Prólogo
(1966).
Silencio. Sombras en la oscuridad, cortinas que se mecen con la fresca brisa de abril. Me di la vuelta en la cama y lancé una mirada cansada al reloj. ¡Maldita sea! Aún era noche cerrada y sólo habían pasado cuatro minutos justos desde la última vez que lo había mirado.
Llevaba horas dando vueltas sin parar en la cama. ¿Dónde me había metido? ¿Por qué demonios había aceptado la oferta de trabajo de George Martin? Al fin y al cabo, yo sólo tenía 19 años. Debería haber sido la persona con menos preocupaciones del mundo. Salir con mis amigos, conocer chicas, pasarlo bien.
En vez de esto, me comprometí a pasar los siguientes meses enclaustrado día y noche en un estudio de grabación, asumiendo la responsabilidad de que el grupo de música más popular del mundo sonara todavía mejor de lo que había sonado nunca. Y todo iba a comenzar en apenas unas horas.
Necesitaba dormir un poco, pero no conseguía desconectar el cerebro, no podía conciliar el sueño. Por mucho que intentara ahuyentarlos, me consumían los pensamientos más lúgubres. El tal Lennon, con su lengua viperina, iba a utilizar mis intestinos como ligas, estaba seguro. ¿Y qué decir de Harrison? Siempre tan adusto, tan suspicaz con todo el mundo, con él nunca sabías a qué atenerte. Me los imaginaba a los cuatro (incluso al amigable y encantador Paul) acosándome, haciéndome llorar, expulsándome del estudio, sumiéndome en la desgracia y la vergüenza.
La cena se me empezaba a repetir. Sabía que todo aquello me lo estaba provocando yo mismo, pero era incapaz de deshacer el nudo en el estómago o detener mi agitación mental. Apenas unas horas antes, bajo la radiante luz del sol, me había mostrado confiado, desenvuelto incluso, seguro de poder afrontar cualquier cosa que los Beatles pudieran hacerme. Pero ahora, en la oscuridad de la noche, sin poder dormir, solo en cama, lo único que sentía era miedo, ansiedad, inquietud.
Estaba aterrado.
¿Cómo había llegado a aquella situación? Empecé a reflexionar sobre los acontecimientos que me habían conducido hasta este punto, como una cinta rebobinada y reproducida sin cesar. Mientras caía en los dulces brazos de Morfeo, retrocedí mentalmente a una mañana lluviosa de apenas dos semanas atrás.
—Chaval, ¿me das un pitillo?
Phil McDonald me gorroneaba el tabaco mientras estábamos sentados en la estrecha y luminosa sala de control esperando a que comenzara otra sesión de grabación. Obligados a ceñirnos a un estricto código de indumentaria, ambos íbamos vestidos de manera conservadora, con camisa y corbata, por mucho que la mayoría de los chicos de nuestra generación anduvieran desfilando por el Swinging London ataviados con su ropa mod de colores chillones recién salida de Carnaby Street. Apenas un año menor que yo, Phil llevaba sólo unos meses en los estudios de EMI (que no se llamarían «Abbey Road», por el álbum de los Beatles del mismo nombre, hasta 1970) y por lo tanto todavía estaba completando su aprendizaje como ingeniero auxiliar. Habíamos desarrollado una buena camaradería, aunque, cuando la cinta empezaba a rodar, yo me convertía en su jefe. Durante el paréntesis entre el momento en que terminábamos de colocar los micrófonos y el instante en que las puertas se abrían con el bullicio de la llegada de los músicos, compartíamos tranquilamente un cigarrillo, haciendo nuestra contribución particular al ambiente rancio y cargado de humo que impregnaba las instalaciones de EMI.
El sonoro timbre del teléfono que reposaba junto a la mesa de mezclas rompió la pacífica atmósfera.
—Estudio —contestó Phil con voz resuelta—. Sí, está aquí. ¿Quiere hablar con él?
Me acerqué al teléfono, pero Phil me hizo un gesto con la mano.
—De acuerdo, se lo diré —y, volviéndose hacia mí, me informó sin pestañear—: Quieren verte en el despacho del director ahora mismo. Me temo que te vas a comer un marrón de los gordos. No te preocupes, haré un buen trabajo sustituyéndote como nuevo niño prodigio de EMI.
—Seguro que sí, cuando hayas descubierto qué extremo del micrófono tienes que meterte por el culo, serás un buen ingeniero —repliqué. Pero mientras avanzaba por el pasillo me invadió una creciente sensación de malestar. ¿Alguien se había quejado de mí por equivocarme con los cables o por utilizar una posición del micrófono poco habitual? ¿Me había metido en algún lío? Últimamente estaba desobedeciendo tantas reglas que era difícil pensar en qué transgresión me había hecho ganar la inminente bronca.
