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LA reunión estaba marcada para el tres de enero a las cinco de la tarde, y no sonaba en absoluto prometedora. Félix reunió sus papeles, los complementó con una presentación electrónica por si llegaba a hacer falta, y ensayó en su cabeza el breve discurso que había redactado la tarde anterior. Había incluido muchos datos de su informe, pero por desgracia no creía que nadie fuera a preguntarle su opinión. Aquélla era una cuestión de manejo territorial, y dependía más de los bancos y los ministerios correspondientes. Si los políticos involucrados tenían ya la mirada puesta en las ganancias derivadas del turismo, ningún argumento sobre protección ambiental o social los haría cambiar de parecer.

Antes de salir del ático le echó un vistazo a su computadora. Había escrito medio capítulo el 1 de enero, pero nada ocurrió después de eso. Llamó a Patricia al día siguiente y no hubo respuesta, así que le dejó un mensaje en su correo de voz; horas más tarde, ella le mandó un SMS para decirle que no había tenido ni un minuto de respiro, y que le respondería lo antes posible. Bien. Obviamente era una arquitecta muy ocupada, pero no se había desentendido de Félix. Con eso le bastaba a él por el momento.

Caminó hasta el gimnasio donde se llevaría a cabo la reunión. Había ya muchas personas ahí, de pie o sentadas en sillas de plástico. Casi todas eran gente mayor o pescadores artesanales al borde de perder sus casas por falta de pago. El vecino de Félix, Raúl, estaba en un rincón, con la cabeza baja como si el peso de las preocupaciones le doblara la espalda. El biólogo quiso ir a decirle unas palabras de aliento, pero entonces notó que habían puesto una tarima al fondo del gimnasio, y un micrófono. Vaya. La cosa iba muy en serio, y cada vez pintaba peor.

Félix decidió sentarse en una hilera del medio y ver cómo se desarrollaba la reunión. Quizás pudiera decir algo si había una ronda de preguntas al final.

Un hombre de traje se subió a la tarima y pidió a los presentes que ocuparan sus lugares. La gente lo hizo, de mala gana; era evidente que la mayoría ni siquiera deseaba estar ahí. Incluso Félix habría preferido dedicarse a su novela, pero si los desalojos proseguían, tarde o temprano su casera tendría que mudarse, y por lo tanto él también.

Una vez que todos se hubieron sentado, el hombre del traje continuó:

—Buenas tardes. Mi nombre es Enrique García. Les agradezco que hayan venido. Estoy aquí para hablar en nombre del señor Ricardo Moller, quien llegará dentro de unos minutos. Voy a comentarles su propuesta de negocios, y espero que les resulte interesante.

Félix escuchó al hombre del traje, pero lo que no explicaba el folleto sobre la reunión, ya lo había adivinado él por una simple cuestión de lógica. Ricardo Moller era un megaempresario del sector turístico. Ahora que la zona se había revalorizado y los pescadores y jubilados no tenían suficientes ingresos para pagar los impuestos inmobiliarios, la idea era que el señor Moller les comprara las deudas y sus propiedades, a fin de que pudieran mudarse a cualquier otro lugar de su preferencia. Era una verdad a medias, por supuesto; bien mirado, el mensaje decía: «Ustedes no son lo bastante ricos para vivir junto a la playa, así que les pagaremos la suma justa para que se larguen a un vecindario de clase media o baja que sí puedan costear. Todo sea en nombre del progreso y el deleite de los turistas adinerados.» Lo que no mencionaba la propuesta eran las consecuencias del desarraigo de los ancianos ni la destrucción de una economía familiar y artesanal. Y mucho menos se hablaría del daño potencial al ecosistema de la playa. Lamentable.

Félix miró en derredor. Las demás personas en el gimnasio lucían igual de escépticas que él, y unas pocas se levantaron para retirarse. Era comprensible. No les estaban ofreciendo ayuda, sino una liquidación menos dolorosa que la del banco o el Estado. Si Félix no hubiera tenido su discurso en las manos, él también se habría retirado.

