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Un tesoro escondido
En las profundidades del húmedo y mohoso sótano de mi abuela esperaba un tesoro escondido, la caja que literalmente iba a cambiar mi vida.
Y no es que yo tuviera la menor idea de lo que había dentro; al fin y al cabo, sólo tenía seis años. Como hijo único, me había acostumbrado a pasar horas interminables solo. Mi padre trabajaba de sol a sol en su carnicería, y mi madre, que se dedicaba a sus labores a pesar de haber estudiado para modista (de joven, antes de la guerra, había hecho vestidos para la familia real), parecía estar siempre ocupada en casa haciendo un poco de esto y un poco de aquello. En aquella fría tarde de la primavera de 1953, yo había decidido matar el tiempo sin salir, fisgoneando en las regiones inferiores de la casa de mi abuela, donde vivíamos mis padres y yo. A ojos de los demás era un sótano lúgubre y de aire irrespirable, lleno de arañas y telarañas, polvo y trastos viejos. Pero para mi joven percepción, se trataba de un sanctasanctórum secreto que contenía misterios insondables, reliquias exóticas de la época de antes de la guerra que yo no había conocido.
La guerra era algo de lo que todo el mundo en Gran Bretaña hablaba todavía en voz baja. Había rastros de la misma por todas partes, empezando por los veteranos heridos de guerra que veías por la calle, y terminando por los solares bombardeados que permanecían como testimonio mudo del horrible vapuleo que Londres había recibido. En realidad, había un solar bombardeado justo al lado de donde yo vivía; en nuestra inocencia, todos los niños del barrio solíamos usarlo como patio de recreo improvisado, un lugar misterioso donde formábamos sociedades secretas. Pero aunque para mí la guerra fuera algo irreal, supe desde muy pronto que había afectado a mi vida. En primer lugar, era la razón por la cual mi padre debía pasar los domingos encorvado sobre la mesa de la cocina contando los cupones de racionamiento que había recibido durante la semana, rellenando en silencio todos los formularios oficiales correspondientes. También era la razón por la cual vivíamos así: el barrio donde mis padres se criaron y se conocieron (Clerkenwell, en el centro de Londres) había sido bombardeado con tanta virulencia durante la guerra que se habían visto obligados a huir y trasladarse a la casa de mi abuela en el relativamente seguro barrio de Crouch End, en el norte de la ciudad.
Yo me crié allí, en una casita adosada de estilo eduardiano en una calle empinada. La vista estaba dominada por el pasado y el futuro: el esplendor pretérito del Alexandra Palace, sobre el cual reposaba una enorme y fea torre de transmisión de televisión de la BBC, la primera de todo el país. Nuestra casa estaba decorada con sencillez pero era luminosa y alegre, y todavía conservaba las instalaciones de luz de gas, aunque ya teníamos electricidad cuando yo nací. La anticuada cocina económica de hierro negro galvanizado probablemente estaba allí desde que habían construido la casa; mi madre pasaba muchas horas delante de aquellos fogones haciendo la comida, tatareando suavemente al son de la música ligera de orquesta que emanaba de la radio de la sala. En casa, la radio estaba casi siempre encendida, y era una presencia alegre y reconfortante. A mi padre le gustaba el sonido de las big bands, era un gran fan del batería Gene Krupa, y solía repiquetear sobre la mesa con un par de cucharas siempre que radiaban «Drum Boogie».
Era una existencia de clase media bastante feliz, marcada por algunos vecinos excéntricos (la Sra. House, nuestra vecina de al lado, a quien el apellido —“casa” en inglés— le iba que ni pintado, estaba tan obsesionada con tener limpio el jardín que a veces barría el césped con una escoba) y las bromas de los niños. En general, supongo que yo llevaba lo que podríamos llamar una vida totalmente normal, aunque pronto iba a desarrollar una serie de intereses que me llevarían a emprender una carrera del todo extraordinaria.
En primer lugar, la música me atraía constantemente, pese a que ningún miembro de mi familia poseía ningún talento musical especial. Mi tío abuelo George tenía un viejo piano en el salón, fabricado en París hacia 1850, anterior a la electricidad, por lo que tenía un par de candelabros de metal empotrados en la parte frontal. Su casa era oscura y severa, con pesadas cortinas para evitar las corrientes de aire, pero yo siempre me alegraba de ir a visitarlo, porque me daba la oportunidad de juguetear con el piano. Ante el asombro de mis padres, era capaz de sacar melodías sencillas que escuchaba por la radio, tocando únicamente de oído. No sé explicar cómo lo hacía, por alguna razón sabía dónde caían las notas, y sólo era cuestión de ir de una nota a otra para componer la melodía.
Esto debió dar que pensar a mis padres, porque un año mi regalo de Navidad fue un tocadiscos de juguete de color rojo (conocido por entonces como un «gramófono»). Se me pusieron los ojos como platos al sacarlo del envoltorio, y en cuestión de segundos, ya estaba escuchando los dos pequeños discos que iban incluidos, cantando y dando palmas al son de las canciones infantiles que flotaban en el aire como por arte de magia. En las semanas posteriores, pinché esos dos discos una y otra vez, hasta gastar literalmente los surcos.
Luego llegó la revelación de aquella tarde en el sótano de mi abuela. Tras apartar el montón de máscaras de gas que descansaban sobre la caja misteriosa, retiré ansioso la tapa, esperando encontrar dentro una vasija llena de oro… o por lo menos una pila de tebeos.