La puerta del director del estudio estaba abierta de par en par. «Pasa, Geoffrey», dijo el imperioso Sr. E. H. Fowler, que estaba a cargo del funcionamiento diario de todo el complejo, había sido en su día ingeniero de grabación de música clásica, y por lo general era una figura inofensiva, aunque tenía sus rarezas. A la hora del almuerzo solía recorrer los estudios y cerrar todas las luces para ahorrar electricidad; a las dos menos cinco volvía a encenderlas. Su tono de voz me decía que no se trataba de una bronca.
Entré en el despacho. Sentado junto a la mesa de Fowler estaba George Martin, el larguirucho y aristocrático productor de discos con el que yo había trabajado durante los últimos tres años y medio en sesiones de los Beatles, así como de Cilla Black, Billy J. Kramer y otros artistas de la escudería de Brian Epstein. George era famoso por ir al grano, y aquella mañana no se anduvo por las ramas. Sin esperar a que Fowler añadiera nada más, se volvió hacia mí y disparó el obús:
—Geoff, nos gustaría que sustituyeras a Norman en su puesto. ¿Qué me dices?
Norman Smith había sido el ingeniero habitual de los Beatles desde su primera audición para la discográfica, en junio de 1962. Desde entonces, había manejado la mesa de mezclas en todos y cada uno de sus discos, incluyendo los sencillos de éxito que los habían lanzado al estrellato internacional. Norman era un hombre mayor (probablemente de la misma edad que George Martin, aunque ninguno de nosotros supo nunca su edad exacta, pues en aquellos tiempos era una práctica habitual mentir sobre la edad en las solicitudes de empleo), y también muy autoritario. No hay duda de que conocía el oficio. Yo había aprendido mucho como ayudante suyo, y es indudable que desempeñó un papel indispensable en el éxito inicial de los Beatles. En todos mis tratos con el grupo, había tenido la sensación de que estaban muy contentos con el trabajo que él hacía para ellos.
Pero Norman era ambicioso. Era compositor de canciones aficionado y soñaba con llegar a ser un artista que grabara discos con su propio nombre. Pero por encima de todo quería ser productor de discos; decían que incluso aspiraba a ocupar en un futuro el lugar de George Martin. Se comentaba por el estudio que Norman había estado presionando a la dirección para conseguir un ascenso a lo largo de las sesiones de Rubber Soul, en otoño de 1965, pero con trampa: quería convertirse en productor en plantilla para EMI y al mismo tiempo seguir siendo el ingeniero de los Beatles.
George Martin, que también era el jefe del sello Parlophone, se puso firme: de eso, nada. Norman podía seguir siendo el ingeniero de los Beatles o podía ser productor en plantilla, pero no ambas cosas. Pensando en un joven y prometedor grupo que había visto actuar en un club de Londres y que esperaba poder fichar para el sello (se hacían llamar Pink Floyd), Norman decidió dejar para siempre la silla del ingeniero, aunque ello significara separarse del grupo más importante del mundo.
Con Norman convertido en productor, el estudio necesitaba ahora un ingeniero para sustituirlo, y por razones que no comprendía demasiado bien, yo había conseguido el ascenso, a pesar de que por entonces tenía apenas dieciocho años. Tal vez me habían dado el puesto simplemente por ser más popular que otros ingenieros auxiliares de más edad y experiencia, pues gran parte del trabajo tenía que ver con la diplomacia y el comportamiento en el estudio. Además, George Martin y yo nos habíamos llevado bien en las ocasiones en que yo le había hecho de ayudante. Muchas veces descubríamos que se nos había ocurrido la misma idea al mismo tiempo; casi éramos capaces de comunicarnos sin hablar.
Pero esta vez me resultó imposible leerle la mente. Lo que me estaba diciendo era simplemente incomprensible: con menos de seis meses de experiencia en el puesto, me pedía que me convirtiera en el ingeniero de los Beatles.
—Es una broma, ¿no? —fue lo único que pude tartamudear. Mi cara enrojeció inmediatamente al darme cuenta de lo patético de mi reacción.
—No, desde luego que no es ninguna broma —rió George. Consciente de mi incomodidad, siguió hablando con una voz más suave—: Mira, los chicos tienen programado comenzar a trabajar en su nuevo álbum dentro de dos semanas. Te ofrezco la oportunidad de trabajar para mí como ingeniero. Aunque eres joven, creo que estás preparado. Pero necesito una respuesta ya, hoy mismo.
