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El día que lo dejé:
la creación del Álbum blanco

Estaba harto.

Había pasado seis años de altibajos con los Beatles, compartiendo con ellos el increíble éxito de los álbumes Revolver y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, y acompañándolos en el sentimiento cuando enterraron a su joven representante, Brian Epstein, y sufrieron los ataques de la crítica tras el proyecto fallido de Magical Mystery Tour. Pero ahora el resentimiento, las riñas y las mezquindades empezaban a pasarme factura. Me encontraba al borde de un ataque de nervios, y estaba dispuesto a decirles que lo quería dejar.

Habían cambiado muchas cosas desde la última vez que había visto a los Beatles pocos meses atrás. A su vuelta del viaje a la India eran personas totalmente distintas. Si antes eran exigentes y modernos, ahora iban desaliñados y descuidados. Si antes eran ingeniosos y llenos de humor, ahora eran solemnes e irritables. Les había unido el lazo de una larga amistad, ahora les molestaba la mutua compañía. Antes eran alegres y estar con ellos era divertido. Ahora estaban enfadados.

Yo no tenía ni idea de qué razones tenían para estar enfadados, pero sin duda tenían la mosca detrás de la oreja cuando regresaron al estudio en la primavera de 1968 para empezar a trabajar en un nuevo álbum. Para cuando las sesiones terminaron aquel otoño, ni siquiera iban a tener un título adecuado para el disco: las discusiones eran tan fuertes que no se pusieron de acuerdo. Al final, terminaron llamándolo simplemente The Beatles, aunque la mayor parte de la gente lo conoce por el color de la funda sencilla y sin adornos que lo contenía. Las sesiones del Álbum blanco fueron con mucha diferencia las más difíciles y polémicas en las que yo había trabajado. En años posteriores, Paul se referiría al disco como el «álbum tenso», y yo no podría estar más de acuerdo.

Había seguido las noticias sobre el viaje de los Beatles a la India con gran interés, a pesar de que por entonces no hubo demasiada publicidad sobre el tema. Sabía que habían partido en busca de paz interior, y me sorprendió que todo se viniera abajo apenas un par de meses más tarde. Las luces de emergencia se encendieron cuando empezaron a volver a Inglaterra por separado: primero Ringo, después Paul. Era la primera vez que se embarcaban en una actividad del grupo y luego se escindían como individuos.

Más allá de sus problemas personales, los cuatro Beatles estaban muy presionados por cuestiones de negocios. Ante el vacío creado por la muerte de Brian, no sólo habían decidido representarse a sí mismos, sino que habían creado una ambiciosa empresa llamada Apple Corps., que tendría intereses comerciales y filantrópicos a la vez. Personalmente, me parecía que la idea de dar una oportunidad a artistas desconocidos era loable, al menos en teoría. Era una visión utópica, pero probablemente estaba destinada al fracaso desde el principio, teniendo en cuenta los intereses muy diferentes y las limitadísimas capacidades ejecutivas de los cuatro propietarios principales. Pese a los nobles objetivos, todo se llevó a cabo de una manera caprichosa, sin nadie que dirigiera, sin nadie que lo supervisara todo. A Neil Aspinall, que había trabajado antes como contable, le encargaron que llevara las cuentas (por lo que asistió muy poco a las sesiones de grabación a partir de entonces), pero en aquel momento no gozaba realmente de una posición de autoridad. Apple terminaría engullendo a los Beatles como conjunto, no sólo distrayéndolos de su música sino provocando una ristra de rupturas y desacuerdos insignificantes que irían exponencialmente en aumento hasta que el grupo se rompió en cuatro piezas de manera pública y desagradable.