—¡Mamá! ¡Ven a ver esto! —Ninguna respuesta. Levanté un poco más mi voz chillona—: ¡Mamá!
Sobre mi cabeza escuché el crujir de unas sillas y los inconfundibles pasos de mi madre que se acercaba a la escalera del sótano.
—¿Qué pasa, Geoffrey? ¿Qué es lo que te gusta tanto?
Yo estaba literalmente dando saltos, incapaz de contenerme mientras le suplicaba que le preguntara a la abuelita si me podía quedar lo que acababa de encontrar.
Dentro de la caja había docenas de viejos discos de gramófono. Nunca hubiera imaginado que pudiera haber tal cantidad de discos… y no podía esperar a escuchar cómo sonaban.
Mi abuela debió de preguntarse para qué diablos querría un niño de seis años una colección de discos viejos de ópera y música clásica, pero rápidamente dio su consentimiento. Mi padre fue reclutado para subir la pesada caja hasta la planta baja, donde descubrí complacido que en mi tocadiscos de juguete también podían escucharse los discos de los adultos. Probablemente aliviado por no tener que volver a escuchar otra estrofa de las dichosas cancioncillas infantiles, mi padre retiró cuidadosamente de un soplo el polvo del primer disco del montón y lo colocó suavemente sobre el verde tapete de fieltro del plato giradiscos. Cuando bajó la aguja, los sonidos rayados de «Un bel di», la famosa aria de Madame Butterfly, invadieron la habitación.
Me enamoré al instante, extasiado.
Pasé los meses siguientes escuchando sin cesar aquellos discos: I Pagliacci, Los barqueros del Volga, Rhapsody in Blue, incluso el Concierto de Brandenburgo nº 2 (una composición que años más tarde inspiraría a Paul McCartney al grabar «Penny Lane»). Y cuanto más los escuchaba, más sacaba de ellos. La música no sólo despertaba emociones en mi interior (alegría, tristeza, añoranza, excitación), sino que también me dibujaba imágenes en la mente.
Por aquel entonces yo iba al Parvulario Rokesley, y presté mucha atención cuando nuestro maestro anunció que un músico profesional llamado Leon Goossens (un famoso oboísta) iba a hacernos próximamente una visita. Su charla me causó una honda impresión. Tras describir el arduo esfuerzo y la determinación que había necesitado para alcanzar su sueño, Goossens hizo proyectar un cortometraje de la Orquesta Sinfónica de la BBC en concierto. Mientras veía la película, descubrí que mi atención se dirigía al director. Empecé a darme cuenta de que él era el responsable de lo rápido o lento que los músicos tocaban, y mientras seguía los movimientos de su batuta me di cuenta de que estaba ordenando también a las distintas secciones que tocaran más fuerte o más suave.
En casa, empecé a escuchar mis amados discos de un modo diferente. Con un lápiz como batuta, me dedicaba a imitar los movimientos del director, exigiendo a los músicos imaginarios de mi cuarto que perfeccionaran su nivel de interpretación. «Si pudieran tocar más rápido aquí —pensaba—. Si los violines pudieran sonar más fuerte; las flautas, más flojo; las trompetas, menos ásperas…». Con mi ingenuidad infantil, me sentía cada vez más frustrado al ver que la orquesta de la grabación se negaba a responder a mis imperiosas demandas. Empecé a desear que hubiera algún modo de influir en el sonido que estaba escuchando.
Por aquel entonces, no tenía ni idea del papel que desempeñaba un productor o un ingeniero de sonido; ni siquiera sabía que existieran tales tareas, y todavía menos lo que era un estudio de grabación. Pero estoy convencido de que aquellas largas horas despierto en mi habitación, blandiendo un lápiz ante los músicos fantasmas que tocaban a través del pequeño altavoz de un gramófono de juguete, sirvieron como el catalizador que finalmente me empujó a pasarme toda la vida grabando discos.
Además de mi creciente apreciación por la estética de la música, también estaba desarrollando un interés por los aspectos técnicos de la misma. Contemplaba fijamente el disco mientras giraba, totalmente absorto, observando cómo se balanceaba la aguja. No entendía muy bien cómo funcionaba, pero me daba cuenta por instinto de que tenía que haber alguna conexión entre el modo en que se movía la aguja y el sonido que estaba escuchando.
Alentando mi sincero interés por todo lo que fuera música, mi padre llegó un día a casa y me regaló una radio de galena. Era muy pequeña, y consistía en un delicado dispositivo sintonizador con unos pequeños auriculares para escuchar. La guardaba en mi cuarto, y la escuchaba a altas horas de la noche cuando debía haber estado durmiendo.
Aquella pequeña radio, por primitiva que fuera, fue muy importante en mi vida. La única emisora comercial en aquellos días era la muy exótica Radio Luxemburgo, que emitía desde el continente europeo. Los programadores pinchaban excitantes discos de skiffle y rock&roll, en vez de la música insulsa de la generación de mis padres, y como tantos otros jóvenes británicos de mi generación, fue así como descubrí la música pop. Todos los domingos a las once de la noche me levantaba silenciosamente de la cama y escondía disimuladamente la radio de galena bajo la almohada, y luego, vigilando que no hubiera nadie en la puerta, me ponía los auriculares. Conteniendo el aliento y con mano temblorosa, buscaba metódicamente por el dial hasta encontrar el lugar justo donde escuchar la lista de éxitos de aquella semana.