Miré a Fowler en busca de ayuda, pero estaba ocupado limpiando distraídamente sus gafas con un pañuelo andrajoso. «Para él es muy fácil —pensé—. No es a él a quien le están poniendo entre la espada y la pared». Me faltaba el aire, el pánico me invadía. Claro que algunas veces había soñado despierto con grabar a los Beatles, al fin y al cabo, no sólo eran los artistas más importantes de EMI, sino también el grupo más famoso del mundo. Sabía que la oferta de George era potencialmente el modo más rápido de progresar en mi carrera. Pero ¿sería capaz de asumir tanta responsabilidad? Mientras George Martin me estudiaba con impaciencia, empecé a jugar mentalmente a «pito, pito, colorito». De un modo incongruente, pensé: «Si sale “fuera”, diré que sí». Para mi consternación —¿o para mi deleite?—, salió «fuera». O tal vez hice trampas para que saliera así.
Con una extraña sensación de distancia, como si estuviera observando desde lejos a aquel adolescente torpe y desgarbado que era yo en vez de habitar en su cuerpo, conseguí de algún modo pronunciar tres palabras:
—Sí, lo haré.
Pero lo único que pensaba era: «Espero no cagarla».
La primera sesión de lo que finalmente iba a convertirse en el álbum llamado Revolver estaba programada para las ocho de la tarde del miércoles 6 de abril de 1966. Cerca de las seis, los dos eternos ayudantes de los Beatles (Neil Aspinall y Mal Evans) llegaron en su destartalada furgoneta blanca y empezaron a descargar el equipo del grupo en el estudio 3 de EMI.
Por la mañana me habían dado la buena noticia de que Phil iba a participar como auxiliar mío en el proyecto. Ahora ambos estábamos muy atareados en el estudio, ordenando a los ingenieros de mantenimiento que colocaran los micrófonos en las posiciones estándar que Norman Smith siempre había utilizado. Cada vez que enchufaban un micro, Phil se acercaba y pronunciaba la frase recurrente —«Uno, dos, tres, probando»—, mientras yo, sentado en la sala de control, me aseguraba de que la señal llegaba a la mesa de mezclas sin ruido ni distorsión.
Poco antes de las ocho en punto, llegó George Martin y asomó la cabeza.
—¿Todo bien, Geoff? —preguntó con indiferencia.
—Perfecto, George —respondí, intentando sonar igual de tranquilo, aunque probablemente sin conseguirlo.
—Muy bien, pues —dijo mientras se dirigía a la cantina a por una rápida taza de té. Unos instantes después de que hubiera desaparecido, la puerta del estudio se abrió de golpe y entraron los cuatro Beatles, riendo y bromeando como de costumbre. Llevaban el pelo un poco más largo e iban vestidos de un modo informal que contrastaba con sus habituales trajes a medida y corbatas estrechas, pero aparte de eso no parecía que el éxito fenomenal que habían cosechado desde la última vez que los había visto los hubiera cambiado lo más mínimo. Mal corrió a buscar a George Martin, y yo hablé por el intercomunicador para alertar a Phil (que estaba en la sala de máquinas, listo para poner en marcha la grabadora) de que la sesión estaba a punto de comenzar.
Luchando contra los nervios, encendí el que debía de ser el cigarrillo número cincuenta del día y me acomodé en la silla, saboreando la quietud. Era un momento que para mí ya se había convertido en un ritual, pero esta vez lo sentía como la calma que precede a la tempestad. «Mi vida entera está a punto de cambiar», pensé. El problema es que no sabía si iba a cambiar a mejor o a peor. Si todo iba bien, era probable que mi carrera despegara como un cohete. Si no… Bueno, prefería no pensar en esa posibilidad.
Naturalmente, suponía que los Beatles sabían que Norman Smith había dejado su puesto y yo iba a ser el nuevo ingeniero; quién sabe lo que debían pensar de aquel cambio. Lennon y Harrison eran los dos a los que más temía; a John, porque podía llegar a ser muy cáustico, y a veces directamente desagradable, y a George por su sarcasmo y su perenne suspicacia. Ringo era más bien soso, un buen chico, aunque tenía un extraño sentido del humor y era en realidad el más cínico de los cuatro. Paul, por su parte, era agradable y simpático, aunque también sabía ser firme y enérgico cuando era necesario. Con él era con quien tenía mejor relación desde que había comenzado a trabajar para el grupo en 1962.
Mi estado contemplativo se vio interrumpido cuando George Martin abrió la puerta de la sala de control, con una taza de té en la mano.
—¿Todo listo? —me preguntó.
—Sí. Phil está a punto y todos los micros funcionan —respondí obediente.
Su respuesta me dejó helado:
—Bueno, pues supongo que será mejor que vaya a darles la noticia.
George colocó cuidadosamente la taza de té en la mesita del productor situada al lado de la mesa de mezclas y salió de la habitación.
