2
Abbey Road, 3
Era una mañana de verano gris y mortecina, uno de esos días en que lo único que te apetece es darte la vuelta en la cama y taparte las orejas con las sábanas. Pero aquel día no podía quedarme en cama hasta tarde, aunque la entrevista no estuviera programada hasta casi la hora de comer. El estudio no estaba lejos de donde yo vivía, pero desde mi barrio no había metro directo hasta la zona relativamente elegante donde estaban situadas las instalaciones de EMI, de modo que tuve que dedicar bastante tiempo al trayecto en tren hasta el centro de Londres, cambiar de línea y volver a salir del centro. Como para subrayar la importancia del acontecimiento, fue mi padre y no mi madre quien me despertó. Había decidido tomarse el día libre para acompañarme, dejando el cuidado de la carnicería en manos de su ayudante, una decisión muy poco frecuente.
Tras lavarme la cara y peinarme bien, me puse el traje nuevo de color azul y me dirigí con mi padre a la estación de metro; aunque nos sentamos juntos en el ruidoso tren, no teníamos demasiado que decirnos. Consciente de lo nervioso que yo estaba, seguramente prefirió conservar la discreción. Lo cierto es que yo agradecí el silencio, me dio la oportunidad de pensar en qué tipo de preguntas podían hacerme y con qué tipo de respuestas podía conseguir el puesto.
Cuando regresamos a la superficie desde las entrañas de la ciudad, el sol ya empezaba a asomar entre las nubes y la temperatura había subido ligeramente. Durante el corto paseo de cuatro manzanas entre la estación de metro de St. John’s Wood y el imponente edificio victoriano del número 3 de Abbey Road que albergaba los estudios de EMI, mi nerviosismo empezó a hacerse evidente: el traje de lana me picaba y el sudor me caía por la espalda.
Por fin llegamos a la verja del aparcamiento del estudio. Por alguna razón, había imaginado que estaría lleno de Jaguars y coches deportivos caros, pero era como cualquier otro aparcamiento, repleto de pequeños Morris y un surtido de viejas tartanas. Me sentí algo decepcionado, tal vez aquella carrera no iba a ser tan glamurosa como yo esperaba. Mi padre aprovechó la última oportunidad para enderezarme la corbata, me deseó suerte y se encaminó hacia un banco situado en la acera de enfrente (justo al lado del paso cebra hoy famoso), donde prometió que me esperaría.
Después de semanas y meses de esperanza y ansiedad, había llegado el momento. Yo no había visto nunca un estudio de grabación, y mucho menos entrado en uno. Alcé la vista hacia la entrada principal donde el destino me aguardaba. No podía discernir cuál de las dos grandes puertas situadas en lo alto de las cortas escalinatas parecía más acogedora o intimidatoria. Respiré hondo, subí las escaleras, y llamé al timbre.
—¿Sí? —ladró alguien por un pequeño altavoz.
Mi respuesta fue bastante menos forzada de lo que yo había previsto:
—Geoffrey Emerick, para la entrevista de las once.
—Bien, pase. Lo están esperando.
Abrí la puerta tímidamente y entré en la zona de recepción, donde había un hombre corpulento y de uniforme sentado tras una mesita. La placa bruñida cuidadosamente colocada frente a él rezaba: «John Skinner, conserje». Ya me estaba anunciando por teléfono.
—Geoffrey Emerick, para ver al Sr. Waite —voceó Skinner al aparato, mientras me indicaba bruscamente que tomara asiento bajo un enorme cuadro con el familiar logotipo del perro y la trompeta que adornaba mi gramófono.
Me senté en silencio, empapándome del ambiente. Todas las paredes estaban pintadas de un nauseabundo color verde hospital, y el lugar parecía impregnado del olor acre a óxido de la cinta magnetofónica. Aun así, estar ahí sentado me hizo sentir muy importante. A medida que avanzaba la manecilla del reloj, sentía que iba en aumento mi confianza.
Al cabo de unos momentos, sonó el teléfono de Skinner, quien me ordenó que subiera las escaleras y me dirigiese a la primera puerta a la izquierda. El letrero de letras elegantes situado en la puerta de vidrio esmerilado rezaba: «B. Waite, Director Auxiliar del Estudio». Llamé con timidez y me hicieron pasar. En el despacho escasamente amueblado había dos hombres sentados tras un escritorio de roble pasado de moda. Uno de ellos era alto y delgado, el otro era bajo y robusto. El alto se levantó y me tendió la mano.