Se oyó un ruido afuera y dos personas entraron en el recinto: una de ellas era Ricardo Moller, a quien Félix reconoció por un artículo en el periódico, y la otra era... Patricia. En esta ocasión llevaba un traje de color gris, con una blusa en lila y una falda que le llegaba justo a las rodillas. El pelo recogido le daba apariencia de ejecutiva.

Félix se quedó de piedra. ¿Ése era el padre del que ella había hablado? Al principio no quiso creerlo, pero no carecía de sentido. Además, realmente existía un parecido físico entre los dos. El biólogo maldijo para sus adentros, sintiendo de repente una chispa de enfado.

Ricardo Moller subió a la tarima, se presentó con gran cortesía y retomó la propuesta donde Enrique García la había dejado. Sonaba mucho mejor viniendo de él, pero claro, por algo había llegado tan alto como empresario. Idéntica basura de discurso pero más convincente; seguro que el hombre sería capaz de convencer a los árabes de instalar una pista de patinaje sobre hielo en medio del desierto.

Patricia no subió a la tarima. Permaneció cerca de su padre, sin embargo, mirando distraídamente a la concurrencia, y cuando por fin localizó a Félix le dedicó una sonrisa y un gesto disimulado con la mano. El hombre se limitó a mover la cabeza de arriba abajo.

Al terminar de explicar sus planes, el señor Moller dijo:

—Estaré más que encantado de responder cualquier pregunta. Entiendo que esto sea muy difícil para ustedes, pero mi intención es buscar un arreglo que sea conveniente para todos. —Un pescador levantó la mano—. Adelante, por favor.

—Cuando dice «un arreglo conveniente para todos», ¿eso incluye una indemnización por la pérdida de nuestros empleos?

—Podríamos colocar a muchos de ustedes en la construcción, o en cualquiera de los trabajos que generarán los hoteles y galerías comerciales.

—Somos pescadores, no obreros ni empleados.

—Entiendo, pero eso podría arreglarse con algún tipo de capacitación.

—¿Incluso para los que ni siquiera han terminado la secundaria?

—Encontraremos una solución para eso.

Félix dudaba de que algo así funcionara. Los pescadores no estaban hechos para la industria hotelera, mucho menos para pasar de ocho a diez horas al día tras el mostrador de una tienda. Ellos vivían del mar y sus olas, de recoger el pescado y reparar sus redes. Era un oficio antiguo, insustituible, que los tiempos modernos pretendían desbaratar con barcos mecanizados e impersonales.

La discusión se prolongó un rato más, no obstante, y el señor Moller parecía tener una bonita respuesta para cada posible inquietud, excepto la más importante: que nadie deseaba cambiar su modo de vida. Félix aprovechó un silencio para levantar la mano.

—¿Sí? —dijo el señor Moller.

—¿Su proyecto toma en cuenta el impacto ambiental sobre la zona? ¿La destrucción de las dunas al este, de las palmeras autóctonas y el hábitat de los animales marinos? Estamos en uno de los pocos sectores donde aún se conserva la playa en su estado natural.

—Sí, hemos hecho los estudios correspondientes de impacto ambiental, y el ministerio les ha dado el visto bueno. Habrá alteraciones durante la reconstrucción, eso es inevitable, pero mantendremos áreas clave para la fauna y flora, que serán otra atracción turística.

—¿Y qué hay de los lobos marinos que vienen a esta playa?

—Usted ha de ser el biólogo marino, supongo. Si es así, entonces también ha de saber que los ejemplares de los que habla están al final de sus días. Las áreas de reproducción de los lobos marinos se concentran en tres islas mar adentro, que por supuesto no se verán afectadas por la construcción de los hoteles.

—¿Prohibirá entonces el uso de lanchas y motos acuáticas a los turistas? ¿Ha visto a un lobo marino o a un delfín con el lomo desgarrado por las hélices?

—Tengo entendido que los pescadores artesanales se quejan constantemente de que los lobos marinos compiten con su negocio. Y los motores de sus barcos también tienen hélices, ¿o no?

—Sí, pero...