¿Darles la noticia? No me lo podía creer. ¡No sabían nada! Dios mío, ¿cómo me había prestado a aquello? Miré a través del cristal que separaba la sala de control del estudio. Lennon y Harrison estaban afinando las guitarras, mientras Paul y Ringo hacían el payaso sentados al piano. Por los micrófonos abiertos, pude oír la conversación cuando George Martin entró en la sala.
—Buenas, Henry —dijo Lennon con su voz monótona y nasal. Como había dos George participando en las sesiones (Harrison y Martin), a George Martin solían llamarle «George H», porque se llamaba Henry de segundo nombre. Era una costumbre que siempre me pareció un poco rara, pues George Harrison también era George H. John era el único de los cuatro que tenía el descaro de llamar al solemne Martin únicamente por su segundo nombre, cosa que solía hacer cuando se sentía especialmente contento… o especialmente irritado. Paul y Ringo saludaron a su productor con un «Hola, George H., ¿cómo estás?», mucho más respetuoso. Mientras intercambiaban saludos, empecé a sentir cierto alivio. Por lo menos todos parecían estar de buen humor.
Todos menos George Harrison, claro. Escudriñando hoscamente desde detrás de su guitarra, se dejó de sutilezas y pronunció tres palabras que me atravesaron el corazón como un puñal.
—¿Dónde está Norman? —inquirió.
Cuatro pares de ojos se volvieron hacia George Martin. La breve pausa que se produjo a continuación me pareció una eternidad. Sentado al borde de la silla en la sala de control, contuve el aliento.
—Veréis, chicos, hay novedades —respondió Martin después de un instante que se me hizo eterno—: Norman lo ha dejado, y Geoff va a ocupar su lugar.
Eso fue todo. Ninguna otra explicación, ninguna palabra de aliento, ninguna alabanza a mis habilidades. Nada más que los hechos, simples y sin adornos. Me pareció ver que George Harrison fruncía el ceño. John y Ringo mostraban una evidente aprensión. Pero Paul no pareció inmutarse.
—Bueno —dijo con una sonrisa—. Nos las arreglaremos con Geoff, es buen chico.
Otra pausa, esta vez algo más larga. Me permití volver a respirar, pero oía los latidos de mi corazón.
Entonces, de un modo igualmente abrupto, se terminó. John se encogió de hombros, dio la espalda a los otros y siguió afinando la guitarra; Ringo volvió a dedicar su atención al piano. Con una mirada que no presagiaba nada bueno, George Harrison murmuró algo que no pude entender, pero luego se unió a Lennon junto a los amplificadores de guitarra. Paul se levantó y se acercó a la batería, muy satisfecho consigo mismo. De hecho, con el tiempo casi me he llegado a convencer de que George Martin y él se guiñaron el ojo.
En retrospectiva, pienso que el cambio en el puesto de ingeniero se realizó probablemente con el conocimiento y la aprobación tácita de Paul. Es posible que se produjera incluso a instancias suyas. Cuesta imaginar que George Martin pudiera tomar una decisión tan trascendental sin consultarla con nadie del grupo, y parecía tener una relación más estrecha con Paul, que siempre había sido el más preocupado por conseguir el mejor sonido en el estudio. Y si bien me gustaría creer que Paul había hecho amistad conmigo desde los primeros años de trabajo conjunto porque yo le caía bien, también es posible que tuviera un motivo ulterior, que me estuviera probando como posible sustituto de Norman.
Sin duda, en EMI había otros ingenieros con más experiencia y más cualificados que yo, pero tenían casi la edad de Norman. Tal vez Paul quería simplemente a alguien un poco más joven, alguien más cercano tanto en edad como en actitud, sobre todo porque el grupo estaba progresando musicalmente a pasos agigantados y también empezaba a experimentar cada vez más. John, Ringo y George Harrison no se preocupaban tanto de los detalles como Paul, y yo comprendía que George Martin hubiera optado por evitar la controversia manteniendo el tema en secreto durante el máximo tiempo posible.
Pero allí sentado en la sala de control, sin saber qué recibimiento iba a tener, yo no pensaba en estas cosas. Era simplemente un revoltijo de emociones: un saco de nervios, preocupado ante la posibilidad de estropearlo todo, horrorizado porque George Martin se lo hubiera dicho en el último momento… y temeroso de que el grupo me rechazara de plano.
Con el tema ya resuelto, los Beatles no tardaron en ir al grano. Secándome el sudor de la frente, decidí aventurarme en el estudio para descubrir en qué íbamos a trabajar aquella noche.
