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DE todas las personas que no vivían en el pueblito, Patricia fue la primera en llegar. Estaba hermosa como siempre, pero el traje blanco, con una blusa del mismo color que sus ojos, le daba también un aspecto muy profesional. Más que una arquitecta, en ese momento parecía una feroz abogada defensora de los derechos humanos. Pobre de quien se interpusiera en su camino, pensó Félix, sonriendo al ir a su encuentro. Se saludaron con un beso bastante apasionado.

—Te ves fantástica —dijo él.

—Gracias. Y tú... bueno, eres un nerd adorable, con esas gafas.

—Qué graciosa. Pero lo tomaré como un cumplido, porque de hecho estoy orgulloso de ser un nerd. En fin, nos tocó un lindo día, ¿verdad?

—Es perfecto.

En verdad lo era. Otro sábado de verano, pero había algunas nubes blancas y todavía soplaba una brisa fresca. No haría tanto calor como para ahuyentar a quienes debían presentarse a la convocatoria.

—¿Y Galadriel? —preguntó la joven.

—Espero que pescando en alta mar. No sería muy apropiado que volara sobre nosotros y... ya sabes. Arruinaría ese traje tuyo tan blanco.

—Sí, eso me molestaría. Sin embargo, tu gaviota podría ser la mascota de nuestro... ¿cómo deberíamos llamarlo? ¿Emprendimiento? ¿Movimiento?

—¿Labor de rescate de los indefensos y oprimidos?

—Eso ya suena muy pomposo.

Félix se encogió de hombros. Mientras tanto, dos camionetas se estacionaron al borde de la plaza, y los primeros grupos de personas comenzaron a acercarse llevando sus pancartas. Félix y Patricia se dieron la mano. Aquello pintaba muy bien.

Una hora más tarde había doscientas personas y siete camionetas en el lugar, pero faltaban unos minutos para las nueve y aún no había llegado el hombre clave de todo aquel asunto. Patricia ya se veía algo nerviosa. Félix acarició sus dedos.

—Tranquila. Dijo que vendría, ¿o no? Y he de asumir que él nunca falta a una reunión de negocios.

—Sí, es verdad.

—Démosle entonces el beneficio de la duda.

No vieron el auto debido a la multitud y las camionetas. Ricardo Moller simplemente apareció de repente, con el ceño fruncido y observando el gentío con actitud suspicaz. Encaró a su hija en forma bastante severa.

—¿De qué se trata esto, Patricia? ¿Es una especie de venganza por tu despido? Estoy dispuesto a recontratarte, siempre y cuando te dejes de tonterías.

—Hola, papá. A mí también me alegra verte. —El hombre bufó como diciendo «ve al grano»—. No te llamé para hacerte perder el tiempo con tonterías, sino para darte la oportunidad de elegir. Cuando den las nueve vamos a hacer rodar una bola de nieve. ¿O debería decir una bola de arena? Oh, da igual. La cuestión es: ¿quieres ayudar a empujar esa bola, o prefieres quedarte frente a ella?

—Está bien, te escucho. Pero más vale que sea bueno.

—Toma.

Patricia le entregó a su padre un montón bastante grueso de papeles, que incluían muchos cálculos y unos cuantos dibujos.

—Los planos están hechos con algo de prisa —aclaró ella—, pero sí puedo dar fe de que las cifras son correctas.

—Ajá. —Ricardo dejó de mirar los papeles—. No me interesa.

Félix se sobresaltó ante aquella negativa tan contundente, pero a Patricia no se le movió ni un pelo.

—¿Estás seguro?

—Hija, ¿crees que voy a invertir mi tiempo y dinero en un proyecto tan poco ambicioso como éste?

—Sí, es poco ambicioso, pero redituable. Y sustentable. En serio, ¿podrías, aunque sea por una vez, dejar de pensar en ganancias millonarias y concentrarte en otras cosas?

—Ay, Dios. Ya te has puesto romántica como tu madre. Lo siento, pero no voy a lidiar de nuevo con eso. Me voy. Y mucha suerte con... lo que sea que hayas planeado para toda esta gente.

Ricardo dio media vuelta. Félix pensó que era una causa perdida, o que Patricia correría tras él para insistir en que cambiara de opinión, pero ella no hizo nada de eso. En cambio, dijo:

—Me das lástima.

Era obvio que el hombre no había esperado algo así, porque frenó en seco y giró de nuevo para enfrentar a su hija con una tremenda expresión de incredulidad.

—¿Qué fue lo que dijiste?

—Que me das lástima, papá. Y lo peor es que hasta hace unos pocos días yo habría estado de acuerdo contigo. ¿Qué vas a ganar yéndote? Tal vez más dinero. ¿Qué vas a perder? La oportunidad de hacer algo realmente bueno. Y creo que me vas a perder a mí. En todo caso, no vas a quedar muy bien parado ni muy feliz conmigo cuando diga lo que pienso decir frente a todos esos periodistas que están allá.

—¿Vas a hacerme las mismas acusaciones que el ecologista ese? —Ricardo señaló a Félix—. Sabes que ofrecí un buen trato a esas personas. Mejor que el que van a recibir de los bancos cuando empiecen las liquidaciones.