Aquellos discos sonaban estridentes a mis oídos de educación clásica, pero también tenían algo de estimulante. Eran como un soplo de aire fresco, y cada vez me sentía más atraído por la música pop, aunque sin perder el aprecio por las piezas clásicas y operísticas. En cierto modo, mis gustos musicales se estaban ampliando, no sólo cambiando.
El momento crítico para mí, así como para millones de jóvenes de toda Inglaterra y de los Estados Unidos, llegó cuando aparecieron Bill Haley and the Comets como una explosión. Su sonido crudo y potente produjo en mí un impacto casi indescriptible. Cuando sonaba «Rock Around The Clock», sentía cómo se me aceleraba el pulso y mis pies empezaban a moverse al compás, como si tuvieran vida propia. Era una respuesta visceral, emocional, algo diferente a lo que sentía cuando escuchaba música más «seria», aunque no menos persuasiva.
Para entonces ya había presionado a mis padres para que me compraran un tocadiscos mejor. Seguía siendo un modelo de broma, pero estaba fabricado por HMV, la gran cadena musical inglesa. Tenía un aspecto más austero y respetable que el primero; era negro en vez de aquel rojo tan infantil, lucía un bonito logotipo con un perro y una trompeta, y la mejora del sonido también era notable.
También estaba empezando a explorar mis habilidades musicales. En la escuela primaria nos animaron a elegir un instrumento musical. Con el recuerdo de la visita de Leon Goossens todavía fresco, decidí que quería aprender a tocar la flauta dulce. Cada semana esperaba ansioso las lecciones, y también descubrí complacido que, tal como pasaba con el piano, podía tocar la flauta de oído, sacando con facilidad las melodías que me resultaban familiares. Incluso llegué a considerarme casi un compositor; en un momento dado escribí una serie de notas al azar y se las entregué a nuestra profesora, la Srta. Weeds, como una composición terminada, y le pedí que la tocara. Echó un vistazo a la hoja emborronada y declaró que aquello era imposible de tocar.
Sin inmutarme, mi progreso musical continuó, en gran parte gracias a mi tío George, que había decidido regalarnos el viejo piano para que yo siguiera tocando. El día previsto para su llegada, yo me situé en la esquina de la calle, observando ansioso cada furgoneta que enfilaba la calle. Cuando por fin un gran camión aparcó delante de mi casa, corrí hacia los transportistas y supervisé cada uno de sus movimientos mientras llevaban cuidadosamente el piano hasta el salón de casa.
—Tócanos una canción, chico —pidió el fornido capataz cuando lo hubieron colocado en el lugar preciso, mientras se secaba el sudor de la frente.
Solícito, tecleé las conocidas primeras notas de la Novena de Beethoven. El hombre me interrumpió bruscamente:
—¿Qué es esa mierda? ¡Toca música de verdad!
Impertérrito, aporreé una furiosa versión de «Palillos Chinos», y luego me crucé de brazos y le dediqué lo que según creía era una mirada asesina… cuyo único resultado fue provocar sus estruendosas risas.
Estaba claro que lo suyo no era el refinamiento.
Cuando era niño me sucedió otra cosa significativa: vi una nave espacial. Sólo pasó una vez, y no, no había hombrecillos verdes, ni me raptaron y me enviaron a Marte. Parece una locura, pero sé perfectamente lo que vi, y el recuerdo dejó una huella imborrable en mi conciencia.
Eran cerca de las nueve de una fría noche de invierno; el cielo sin luna era negro y claro. Estaba solo en el dormitorio, de pie junto a la ventana, cuando un objeto enorme apareció de la nada y se mantuvo flotando directamente encima de mí. Tenía forma irregular y marcas como de cráter y despedía una luz parpadeante de color rojo furioso. No se oía ningún sonido relacionado con aquel objeto, cosa que hacía que la experiencia fuera todavía más surrealista. Después de un instante, se elevó a gran velocidad y pude ver cómo realizaba rápidas y bruscas maniobras en la lejanía, con giros de noventa grados. Era evidente que alguien o algo lo estaba dirigiendo.
Dividido entre el miedo y un deseo intenso de ver lo que haría a continuación, me quedé plantado sin moverme durante un par de minutos antes de decidir que tenía que alertar a mis padres. Bajé las escaleras a toda velocidad, gritando a todo pulmón irrumpí en la cocina donde estaban lavando los platos. Indiferentes pero curiosos, me siguieron a mi dormitorio, pero para entonces todo rastro de la nave espacial (o lo que fuera) había desaparecido.
Mis padres llegaron a la única conclusión lógica posible: que había tenido una pesadilla y todo habían sido imaginaciones. Pero estoy seguro de que estuve despierto durante todo el rato. Al no poder convencerme de lo contrario, el asunto dejó de mencionarse rápidamente en el hogar de los Emerick… hasta una semana más tarde, cuando salió el periódico local. En la sección de cartas al director, un hombre que vivía justo al lado de nosotros hacía una pregunta. No era un vecino que conociéramos bien, pero identifiqué la dirección. La noche de autos, escribía, había visto algo extraño por la ventana y quería saber si alguien más lo había presenciado también. Su descripción del ingenio extraterrestre y de sus extraños movimientos coincidía perfectamente con la mía. Durante unos días, contemplé la posibilidad de llamar a la puerta del tipo para asegurarle que no se estaba volviendo loco, pero al final decidí no hacerlo. Por muy adulto que me sintiera, en mi interior me daba cuenta de que no era más que un niño, y pensé que tal vez no me tomaría en serio.