«Hola, Geoff», dijo Paul alegremente cuando entré en la sala. Los otros tres me ignoraron por completo. John estaba en plena discusión con George Martin; estaba claro que la primera canción en la que íbamos a trabajar sería una de las suyas. Por entonces todavía no tenía título, de modo que la caja de la cinta fue etiquetada simplemente como «Mark 1». El título final, «Tomorrow Never Knows». (“El mañana nunca sabe nada”) era en realidad uno de las muchos disparates que soltaba Ringo, pero no dejaba traslucir la naturaleza profunda de la letra, que estaba adaptada en parte del Libro tibetano de los muertos.
Existe la falsa idea de que John y Paul siempre escribían las canciones juntos. Tal vez lo hicieran en los primeros tiempos (y por esta razón decidieron acreditar todas sus canciones como «Lennon / McCartney» y se repartían equitativamente los royalties), pero para cuando empezaron las sesiones de Revolver, lo más habitual era que compusieran por separado. Cada uno criticaba el trabajo del otro y sugería cosas; a veces aportaban una parte intermedia a la canción del otro, o reescribían una estrofa o un estribillo. Pero por lo general todas las canciones las componían por separado. Casi sin excepción, el compositor principal de la canción se ocupaba de la voz solista.
«Ésta es totalmente diferente a todo lo que hayamos hecho antes —le dijo John a George Martin—. Sólo tiene un acorde, y tiene que ser todo como una letanía». Las canciones de un solo tono se estaban haciendo cada vez más populares en aquellos primeros y embriagadores tiempos de la psicodelia; supongo que estaban pensadas para escucharlas mientras estabas colocado o flipando con ácido. En mi opinión, ése era el único modo en que podían apreciarse. Pero aquí mis gustos musicales no tenían importancia, mi tarea era conseguir para el artista y el productor los sonidos que ellos buscaban. De modo que agucé el oído al escuchar la última indicación que John le dio a George: «… y quiero que mi voz suene como el Dalai Lama cantando desde la cumbre de una montaña, a kilómetros de distancia».
Aquello era típico de John Lennon. A pesar de ser uno de los mejores cantantes de rock&roll de todos los tiempos, odiaba el sonido de su propia voz y siempre nos estaba implorando que la hiciéramos sonar diferente. «¿Puedes deformar eso un poco más?», solía decir. O: «¿Puedes hacer que suene más nasal? No, cantaré con voz nasal, eso es». Cualquier cosa para disimular su voz.
John siempre tenía un montón de ideas sobre cómo quería que sonaran sus canciones; tenía en la mente lo que quería oír. El problema era que, a diferencia de Paul, le costaba expresar esas ideas si no era en los términos más abstractos. Si Paul solía decir: «Esta canción necesita metales y timbales», la indicación de John era más bien: «Quiero que suene como James Dean dándole caña a la moto por la autopista».
O: «Hazme sonar como el Dalai Lama cantando desde la cumbre de una montaña».
George Martin me miró y asintió mientras tranquilizaba a John: «Entendido. Estoy seguro de que a Geoff y a mí se nos ocurrirá algo». Lo que significaba, por supuesto, que estaba seguro de que a Geoff se le ocurriría algo. Miré a mi alrededor, presa del pánico. Creía tener una vaga idea de lo que John quería, pero no sabía muy bien cómo conseguirlo. Por suerte, tenía poco tiempo para pensarlo, porque John decidió comenzar el proceso de grabación pidiéndome que hiciera un loop con una figura simple de guitarra tocada por él, con Ringo acompañándolo a la batería. (Un loop se crea empalmando el final de una parte musical con el inicio de la misma, de modo que se reproduzca de modo continuo). Como John quería un sonido atronador, se decidió tocar la parte a un tempo rápido y luego ralentizar la cinta en el reproductor: esto serviría no sólo para devolver el tempo a la velocidad deseada, sino también para hacer que la guitarra y la batería (y las reverberaciones de las que estaban saturadas) sonaran como si fueran de otro mundo.
Mientras tanto seguía pensando en cómo sonaría el Dalai Lama si estuviera en lo alto de Highgate Hill, a pocos kilómetros del estudio. Hice un inventario mental del equipo que teníamos a mano. Estaba claro que ninguno de los trucos de estudio habituales disponibles en la mesa de mezclas bastaría para hacer el trabajo. Teníamos también una cámara de eco, y un montón de amplificadores en el estudio, pero tampoco veía cuál podía ser su utilidad.
Pero tal vez hubiera un amplificador que podría funcionar, aunque nadie había hecho pasar una voz por él con anterioridad. El órgano Hammond del estudio estaba conectado a un sistema llamado Leslie, una gran caja de madera que contenía un amplificador y dos altavoces giratorios, uno que canalizaba las frecuencias bajas y graves y otro que canalizaba las frecuencias altas y agudas. El efecto de aquellos altavoces giratorios era en gran parte el responsable del sonido característico del órgano Hammond. Casi podía oír mentalmente cómo sonaría la voz de John si saliera de un Leslie. Tardaríamos un rato en prepararlo todo, pero confiaba en que pudiéramos conseguir lo que él estaba buscando.