—Sí, lo sé, pero no les ofreciste lo que necesitan. Ni tampoco a mamá, por eso es que se fue. Y todo porque siempre piensas en términos de más millones o menos millones.

—Nunca te quejaste de eso.

—No. Hasta que yo también estuve a punto de perder algo por pensar como tú.

Ricardo tomó aire y lo dejó escapar con otro bufido. Miró su reloj.

—De acuerdo, te daré otros cinco minutos para convencerme.

—Bien. Antes que nada, debes saber que un anciano se suicidó porque iban a desalojarlo. Era una persona muy querida. Todos se quieren mucho por aquí. De nuevo, ¿ves a esos periodistas? Vamos a reafirmar la mala opinión que tiene todo el mundo de los bancos, del gobierno y del capitalismo en general. Lo sé, es un golpe bajo. También tenemos a unos activistas de Greenpeace dispuestos a apoyarnos en nuestra campaña, porque la ecología es más importante que el dinero y encima está de moda. Otro golpe bajo. Oh, sé que tienes argumentos para debilitar estas defensas, pero ¿de verdad quieres hacerlo... o preferirías ser el héroe del día? Aquí es donde puedes elegir, papá: si seleccionas mi proyecto en lugar del tuyo, no sólo no perderás dinero sino que también dejarás de ser un blanco en mi campaña de desprestigio. Más bien saldrás de esto como un rey, ¿y no dijiste hace una semana que te gustaría incursionar en la política? Éste podría ser tu primer paso para ganarte la simpatía del público. A nadie le gustan los empresarios codiciosos, papá. Y tú no necesitas más autos ni mansiones.

El señor Moller consideró en silencio las palabras de su hija. No había manera de saber qué pensaba, pero seguro que lo estaba haciendo a toda velocidad. Mientras tanto, Félix habría querido besar a Patricia. Su discurso había acrecentado aún más la admiración que sentía por ella.

—A ver, dame de nuevo esos papeles —contestó al fin el empresario. Patricia se los devolvió sin sonreír, pero Félix ya la conocía lo suficiente para saber que estaba celebrando por dentro.

—Ya casi son las nueve, papá. Tengo que pararme frente a ese micrófono. ¿Estás conmigo o no?

Hubo un minuto entero de silencio. Sin que su padre lo notara, Patricia alargó una mano hacia atrás buscando la de Félix, quien de inmediato correspondió al gesto a fin de brindarle apoyo. Entonces el señor Moller dijo:

—Bien. De acuerdo, estaré contigo. Pero sólo por esta vez, y si el proyecto se va a pique tendrás que buscar la manera de pagarme hasta el último dólar, ¿entendido?

—Claro. No hay problema —dijo Patricia, sonriendo al tiempo que apretaba la mano de Félix en señal de triunfo—. Y ahora, si me disculpan, tengo que comunicar las buenas nuevas a los demás. ¡Espero verme linda en los noticieros!

Patricia besó a su padre en la mejilla y se fue a hablar por el micrófono. Sonó simpática, segura de sí misma, y sus palabras arrancaron aplausos a la multitud en más de una ocasión. Los periodistas hicieron preguntas, que ella contestó con la fluidez de una especialista en relaciones públicas.

Ricardo Moller permaneció junto a Félix. Al principio escuchó a su hija, y aunque parecía algo enfurruñado, igualmente se veía en sus ojos una pizca de orgullo. Luego giró la cabeza, miró a Félix de arriba abajo y le preguntó:

—¿Mi hija y tú están saliendo juntos?

—Eh... sí, señor.

—¿Entonces fuiste tú quien le lavó el cerebro?

—No, señor. Simplemente... uh... expuse mi punto de vista desde una perspectiva ecológica y sociológica.

—Ajá. Apelaste a su lado sentimental. Dime que no te dedicas a pintar en tus ratos libres.

—No. Siempre he sido muy malo para el dibujo.

—¡Ah, menos mal!

—Pero sí estoy escribiendo una novela junto con su hija. De fantasía y ciencia ficción.

—Ay, Dios...

El señor Moller hizo rodar los ojos y se apartó un paso de Félix, como si éste tuviera alguna enfermedad contagiosa. No ayudó mucho que Galadriel escogiera ese preciso instante para pararse en el hombro del biólogo, haciendo unos ruiditos graciosos.

Si llegaba a casarse con Patricia, la relación entre yerno y suegro no sería nada fácil, pensó Félix. Pero estaba contento, de modo que acarició el pecho de la gaviota con un dedo y le dio un trozo de pan que guardaba en su bolsillo.

Patricia terminó la conferencia y fue despedida por el gentío con otra ronda de aplausos. Caminó hacia Félix, lo besó en la boca y dijo:

—Te toca escribir en nuestra novela. Yo debo irme con mi padre a trabajar, porque esos planos definitivos no van a dibujarse solos.

—Desde luego.

—Vendré a la noche. Y dile a Agustina que esta vez cocinaré yo. ¿Nos vamos, papá?

El señor Moller hizo rodar los ojos de nuevo, pero le indicó a su hija que fuera por delante. Los dos se marcharon entre la multitud que ya comenzaba a dispersarse. En cuanto a Félix, él espantó a la gaviota y regresó a su ático. Patricia tenía razón: era su turno de escribir, así que puso manos a la obra...