—El Sr. Emerick, ¿verdad? Soy Barry Waite —y, señalando con un gesto al otro, añadió—: Y éste es mi colega Bob Beckett.
Beckett, que daba chupadas a una pipa, me miró distraído desde detrás del enorme libro que estaba estudiando con atención. A juzgar por el pelo blanco y las cejas pobladas, ambos hombres parecían tener algo más de sesenta años; ambos llevaban gafas e iban elegantemente vestidos con traje y corbata. Por alguna razón me fijé en lo bien cepillados que llevaban los zapatos. Consciente de que había olvidado cepillar los míos la noche anterior, sentí cómo se me enrojecían las mejillas.
—Siéntese, Geoffrey, siéntese. —Waite me señaló una silla y se aclaró la garganta—. Bueno —proclamó, hinchando el pecho—, tengo entendido que está usted interesado en trabajar aquí. El Sr. Beckett y yo le haremos algunas preguntas para ver si es usted un candidato apropiado. ¿Le parece bien?
Por un instante me asaltó la diabólica idea de decir: «No, preferiría que no lo hiciese». Por suerte, la lógica prevaleció y me limité a responder: «Esto… sí, señor», mientras encogía nervioso las piernas bajo la silla en un intento de esconder mis zapatos sin cepillar.
La primera pregunta de Waite fue sorprendente:
—¿Le gustan a usted Cliff Richard y los Shadows?
—Sí, señor —respondí dócilmente, pero en realidad pensaba: «¿Por qué diantre me hace una pregunta tan idiota? A todos los adolescentes de Gran Bretaña les gustan. ¿Acaso no lo sabe?».
Las siguientes preguntas me parecieron algo más sensatas: «¿Le gusta la música clásica, además del pop?». «¿Ha manejado alguna vez una grabadora?». «¿Sabe cómo se ensarta un carrete de cinta?». «¿Sabe editar una cinta?». A medida que yo contestaba que sí a todas las preguntas, el Sr. Waite apuntaba meticulosamente las respuestas en su libreta de notas, asintiendo satisfecho.
Mientras tanto, el Sr. Beckett había ido desapareciendo detrás del libro. Más adelante supe que se trataba del libro de registro del estudio, donde se anotaban todas las actividades del estudio y del personal; ésa era la tarea principal del Sr. Beckett. Haciendo caso omiso de su falta de participación (por no hablar del leve pero inconfundible sonido de ronquidos que empezaba a surgir de detrás de las tapas), Waite me tendió de pronto su libreta, en la que había dibujado un círculo con un agujero con algunas marcas de medida a los lados.
—Imagine que esto es el plano de una rueda de polea —dijo—. ¿Puede calcular la altura lateral?
El cálculo no me representaba dificultad alguna, aunque no tenía ni idea de qué tenía que ver aquello con el proceso de grabación. Pero tracé con seguridad la línea central y anoté la respuesta, y luego le devolví la libreta a Waite, que la examinó con atención.
—Parece correcto, ¿no crees, Bob? —dijo dando un codazo a su compañero, que se despertó del sobresalto. Yo apenas pude contener la risa. Desde detrás del libro, Beckett gruñó, seguramente más en protesta por la interrupción del sueño que para mostrar su acuerdo. Entonces, Waite se levantó y dio por terminada abruptamente la entrevista, informándome de que en breve recibiría una respuesta por correo. El aturullado Beckett recibió el encargo de acompañarme al piso de abajo para enseñarme las instalaciones. Al echar un vistazo al reloj mientras me despedía, me fijé en que apenas habían pasado veinte minutos desde el momento en que había entrado por la puerta.