—Creo que tengo una idea para la voz de John —anuncié a George en la sala de control mientras terminábamos de montar el loop. Entusiasmado, le expliqué el concepto. Si bien frunció el ceño por un instante, luego asintió con la cabeza. Entonces se dirigió al estudio a decir a los cuatro Beatles, que estaban plantados esperando impacientes a que construyéramos el loop, que se tomaran una pausa para tomar el té mientras «Geoff encuentra algo para la voz».
Menos de media hora más tarde, Ken Townsend, nuestro ingeniero de mantenimiento, había terminado de cablear el aparato. Phil y yo lo probamos, colocando cuidadosamente dos micrófonos cerca de los altavoces del Leslie. Sin duda, sonaba diferente; esperaba que aquello satisficiera a Lennon. Respiré hondo e informé a George Martin que estábamos listos para empezar.
Dejando las tazas de té, John se colocó tras el micro y Ringo se sentó a la batería, listos para añadir la voz y la batería al loop ya grabado, mientras Paul y George Harrison se dirigían a la sala de control. Una vez todos estuvieron en su lugar y listos para grabar, George Martin pulsó el botón del intercomunicador: «Preparados… ahí va». Entonces Phil puso en marcha el reproductor. Ringo empezó a tocar, golpeando con furia la batería, y John se puso a cantar, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás.
«Desconecta la mente, relájate y déjate llevar por la corriente…». La voz de Lennon sonaba como nunca lo había hecho antes, misteriosamente desconectada, distante pero convincente a la vez. El efecto parecía complementar a la perfección la letra tan esotérica que estaba entonando. Todos los presentes en la sala de control (incluido George Harrison) parecían asombrados.
A través del cristal podíamos ver sonreír a John. Al final de la primera estrofa, hizo una señal de entusiasmo con los pulgares hacia arriba, y McCartney y Harrison se dieron unos golpecitos en la espalda.
—¡Es el Dalai Lennon! —gritó Paul.
George Martin me lanzó una irónica sonrisa: «Buen trabajo, Geoff». Viniendo de alguien tan poco dado a los cumplidos, era una enorme alabanza. Por primera vez en todo el día, el hormigueo en el sector medio de mi cuerpo dejó de incordiarme.
Instantes después, la primera toma estaba terminada y John y Ringo se habían unido a nosotros en la sala de control para escucharla. Lennon estaba claramente pasmado por lo que estaba oyendo. «Joder, esto es una maravilla», repetía una y otra vez. Luego se dirigió a mí por primera vez aquella noche, adoptando su mejor acento pretencioso de clase alta:
—Bueno, muchacho —bromeó—, cuéntanos con precisión cómo has logrado este pequeño milagro.
Hice lo posible por explicar lo que había hecho y cómo funcionaba el Leslie, pero casi todo lo que dije parecía entrarle por un oído y salirle por el otro; lo único que entendió fue el concepto del altavoz giratorio. Por experiencia propia, hay pocos músicos que tengan conocimientos técnicos (se concentran en el contenido musical y en nada más, como debe ser) pero Lennon era más ignorante en estos temas que la mayoría.
—¿No podríamos conseguir el mismo efecto colgándome de una cuerda y balanceándome alrededor del micrófono? —preguntó de manera inocente, lo que provocó en los demás un ataque de risa.
—Qué bobo eres, John, de verdad —se burló afectuosamente McCartney, pero Lennon se mantuvo en sus trece. Al fondo, pude ver como George Martin movía la cabeza con incredulidad, como un maestro de escuela que disfruta de la ingenuidad de uno de sus jóvenes alumnos.
Pero Lennon no era fácil de disuadir. Al año siguiente, cuando estábamos grabando el álbum Sgt. Pepper, enviaron al ayudante de los Beatles, Mal Evans, a comprar una cuerda que fuera lo bastante fuerte como para colgar a John de las vigas del techo del estudio y hacer que se balancease como una campana. Por suerte para todos nosotros, Mal no tuvo éxito en sus pesquisas, o tal vez, consciente del peligro (y la estupidez) de la idea, evitó deliberadamente satisfacer los deseos de su patrón. En cualquier caso, la idea fue descartada discretamente, aunque Lennon siguió buscando nuevas maneras de disfrazar su voz, refiriéndose a menudo al modo en que «nuestro Geoffrey» le había hecho levitar hasta lo alto de la montaña durante la grabación de «Tomorrow Never Knows».
Aquella noche, algo más tarde, John me sonrió amablemente e inició una conversación superficial (era su modo de demostrarme que me aceptaba y había pasado su inspección personal).
—¿Has oído el nuevo disco de Tiny Tiro? —preguntó.
