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FÉLIX adoraba las fiestas de fin de año. Era la época más alegre, y aunque nadie tenía mucho dinero para gastar en comida o fuegos artificiales, no faltaban las risas ni los buenos deseos. Desde el 24 de diciembre hasta el 7 de enero todos los problemas se dejaban de lado para que no molestaran, como polvillo barrido debajo de una alfombra.

Un par de horas antes del anochecer, Félix consiguió pescados de descarte y se fue con los niños del vecindario a alimentar a los lobos marinos en el puerto. Casi todos eran machos viejos, llenos de cicatrices, que pasaban ahí la mayor parte del tiempo porque ya no tenían fuerzas para lidiar con los ejemplares jóvenes. Parecían perros callejeros, y por lo tanto Félix les había puesto nombre según sus características individuales. Algunos habitantes del pueblito los habían aprendido; solían confundirlos, pero daba lo mismo porque en realidad los lobos marinos sólo prestaban atención a la comida gratis.

Cuando terminó de alimentar a las enormes bestias, Félix se lavó las manos y los brazos lo mejor que pudo, compró un chorizo al pan en un puesto callejero y recorrió el puerto saludando a sus conocidos. Dobló una curva... y entonces la vio.

Ella estaba recostada contra el barandal de la playa. Llevaba una blusa anudada en el estómago y unos pantaloncillos que dejaban ver sus piernas largas y bien formadas. El viento agitaba un poco su cabellera haciendo que algunas hebras de color castaño pasaran frente a su rostro, aunque no tantas como para disimular lo guapa que era. Y parecía de clase alta, además, a pesar de sus ropas sencillas.

Félix quiso ir hacia la joven y decirle algo, cualquier cosa. ¿Qué mejor forma de pasar la Nochevieja que entablando una conversación con una bella desconocida? Sin embargo, no se atrevió a hacerlo. Ella seguramente esperaba a su novio, y él iba con su típico aspecto de nerd. Encima, ni siquiera había podido sacarse del todo el olor a pescado.

Una gaviota aterrizó frente a la chica y se la quedó mirando. Al principio la joven no le dio importancia, pero el ave permaneció en su sitio como si esperara algo. La desconocida cambió de posición, frunciendo el ceño. De pronto se veía algo preocupada.

—No va a picotearte —dijo Félix, dando unos pasos adelante—. Creo que sólo siente curiosidad. Por ti y por lo que sea que haya en ese envoltorio. Pero no va a robarte la comida, es una gaviota educada.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes? ¿Eres un experto en gaviotas?

—Ni tanto, pero conozco a esta gaviota. Yo mismo le puse ese aro en la pata. Ven, Galadriel.

La gaviota voló hasta el brazo de Félix y aceptó unos trozos de pan y tomate. La chica sonrió. Se le hicieron hoyuelos en las mejillas, y él pensó que daría cualquier cosa por verla sonreír de nuevo.

—¿Qué eres entonces, un pescador con una gaviota entrenada?

—No, soy... un biólogo marino. Vivo por aquí. Ayudé a esta gaviota a curarse de una herida en el ala, y ahora me sigue a todas partes como un loro de pirata. No le hace mucha gracia a mi casera.

—Ah. —La joven reflexionó un momento, abrió el envoltorio y se acercó a Félix para darle a Galadriel lo que parecía ser una croqueta de pollo o pescado. Era aún más hermosa de cerca. La habrían aceptado en cualquier agencia de modelos, pero su mirada inteligente hizo sospechar a Félix que se dedicaba a algo más importante.

—Nunca te había visto por estos lares —declaró él sin pensar en lo que decía—. Sin duda me acordaría de ti.

Ella retrocedió, llevándose a la boca otra de las croquetas.

—Sí, es la primera vez que vengo. Es un sitio muy... pintoresco. ¿Me acompañarías a recorrerlo?

¿De verdad no estás esperando a tu novio?, pensó Félix, asombrado. Aquello parecía demasiado bueno para ser real.

—Claro, no hay problema. Sígueme. ¿Cómo te llamas?

—Patricia, ¿y tú?

—Félix.

Empezaron a caminar a lo largo de la costa. Félix trató de sacarse a Galadriel de encima, pero al parecer la gaviota aún sentía curiosidad por Patricia, ya que se posó en el hombre mirando a la chica con todo el descaro de un niño de cinco años. Patricia le dio otra croqueta.