Ya totalmente despierto, Bob Beckett resultó ser bastante afable. Al principio de la visita, al entrar en la primera sala de control, me dijo: «Aquí es donde trabajarás, hijo», lo que me hizo pensar que la entrevista había ido bien. Después de tantos años imaginando cómo sería un estudio de grabación, caminar por aquellos pasillos ya era un sueño hecho realidad. Me impresionó especialmente el enorme tamaño del estudio 1, donde, para mi deleite, estaban los músicos de la Orquesta Sinfónica de Londres, tazas de té en mano, escuchando una toma por unos enormes altavoces colgados del techo. Todavía me sentí más aturdido cuando Beckett abrió la puerta del estudio 2 y vi a Cliff Richard y a los Shadows alrededor de un piano, ensayando atentamente una melodía con su productor Norrie Paramor. Aunque el corazón me palpitaba de emoción, hice lo posible por contenerme mientras íbamos de sala en sala.
Demasiado pronto para mi gusto, la visita terminó y me enviaron de vuelta a la puerta principal y a la radiante luz del día. «Buena suerte, chico», dijo John Skinner cuando pasé por la zona de recepción. Años más tarde, me dijo que recordaba perfectamente lo nervioso que yo estaba aquel día, así como la estampa de mi padre esperándome pacientemente en el banco de la acera de enfrente.
Mientras yo volvía a cruzar Abbey Road, sacándome la incómoda americana de lana y aflojándome la corbata, mi padre me gritó ansioso: «¿Cómo te ha ido?».
Mi respuesta inicial fue un simple «Supongo que bien». Y entonces, abandonando mi falso aire de despreocupación, solté emocionado: «¿Sabes a quién he visto? ¡A Cliff Richard y los Shads!».
Mi padre, que nunca había estado muy al día en cuanto a ídolos pop, me miró sin comprender. Sentí que en mi cara despuntaba una tímida sonrisa. Estaba convencido de que tenía posibilidades. Creía que la entrevista me había ido bien, sabía que había hecho correctamente el cálculo de la altura lateral, aunque seguía sin entender por qué me lo habían pedido. Pero al mismo tiempo tenía calor, estaba agotado y aliviado por haber salido de allí. Sin decir mucho más, volvimos a la estación de metro y tomamos una cerveza en un pub cercano antes de volver a casa.
Dos semanas más tarde recibí una carta informándome de que me daban el empleo. Mi tarea sería la de ingeniero auxiliar (manejar las máquinas de grabación a las órdenes del grupo de ingenieros de «balance» del estudio), por el magnífico salario inicial de cuatro libras, dos chelines y seis peniques a la semana. Sabía que podría haber ganado más dinero barriendo el suelo de alguna fábrica, pero la decepción por lo bajo del sueldo se vio más que compensada por la alegría de haber conseguido el puesto. Por fin, me había introducido… y estaba de camino a convertirme en ingeniero de sonido. ¡Estaba en una nube!
La carta especificaba que debía presentarme a trabajar el siguiente lunes a las nueve en punto. Aquella mañana, con la cara lavada, el pelo repeinado (y, esta vez, los zapatos cepillados), me dirigí a mi primer día de trabajo. Me faltaban tres meses para cumplir los dieciséis años.
De la mayor parte de aquel primer día tengo un recuerdo borroso. Me embargaba la emoción a medida que me presentaban a una serie de personajes, muchos de los cuales iban a desempeñar un papel clave en los siguientes seis años y medio de mi vida. Bob Beckett, que seguía dando chupadas a la pipa, me recibió en la zona de recepción y me llevó inmediatamente al piso de arriba para presentarme al imperioso Sr. E. H. Fowler, director del estudio, jefe supremo de las instalaciones de Abbey Road, y que únicamente rendía cuentas a los jefes sin rostro del cuartel general de EMI en Manchester Square, en el centro de Londres. Beckett me había puesto al cuidado del ingeniero auxiliar Richard Langham, y me ordenó que «me pegara a él como el pegamento» durante las dos semanas siguientes, observando y aprendiendo el oficio. Richard me tranquilizó en el acto. Tenía sólo unos años más que yo, y era una persona efervescente, simpática y divertida. Mientras me mostraba los diferentes estudios y salas de masterización, presentándome a todo el mundo, pude ver que caía bien y lo apreciaban mucho.