No lo había oído, pero quería aparentar que estaba al día y en la onda:
—Sí, son geniales —aventuré.
Lennon estalló en una carcajada burlona:
—¿Geniales? Si es un solo tío, ¿ni siquiera sabes eso? En realidad nadie está seguro de si es un tío o una drag queen.
Me puse rojo como un tomate y me escabullí del estudio, con el rabo entre las piernas. Había aprendido una lección importante: embaucar a John Lennon era imposible.
Mientras escuchaban la primera toma de «Tomorrow Never Knows», John y George Harrison habían estado comentando con gran ilusión ideas para los arreglos de guitarra. Harrison, en su entusiasmo, propuso añadir una tambura, uno de los instrumentos indios de su nueva colección.
—Es perfecta para este tema, John —explicó con su hablar monótono e inexpresivo—: El sonido es como el de una letanía y haría que todo quedara muy oriental.
Lennon asintió con la cabeza; era evidente que le gustaba la idea, pero no estaba dispuesto a decirlo. La mayor parte del tiempo trataba a su compañero más joven como a un hermano pequeño o incluso como a un subordinado. En raras ocasiones John mostraba a George el respeto que éste merecía.
Pero yo estaba atento a Paul y a Ringo, que estaban acurrucados hablando del arreglo de batería. Paul era un músico total, sabía tocar muchos instrumentos diferentes, incluida la batería, de modo que era él quien trabajaba más a menudo con Ringo en el desarrollo de los arreglos. Paul estaba sugiriendo a «Ring» (como solíamos llamarlo) que añadiera un pequeño salto al ritmo de base que estaba tocando. El patrón que estaba repiqueteando sobre la mesa de mezclas recordaba ligeramente al que Ringo había tocado en su reciente éxito «Ticket To Ride». Ringo no decía nada, pero escuchaba con atención. Al ser el último Beatle en incorporarse al grupo, estaba acostumbrado a recibir instrucciones de los demás, especialmente de Paul. La contribución de Ringo al sonido del grupo era importante (de eso no hay ninguna duda), pero a no ser que estuviera totalmente convencido de algo, raras veces alzaba la voz en el estudio.
Mientras Paul trabajaba en el patrón de batería, yo me concentré en el sonido del instrumento. La colocación habitual de los micrófonos de Norman podía haber sido la adecuada para cualquier canción de los Beatles, pero de algún modo parecía demasiado vulgar para la originalidad de aquel tema en particular. Con las palabras de Lennon rondando por mi cerebro («Ésta es totalmente diferente a todo lo que hayamos hecho antes»), empecé a oír un sonido de batería en mi cabeza, y creí saber cómo conseguirlo. El problema era que mi idea contravenía directamente las estrictas reglas de grabación de EMI.
Preocupados por el desgaste y la conservación de su cara colección de micrófonos, los jefazos del estudio nos habían advertido que no colocáramos nunca los micros a menos de sesenta centímetros de la batería, especialmente del bombo, que produce una gran cantidad de frecuencias graves. Sin embargo, a mí me parecía que, si acercaba todos los micrófonos de la batería (a una distancia, por ejemplo, de apenas unos centímetros), percibiríamos una cualidad tonal muy diferente, que en mi opinión iba a encajar muy bien con la canción. Sabía que podía ganarme una bronca del director del estudio por hacer un invento de este tipo, pero me picaba la curiosidad, estaba deseando escuchar cómo sonaba. Después de un instante de reflexión decidí que tenía que intentarlo. Estábamos hablando de los Beatles. Si no podía probar ese tipo de cosas en sus sesiones, probablemente no tendría ocasión de hacerlo en las de nadie más.
Sin decir una palabra, me dirigí disimuladamente al estudio y acerqué el micro de la caja y el aéreo de ambiente. Pero antes de mover también el micrófono destinado al bombo de la batería de Ringo, había algo que también quería probar, porque notaba que el bombo resonaba demasiado (en la jerga del estudio, estaba demasiado «vivo»). Ringo, que era un fumador más empedernido que los otros tres, tenía la costumbre de tener siempre a mano el paquete de tabaco, justo encima de la caja, incluso mientras tocaba. En cierta manera, creo que esto contribuía incluso a su sonido de batería característico, porque servía para amortiguar levemente el parche.
Aplicando el mismo principio, decidí hacer algo para amortiguar el bombo. Sobre una de las fundas del instrumento había un viejo jersey de ocho brazos hecho expresamente para promocionar la película más reciente del grupo, que en un principio iba a llamarse Eight Arms to Hold You (“Ocho brazos para abrazarte”) pero que luego rebautizaron como Help! Supongo que desde entonces Mal se lo había apropiado para embalar cosas, pero a mí se me ocurrió darle un uso mejor. Lo más rápido que pude, desmonté el parche frontal de la batería (el que llevaba el famoso logotipo de los Beatles con la «T» caída) y metí el jersey hasta empotrarlo contra el parche de golpeo. Luego volví a colocar el parche frontal y situé el micrófono justo delante del mismo, ligeramente en ángulo, pero casi tocándolo.