En EMI no sabíamos prácticamente nada de sus vidas privadas, pero desde el inicio mismo de las sesiones del Álbum blanco, los Beatles empezaron a traer sus problemas al estudio por primera vez. Si se había celebrado una rencorosa reunión de trabajo en la sala de juntas de Apple por la mañana, esto impregnaba la sesión de overdubs de la misma noche. Si John había hecho un comentario sarcástico sobre el Maharishi que había molestado a George, se peleaban delante del micrófono cuando estaban a punto de grabar unos coros. Si Paul criticaba la manera de tocar de Ringo, Ringo se deprimía. Si George se atrevía a cuestionar alguna de las sugerencias de Paul, Paul se cabreaba. Y si alguno de los miembros del grupo hacía algo que un John exageradamente a la defensiva consideraba un desaire potencial hacia su nueva novia (que permaneció impasiblemente sentada a su lado durante todo el tiempo en que grabamos el disco), les soltaba un rapapolvo con su lengua viperina.

En resumen, la atmósfera estaba envenenada.

Para empeorar las cosas, en Abbey Road todos intentábamos adaptarnos al nuevo director del estudio, porque el venerable E. H. Fowler se había jubilado por fin. Fowler pertenecía a otra generación (sin duda no comprendió nunca el mundo del pop), pero era básicamente inofensivo. El único encontronazo que tuve con él fue por el Grammy que me concedieron por Sgt. Pepper. Como no había podido asistir a la ceremonia en los Estados Unidos, enviaron la estatuilla a Abbey Road, y Fowler la puso en su despacho, sin avisarme siquiera de que había llegado. No lo hizo con mala intención, no se daba cuenta. Pensó que el premio pertenecía al estudio y no a mí personalmente, por mucho que llevara mi nombre grabado. Me enteré y le pedí que me diera el Grammy. Al principio, Fowler se negó, y tuve que pedir a George Martin que interviniera. Todo terminó de manera amistosa, se organizó una agradable ceremonia en el estudio 3, con periodistas de la BBC y algunos reporteros filmando y haciendo fotos mientras Ringo me entregaba formalmente el premio. Fue el único Beatle que asistió porque los otros tres estaban todavía en la India, y me pareció un bonito gesto. Aquella tarde intercambiamos apenas unas frases, pero aun así fue una de las conversaciones más largas que tuve con él.

Por muy torpe e incompetente que pudiera llegar a ser, todos terminamos echando de menos a Fowler, porque su sustituto, Alan Stagge, resultó un desastre. Stagge procedía de IBC (un estudio especializado en trabajar con orquestas) y según decían era el mejor ingeniero de grabación de música clásica del mundo. Es cierto que era un buen ingeniero, pero ni mucho menos tan bueno como él creía. En su primera reunión con el personal, nos llamó a todos al estudio 1 y nos iluminó con su nueva filosofía y todos los cambios que tenía intención de llevar a cabo. Y concluyó su pequeña charla con estas palabras: «Todos vamos a tirar del carro para conseguir que EMI sea todavía mejor… y si alguno de vosotros no está de acuerdo con mis planes, ya sabe dónde está la puerta».

Ahí estaba, en su primer día en el puesto, diciendo a todas aquellas personas que llevaban allí treinta o cuarenta años que se podían ir si no aceptaban incondicionalmente sus edictos. Se produjo un silencio de desconcierto en la sala, interrumpido por mi buen amigo Malcolm Davies, que se levantó y, con una expresión de seriedad total, dijo: «En nombre del personal, querría decir que estamos todos a su lado, y que le deseamos toda la suerte del mundo». Stagge hizo una rígida inclinación de reconocimiento, pero todos conteníamos la risa porque sabíamos que Malcolm le estaba tomando el pelo. En aquel momento nos dimos cuenta de que tendríamos que trabajar con alguien que no tenía ni idea.