Ver aquel ovni no tuvo un gran efecto sobre mi vida, fue algo que simplemente sucedió, algo para lo cual no tengo ninguna explicación. Años más tarde, cuando estaba en el estudio trabajando con los Beatles, tuve ocasión de contarles la historia a Paul y a John durante un descanso a altas horas de la noche. John, como de costumbre, se mostró desdeñoso, incluso burlón, pero Paul fue receptivo; me creyó aquella noche, y pienso que me sigue creyendo aun hoy. Entonces mantuvimos una larga conversación, al final de la cual Paul y yo concluimos solemnemente que hay cosas en este mundo que están más allá de nuestra capacidad de comprensión. «Chorradas», gruñó John mientras salía a buscar una taza de té.
A menudo me he preguntado si John Lennon cambió de opinión después de que él mismo viera un platillo volante cerniéndose sobre el East River cuando vivía en Nueva York a mediados de los setenta. Por desgracia, nunca tuve ocasión de preguntárselo.
En los años previos a la adolescencia, mis intereses se habían ampliado de un modo significativo más allá de poner discos y escuchar ávidamente la radio. Empezaba a interesarme también el tema visual, y pasaba horas jugueteando con la cámara de fotos, experimentando con diferentes objetivos. A diferencia de la mayoría de chicos de mi edad, nunca me interesaron mucho los deportes. En cierta ocasión me pidieron que jugara en el equipo de rugby de la escuela simplemente porque era alto, pero no duré demasiado porque mis limitadas habilidades estaban costando demasiados puntos a mi equipo.
A medida que me hacía mayor, también me empezó a gustar cada vez más el cine. Tras ver la película The Eddy Duchin Story, fantaseé durante un breve período con ser concertista de piano clásico. Pero pronto me di cuenta de que no tenía la capacidad nata ni la voluntad necesarias para dedicarle todas las horas de estudio y prácticas que esto exigía, y la idea se fue desvaneciendo. De todos modos, la película me influyó mucho e hizo que empezara a pensar en mi futuro, en lo que deseaba hacer con mi vida. Mi padre no ocultaba el deseo de que yo siguiera sus pasos. Su padre había sido carnicero, y también el padre de su padre. Pero me resultaba imposible pensar en pasarme la vida cortando carne cruda. La sola idea (y el olor) de la sangre y las tripas me provocaba verdaderas náuseas. Tengo que agradecer a mi padre que no me obligara a hacerlo. Cuando se dio cuenta de que tenía intención de encaminarme en una dirección totalmente distinta, me animó en silencio a que hiciera lo que yo quisiera.
El problema era que, tras decidir que no quería ser concertista de piano ni carnicero, seguía sin tener ni idea de lo que quería hacer, y entre estas dos parecía haber una cantidad enormemente amplia de opciones. Tampoco era pronto para empezar a pensar en mi futuro: en el sistema inglés, completabas la escuela cuando tenías unos quince años, y, o bien la dejabas para dedicarte a un oficio o, si tenías buenas notas, dinero y/o contactos, ibas a la universidad, una opción que para mí quedaba descartada.
Entonces, una calurosa tarde de verano, en plenas vacaciones escolares, descubrí mi vocación. Hacía tiempo que me sentía fascinado por el pequeño televisor que teníamos en el salón, a pesar de que la BBC fuera el único canal disponible. Me apasionaban sobre todo las transmisiones experimentales en estéreo que los técnicos emitían los sábados por la mañana, cuando se suponía que pocas personas estarían mirando. Se ordenaba a los espectadores que colocaran la radio a la izquierda del televisor para escuchar el efecto estéreo, con el altavoz de la radio reproduciendo el canal izquierdo de la música de acompañamiento y el altavoz del televisor reproduciendo el canal derecho. Era una idea inteligente aunque primitiva, y quedé cautivado por el sonido rotundo y brillante que producía.
Por esta razón llamó mi atención un anuncio en el periódico local donde se informaba de las fechas y los horarios de la inminente Feria de la Radio y la Televisión, que se iba a celebrar en el gigantesco recinto ferial de Earl’s Court del sudoeste de Londres. Era una feria del ramo, abierta al público, en la que los distintos fabricantes mostraban sus productos: los modelos más nuevos de televisores, radios y tocadiscos del mercado. Aburrido y buscando algo que hacer, decidí asistir, aunque a ninguno de mis amigos le interesara acompañarme, pues preferían pasar las tardes de verano perseguiendo un balón de fútbol por el parque. En realidad no sabía qué iba a encontrar; pensé que tal vez tendría ocasión de contemplar una cámara de televisión de verdad y de ver los entresijos de alguna de las cosas que me interesaban. Pero lo que descubrí aquel día en la feria iba a tener un impacto profundo sobre el resto de mi vida.
La BBC, por supuesto, tenía la zona de exposición más grande de la feria; de hecho iban a efectuar una retransmisión por radio de una orquesta el día en que yo fui. Me abrí paso hasta el principio de la cola y contemplé, con los ojos bien abiertos, cómo un presentador atildado y con mostacho, vestido con esmoquin, se acercaba al micrófono.
Mientras presentaba el programa, señaló los numerosos micrófonos situados entre la orquesta y alrededor de la misma, explicando que su objetivo era capturar el sonido. La señal de aquellos micrófonos, dijo, viajaba por los cables eléctricos hasta algo llamado una «consola de mezclas».