Aquel día había un cuadro de productores trabajando en los tres estudios principales: Norrie Paramar, a quien había visto con Cliff Richard el día de la entrevista; Norman Newell, un compositor de canciones que trabajaba principalmente con los grandes artistas estadounidenses del sello Columbia, filial de EMI; y el brusco y directo Wally Ridley, otro compositor de la vieja escuela, que supervisaba las sesiones de las big bands y de otras figuras de la época. También conocí a muchos de los ingenieros en plantilla: el desenvuelto y seguro de sí mismo Malcolm Addey, que me recordó inmediatamente a Groucho Marx por el modo en que hablaba sin cesar mientras blandía un puro; el afable y caballeroso Peter Bown, especializado en música incidental; y Stuart Eltham, una figura autoritaria que trabajaba con artistas de música ligera como Matt Monro. Todos ellos parecían lo bastante mayores para ser mi padre, y de hecho yo los veía como unas antiguallas. También conocí a algunos ingenieros de masterización, que parecían aislados en su pequeño reino del piso de arriba, sentados tras los tornos de corte y sin tener contacto alguno, al parecer, con el proceso de grabación: un venerable caballero llamado Harry Moss, y dos tipos más jóvenes, Peter Vince y Malcolm Davies. Malcolm llegaría a ser uno de mis mejores amigos, aunque aquel día apenas nos dirigimos un saludo.
Todo el mundo vestía de modo conservador, con traje y corbata, aunque algunas personas se paseaban vestidas con batas blancas de laboratorio (el personal de mantenimiento, como iba a saber pronto) o batas marrones (el personal de limpieza). Con todo aquello, combinado con el olor penetrante (una combinación de óxido de cinta y cera para el suelo) y los sonidos sordos de varios géneros musicales que emanaban del otro lado de las puertas cerradas, parecía casi como si estuviera en otro planeta.
Naturalmente, una de las primeras cosas de las que hablamos con Richard fue mi entrevista; le conté la historia de Beckett durmiendo detrás del libro y se desternilló de risa. Resultó que a casi todos los empleados les habían hecho las mismas preguntas absurdas. La teoría de Richard era que a Waite y a Beckett no les importaban las respuestas; sencillamente buscaban a un tipo determinado de persona, alguien que fuera limpio y ordenado, no demasiado extrovertido ni defensor acérrimo de sus ideas. Aquella era la «imagen» de EMI, y no iban a contratar a nadie que pudiera hundir el barco.
Por esa misma razón me sorprendió tanto escuchar un altisonante y barriobajero «¡Eh, Richard!» reverberando por el pasillo e interrumpiendo nuestra conversación. La voz pertenecía a otro de los ingenieros auxiliares (o «pulsadores de botones», como se nos conocía familiarmente), Chris Neal, un joven bromista y con la cara llena de acné al que habían contratado unos meses antes que a mí. Incluso para mis ojos poco adiestrados, Chris parecía ser exactamente lo contrario del «tipo» EMI: pese a lucir la obligatoria corbata, llevaba el cuello desabrochado, el pelo grasiento y, en vez de una americana propiamente dicha, una cazadora de cuero raída. Mientras se acercaba corriendo por el pasillo, gritando a todo pulmón, vi como un par de los empleados mayores lo criticaban y le lanzaban miradas maliciosas. Y es que los días de Chris estaban contados, y lo despidieron varios meses después de que yo empezara a participar en mis primeras sesiones. De hecho, en el estudio se rumoreaba que me habían contratado a mí precisamente porque la dirección quería echarlo… pero no estaban dispuestos a cortar cabezas hasta que tuvieran a otra persona adiestrada y lista para ocupar su lugar.
—Encantado de conocerte, Geoff —dijo de modo exuberante, dándome la mano con tanta fuerza que casi me retorcí de dolor—. Así, ¿Richard te cuida bien? —Se volvió hacia Richard, que parecía ligeramente avergonzado.
—Sí, le estoy enseñando todo lo que necesita saber, incluyendo evitar a gente como tú —respondió Langham.
Chris se echó a reír; yo empezaba a ver que pinchar a los demás era un aspecto importante de la vida en el estudio.
—¿Vas a llevar a Geoff contigo a la sesión pop de mañana por la noche? —preguntó—. Esos tipos de Liverpool son buenísimos. Vale la pena quedarse hasta tarde.
