré con los cuarenta marcos alemanes de dinero en mano que, en nombre de la parpadeante justicia, me correspondieron. ¿Tal vez auténticos lápices Faber Castell y una goma de borrar nueva? ¿O fue una caja de acuarelas de Schmincke con veinticuatro pastillas?
Probablemente, la mayor parte se invirtió en los billetes de un viaje a Hamburgo, al que había invitado a la madre. Ella quería visitar a su hermana Betty y a la tía Martha, la mujer del hermano mayor de mi padre —tío Alfred—, que, como funcionario de policía, había vivido con prima y primo, en la urbanización de viviendas adosadas del Hohenfriedberger Weg, y ahora vivía en algún lado en el norte, en Stade.
Las ruinas de Hamburgo parecían, en general, como las ruinas de Colonia. Sólo a la segunda ojeada llamaban la atención chimeneas que habían permanecido en pie y descollaban, mientras que, con sus muchos pisos, las casas de viviendas de alquiler se derrumbaban.
Sorprendentemente, había un teatro que funcionaba. Y como a mi madre siempre la había atraído el teatro, tanto si era ópera, como opereta o drama —con ella vi de niño en el Stadttheater de Danzig el cuento de hadas La reina de las nieves—, fuimos por la noche a ver una obra de Strindberg, El padre, con Hermann Speelmans como protagonista. Mi madre lloró al caer el telón. No me acuerdo de los parientes a los que visitamos, pero el viaje de ida y vuelta en tren lo recuerdo perfectamente.
En el viaje de ida, después de haber dejado atrás la Cuenca del Ruhr destruida por las bombas, veo pasar rápidamente, a derecha e izquierda, la llanura westfalia, que finge que no hubiera ocurrido nada revolucionario. Y veo a la madre, que sentada frente a mí guarda silencio.
No le gustan mis preguntas, y trata de imponerme el paisaje como puro «deleite para los ojos»:
—Mira esos prados verdes, con todas esas vacas…
Yo pregunto sin embargo:
—¿Cómo fue cuando llegaron los rusos? ¿Qué ocurrió realmente? ¿Por qué Daddau cuenta sólo cosas divertidas? ¿Y papá sólo divaga? ¿Os hicieron los rusos…? ¿Y cuando luego llegaron los polacos…?
Ella no encuentra palabras. Como mucho puedo oír:
—Eso es cosa pasada. Sobre todo para tu hermana. No preguntes tanto. Eso no arregla nada. Al final tuvimos un poco de suerte… Todavía estamos vivos… Lo pasado, pasado.
Y luego, en el viaje de vuelta, la madre me pidió que no hablara tan severa y ásperamente con el padre. Él, decía, había trabajado muchísimo y lo había perdido todo, el negocio con el que se había encariñado igual que ella. No obstante, me dijo, él no se quejaba y sólo se preocupaba por su señor hijo. Era muy bonito cuando iba a visitarlos, por desgracia sólo rara vez… «Y, por favor, la próxima vez sin disputas.» Había que dejar en paz el pasado.
—Sé un poco amable con él, chico. O podemos jugar tranquilamente al skat. Se alegra siempre tanto cuando vienes…
Durante los pocos años que le quedaron aún, mi madre no empezó siquiera una frase, ni dejó caer una palabra, de la que pudiera deducirse qué ocurrió en la tienda vaciada, abajo en el sótano o en algún otro lugar del piso, dónde y cuántas veces fue violada por los soldados rusos. Y el hecho de que, para proteger a la hija, se hubiera ofrecido para sustituirla, sólo pude saberlo después de su muerte, en alusiones, por la hermana. Faltaban palabras.