—Y antes de que me diga que la pesca artesanal es más ecológica, sé de buena fuente que los pescadores artesanales descartan muchas especies porque tienen demasiadas espinas. Y hablo de toneladas al año. Eso ha de hacer muy felices a las gaviotas, ¿verdad? Por cierto, ¿el exceso de gaviotas no es dañino para el resto de la fauna marina, incluyendo a las ballenas francas?

Félix no respondió. Había visto a las gaviotas picotear en el lomo a las ballenas cuando éstas emergían a respirar. También devoraban los huevos de otras aves.

—De todas maneras —continuó el señor Moller—, no soy yo quien determina las cuotas de pesca ni el acceso de los grandes barcos pesqueros a nuestras aguas. Si de mí dependiera habría un control más estricto de toda la explotación pesquera. En fin, si nadie tiene más preguntas, les dejaré un teléfono por si deciden considerar la oferta. Muchas gracias por escucharme. Espero sinceramente que lleguemos a un buen acuerdo.

El hombre bajó de la tarima y salió del gimnasio. Patricia lo siguió al principio, pero luego le dijo unas palabras al oído y se quedó atrás. Con una expresión que reflejaba cierta cautela, se abrió paso para llegar hasta Félix mientras los demás ocupantes del recinto también se retiraban.

—Hola —saludó ella—. Oye... ¿qué fue todo eso? Sonabas como si quisieras cortarle la cabeza a mi padre. Te aseguro que vino aquí de buena fe.

—¿Por qué no me dijiste que eres su hija?

—No sé... es que... la verdad, no me pareció que fuera relevante cuando nos conocimos.

—¿No será porque en realidad venías en calidad de espía?

—¿Qué?

—Supongo que eres la arquitecta del proyecto.

—En realidad somos cuatro, pero...

—¿Era eso lo que hacías aquí a fin de año? ¿Echarle una última ojeada al pueblo antes de que vengan a demolerlo? ¿Querías visualizar de antemano tus futuros hoteles? Ah, y veo que le hablaste a tu padre sobre mí, para darle tiempo de reunir argumentos en mi contra.

La joven retrocedió unos pasos. Sus ojos no eran grises sino de color celeste con un círculo dorado alrededor de las pupilas, pero a Félix ya no le importó ese detalle.

—Comprendo que estés enojado —replicó ella—. Comprendo que todos estén enojados, pero mi padre y yo no tenemos la culpa de lo que está pasando aquí.

—Pero sí van a beneficiarse de ello, como buitres.

La mirada triste de Patricia se tornó iracunda.

—Conque buitres, ¿eh? ¿Y qué me dices de estas personas? Viven al día, educan a sus hijos en un sistema obsoleto y al parecer no les preocupa que el rendimiento escolar de esta zona esté entre los más bajos del país. Y ahora se quejan de que la pesca no les da para pagar las cuentas. En serio, ¿qué esperaban? ¡Ya no estamos en el siglo diecisiete! Puedes llamarme buitre todo lo que quieras, pero yo me maté estudiando para ser una buena arquitecta y salir adelante, y mi padre también consiguió lo que tiene trabajando como dieciséis horas al día, incluso los fines de semana. Estos pescadores salen a la mañana, venden sus pescados, ¿y qué hacen el resto del día? ¿Sentarse a tomar vino y jugar a las cartas?

—Ah, claro. Según tú, es pecado conformarse con una vida sencilla. Por el amor del cielo, si es que las personas sin ambición merecen totalmente que alguien venga y les pase por encima. Lo que vale es hacer mucho dinero y gastar mucho dinero, sin importar que el consumismo haga estragos en el ambiente. ¿Sabes?, me extraña que pienses así. En tu novela los protagonistas están escapando de un planeta que ya no es habitable. Esa parte ha de ser pura ficción, entonces, porque obviamente no te interesa el tema en la vida real. Qué hipócrita.

