5

NO hubo noticia alguna durante todo el día siguiente ni la mitad del otro. Félix mandó un SMS y se obligó a no insistir, recordándose que Patricia había prometido llamarlo; puestos en ello, él no le había dado razón alguna para retractarse de dicha promesa.

Hacia la tarde del segundo día empezaron a juntarse en el cielo unas espesas nubes negras de tormenta. De repente parecía de noche, salvo por los ocasionales destellos eléctricos. Era una pésima idea encender la computadora en esas condiciones, pero si no iba a poder salir a causa del inminente aguacero, bien le haría trabajar un rato en su informe. Eso hizo, y tras un par de horas bajó a servirse un jugo de piña. Para ese entonces el agua caía a raudales, y no se veía a nadie a través de las ventanas. Ojalá hubieran regresado a tiempo todos los pescadores, pensó Félix.

De nuevo frente a la computadora, y con el refresco a medio beber, cerró el archivo del informe y abrió el de su novela. No esperaba encontrar nada nuevo... pero sí lo había.

«Tenía que llegar al módulo de evacuación antes de que le bloquearan el camino, lo cual sucedería en... unos diez segundos o algo así. Nema maldijo entre dientes. ¿Cuáles eran sus probabilidades de escapar, considerando además la herida sangrante en su costado? Pero debía intentarlo, o ya no habría manera de impedir una catástrofe. Tomando aire, aferró su arma y contó hasta tres antes de correr por el pasillo, tratando de que el dolor no nublara sus sentidos. Un ingeniero le salió al paso, ya alerta y también armado, pero su falta de entrenamiento para el combate le jugó en contra, tal que Nema consiguió neutralizarlo de un solo golpe a la mandíbula. Ella no quería matar a nadie. Aquellos hombres y mujeres eran sus compañeros, sus amigos, y no sabían que su supuesta traición era un engaño. Sin embargo, no la habían escuchado, y por eso tenía que huir. Huir y salvarse. Recién entonces podría encontrar la manera de arreglar las cosas.

Llegó a la puerta del módulo en el último segundo, cuando los soldados en la nave se aproximaban desde ambos lados del corredor para capturarla o volarle la cabeza. En ese horrible instante temió que le hubieran anulado ese acceso también, pero el escáner retinal funcionó sin problemas y la puerta se abrió. Nema oprimió el botón de cierre con una mano ensangrentada, se abrochó el cinturón de seguridad y activó la secuencia de lanzamiento. Alcanzó a ver un rostro enfurecido a través del cristal justo antes de que el módulo fuera expulsado de la nave.

Fue un largo descenso. Al principio Nema contempló su nave, orbitando lo más cerca posible del planeta, y se preguntó si el capitán habría dado la orden de destruir el módulo con un disparo. Cuando esto no sucedió, ella cerró los ojos. La herida en su abdomen irradiaba oleadas de dolor a todo su cuerpo. Podría atenderla con el equipo médico dentro del módulo, siempre y cuando el daño no hubiera llegado a sus órganos vitales. En tal caso necesitaría un cirujano... algo que no hallaría por ningún lado una vez que aterrizara.

Aún no podía creer la traición de Yaro. Todo ese tiempo había sido un espía del ejército enemigo, oculto y esperando vengarse tras la derrota de su bando allá en casa. Tenía que haber otros como él. Sólo así cobraba sentido su plan para inculparla a ella e incitar a la aniquilación de los nativos de este segundo planeta. Y Nema había creído que él la amaba... Oh, era bueno, muy bueno en su trabajo, sin duda. Y despiadado. Ni siquiera se había detenido a considerar que una nueva guerra podría tener las mismas consecuencias desastrosas que la anterior. ¿En verdad no había aprendido nada? ¿No le importaban en absoluto todas las muertes de inocentes ni la destrucción de su propio hogar? Obviamente no se veía a sí mismo como un refugiado más.

La temperatura en el módulo aumentó varios grados al llegar a la atmósfera del planeta. Nema pudo sentir la aceleración, de modo que se preparó para el frenazo cuando se desplegaran los paracaídas. Después de eso vendría el choque contra el agua o la tierra. En cualquiera de los dos casos le resultaría muy difícil sobrevivir.

