5
EL edificio donde trabajaba Marcos no fue la primera parada en su recorrido. Tenía que prepararse mentalmente para lo que pudiera encontrar, de modo que, tras llamar a su propia oficina y pedir un día libre por enfermedad, Eliana tomó el autobús y fue hasta la casa de sus suegros. O mejor dicho, sus antiguos suegros.
El barrio se veía más o menos igual: casas de una o dos plantas con jardín al frente y una cochera. La vivienda donde había crecido Marcos, no obstante, le resultó más difícil de reconocer. De hecho, casi la pasó de largo. Estaba pintada con un color más alegre, para empezar, y en algún momento le habían cambiado las tejas por unas muy modernas que brillaban al sol. La casa tenía, además, paneles solares.
Tadeo, el padre de Marcos, salió en ese momento y se dirigió a su auto, que ya no era un viejo y pequeño modelo de Fiat sino un Renault azul de cuatro puertas. El hombre se veía unos diez años más joven, tanto en aspecto como en actitud. Su esposa fue tras él para despedirlo, y así Eliana pudo ver que también había mejorado.
Estaba contemplando a dos personas felices, pensó. Una pareja de clase media que había progresado en la vida, y cuyo hijo no había padecido desgracia alguna. Faltaban muchos años de miedo y angustia, de gastos médicos y horas de cuidado tras cada cirugía. Eliana sintió que los ojos se le humedecían. Amaba y conocía a esas dos personas incluso más que a sus propios e indiferentes padres, y recién ahora entendía cabalmente el daño que les había hecho la tragedia de Marcos. Él se había llevado lo peor, desde luego, pero bien cierto era que los padres sufrían en carne propia el dolor de sus hijos.
Tadeo se marchó en su auto, Rosa volvió a la casa y Eliana pensó que debía respirar hondo y seguir adelante. Miró su reloj. Tenía tiempo de sobra para llegar al edificio de Marcos en horario de oficina. Lo más seguro era que su esposo estuviera ahí, a menos que se hallara en un juzgado o recordara a Eliana y hubiera salido a buscarla. Por favor, que fuera cierto esto último. Él no tendría ni idea de dónde encontrarla, pero ya se encargaría ella de resolver ese problema.
Eliana no dejó de retorcer la correa de su bolso durante el segundo trayecto de autobús. Las personas en la ciudad, que veía a través de la ventanilla, lucían ajetreadas como en cualquier otro martes. Seguramente ninguna de ellas estaba lidiando con un acontecimiento sobrenatural. Eliana no pudo evitar envidiarlas.
Ahí estaba el edificio, que destacaba entre los demás por su altura y sus vidrios resplandecientes. Eliana se apeó del autobús y admiró la construcción un momento, sintiéndose algo intimidada por el poder que transmitía. Ella nunca había trabajado en un lugar de tanta importancia, ni en su vida anterior ni en la actual.
Bien, no podía quedarse allí plantada el resto del día, pensó. Fuera lo que fuese que había pasado con Marcos, tenía que averiguarlo de una vez o entonces sí se volvería loca. Reuniendo coraje, Eliana caminó hacia el edificio y traspasó la puerta giratoria. Avanzando como en una especie de trance, buscó el ascensor correcto y le nombró el piso al encargado. Llegó a destino en menos de diez segundos, tiempo insuficiente para poner en orden sus emociones. Aún estaba retorciendo la correa de su bolso cuando salió del ascensor.
Había una recepcionista muy guapa en la entrada de la firma de abogados, con un traje que sin duda valía más que todo el guardarropa de Eliana. Ésta, sin embargo, ensayó un par de líneas en su mente y fue a preguntarle a la mujer si podía comunicarla un minuto con Marcos Ortiz. Estaba dispuesta a esperar el día entero en caso de que Marcos no pudiera atenderla de inmediato, y también estaba dispuesta a regresar mil veces con tal de verlo en persona. Tenía que ser así, era algo que no podía resolver por teléfono. No cuando su vida entera parecía colgar de un hilo.
La pregunta no salió de sus labios. Un segundo antes de encarar a la recepcionista, oyó una voz que habría podido identificar en cualquier lado. Sonaba enérgica, un tanto alegre, sin rastros de timidez o melancolía, y Eliana se giró hacia ella reprimiendo el impulso instantáneo de correr hacia su esposo.
Marcos se aproximaba caminando lado a lado con una mujer aún más elegante que la recepcionista. Él llevaba también ropas caras, sobre un cuerpo que se insinuaba más atlético que el que había tenido antes. Y su rostro... su rostro no tenía marcas de ninguna clase. El parecido con sus padres era notable, aunque de alguna manera había sacado lo mejor de cada uno: la estructura ósea fuerte de Tadeo, los ojos marrones y cálidos, con largas pestañas, de Rosa. Su cabello era castaño con reflejos dorados, corto y bien peinado. Esto último, curiosamente, desconcertó a Eliana más que todo lo anterior, ya que sólo había visto a Marcos con pelo en las fotos de su infancia anteriores al accidente.
La mujer no consiguió moverse ni decir nada. Era como si se hubiera congelado. Marcos venía hacia ella charlando con esa otra joven que debía de ser su colega, y aunque le dirigió una breve mirada, siguió de largo sin prestarle más atención. Eliana quiso pensar que se había confundido, que ése no era Marcos y que su esposo estaba en otra parte, buscándola con desesperación, pero no podía engañarse. Con cicatrices o sin ellas, conocía a su marido. Así de simple. Y él... él ya no la conocía a ella.
—¿Se le ofrece algo? —le preguntó la recepcionista. Eliana vio a Marcos subir al ascensor. Él la miró por segunda vez antes de que la puerta se cerrara, y no hubo señal alguna de reconocimiento en sus ojos. Eliana acalló un gemido—. ¿Se siente mal? ¿En qué puedo ayudarla? —insistió la recepcionista.
—Yo... yo creo que me equivoqué de piso —contestó Eliana—. Disculpe.
No volvió a utilizar el ascensor. Buscó las escaleras y bajó por ella aferrándose a cada pasamanos, temiendo tropezarse debido a que las piernas le temblaban y veía todo borroso. Aun así continuó el descenso. Necesitaba estar sola, porque ahora mismo tenía el corazón roto y no podía parar de llorar.