Mi atención se desvió hacia el enorme aparato eléctrico que él estaba indicando, detrás del cual se encontraba un tipo fornido vestido con una bata blanca, con unos aparatosos auriculares en las orejas, y que toqueteaba varios botones y diales misteriosos. Detrás de este hombre, en la pared, había dos señales luminosas, en una de las cuales se leía EN EL AIRE, y en la otra, SALA DE CONTROL. Sala de control. ¡Claro! Allí era donde se producía toda la magia, y estaba todo bajo control no del director, sino de aquel misterioso tipo de la bata blanca de laboratorio. ¿Cómo lo había llamado el presentador?
Ah, sí. Ingeniero de sonido.
Durante la hora siguiente permanecí plantado en aquel lugar, con la boca abierta, mientras la transmisión comenzaba y la BBC Light Orchestra (dos docenas de músicos de aspecto aburrido absurdamente vestidos con esmoquin a pesar del calor sofocante) tocaba un popurrí de melodías populares. Pero yo apenas les presté atención, absorto con la labor del ingeniero de sonido. Cada vez que éste hacía un gesto y giraba un botón yo me esforzaba por escuchar las diferencias que provocaba en el sonido atronador que emanaba de los enormes altavoces suspendidos en el aire, un sonido mucho más claro y sobrecogedor que nada que yo hubiera escuchado en la radio o en el televisor de casa.
Cuando terminó la retransmisión, me sentía presa de una excitación que no había conocido desde la vez que descubrí aquel alijo de discos de gramófono en el sótano de mi abuela. Pero aquel día todavía iba a hacer otro descubrimiento importante. Mientras caminaba lentamente entre la multitud que taponaba los pasillos, me di cuenta de que algunas de las cabinas contenían unas misteriosas cajas que no eran aparatos de televisión ni radios ni siquiera tocadiscos. Abriéndome paso para poder ver mejor, me fijé en que aquellas cajas tenían dos cosas que daban vueltas, pero no eran platos para discos.
—¿Qué pasa, chico, no habías visto nunca una grabadora de cinta? —Uno de los demostradores de la cabina se estaba dirigiendo a mí, estudiándome con una irónica sonrisa.
—Pues… no, señor —tartamudeé—. ¿Para qué sirve?
—Se utiliza para grabar el sonido de tu propia voz, o la de tus amigos —respondió—. Incluso puedes usarla para grabar música directamente de la radio.
«¿Grabar música directamente de la radio?». Estaba estupefacto. Durante los quince minutos siguientes observé emocionado la explicación y la demostración de aquella tecnología (primitiva según parámetros actuales, pero desde luego alucinante para aquellos tiempos). Parecía increíble, y sin embargo conseguí comprender el concepto casi de inmediato. Era asombroso. En una tarde no sólo había descubierto lo que era un ingeniero de sonido, sino que también había aprendido cómo funcionaba una grabadora. En el mundo pequeño y cerrado donde vivía por entonces, era toda una revelación.
Durante los años siguientes, no dudé en asistir cada verano a la Feria de la Radio y la Televisión, a veces durante dos o tres días seguidos, siempre solo. Me tomaba el tiempo necesario para ir de cabina en cabina, viendo las demostraciones, charlando con los vendedores, probando cosas. Volvía a casa con un montón de brillantes folletos de productos, que leía y releía antes de organizarlos y archivarlos meticulosamente. Todas estas innovaciones técnicas parecían encajar bien con mi agudo interés por la música de todos los géneros, y, lento pero seguro, empecé a pensar que lo que quería hacer en mi vida iba a estar relacionado con la creación de música grabada. De algún modo, quería estar en el lugar donde surgía la magia.
A los doce años empecé a asistir a la Escuela Moderna Secundaria para chicos de Crouch End. En general fui un alumno indiferente, aunque se me daban bastante bien las matemáticas y la historia, y me gustaban el arte, el dibujo técnico y la química. Mi amor por la música continuaba intacto, y aunque me resistía a la idea de estudiarla de una manera formal, me encantaba cantar en el coro de chicos porque me facilitaba apreciar cada vez mejor la armonía. La biblioteca del barrio también me daba nuevas oportunidades de expandir mis horizontes como oyente. No tenían ningún disco de pop (eso hubiera sido demasiado progresista para la época), pero pude llevarme a casa algunas piezas clásicas y operísticas que no había escuchado nunca. Por alguna razón, sentía inclinación por las grabaciones menos conocidas; cuanto menos popular fuera una pieza, más me interesaba escucharla.
La creciente madurez conllevaba una responsabilidad mayor. Mis padres me daban una modesta semanada, pero mi padre quería que aprendiera la importancia de ser independiente y por ello habló con el propietario del colmado del barrio. Sin darme apenas cuenta, ya tenía un empleo para después de la escuela llenando estanterías y empaquetando los pedidos de los clientes. En realidad el trabajo no me molestaba, me proporcionaba un dinero extra para gastos, parte del cual gastaba en productos químicos y material de revelado fotográfico, aunque la mayor parte la dedicaba a comprar discos. Como «Rock Around The Clock», por supuesto: tenía que tenerlo. Y los sencillos más recientes de artistas americanos como Elvis Presley, Little Richard, Chuck Berry, los Platters, los Everly Brothers, Buddy Holly y Jerry Lee Lewis, además de cantantes ingleses de éxito como Cliff Richard y los Shadows. Por el motivo que fuese, no solía prestar mucha atención a las letras: quizá debido a mi interés por la ópera y la música clásica, la voz siempre me parecía un instrumento más. Me atraía solamente por el modo en que encajaba con el acompañamiento, no por las palabras que cantaba. Nunca me atrapó la letra de una canción en concreto, sino más bien el sonido global de la misma.