Tampoco a mí me venía a los labios lo que, acumulado atrás, estaba al acecho. Mis preguntas no formuladas… La fe empedernida… Los fuegos de campamento de las Juventudes Hitlerianas… Mi deseo de morir como el teniente de navío Prien de submarinos… Y además voluntariamente… El hombre del Servicio de Trabajo al que llamábamos «Nosotrosnohacemoseso»… Cómo el Führer sobrevivió luego gracias a la Providencia… El juramento a la bandera de la Waffen-SS con un frío cortante: «Aunque todos se vuelvan infieles, nosotros seguiremos fieles…». Y cuando los órganos de Stalin cayeron sobre nosotros: los muchos muertos, jóvenes la mayoría o inmaduros como yo… Cuando luego canté en el bosque «Hans pequeñito», hasta tener respuesta… El cabo salvador, al que las dos piernas, mientras que a mí, precisamente a tiempo, la granada del tanque ruso… Sin embargo, creí hasta el fin en la victoria final… Hasta en los sueños febriles del enfermo leve toqueteaba a una chica de trenza negra… El hambre corroedora… El juego con los dados… Y cuando luego, imposible de creer en las fotos: Bergen-Belsen, los cadáveres amontonados… mirar, vamos, mirar, no apartar la cabeza, sólo porque, dicho en pocas palabras, es indescriptible…
No, no volvía la cabeza atrás, o sólo lo hacía rápidamente y asustado sobre el hombro. Desde que me pagaban el mismo salario por hora, por el trabajo de talla en la construcción, en la nueva divisa, y poco después siete centavos más, vivía sólo en el presente, miraba, como creía yo, hacia delante. Trabajo no faltaba.
Inmediatamente después del desmoronamiento del marco del Reich, la empresa Moog se alegró de recibir nuevos encargos fuera del ámbito de los cementerios. Por todas partes había que reparar fachadas dañadas por la guerra. De todas formas, las fachadas estaban de moda. Tras andamios de construcción levantados con rapidez, se eliminaban huellas por un salario a destajo. Surgieron los primeros engendros del luego habitual arte de las fachadas. Especialmente buscado era el travertino, el mármol preferido del Führer.
Además, después de la jornada de trabajo, colocábamos grandes placas de mármol de Lahn con manchas de colores en una carnicería recién abierta, cuyas paredes y mostradores debían recubrirse, brillantes y con mucho colorido. Y en las villas compradas por los nuevos ricos levantábamos paredes de toba volcánica.
Sólo para el arte no tenía tiempo. Todas las figuras de inválidos de guerra de arenisca habían vuelto a ser cabezas, rótulas y fluidos pliegues. El torso de Lehmbruck, que traicionaba mi defectuosa letra, había encontrado un comprador, como original. Y tampoco los ancianos de Cáritas querían seguir haciendo de modelos bajo los castaños, porque ahora se podía conseguir cigarrillos sin cupones de fumador.
Por mucho que tintineara con el nuevo dinero y sorprendiera a los padres con regalos, no podía superar mi tercera hambre, ni siquiera con pagos extra, ganados con horas extraordinarias. Sólo se seguían solicitando fachadas. Entonces tuve noticias por fin de la Academia de Bellas Artes.
Con una carpeta llena de dibujos a lápiz —la galería de ancianos que, entre ataques de tos, habían sido complacientes—, así como tres pequeñas esculturas —los torsos de mujer libremente inspirados en Lehmbruck, la cabeza expresiva—, me había presentado dentro de plazo, acompañando a mi solicitud un certificado favorable de prácticas, firmado por el maestro Moog.
Además, el padre Fulgentius, según aseguraba a su invitado favorito, había intercedido por mi solicitud mediante diarias plegarias matutinas, concretamente a San Antonio, que estaba en la capilla de Cáritas, yeso pintado, de tamaño natural, y competente en toda clase de asuntos.
Cuando le informé de lo apretada que había sido la decisión, porque entre veintisiete solicitantes sólo se había admitido a dos, y de que los retratos habían dado a conocer a la comisión de examen un talento capaz de desarrollo, pero, sin embargo, mis prácticas de picapedrero y escultor habían sido de peso decisivo para la aceptación de la solicitud, aunque, por desgracia, el profesor Mataré no quería aceptar más alumnos, y por ello mis estudios iniciales de escultura en el semestre de invierno debían empezar con cierto profesor Mages, para mí desconocido, el prior del asilo de Cáritas del Rather Broich me ofreció otra posibilidad de servir al Arte.
Con él había habido con frecuencia conversaciones, en cuyo transcurso se me debía explicar o, por medio de aseveraciones, hacer plausible el milagro de la Gracia, el profundo sentido de la Trinidad y otros misterios, pero también la complacencia divina en la pobreza franciscana.