Además de inepto, Alan Stagge también podía ser maleducado y arrogante. En pocos días se puso de manifiesto que sus normas no tenían pies ni cabeza, sino que su única intención era imponer su autoridad. Su actitud hacia todas las cosas era «si no te gusta, ahí tienes la puerta». No tenía ninguna intención de reconocer la importancia del ingeniero, o de complacer los deseos del productor o del artista. Stagge instituyó un nuevo sistema en el que el trabajo se distribuía más equitativamente, porque, al parecer, pensaba que cada ingeniero era intercambiable y prescindible, que cualquiera podía hacer cualquier trabajo. En cambio, no tenía ningún problema en asignarse a sí mismo las mejores sesiones clásicas, lo que indignó al resto de ingenieros clásicos en plantilla. Aunque el productor quisiera a otro, daba igual: la sesión la iba a hacer él, les gustara o no.

Luego empezó a hacer lo mismo con los ingenieros de pop, cambiándonos de una sesión a otra sin ningún otro motivo que tenernos siempre a contrapié. No importaba que Makolm Addey hubiera grabado siempre a Cliff Richard y los Shadows, o que Pete Bown siempre hubiera sido el ingeniero de los Hollies: ahora a cualquiera de nosotros podían asignarle y le asignaban esas sesiones. Stagge no comprendía (o le resbalaba) que los productores y los artistas quisieran mantener una continuidad. Muchos clientes de Abbey Road, evidentemente desconcertados, se vieron trabajando con dos, tres o cuatro ingenieros diferentes en el curso del mismo proyecto, cada uno de los cuales tenía su propio sonido y su propio modo de hacer las cosas.

Stagge tampoco respetaba el proceso creativo. Muy a menudo, sobre todo después de que los Beatles hubieran roto el molde, las sesiones de pop se alargaban hasta altas horas de la noche porque a alguien le venía la inspiración y el productor quería continuar hasta explorar la idea a conciencia, a pesar de los costes suplementarios que eso pudiera provocar. Pero Stagge no quería saber nada de eso. Si una sesión estaba reservada hasta las diez de la noche, quería que termináramos a las diez, aunque el artista quisiera continuar e incluso estuviera dispuesto a pagar los costes extras. Una noche se presentó en una sesión de Pink Floyd (vestido de etiqueta, pues él y su esposa solían pasar por el estudio después de asistir a una ópera o a un concierto clásico) y les dejó literalmente sin corriente eléctrica.

Luego empezó a retocar cosas que no necesitaban retoques. Ordenó la instalación de un complicado sistema de toldos y telas (como una especie de velas hinchadas al viento) en el techo del estudio 1, porque decía que los agudos resonaban demasiado. Eso alteró la acústica natural de la sala hasta el punto de que, para mí, le estropeó el sonido. Lo más asombroso es que esas telas todavía siguen en el techo a día de hoy.

A continuación cambió los altavoces de todas las salas de control. Peor aún, los nuevos altavoces que colocó eran totalmente diferentes de los Altec a los que estábamos acostumbrados. Tal vez a Stagge le gustaba cómo sonaban, pero yo los odiaba, lo coloreaban todo con demasiados graves, y la mayoría de ingenieros pensaban lo mismo que yo. Para colmo, Stagge nunca discutía estos temas con nosotros de antemano, lo que era ridículo ya que los ingenieros son las primeras personas a las que tienes que consultar antes de realizar un cambio tan importante en un estudio de grabación.

La cultura musical de los años sesenta era decididamente diferente a la de las décadas previas; los compradores de discos eran los más jóvenes, y los propios artistas eran cada vez más jóvenes y estaban más al día. La moda lo era todo, sobre todo en grandes ciudades como Londres, y Abbey Road había empezado a cambiar lentamente al ritmo de los tiempos. Aunque los responsables de mantenimiento todavía debían llevar batas blancas y los encargados de la limpieza iban con batas marrones (vestigios de un sistema de clases británico que se estaba evaporando rápidamente), los ingenieros y los ayudantes teníamos más libertad de acción. Si bien la americana y corbata todavía eran obligatorias, empezamos a ponernos camisas de colores y corbatas psicodélicas, y nos quitábamos la americana en cuanto entrábamos en la sala de control. No llegábamos exactamente al nivel alocado de nuestros clientes, pero todo era mucho más flexible.