Supo de inmediato que había caído en el agua. El módulo se hundió unos metros antes de regresar a la superficie entre cúmulos de burbujas. Ahora sólo tenía que programarlo para que buscara tierra firme, y rogar porque el combustible no se le acabara antes de llegar ahí. Extendió la mano hacia el panel de control... y se detuvo. Un rostro la miraba a través de la ventanilla: tenía escamas y una expresión entre hostil y curiosa.

Kitai no había tenido tiempo de enseñarle el lenguaje de los bilaru, pero sí un símbolo que, según él, tal vez podría sacarla de algún aprieto. Nema usó su propia sangre para escribirlo en el cristal: paz. Pero necesitaba algo más que eso, de modo que también dibujó un arco y una flecha debajo.

El bilaru entrecerró sus ojos redondos y brillantes. Desapareció de la vista, y entonces el módulo comenzó a moverse cada vez más rápido. Nema suspiró de alivio. El bilaru había comprendido el mensaje y la estaba ayudando. La mujer recostó la cabeza un segundo y luego, a pesar del poco espacio disponible, se tomó unos minutos para buscar el equipo médico y frenar su hemorragia. No podía hacer más por ahora.

No miró el reloj en el panel de control, pero pasaron varias horas sin novedades. El bilaru debía de ser muy poderoso e incansable, o quizás se hubiera turnado con otros. La conciencia de Nema iba y venía. Tenía sed, tenía sueño, tenía ganas de dejarse ir por completo y morir. Estaba tan cansada... Sin embargo, un rostro que aparecía en su mente una y otra vez le decía que no se rindiera. Ese mismo rostro flotó ante sus ojos cuando el módulo se detuvo, excepto que ahora era de verdad. Nema abrió la compuerta. Los fuertes brazos de Kitai la rodearon para levantarla, y él la depositó en la arena con todo el cuidado del mundo.

—Estás herida —dijo el shandi—. Te llevaré con nuestros sanadores, ellos sabrán qué hacer.

—Kitai...

—No dejaré que mueras.

—Kitai, escúchame. —Nema tragó saliva. Hablar le costaba horrores—. Alguien me tendió una trampa. Fue un traidor entre los míos. Ahora los demás piensan que yo soy la traidora, y que me he unido a vosotros para declararles la guerra. Debes... debes encontrar la manera de hacerles saber la verdad. Debes... hacer que te crean, o... o...

—Está bien, ya lo he entendido. Pero antes te llevaré a un lugar seguro.

El rostro noble y bondadoso de Kitai estaba lleno de preocupación. Con un esfuerzo monumental, Nema estiró la mano para tocar las plumas de su cabeza.

—Da las gracias al bilaru... por traerme hasta ti. Si voy a morir... al menos he podido verte una vez más.

—Nema...

—Creo... creo que te amo.

Kitai la besó en la frente... y luego en los labios. Fue toda la respuesta que ella necesitaba. Se permitió descansar, entonces, y antes de cerrar los ojos de nuevo sintió que volaba por los aires...»

Félix acabó su bebida mientras terminaba de leer el capítulo, cada vez más perdido en la narración. Cuando llegó al final tenía un nudo en la garganta, y entre eso y el ruido de la tormenta no escuchó el primer timbrazo. Recién al segundo consiguió volver a la realidad, y entonces se preguntó quién podría ser a esas horas, y con semejante clima. Agustina ya debía de estar en su cuarto, mirando su telenovela favorita, de modo que él bajó las escaleras a toda prisa para atender.

Era Patricia. Estaba allí de pie en el umbral, medio ensopada a pesar de que la distancia entre su auto y la puerta era de sólo tres metros. Félix le hizo un gesto para que entrara de inmediato y cerró la puerta. Le costó un poco, debido al viento.

—¿Qué haces aquí? —preguntó en voz baja—. Espera, iré a traerte una toalla.

Félix regresó del baño en menos de diez segundos y envolvió a Patricia en una toalla blanca y suave. Al mirarla detenidamente se dio cuenta de que tenía los ojos hinchados y enrojecidos.

—¿Estás bien? ¿Qué sucede? Di algo.

—Tuve una pelea con mi padre. Los dos dijimos cosas bastante feas, y luego él... me sacó del proyecto. Y me despidió de la empresa.

—¿Qué? ¿Es en serio?