En nuestro barrio había una tienda de segunda mano que se convirtió en uno de mis lugares de visita favoritos, porque nunca sabía lo que iba a encontrar. Un día, cuando tenía unos trece años, entré y vi que tenían expuesta una vieja batería de color crema. Estaba bastante gastada, aunque de nueva debía de haber sido un gran instrumento. Pero el precio estaba bien (tres libras con los platos incluidos), y la compré en el acto. Por fortuna para mis padres, en casa no había sitio para la batería, de modo que la llevé a casa de mi amigo Tony Cook, donde la aporreé durante semanas antes de perder el interés. Años más tarde, cuando trabajaba con los Beatles y otros grupos en el estudio de grabación, a veces reflexionaba sobre aquella experiencia y pensaba que, aunque no supiera tocar la batería, al menos había aprendido a hacerla sonar bien.
Una vez compré una vieja guitarra Hofner en la misma tienda, e intenté aprender a tocarla, pero el resultado no fue mejor. Uno de los problemas era que la parte electrónica no funcionaba. Terminé intentando reconstruirla, la barnicé en color caoba y pasé un montón de tiempo adecentándola.
Curiosamente, aunque me encantaba el sonido del bajo, nunca tuve ningún interés por tocarlo, sobre todo porque en aquellos tiempos nunca podías oírlo claramente. En aquella época, en Inglaterra no existía el equipo necesario para capturarlo en vinilo, de modo que no parecía tener demasiada importancia, y si lo oías por televisión o por la radio, el sonido salía por un pequeño altavoz y era casi inaudible. Resulta muy irónico, teniendo en cuenta que gran parte de mi reputación posterior como ingeniero de grabación se debió a los sonidos de bajo que concebí junto a Paul McCartney.
Al final me di cuenta de que lo que realmente quería, más que cualquier instrumento musical, era una grabadora de cinta. El modesto salario de mi empleo después de la escuela no era suficiente ni de lejos para cubrir los costes, por lo que tomé la difícil decisión de vender el tren eléctrico que mis padres me habían regalado la Navidad anterior y pronto me convertí en el orgulloso propietario de un nuevo y flamante modelo Brenell de dos pistas, junto a un micrófono y un libro de instrucciones que explicaba el procedimiento de cortar partes de la cinta con una navaja y empalmarlas. Tras practicar un poco, me hice bastante hábil con los empalmes y no tardé en grabar ansiosamente canciones de la radio, a las que les cortaba la molesta voz del presentador, para luego empalmarlas en el orden en que yo quería escucharlas, en un proceso muy parecido al de secuenciar un álbum. La Brenell también incluía un botón de superposición, que inhabilitaba el cabezal de borrado para poder añadir nuevas grabaciones encima de las ya existentes. Sólo para divertirme, me grababa a mí mismo tocando unos acordes en el piano, y luego añadía una melodía y una parte de bajo. Para mis jóvenes oídos, sonaba casi como un disco.
Mi entusiasmo se contagió también a mis amigos; en poco tiempo todos ellos se compraron grabadoras. Intercambiábamos cintas y hablábamos animadamente de las canciones y los programas de radio que planeábamos saquear. Éramos una especie de precursores de las actuales descargas de Internet.
Pese a mi aversión a tomar lecciones formales, durante mi último año de escuela empecé a participar en las clases de música. Me había acostumbrado a entrar de incógnito en la sala de prácticas de piano después de terminar las clases para tocar Rhapsody in Blue y otros de mis temas favoritos, simplemente para entretenerme. Sin que yo lo supiera, el maestro de música de la escuela, el Sr. Salter, decidió un día quedarse hasta más tarde, y asomó la cabeza para ver quién estaba armando aquel follón. Enfrascado en mi rapsodia privada, pasé varios minutos sin darme cuenta de su presencia. Mi ensimismada interpretación debió de impresionarle favorablemente, porque en vez de castigarme me propuso hacer de pianista de acompañamiento mientras la clase cantaba. Pronto me di cuenta de que su oferta no era totalmente altruista, pues mientras yo me sentaba al piano delante de la clase, haciendo todo el trabajo, él aprovechaba para sentarse detrás a corregir exámenes, ahorrándose la molestia de llevarse el trabajo a casa. Sin embargo, era divertido, y pronto conseguí que mi amigo Howard Packham tocara duetos conmigo. Empezábamos con canciones del repertorio de la escuela, pero para deleite de nuestros compañeros, terminábamos inevitablemente tocando algunas canciones subidas de tono. Tras algunas semanas perfeccionando el número, pensamos en sacar algo de nuestros desvelos, y aunque éramos menores de edad, llevamos nuestro dúo al pub del barrio, donde un sábado por la noche tocamos un rato su destartalado piano a cambio de unas pintas de cerveza.
El Sr. Salter también llevaba discos a la escuela y nos ponía cosas como el Bolero de Ravel, que me encantaba, y Los planetas de Holst. Lo más interesante era cuando nos ponía grabaciones de distintas orquestas tocando la misma pieza, una detrás de otra, lo cual me hizo percibir las ligeras variaciones en el enfoque musical y en la técnica de grabación, y me ayudó a afinar mi floreciente habilidad crítica como oyente.