Félix no vio venir la bofetada. Estalló en su cara sin previo aviso, y aunque no le dolió tanto en la piel, sí lastimó su orgullo. El hombre esquivó a Patricia y se fue del gimnasio sin mirar atrás. Tenía ganas de golpear algo, pero como no le gustaba descargar sus frustraciones con arrebatos de violencia, lo que hizo fue caminar a paso muy rápido hasta que empezó a faltarle el aliento. Para ese entonces ya se había alejado varios kilómetros del punto de partida. Dio la vuelta, aún enojado, y llegó a su ático muerto de sed y con un buen dolor de pies. Se preparó una bebida fría y subió a beberla a la azotea, llevando consigo unos trozos de queso para Galadriel, quien solía aparecer a esas horas. Efectivamente, la gaviota aterrizó poco después sobre la caja de madera junto a la silla de Félix. Devoró los trozos de queso como si fueran dulces ofrecidos a un niño.

—Al menos tú no me das problemas, amiga. Bueno, salvo por las ocasionales manchas de excremento...

No podía sacarse de la cabeza la discusión con Patricia, y cuanto más pensaba en el asunto, más irritante le parecía. Lo peor de todo, sin embargo, era la decepción. A los dos les había ocurrido algo alucinante, digno de esos programas de TV sobre fenómenos paranormales, y cuando Félix comenzaba a pensar que podría ser el inicio de una linda amistad, como mínimo, ¡bam!, el vínculo se había ido al carajo incluso antes de afianzarse. Qué lástima. Una jodida pena.

Al terminar su bebida, Félix bajó al ático y se sentó frente a la computadora. El archivo seguía tal como lo había dejado. Pulsando las teclas con más fuerza de la que acostumbraba, escribió:

«Las columnas de piedra surgían del agua como dedos. Muchas se habían derrumbado por el embate continuo del viento y las olas, pero las demás parecían determinadas a caer solamente tras una lenta labor de desgaste. Kitai se posó sobre la más baja, cuya circunferencia apenas si le alcanzaba para sentarse sin peligro de caer.

Unas gotas de espuma mojaron sus piernas. Como a todos los de su especie, a Kitai no le gustaba nadar, y no sólo a causa del peligro que representaban los bilaru, sino porque las plumas de sus alas no eran impermeables. Los seres del mar lo sabían, y de hecho era parte de su estrategia de combate: arrojar anzuelos desde el agua para enganchar los pies de sus enemigos, los cuales, una vez sumergidos, quedarían indefensos al no poder alzar el vuelo desde allí.

Esta vez tendría que arriesgarse, pensó Kitai. Sería difícil entablar un diálogo con los bilaru, pero la amenaza que había bajado del cielo era aún más grande. Lanzó a mano unas flechas al agua, pues, y esperó sin bajar la guardia.

Los bilaru aparecieron al rato, formando un círculo de cabezas y puntas de lanza. Uno de ellos, que por las marcas en su frente debía de ser alguien importante, sostenía las flechas de Kitai en un puño crispado. Su voz, al igual que su cara, irradió desprecio al decir:

—¿Marcas tus flechas con nuestro símbolo de paz? ¿Cómo te atreves?

Sin perder la calma, Kitai le enseñó el casco que había robado a uno de los invasores.

—¿Habéis visto ya a las criaturas que vinieron de más arriba? ¿Os han atacado?

El bilaru entrecerró los ojos.

—Sí, los hemos visto. Pero son como vosotros: no pueden respirar bajo el agua. Los dejaremos tranquilos mientras no toquen nuestro alimento. Ahora vete, asqueroso shandi. No tenemos nada más que decirnos.

El bilaru empezó a sumergirse.

—Te equivocas —lo frenó Kitai. El bilaru regresó, aunque se veía impaciente—. Los invasores son débiles, sí. No vuelan, no respiran bajo el agua, ni siquiera son hábiles en un combate cuerpo a cuerpo. Pero lo que no tienen de fuerza lo han compensado con inteligencia, y así han podido crear artefactos que los llevan por el aire. Y ahora veo que esto aún no lo sabíais: también tienen artefactos que pueden transportarlos bajo el agua, conservando en su interior el aire igual que una burbuja.

—Destruiremos esos artefactos si llegáramos a verlos —dijo otro bilaru—. Los perforaremos con nuestras lanzas y arpones.