—No le hará mal, ¿verdad? —preguntó ella—. ¿Las gaviotas engordan si comen de más?

—He visto gaviotas grandes, pero nunca obesas. Y por lo que sé, digieren cualquier cosa. También beben agua de mar.

—¿Quieres decir, agua salada? ¿No se mueren?

—Las gaviotas tienen unas glándulas para desalinizar el agua —replicó el hombre, feliz de demostrar sus conocimientos—. Son una plaga, pero me fascinan. Siempre me han gustado. Cuando era niño me recostaba en la arena de la playa y veía a las gaviotas volar muy alto. Trataba imaginar qué se sentiría ser una de ellas.

—Qué bonito. Mi único recuerdo memorable de las gaviotas es de cuando una me ensució la cabeza. Y justo tenía que ir a una reunión de trabajo.

—¿A qué te dedicas?

—Soy arquitecta.

Bingo. Una profesional. Félix trató de no sentirse intimidado. Le sirvió recordarse que él también era un graduado universitario, aunque de una carrera bastante menos prestigiosa. Y bastante menos redituable, también. Diablos, ella debía de tener novio. Y si el sujeto en cuestión aún no estaba ahí, seguro que vendría a acompañarla en pocos minutos, probablemente en un Mercedes Benz. Disfrútalo mientras puedas, Félix, pensó él.

—¿Cómo sabes que la gaviota es hembra? —preguntó ella—. ¿La has puesto panza arriba para mirarle sus... eh...?

Félix se echó a reír.

—No, y no me serviría de mucho. Las aves no se diferencian como los mamíferos. La verdad, no sé si es hembra o macho. Me sacaré la duda si alguna vez pone un huevo en mi ventana. ¿Qué te trae por aquí?

—Se me ocurrió que... podría dar una vuelta por un lugar distinto a los que suelo visitar.

—¿Cómo cuáles?

—Bueno, he tenido que viajar un poco por cuestiones de trabajo —contestó Patricia, ruborizándose. Daba la impresión de que no quería alardear de nada—. Oye, ¿a cuánta gente conoces por aquí? Ya te he visto saludar como a diez personas.

—Conozco a casi todos. Y a los que no conocía por ser mis vecinos, los he conocido por el informe que estoy haciendo.

—¿Informe sobre qué?

—Actividad pesquera, daño ambiental, salud de las poblaciones animales. Cruzo datos con otros técnicos, envío muestras, comparo las estadísticas actuales con las de años anteriores. No es muy emocionante, pero hace falta. Apuntamos al desarrollo sustentable.

—¿Como la arquitectura ecológica?

—Exacto.

—¡Qué bien! Vine aquí para divertirme en Nochevieja y de pronto estoy hablando con un científico.

Félix observó a Patricia, pero no le pareció que ella le estuviera tomando el pelo. En realidad se veía interesada. Guapa, inteligente y curiosa: una combinación irresistible.

Patricia miró su reloj.

—Ya casi son las doce. ¿Qué hace la gente por aquí cuando llega la medianoche de fin de año? ¿Habrá fuegos artificiales?

—Aquí mismo, no muchos. Andamos escasos de presupuesto. Pero si caminas conmigo un poco más...

—De acuerdo, te sigo.

Era la primera vez que una mujer tan hermosa le decía eso, pero Félix se abstuvo de comentarlo en voz alta. Lo que hizo, pues, fue conducir a Patricia hacia un mirador donde ya había unas cien personas. La costa hacía una curva en forma de C, y el mirador se hallaba justo en uno de los extremos, de cara al otro. Faltaban dos minutos para las doce.

—¿Qué hay allá? —inquirió Patricia.

—Barrios de gente muy, muy rica. Gente a la que no le duele quemar toneladas de dinero a fin de año. Ya verás...

Treinta segundos para las doce. Diez segundos.

Los fuegos artificiales empezaron casi al mismo tiempo, iluminando el cielo y reflejándose en las aguas oscuras debajo. Los cohetes estallaban como palmeras de todos los colores, uno tras otro y mezclados con estrellas doradas y púrpura. El ruido no era tan intenso allí en el mirador, pero una ráfaga de viento les trajo el olor de la pólvora. Los niños del vecindario, sin embargo, encendieron bengalas y petardos, riendo y saludando a todo el mundo.