Otro profesor que ejerció una gran influencia sobre mí en la escuela secundaria fue el Sr. Stonely. Era profesor de educación física y además enseñaba historia. También le interesaba la ópera, y una noche organizó una excursión escolar para ver I Pagliacci en la prestigiosa Ópera de Covent Garden. Era una actividad opcional, pero yo me presenté con entusiasmo, ansioso por presenciar mi primera ópera en directo. Apenas quince de nosotros subimos al autobús, lo que convirtió la ocasión en algo solemne, con muy poco alboroto juvenil. Claro que nos entró un ataque de risa durante un pasaje especialmente tranquilo, provocando el desdén del público que nos rodeaba, pero esto nos hizo reír todavía más fuerte. Pero la velada en sí me dejó asombrado, desde el momento en que entramos en el imponente teatro hasta la última bajada del telón. Era la primera vez que escuchaba a una orquesta sinfónica al completo tocando en directo, y el sonido que conseguían me dejó pasmado.
Por desgracia, profesores como el Sr. Salter y el Sr. Stonely eran la excepción, no la regla, y al cabo de poco me di cuenta de que sería mejor prepararme para encontrar algún tipo de empleo remunerado en el mundo real. No tenía intención de entrar en la universidad, me parecía imposible afrontar más años de enseñanza. Por suerte, mis padres aceptaron de buen grado mi decisión. No sólo no les importaba que dejara los estudios, tampoco les importaba que siguiera viviendo en casa… siempre que encontrara algún tipo de trabajo.
Mis padres me presionaban para que fuera arquitecto, cosa que ellos consideraban un empleo «decente». Me lo planteé brevemente, pero luego lo descarté al ver que implicaba continuar estudiando. También pensé en hacer carrera en la industria del cine, aunque la conocía todavía menos que la industria musical. Pero tras un período de reflexión, decidí por fin que lo que realmente quería era implicarme en la creación musical. Sabía que nunca iba a tener la preparación necesaria para ser compositor profesional o un buen músico, pero quería hacer algún tipo de contribución. Tenía apenas una vaga idea del papel que desempeñaban los productores o los arreglistas, pero, gracias a mis experiencias en la Feria de la Radio y la Televisión, el papel del ingeniero de sonido lo tenía bastante claro y parecía encajar perfectamente con mis intereses.
La cuestión era cómo conseguir un empleo como ése.
Nuestra escuela tenía en plantilla a un orientador profesional llamado Barlow. Aunque por entonces no lo sabía, iba a convertirse en mi ángel de la guarda. Pocos meses antes del día de la graduación, se dirigió a nuestra clase para aconsejarnos que empezáramos a escribir cartas de solicitud de posibles empleos. Nunca lo había pensado, simplemente no tenía ni idea de cómo se conseguía un empleo, aparte de entrar en una tienda y preguntárselo al propietario, o como mi padre había hecho conmigo en el colmado, aprovechando los contactos de tus progenitores. Por descontado, mi padre no conocía a nadie en el negocio discográfico, de modo que esta vez eso no iba a funcionar. El Sr. Barlow me había ofrecido una vía potencial para introducirme. Pero ¿a quién debía escribir, exactamente?
Ponderaba esa cuestión mientras caminaba hacia casa una tarde desde la escuela. Como de costumbre, pasé por John Trapp’s, la tienda de discos del barrio, donde tantas veces me había detenido a escuchar los últimos éxitos pop y a gastar de vez en cuando parte de mi dinero duramente ganado. De pronto me vino la inspiración: tal vez el dueño de la tienda podría aconsejarme sobre a quién debía dirigirme.
Por suerte para mí, la tienda estaba vacía y el jefe tenía ganas de charlar. Es más, le encantó compartir conmigo todo lo que sabía sobre el negocio musical, que era bastante. Aunque al parecer había docenas de sellos, me explicó, todos ellos pertenecían a cuatro únicas compañías discográficas: Philips, Decca, Pye y EMI. Por ejemplo, el sello Parlophone (dirigido, aunque entonces yo no lo sabía, por George Martin), especializado en discos de poesía y de comedia, en realidad formaba parte de EMI. Además, cada una de las cuatro compañías discográficas inglesas poseía también sus propios estudios de grabación, lugares especiales donde los músicos iban a producir discos, donde el ingeniero de grabación, que sólo tenía que rendir cuentas al productor, era el amo y señor del lugar.
Entonces entró un cliente y mi curso acelerado sobre el negocio musical tocó a su fin. Tras dar las gracias efusivamente al dueño, salí pitando de la tienda, ansioso por aprovechar mis nuevos conocimientos.
A la mañana siguiente, antes de salir hacia la escuela, me senté ante el listín telefónico de mi padre y busqué los números de teléfono de cada una de las cuatro compañías discográficas, y descubrí aliviado que todas ellas tenían su sede central en Londres. Marqué cuidadosamente cada uno de los números de la lista y pedí a las recepcionistas las direcciones de las empresas. Aquella noche, encorvado sobre la pequeña mesa de mi habitación, comencé mi búsqueda de empleo remunerado.
«Estimado señor —escribí con letra infantil (en aquellos tiempos previos a la corrección política, yo suponía que no habría mujeres en puestos de mando)—, el próximo mes de julio me graduaré en la Escuela Moderna Secundaria de Crouch End, y estoy interesado en trabajar para su empresa, tal vez —añadí con esperanza— en el estudio de grabación. Si tienen alguna vacante, les ruego que me lo comuniquen. Sinceramente, Geoffrey Emerick». Tras escribir la dirección meticulosamente y sellar los cuatro sobres, bajé en bicicleta hasta la estafeta del barrio y lancé mi destino al viento.