Esa charla con un incrédulo —a veces se servía y me servía un vasito de licor— me recordaba las conversaciones sostenidas durante el cautiverio de la guerra mientras jugaba a los dados con mi compañero Joseph, que había tratado también de encontrar, como un sabueso olisqueante, mi perdida fe de niño en el Corazón de Jesús y la Santísima Madre de Dios, para lo que disponía ya entonces de una docena de sutilezas teológicas, como aprendidas de memoria.
Y, lo mismo que Joseph en el gran campamento cerca de Bad Aibling, así me hablaba ahora el padre Fulgentius, aunque no tan sabihondo como mi compañero bávaro, sino más bien astuto y taimado. En el voladizo del edificio principal, que él llamaba la oficina, trazaba para su huésped una visión del futuro cuyas dimensiones medievales tenían un extraño atractivo tentador y me recordaban mis fantasías de colegial.
Hacía poco, me dijo, en el convento central de la orden franciscana había muerto, de avanzada edad, el padre Lukas, hermano escultor. Ahora se ofrecía, con luz cenital, caballetes de modelar y un arcón de arcilla, su taller, que, techado, llegaba al aire libre, hasta el jardín del convento. Igualmente había allí abundantes herramientas, y un importante depósito de piedras aguardaba la mano que les diera forma. Incluso, gracias a piadosos donativos, había mármol de las canteras de Carrara, que en su tiempo prefirió el gran Miguel Ángel. Por ello había que tomar una decisión con alegría. La fe ausente aumentaría y se afirmaría sin duda trabajando en las Vírgenes, en cuanto, después de la Santísima Virgen, se le encargara un San Francisco y luego un San Sebastián. Cuando había una entrega piadosa y una asiduidad incesante, la iluminación, normalmente, no dejaba de producirse. El resto —lo sabía por experiencia— dependía de la Gracia.
Se sonrió de mis dudas ante ese esbozo del futuro y los piadosos deseos que conllevaba. Sólo cuando aludí a mi hambre secundaria, y la llamé incurablemente crónica, más aún, cuando le pinté con placer infernal mi dependencia de chicas jóvenes, mujeres maduras, de la Hembra en sí, superando en lascivia las tentaciones de San Antonio —cometidas con animales y seres fabulosos del taller flamenco de El Bosco—, el padre Fulgencio renunció a sus esfuerzos de seducción. «Ah, sí, la carne», dijo, escondiendo las manos en las mangas del hábito; eso hacen con frecuencia los monjes en cuanto el diablo los inquieta.
Decenios más tarde sin embargo, cuando, en plena producción, el éxito se convirtió en costumbre, la fama en aburrida y la envidia habitual en algo tan repugnante como ridículo; cuando transitoriamente había agotado la lucha en el campo político con adversarios en emboscadas de derecha e izquierda; cuando, como artista de dos profesiones, marido, padre, propietario de una casa y contribuyente, y además como laureado y sustentador de una familia que proliferaba, creía estar tan firmemente establecido en la vida, que, soñando o despierto, especulaba con toda clase de excusas, me pregunté cómo habrían transcurrido mis años si, ya en el gran campo de Bad Aibling, jugando a los dados, hubiera escuchado a mi compañero Joseph, que entretanto era obispo, me hubiera tragado obedientemente sus pastillas antidudas, hubiera renovado mi fe de niño y luego —con o sin formación académica como escultor— hubiera prestado oído al consejo o propuesta del prior, y primero a prueba, pronto como novicio, y finalmente haciendo mis votos, me hubiera refugiado en el taller del convento elogiado por el padre Fulgentius…
Yo monje. ¿Qué nombre de monje me habrían dado? ¿Qué esculturas habría hecho, aparte de los deseados santos? ¿Habría, como el Maestro de Naumburgo, colocado y acoplado sobre zócalos figuras de donantes de la economía y la política: aquí el canciller Adenauer, mano a mano con la genial especialista en demoscopia Noelle-Neumann, allí el gordo Ludwig Erhard, emparejado con la Hildegard Knef de largas piernas? Mejor relieves para puertas de catedrales: la caída al Infierno. O Adán y Eva, cuando, bajo el árbol de la ciencia, se afanan y sacan gusto una y otra vez al pecado original.
Sin duda me habría saciado en primer lugar, y en tercero me habría convertido en un artista bastante piadoso, pero el hambre segunda y siempre obsesionada por otra carne me habría seducido una y otra vez, al ofrecerse o buscar yo la oportunidad, haciéndome irremediablemente mundano.