Richard no se comprometió con la respuesta; Beckett colgaba el plan de trabajo semanal en la sala de personal cada lunes por la mañana, pero aún no habíamos ido a verlo. Mientras recorríamos el pasillo para hacerlo, Richard me explicó que Chris era el autoproclamado «rebelde residente» de EMI. Aunque en realidad no era más que un ingeniero auxiliar como nosotros, Chris se veía a sí mismo un poco como un cazatalentos, y pasaba noche tras noche en los clubes nocturnos de Londres, intentando mantenerse al día en el pulso de la música pop. Pero su más reciente fijación, me contó Richard, era por ese grupo que había venido de Liverpool para una prueba hacía varios meses. Chris había sido el pulsador de botones en la sesión, como ayudante del ingeniero Norman Smith y el productor Ron Richards, que trabajaba para el jefe del sello Parlophone, George Martin. Al parecer, ni Norman ni Ron habían quedado especialmente impresionados, pero a Chris le había gustado tanto lo que estaba escuchando que por su cuenta y riesgo había corrido hasta la cantina para buscar a George Martin, que poco después los había fichado; por lo menos, ésa era la versión de Chris. Con sentido del humor, Richard me informó de que tanto Norman como Ron y el propio George habían proclamado más adelante haber sido ellos los que habían descubierto al nuevo grupo, que llevaba el extraño nombre de The Beatles.
—¿Beatles? —pregunté a Richard—. ¿Qué significa?
—No estoy seguro —respondió—. Tal vez «escarabajos», como The Crickets, «Los grillos». —Buddy Holly y su grupo The Crickets habían sido grandes estrellas tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos en los años cincuenta, y yo era un gran fan suyo. Por desgracia, Holly había muerto en un trágico accidente de avión en 1959.
Por fin llegamos a la sala de descanso del personal, y efectivamente Richard tenía asignado trabajar en la sesión vespertina con los Beatles al día siguiente, como ayudante de Norman Smith y George Martin. Nuestro horario normal de trabajo era de nueve de la mañana a cinco y media de la tarde, con una hora libre para comer. Los horarios básicos de las sesiones, me explicó Langham, eran de diez a una, de dos y media a cinco y media, y de siete a diez. Si te programaban para una de las sesiones nocturnas te pagaban horas extras, y por eso parecía tan contento de haber recibido el encargo, pese a que le obligaría a hacer una jornada de trece horas.
Nuestra siguiente parada fue el despacho de Beckett. La puerta estaba abierta, de modo que entramos sin llamar y despertamos así al adormecido Beckett.
—Siento interrumpirlo, Bob —dijo Richard con una sonrisa traviesa—, pero queríamos saber si Geoff podría acompañarme a la sesión de mañana por la noche.
Beckett se puso las gafas y repasó el registro, intentando despejarse. Aún medio confuso, se volvió hacia mí:
—Bien, Emerick, ¿cómo se las arregla? Parecía una pregunta incongruente, teniendo en cuenta que yo apenas llevaba unas horas trabajando allí.
—Muy bien, señor —respondí, intentando contener la risa una vez más.
—Me alegro mucho, hijo. Bueno, ¿qué decías de la sesión de mañana? —Pasó las páginas al azar, totalmente despistado. Richard repitió la pregunta.
—La sesión de pop programada para los Beatles, señor, ese nuevo grupo de Liverpool que ha fichado George Martin. Mañana por la noche, Bob. Seguro que se acuerda.
Por fin Beckett recuperó la compostura y se aclaró la garganta. Parecía comprender al fin lo que le estábamos preguntando.
—Bueno, Emerick, yo diría que le conviene pasar el máximo de tiempo posible durante estas dos semanas junto al Sr. Langham, aunque comprenderá que no podremos pagarle las horas extras. —Esto último parecía más una afirmación que una pregunta, por lo que seguí mirándolo impertérrito—. Por lo tanto, usted decide, Sr. Emerick. Yo le aconsejaría que optara por asistir a la sesión, aunque sea sin cobrar.
Ansioso por causar buena impresión, tartamudeé: «Por… por supuesto, señor, haré lo que usted dice», sin pararme a pensar que, con menos de un día de empleo a mis espaldas, ya se estaban aprovechando de mí.
Y así fue como me encontré participando en la primera sesión de grabación de la historia de los Beatles.