A Alan Stagge, por supuesto, aquello no le gustaba —tengo la sensación de que no comprendía la importancia de que los artistas se sintieran cómodos con las personas con las que trabajaban—, de modo que sin consulta ni advertencia previas, anunció que en adelante todos los ingenieros y ayudantes tendrían que llevar también batas blancas. La idea nos pareció odiosa. Además de ser un insulto para nuestros gustos, sabíamos que aquello sólo serviría para distanciarnos todavía más de los clientes; podía imaginar perfectamente los comentarios sarcásticos de John Lennon si mi ayudante y yo nos presentábamos a una sesión de los Beatles vestidos de aquella manera. Por suerte, el edicto de Stagge duró sólo un día. En un acto de desafío, todo el mundo pidió una bata el doble de grande de lo necesario, y cuando nos las pusimos todos las arrastrábamos por el suelo. Como un moderno capitán Queeg, Stagge fue incapaz de evitar el motín del Caine… sobre todo porque sabía que costaría una fortuna volver a encargar batas blancas nuevas para todos.

En el estudio la situación era cada vez más difícil para todos, e incluso los recién llegados creían que teníamos que hacer frente al problema. Celebramos una reunión de personal y enviamos a un representante a hablar con Ken East, el ejecutivo de la sede central de EMI en Londres que era responsable del estudio. Pese a que había contratado a Stagge como amigo personal suyo, Ken se tomó en serio el asunto. En otoño de 1969 (unos dieciocho meses después de su llegada), Alan Stagge dimitió por fin. La crisis había terminado… pero para entonces yo ya no trabajaba allí, y tampoco Malcolm, Ken Scott y otros miembros clave de la plantilla.

Es sorprendente comprobar cómo esta persona tan incompetente pudo influir de tal modo en todo lo que pasó después. Stagge se enemistó con el personal hasta tal punto que muchos de nosotros empezamos a pensar en dejar el puesto, e interrumpió el trabajo en equipo y la fluidez de muchas grabaciones, lo que muy posiblemente afectó a su calidad. Lo que tal vez fue más significativo es que sus interferencias constantes y las malas vibraciones resultantes no pasaron desapercibidas a los Beatles, y eso aumentó la acritud en el seno del grupo y los impulsó a construir su propio estudio en vez de tener que enfrentarse constantemente a las complicaciones de trabajar en Abbey Road. Stagge también fue la causa de que Malcolm Davies dejara EMI, y si Malcolm no se hubiera ido a Apple y me hubiera presionado para unirme a él, tal vez yo no hubiera dado el paso por mí mismo. Fue un conjunto muy complicado de circunstancias, pero estoy bastante seguro de que, de no haber sido por Alan Stagge, muchas cosas hubieran sido distintas.

Comenzamos el Álbum blanco en medio de todo ese torbellino de mal ambiente, y no fue un buen presagio. De todos modos a mí ya me daba un poco de miedo iniciar el proyecto, porque gran parte del trabajo posterior a Sgt. Pepper que habíamos realizado el año anterior había estado cargado de tensión, si bien las cosas habían terminado de un modo más positivo con la sesión de «Hey Bulldog». No me seducía la idea de volver a las sesiones extenuantes de toda la noche y las constantes exigencias de los Beatles, aunque me alegré de saber que Phil McDonald volvería a ser mi ayudante, y por supuesto tenía muchas ganas de escuchar las nuevas canciones de John y de Paul.

La primera noche en el estudio empezó, como de costumbre, charlando y poniéndonos al día.

—¿Cómo os ha ido por la India? —pregunté.