—No podríais —respondió Kitai—. Mi gente ya lo ha intentado. El metal que utilizan es muy duro, y eso no es lo peor: los invasores tienen armas que destruyen a distancia, arrojando bolas de luz candente.

Los bilaru se miraron entre sí, preocupados. Era la reacción que Kitai había estado esperando, y que quizás le permitiera convencerlos.

—No me ofenderé si dudáis de mí, aunque jamás he dañado a ninguno de vosotros. Observad a los invasores, pronto comprobaréis que lo que digo es cierto. Ellos vienen a colonizar. Muchos han llegado estos días, y no les importa que no los queramos en nuestro mundo. Cuando tratamos de repelerlos, nos atacaron. Harán lo mismo con vosotros tarde o temprano, y es por eso que debemos unirnos cuanto antes. Entre todos podríamos averiguar cuáles son sus debilidades.

El líder de los bilaru consideró la propuesta en silencio. Después alzó las flechas de Kitai que aún sostenía y las rompió todas al mismo tiempo sin pestañear siquiera. Dejó caer los pedazos al agua.

—Habrá una tregua entre nosotros —dijo a continuación—. Pero sólo por ahora, y hasta que hable con mi rey y los otros reyes del mar. Seré tu portavoz, mas no prometo nada. Mientras tanto, sigue vigilando a los invasores para ver si descubres algo más. Nos prepararemos para la guerra.

Kitai asintió y los bilaru desaparecieron bajo las olas. Sí, una guerra. Era muy probable que no pudieran evitarla, pero si tenían que llegar a eso, su gente también estaría preparada.

Se impulsó hacia arriba de un salto, extendió las alas y emprendió el vuelo de regreso a su isla.»

Félix guardó el archivo y apagó la computadora. Ahora que su enojo se había disipado, lo que quedaba era una inesperada sensación de arrepentimiento. Ojalá no le hubiera hablado así a Patricia, pensó. Además... ella había dicho unas cuantas verdades sobre los pescadores. A él mismo lo sacaba un poco de quicio su mentalidad inmediatista, y que no buscaran una vida menos dura para sus hijos. También les había dicho que debían añadir algún valor a su producto, creando tal vez un restaurante ahí mismo, en la costa, para impulsar la economía local. Y en cuanto al descarte de los peces con espinas... oh, diablos, ¿en qué embrollo se había metido? Él quería proteger a sus amigos pescadores y al ecosistema de la playa... hasta el punto de haberse dejado cegar por su propia ideología.

Félix buscó su teléfono móvil y marcó el número de Patricia mientras daba las gracias por no haberlo borrado después de la discusión. Ella, sin embargo, no contestó. El biólogo cortó la llamada y volvió a marcar, y como siguiera sin obtener respuesta, decidió dejar un mensaje en el correo de voz.

—Ah, hola, Patricia. Soy Félix. Antes que nada, quiero disculparme por todo lo que dije. Y me refiero también a las acusaciones que le hice a tu padre. Me gané esa bofetada, lo admito. —Hizo una pausa para tomar aire antes de proseguir—: Escucha... no puedo olvidar lo que pasó con nuestras novelas. Tiene que ser algún tipo de señal, ¿no crees? Me gustaría... me gustaría que nos viéramos mañana en el lugar donde nos conocimos. Al amanecer. Tuviste razón sobre muchas cosas, pero yo quisiera mostrarte la otra cara del asunto. Porque existe, y es... bueno, seguramente mucho mejor de lo que podrías imaginar. Por favor, ven. Y aunque no logremos llegar a un acuerdo... de todas maneras quiero seguir en contacto contigo. Espero que vengas. Bien, eso es todo, adiós.

Félix interrumpió la llamada y dejó el móvil sobre la mesa. No aguardaba una respuesta, en realidad. Lo que fuera a pasar a continuación sería cara a cara, no por medio del teléfono.

El hombre trabajó en su informe unas horas, bajó a cenar, y finalmente se fue a dormir preguntándose si alguna vez volvería a ver aquella hermosa sonrisa con hoyuelos.