Félix desvió la vista del espectáculo. Patricia sonreía como una chiquilla, y sus ojos también reflejaban aquella profusión de chispas. «¡Feliz Año Nuevo!», gritaban las personas alrededor. Lo mismo dijo Félix, y su acompañante se tomó un par de segundos para devolverle la frase antes de contemplar el cielo una vez más.

Los estallidos se prolongaron durante quince minutos. No hubo un gran final, claro, pero no por ello resultó menos satisfactorio. Las personas en el mirador comenzaron a dispersarse, muchas para continuar la fiesta en otro lado y los ancianos para irse a dormir. Patricia y Félix se quedaron en el mirador.

—Hacía tiempo que no veía algo así —dijo ella al fin—. La última vez fue... cuando tenía doce años y mis padres me llevaron a Disney World. —Patricia dejó de sonreír—. También fue la última vez que estuvimos juntos como familia, ahora que lo pienso.

—Oh. Lo siento.

—Tranquilo, que nadie murió. Mis padres se divorciaron al año siguiente de ese viaje, nada más. Bien, tengo que irme. Muchas gracias por el recorrido turístico y el espectáculo de fuegos artificiales. Fue... casi mágico. Adiós, Félix. ¡Adiós, Galadriel!

«Adiós, fue un placer conocerte», debió ser la respuesta de Félix, pero no quiso pronunciarla. Tenía que decir cualquier otra cosa, algo para evitar que Patricia se fuera. Y si estaba en una relación, al diablo con eso; lo único que contaba era la ausencia de anillo.

—¿Quieres oír algo mágico de verdad? —preguntó sin pensar. Fue lo primero que le vino a la cabeza, pero bastó para que Patricia se detuviera.

—¿Como qué?

—Bueno... esto te va a sonar completamente loco, lo sé, pero te juro que es cierto. Yo... estoy escribiendo una novela en mi tiempo libre. No es nada espectacular, pero... hace unas semanas empezó a pasar algo raro: la novela se escribe sola cuando no estoy mirando. Aparecen capítulos que no tienen nada que ver con mi plan original, pero que más o menos se integran a la historia. En cierto modo es gracioso; mi novela es de fantasía, pero los capítulos que se escriben solos son de ciencia ficción. Y no es un ataque informático. Consulté a un amigo y dice que no hay nada en mi computadora. Él cree que escribo durante ataques de sonambulismo, pero no es así porque esto pasa incluso cuando estoy despierto y haciendo otras tareas. Mi hipótesis es que mi computadora está poseída por el fantasma de un escritor o algo así.

Patricia no dijo nada. Tampoco dio media vuelta para marcharse. Sólo... se quedó ahí de pie mirando a Félix con una expresión neutra, y él se arrepintió de haber mencionado el asunto. Entonces ella tomó aire un par de veces antes de poder contestar:

—El protagonista de tu novela... descríbemelo.

—Es una criatura humanoide con alas y algunos otros rasgos de ave. Vive en una tribu de cazadores y recolectores. Se llama...

—¿Kitai?

Esta vez le tocó a Félix quedarse en blanco. No habría esperado aquello ni en un millón de años.

—¿Cómo... cómo lo supiste? —preguntó al cabo de un minuto.

—¡Porque la novela de ciencia ficción es mía, y de pronto tengo capítulos con unos seres fantásticos que yo no puse ahí! Oh, por Dios... ¡Creí que yo me estaba volviendo loca! Pasé la novela a mi otra portátil, a mi tableta, ¡incluso al Kindle de una colega! ¡Borré esos capítulos montones de veces, y siempre regresaron!

—No, imposible. Digo, encima de que lo mío es raro, ¡ahora ya es demasiada coincidencia!

Patricia se sentó en una banca del mirador. La bella arquitecta había dejado paso a una joven alterada que trataba sin mucho éxito de asimilar la situación. Félix lo supo porque así se sentía él; tomó asiento junto a Patricia, por lo tanto, y aprovechó para quitarse a la gaviota del hombro puesto que no se le ocurría nada mejor que hacer. Galadriel lanzó un chillido de protesta y se fue volando. En cuanto a Félix, habría querido decir algo inteligente, tener la respuesta a aquel misterio, pero si no la había averiguado antes, mucho menos podía determinarla ahora que el misterio era mucho más complicado. Por suerte para ambos, Patricia logró recuperar la compostura.