Patricia asintió. Empezó a llorar en silencio, de modo que Félix la abrazó sin estrecharla demasiado, dejando que ella se recostara en su hombro.

—Dijo que soy una traidora igual que mi madre —susurró la joven—. Que me dejé convencer por un idealismo barato, y que ya no merezco trabajar para él. Y yo le contesté... que ahora entiendo por qué mamá se fue de su lado, y que él es un capitalista sin corazón.

—Lo siento. De veras. Creo que esto es mi culpa...

—No, no es tu culpa. Vamos, ni que yo fuera tonta y no pudiera pensar por mí misma y cambiar de idea sobre algo.

—No quise decir eso.

—Lo sé. Pero es que me convenciste. En parte. Y con argumentos razonables. Traté de hacerle entender a mi padre lo que vi, pero no quiso escucharme. Lo lamento. Creo que el proyecto seguirá adelante tal como estaba planeado, y a quien no acepte el acuerdo lo van a echar por la fuerza.

Félix suspiró.

—Bueno, al menos lo intenté. Lo intentamos.

—Sí. —Patricia volvió a recostar la cabeza en el hombro del biólogo—. Lástima que la vida real no sea tan fácil de arreglar como la ficción.

—Concuerdo.

Ambos se mantuvieron callados un momento. Al cabo de ese lapso, ella dijo:

—¿Leíste lo último que escribí?

—Hace apenas un rato.

—Espero que te haya gustado.

—Mucho. Tengo ganas de leerlo otra vez.

Félix acarició la frente de Patricia, apartando el cabello húmedo; ella, a su vez, apoyó ambas manos en el pecho de él. Era una locura. No podían estar enamorados, sólo llevaban unos pocos días de conocerse. Esas cosas no pasaban casi nunca... aunque, pensándolo bien, la cuestión de las novelas mezcladas era por completo imposible y había sucedido de todas maneras.

Se besaron ahí mismo, en medio de la sala, ella todavía chorreando un poco de agua sobre el piso de madera y él sin creer aún que una mujer tan fabulosa se hubiera fijado en él. Era como si la realidad acabara de superar a la ficción, y eso que a Félix le gustaba la fantasía con dragones y hechiceros. Sujetó a Patricia por la cintura, acercándola más a él, y la toalla cayó al suelo cuando ella alzó los brazos para rodearle el cuello.

—Nos va a ver tu casera —susurró la joven.

—Está mirando la tele —susurró él también—. Pero tienes razón: no deberíamos estar aquí parados. —Dudó un poco antes de añadir—: ¿Quieres quedarte esta noche? El ático es pequeño, pero tengo un sofá muy cómodo. No me gustaría pensar que estás sola y triste en tu apartamento.

A pesar de los ojos llorosos, Patricia sonrió.

—No, no te gustaría eso, ¿verdad? Y puestos en ello, ¿vas a decirme también que en ese sofá tan cómodo caben dos personas?

—No estaba insinuando que...

—Ah, pero sé que lo pensaste.

Pues claro que lo sabía. Quizás no tuviera novio ahora mismo, pero una mujer tan guapa como Patricia ya debía de estar acostumbrada a que casi cualquier hombre quisiera llevársela a la cama a la primera oportunidad. Y Félix no era la excepción. Sonriendo también, él contestó:

—Puedes dormir en mi sofá tú sola o pedirme que te acompañe. Lo dejaré a tu elección. O mira, podríamos hacer alto completamente distinto: escribir nuestra novela en la misma habitación, para variar.

Patricia le quitó las gafas y lo besó de nuevo.

—No tengo ganas de escribir. Y creo que tampoco quiero dormir sola hoy.

Félix ya no respondió a eso. Tomó a la joven de la mano y la condujo hacia el ático, ambos caminando en puntillas para no molestar a la casera. Una vez que cerraron la puerta, lo primero que hizo ella fue quitarse la ropa húmeda. Félix se encargó del resto de las prendas.

Sí cabían los dos en el sofá, e hicieron el amor ahí sin prestar atención a los truenos que seguían sonando afuera. Durmieron en la cama, sin embargo, desnudos y abrazados como si llevaran mucho más tiempo juntos, o como si hubieran estado destinados a quererse desde siempre y todo el resto del proceso hubiera sido una simple formalidad.

Cuando al fin cesó la tormenta, el ruido del mar los acompañó en su sueño.