Regresé a la sala de control, donde los cuatro Beatles estaban engullendo tazas de té, y bajé disimuladamente las entradas de la mesa de mezclas para que no distorsionaran cuando Ringo volviera a tocar. Entonces llegó el momento de poner en práctica la fase final de mi plan para mejorar el sonido de la batería. Conecté el limitador Fairchild del estudio (un dispositivo que reduce los picos en la señal) para que afectara solamente a los canales de la batería, y luego subí la ganancia. Mi idea era sobrecargar deliberadamente el circuito, otra vez en contra de las reglas de grabación de EMI. El «bombeo» resultante, pensaba, añadiría un grado extra de atractivo al sonido de la batería. Al mismo tiempo, rezaba interiormente porque los micrófonos no resultaran dañados, pues en caso de estropearse probablemente mi puesto de trabajo colgaría de un hilo. No obstante, tengo que reconocer que me sentía un poco invulnerable, en mi fuero interno pensaba que John Lennon (que, eufórico con el nuevo de sonido de su voz, seguía alabándolo ante todo aquel que quisiera escucharle) probablemente se alzaría en mi defensa si la dirección amenazaba con despedirme.
Cuando el grupo volvió al estudio para su segundo intento de grabar la pista base de «Mark 1», pedí a Ringo que golpeara cada uno de sus tambores y platos. Afortunadamente, ninguno de los micros distorsionaba. De hecho, la batería ya sonaba mucho mejor, con la combinación de la colocación tan cercana de los micros y el funcionamiento independiente del Fairchild. No hubo ningún comentario por parte de George Martin, cuya atención estaba en otra parte; sin duda estaba pensando en ideas para los arreglos. Yo tenía los dedos tensos sobre los controles de la mesa de mezclas; sentía un cosquilleo por la emoción. Hasta el momento todo había ido bien, pero la verdadera prueba llegaría cuando todo el grupo empezara a tocar.
«¿Listo, John?», preguntó Martin. El gesto afirmativo de Lennon indicó que estaba a punto de empezar la cuenta, de modo que ordené a Phil McDonald que pusiera en marcha la cinta. «… dos, tres, cuatro», entonó John, y entonces Ringo entró con un golpe furioso de plato de crashy bombo. ¡Sonaba magnífico! Al cabo de treinta segundos, sin embargo, alguno de ellos cometió un error, y todos dejaron de tocar. Sabía por mi experiencia como auxiliar que Lennon querría comenzar otra toma inmediatamente (siempre estaba impaciente, listo para ponerse en marcha), de modo que anuncié rápidamente: «Toma tres» por el micrófono interno, y el grupo empezó a tocar otra vez la canción, esta vez sin fallos.
«Creo que ya lo tenemos», anunció John con alegría después de que la última nota se hubiera apagado. George Martin llamó a todo el mundo a la sala de control para escuchar la toma. Esta vez yo no estaba tan nervioso, sentía que había conseguido exactamente el sonido de batería que convenía más a la canción. Diez segundos después de que la cinta empezara a sonar para los cuatro Beatles, supe que el instinto no me había fallado.
—¿Qué demonios has hecho con mi batería? —me preguntó Ringo—. ¡Suena fantástica!
Paul y John empezaron a armar jolgorio, e incluso el siempre adusto George Harrison sonreía abiertamente.
—Ésta es la buena, chicos —coincidió George Martin, asintiendo con la cabeza en mi dirección—. Buen trabajo, vamos a dejarlo por esta noche:
Eran más de las dos de la madrugada, y aunque, para mi gran satisfacción, la noche había terminado en triunfo, lo que más sentía era agotamiento. Todos los demás estaban de buen humor; yo estaba simplemente reventado.
En la sala de control ahora vacía, Phil McDonald y yo aprovechamos para fumar un cigarrillo tranquilo y reflexionar con calma sobre lo que había pasado.
—Lo has conseguido, Geoff —dijo con voz suave—. Te los has ganado completamente.
Y era verdad; incluso George Harrison se había despedido de mí con un poco característico «Cuídate» mientras salía por la puerta. Tras apagar el cigarrillo en el viejo y destartalado cenicero que había encima de la mesa de mezclas, recorrí lentamente el pasillo y subí al coche que me esperaba para llevarme a casa de mis padres en el norte de Londres, mientras el leve brillo del amanecer empezaba a despuntar en el horizonte.