Era una pregunta general, no estaba dirigida a ningún Beatle en particular, sólo intentaba romper el hielo. Los periódicos habían informado de que John y George habían vuelto precipitadamente porque se sospechaba que el Maharishi se había propasado con una de sus alumnas. Era una anécdota que estaba seguro que al Lennon de antes le habría parecido divertida, pero por el veneno de su respuesta vi claro que no le encontraba la gracia por ninguna parte.

—Por la India nos ha ido bien, supongo… si eliminamos al asqueroso del Maharishi, —dijo.

Harrison parecía desesperado, como si fuera una conversación que ya habían tenido varias veces. Respiró hondo e intentó calmar a su agitado compañero de grupo.

—Venga, vamos, que no hay para tanto —intervino, ganándose así una mirada asesina. La amargura y la ira de Lennon casi se podían palpar.

Ringo intentó desviar la atención con un poco de humor.

—Me recordó a unas colonias de verano, pero la puñetera comida no era tan buena —dijo, guiñando un ojo.

Miré a Paul. Estaba mirando al frente, inexpresivo y cansado. No tenía nada que decir sobre la India, ni aquel día ni ningún otro.

En aquel momento noté que algo fundamental en ellos había cambiado. Estaban buscando algo, pero no sabían bien qué era; habían viajado a la India en busca de respuestas, y les decepcionaba no haberlas encontrado allí… pero a mí me parecía que ni siquiera conocían las preguntas. Sin duda estaban más a la defensiva que nunca, más en guardia. Aunque en aquel momento yo llevaba más de cinco años trabajando con ellos, sentí que eran unos perfectos desconocidos. Por primera vez no podía interpretarlos, no podía comprender quiénes eran o qué deseaban. No era la manera más prometedora de iniciar un proyecto de varios meses de duración.

La rabia que anidaba en John era la señal más visible de que algo iba muy mal. Había una tensión nueva entre John y Paul, e incluso entre John y Ringo, además de la relación a menudo crispada que Paul tenía con George y el resentimiento que a veces mostraba Ringo cuando Paul le daba demasiadas instrucciones sobre cómo tocar la batería. En realidad, los dos únicos Beatles que parecieron llevarse bien durante las sesiones del Álbum blanco fueron John y George. Tal vez fuera por las experiencias que habían compartido en el ashram. Al fin y al cabo, ellos eran los que habían aguantado y se habían quedado hasta mucho después de que Ringo y Paul hubieran vuelto a casa. Tal vez se sentían abandonados o traicionados por sus compañeros de grupo. Las corrientes subterráneas que latían bajo los cuatro Beatles eran tan complejas en aquel momento que me entraba dolor de cabeza sólo de pensar en ellas.

Por si todo eso no fuera suficientemente negativo, aquel primer día empecé a oír hablar de un nuevo gurú que habían descubierto. Se llamaba Alexis Mardas, y era un amigo de John que se había ganado astutamente la confianza del resto del grupo. Magic Alex, como lo llamaban todos, era todo un personaje, prueba viviente del dicho de que un poco de saber puede resultar peligroso.

Alex era un tipo con mucha labia que tenía vagos conocimientos de electrónica (más tarde me enteré de que había sido reparador de televisores), pero que andaba pez en casi todo. Al parecer se había dado cuenta desde el principio de que John sentía fascinación por la electrónica pero era una nulidad en la materia, y Alex se aprovechaba de la ingenuidad de John. Su modus operandi era comprar toda clase de libros y revistas divulgativas como Popular Science y leer sobre nuevas tecnologías. Luego le contaba a John lo que había leído y lo embellecía un poco, presentándoselo todo como si fuera idea suya. ¿Papel pintado con altavoces? ¿Un sol artificial? ¡John se quedaba boquiabierto! Como John no tenía ni idea de nada, se creía todo lo que Magic Alex le contaba y se tragaba el anzuelo enterito.