Durante las dos semanas siguientes, cuando volvía a casa desde la escuela entraba a toda prisa con la esperanza de que hubiera llegado alguna respuesta. Cada día era una decepción. Por fin llegó la respuesta de Decca, metida en el sobre sellado con mi dirección que había incluido en la carta. La abrí, con el corazón palpitante… y, para mi consternación, vi que contenía una carta de rechazo estándar que ni siquiera estaba debidamente firmada. Al cabo de pocos días, llegaron cartas de EMI y luego de Philips, ambas con las mismas malas noticias: no había vacantes ni posibilidad de trabajar de aprendiz. Creo que no llegué a recibir siquiera una carta de cortesía de Pye.
Como iba a descubrir más tarde, precisamente porque había sólo cuatro sellos y cuatro estudios de grabación «buenos» en todo el país, cada uno de ellos se veía inundado de cartas de adolescentes que soñaban con entrar en el negocio musical. Pero por aquel entonces yo no lo sabía, sólo sabía que me habían rechazado, y mis esperanzas de una carrera en la industria discográfica parecían terminar aquí. Durante unos cuantos días vagué como alma en pena, pensando en qué hacer a continuación.
Entonces, una mañana mi profesor anunció que cada uno de nosotros se reuniría individualmente con el orientador profesional; mi cita era para el día siguiente. Sentí un leve soplo de esperanza, tal vez podrían ayudarme.
—El Sr. Emerick, ¿verdad? —La voz surgía de detrás de un montón de folletos apilados sobre un enorme escritorio de roble. El Sr. Barlow se removió ligeramente en la silla, se bajó las gafas y me miró. Por un momento me sentí como si estuviera en presencia del Mago de Oz.
—Sí, señor —tartamudeé.
—Pasa y siéntate, hijo. Bien, dime, ¿tienes pensado matricularte en la universidad, o vas a buscar empleo después de graduarte?
—Empleo, señor —solté nerviosamente, con las palabras saliendo de corrido—. Y he decidido que quiero trabajar para la industria discográfica. Quiero participar en la creación musical, quiero trabajar en un estudio de grabación.
Pareció decepcionado por mi respuesta, pero yo persistí.
—Me encanta escuchar discos y grabar música de la radio —expliqué—, de modo que creo que podría hacerlo bien. De hecho, envié cartas a cuatro compañías discográficas, hace varias semanas. Tres de ellas me han rechazado, y no tengo noticias de la cuarta.
Saqué cuidadosamente las cartas de rechazo de mi cartera y las deposité sobre la mesa.
El Sr. Barlow observó las cartas manoseadas con perplejidad. Era evidente que estaba muy impresionado por lo que yo había hecho, pero también que mi idea le disgustaba. Durante los minutos siguientes hizo lo posible por convencerme de que un empleo en Correos instalando teléfonos (bueno y seguro, y fácil de conseguir) era lo que más me convenía. Pero yo era muy tozudo y no me pudo disuadir.
Finalmente, con un gesto, se rindió. «Bueno, no sé muy bien qué puedo hacer por ti», dijo desanimado. Por un instante ninguno de los dos dijo nada. Apoyado contra el respaldo de la silla, el Sr. Barlow sopesó su respuesta. Luego, dubitativamente, dijo: «Bien, veré lo que puedo hacer. Pero sigo aconsejándote que valores otras opciones».
Y así terminó la entrevista. Salí del despacho con una curiosa sensación, mezcla de alegría y decepción. Me aliviaba que hubiera todavía alguna esperanza… pero también me atosigaban imágenes de hombres de mediana edad con uniformes azules cableando el teléfono de mi madre.
A lo largo de los dos meses siguientes, me reuní varias veces con el Sr. Barlow. En cada ocasión, hizo lo posible por convencerme de que tuviera en cuenta carreras alternativas, y cada vez yo me mantenía más en mis trece. Lentamente sentí que la actitud de Barlow pasaba de la frustración al apoyo, al darse cuenta de que lo mío era más una pasión que un simple capricho. Sabía que yo estaba decidido a ser ingeniero de sonido, y dejó de intentar disuadirme.
Pero con la graduación programada para apenas unas semanas más tarde, el reloj corría, y en mi interior empezaba a perder la esperanza. No tenía entrevistas, ni perspectivas, ni nada pensado si esto no funcionaba. Estaba convencido de que aquello era lo que iba a hacer con mi vida, y si nuestros esfuerzos fracasaban, no tenía ningún plan alternativo.
Por fin, una mañana de finales de primavera anunciaron mi nombre por los altavoces de la escuela y me llamaron al despacho del Sr. Barlow. Corrí por el pasillo y entré en la habitación sin llamar siquiera.
A Barlow no le sorprendió mi repentina aparición; de hecho, parecía complacido.
—Hemos tenido suerte, chico —anunció—. El mes que viene tienes una entrevista en los estudios de EMI. Buena suerte, y no nos hagas quedar mal.
Me contó que acababa de recibir una llamada telefónica de otro orientador profesional con el cual había contactado recientemente el director del estudio de EMI en Abbey Road porque había una plaza para un principiante. Ningún alumno de la escuela de aquel hombre sentía interés por trabajar en un estudio de grabación, de modo que llamaba a las escuelas para ver si había alguien que pudiera estar interesado en la zona norte de Londres. Y por supuesto, el Sr. Barlow conocía a un joven decidido y pelirrojo de Crouch End que estaba muy interesado.
Los dioses me habían sonreído. Ahora dependía de mí hacerme valer.