—¿Se lo has contado a alguien más aparte de tu amigo?

—No, ¿y tú?

—A nadie. No me atrevía. Y... ¿qué rayos deberíamos hacer al respecto?

—No tengo idea. Aunque tampoco he considerado dejar de escribir. Total, con fenómenos raros o sin ellos, la novela está quedando bien.

—Es lo mismo que pensé yo. Pero ¿te das cuenta de lo extraordinario que es esto? No sólo que nuestras historias se mezclaran, sino el hecho de que también nos encontramos aquí. Tiene que ser... no sé, algún tipo de alineación cósmica.

—O magia —dijo Félix, y Patricia se echó a reír tapándose la cara con las manos. Él frunció el entrecejo, confundido, pero luego captó la ironía y también se rió—. Ah, ya veo. Yo Tolkien, tú Asimov. Ja, ja. Pero fueron tus naves espaciales las que se metieron en el mundo de mi novela.

—¡Lo siento mucho, es que los instrumentos no captaron la presencia de criaturas fantásticas!

Esta vez los dos rieron al unísono. En cierto modo era la mejor forma de lidiar con semejante embrollo. Cuando terminaron, Patricia se pasó los dedos por el cabello, que a estas alturas estaba bastante despeinado. Félix se preguntó si alguien los habría visto reír así, como si hubieran perdido el juicio; en todo caso, él se sentía bien por lo que acababa de averiguar. Seguía sin entender nada pero al menos ya no estaba solo, y por si fuera poco, la otra persona involucrada era una mujer con un rostro y unas piernas de ensueño.

—Creo que mi cabeza va a estallar, como si hubiera visto volar a una jirafa —dijo Patricia—. ¿Tú qué piensas?

—No sé. Pero sea lo que sea esto, quisiera asumir que está pasando por alguna razón. Deberíamos mantenernos en contacto, ¿no?

—Sí. Sí, por supuesto —contestó Patricia, y Félix sintió algo así como un subidón de felicidad—. Dime tu número y yo te pasaré el mío. Y mi dirección de correo electrónico. ¿Qué crees que pase ahora con nuestras respectivas novelas? ¿Dejarán de hacer cosas raras ahora que nos hemos conocido?

—Ni idea. Ya veremos. Pero no te diré qué pensaba escribir a continuación.

—De acuerdo, yo tampoco diré nada. ¡Oh, esto va a ser emocionante!

Sí, muy emocionante, pensó Félix, pero no se refería solamente a la novela. ¿De qué color serían los ojos de Patricia a la luz del sol? Parecían claros, tal vez grises.

Tuvo que corregir el número de teléfono porque lo había registrado mal, de tan distraído que estaba mirando a la chica. En su defensa, cualquier hombre habría perdido la concentración teniendo semejante belleza al lado.

—Ya lo tengo, dijo ella, y guardó su móvil—. Y ahora sí debo irme. Le prometí a mi padre que iría a verlo mañana temprano.

¿Su padre? ¿No había novio de por medio, entonces? ¡Genial!

—Está bien. ¿Quieres que te acompañe hasta tu auto?

—No hace falta, gracias, creo que sabré orientarme. De verdad, esta noche fue increíble. Me alegra haberte conocido. Y a tu gaviota de sexo indeterminado.

Félix sonrió.

—Lo mismo digo. Te llamaré.

Patricia le devolvió la sonrisa, hizo un último saludo con la mano y se marchó. Félix no la perdió de vista hasta que dobló una esquina, caminando con el paso ágil de una tenista. Se le ocurrió entonces al biólogo que la protagonista de la novela de ella, Nema, era una mujer. ¿Le habría puesto Patricia algunos rasgos de su personalidad? Ojalá tuviera pronto la ocasión de averiguarlo...

Félix regresó a su ático pensando que le daba lo mismo si aquello era magia o una cuestión cosmológica sobre energía oscura o partículas subatómicas. Sólo importaba una cosa: que había sucedido.