Gracias a su amistad con John, Alex había conseguido asistir a un par de sesiones del proyecto Magical Mystery Tour, y se había congraciado de tal modo con los otros Beatles que lo habían invitado a subirse al autobús para la filmación. Incluso se había unido a ellos en la India. Yo no me había fijado en él en el estudio, pero él sí se había fijado en mí, porque tomaba nota atentamente de todo lo que le rodeaba. Lo que nosotros les ofrecíamos en EMI, les dijo a los Beatles, él podía construírselo más pequeño y mejor. Si nuestra máquina de ADT era del tamaño de un lavaplatos, él podía construir una del tamaño de una caja de cerillas; si nosotros grabábamos en cuatro pistas, él podía grabarlos en setenta y dos; si nosotros poníamos pantallas acústicas alrededor de la batería, él era capaz de aislarla con un campo de fuerza electrónico… Alex había conseguido con gran éxito hacer que la confianza de John y de los demás en lo que estábamos haciendo en Abbey Road se quebrase, abriendo así una brecha entre el grupo y el personal del estudio.

Alex les daba tantas informaciones erróneas, y ellos eran tan crédulos, que terminaron creando un departamento de electrónica en Apple… y lo pusieron a él al mando. Una de sus tareas principales era construir para ellos un estudio de grabación, y a lo largo de las sesiones del Álbum blanco no oí hablar de otra cosa. John, y George en menor medida, no paraban de poner en duda todo lo que yo hacía, y decían constantemente: «Magic Alex dice que no hace falta hacerlo así; dice que deberías hacerlo asá». Yo hubiera estado dispuesto a aceptar algunos de estos comentarios si me hubiera parecido que tenían una base sólida, pero pronto me convencí de lo contrario. Una noche descubrí a Alex y a su ayudante debajo de la mesa de mezclas del estudio l. Llevaban una linterna y estaban estudiando los circuitos, intentando descubrir cómo funcionaban. Me quedé lívido y me quejé a Stagge, pero los Beatles tenían tanto poder que movieron hilos con los ejecutivos de EMI y obtuvieron un permiso especial para que Alex examinara nuestro equipo.

Alex nunca intentó hablar directamente conmigo porque sabía que yo le tenía calado, y yo nunca me enfrenté a él directamente porque me di cuenta de que se había ganado la confianza del grupo hasta tal punto que si lo hacía iba a salir perdiendo. George Martin estaba tan disgustado como yo ante esta situación, pero si Alex decía algo especialmente absurdo y los Beatles no estaban presentes, a veces George le paraba los pies. Con una sonrisa sarcástica. George le decía: «Vale, ¿y cómo vas a hacerlo, exactamente?» Me fijé en que Alex nunca respondía a George de modo directo, sino que se limitaba a farfullar algo a través del bigote. Ése era su modo de salirse por la tangente: farfullaba y hacía ver que hablaba mal en un inglés impregnado de un fuerte acento griego. Lo divertido era que, si lo hacía delante de John, éste fingía entender lo que Alex decía.

De modo que entre Alex, Alan Stagge y todos los malos rollos en el seno de los Beatles, estuve muy ocupado desde el principio. Para empeorar las cosas. John se mostró excepcionalmente borde y maleducado la primera noche de grabación. Había en él una agresividad que no había visto antes; y al final de la sesión parecía un psicótico. Tal vez fuera por las drogas que tomaba. Tal vez fuera la tensión de las reuniones de Apple, o la decepción causada por el Maharishi, o el estrés por el derrumbamiento de su matrimonio. No lo sabía, y francamente, me daba igual. Lo único que sabía era que hubiera preferido estar en cualquier otro lugar.

Pero estaba atrapado en el estudio 2 de EMI en Abbey Road, encorvado sobre una mesa de mezclas con George Martin a mi izquierda y Phil McDonald a mis espaldas, y había trabajo que hacer. Como de costumbre, íbamos a comenzar el álbum con una canción de John, «Revolution 1», la canción lenta que iba a dar inicio a la cuarta cara de la edición en vinilo. Aquella noche Paul parecía más apagado de lo normal, quizá le molestaba que John dominara tanto la situación. Cuando el grupo empezó a ensayar, me di cuenta de que estaban tocando más fuerte que nunca; John en concreto había subido el ampli de guitarra a un volumen atronador. Al final cogí el intercomunicador y le pedí educadamente que lo bajara porque había muchas filtraciones en el resto de micrófonos. La respuesta de John fue dirigirme una mirada asesina.

—Te diré una cosa —dijo despectivamente—: tu trabajo es controlarlo, de modo que haz tu puto trabajo.

Arriba, George Martin y yo intercambiamos miradas de alarma.

—Creo que será mejor que vayas a hablar con él —dijo tímidamente George.

Me quedé helado. «¿Por qué yo? El productor eres tú», pensé. Pero George se negaba categóricamente a involucrarse en el tema, de modo que la pelota estaba en mi tejado. Bajé las escaleras que conducían al estudio de un modo deliberadamente lento. Cuando llegué, Lennon se había calmado un poco.

—Mira, la razón por la que tengo el ampli tan alto es que estoy intentando distorsionarlo al máximo —explicó—. Si necesitas que lo baje, lo haré, pero tienes que hacer algo con mi guitarra para que suene mucho más peligrosa. Es lo que busco en esta canción.

La petición no era del todo irrazonable (las guitarras muy distorsionadas se estaban poniendo de moda gracias a artistas como Cream y Jimi Hendrix), y yo estaba punto de decirle: «Muy bien, ya se me ocurrirá algo…», cuando John no pudo resistir darme el golpe de gracia, mientras me despachaba imperiosamente con un gesto:

—Ponte las pilas, Geoff. Creo que ya es hora de que empieces a hacer las cosas bien de una puñetera vez.

«Que te den, John», pensé. Estaba indignado, pero mantuve la boca cerrada. ¿No se suponía que teníamos que trabajar en equipo? En cuanto regresé a la sala de control, George y Phil se dieron cuenta de lo furioso que estaba.

—¿Qué le pasa? —me preguntó George.

Estaba tan enfadado que ni siquiera pude contestar.

Tras tomarme unos minutos para recuperar la compostura, decidí sobrecargar el preamplificador por el que pasaba la señal de guitarra de John. Era básicamente el mismo truco que había usado para poner su voz «en la luna» cuando cantó «I Am The Walrus». Eso satisfizo a John hasta cierto punto, pero pude ver lo cabreado que estaba por el tiempo que me había llevado conseguir el sonido. En sus mejores momentos, Lennon tenía una paciencia limitada, pero aquella noche no tenía ninguna.

Echando chispas de indignación, empujó al grupo a tocar la canción una y otra vez, escupiendo la letra con una malevolencia apenas disimulada. Era como si quisiera exorcizar algún demonio interior, gritando las palabras «all right» de manera incesante al final de cada toma. La última, que terminó siendo la buena, duraba más de diez minutos. John acabó con la voz destrozada y parecía agotado.

—Vale, ya estoy harto —ordenó con voz ronca a los que estábamos en la sala de control. Ringo parecía a punto de desplomarse.

La sesión de aquella primera noche fue un caos descontrolado, pura y simplemente, y George Martin había adoptado una actitud de desconcierto y preocupación de principio a fin. Los dos sabíamos que algo que iba mal, y yo pensaba: «¿Dónde me estoy metiendo?». Debería haber confiado en mi instinto.

A la tarde siguiente, George Martin, Phil y yo estábamos sentados en la sala de control charlando tranquilamente cuando de pronto John irrumpió por la puerta, con las prisas habituales. Le seguía una japonesa menuda con una cámara de fotos colgada al hombro. Ignorándonos totalmente, John la sentó en una silla delante del cristal de la ventana, y luego salió disparado de la sala en dirección al estudio, donde el resto de los Beatles esperaban pacientemente a que empezara la sesión. La japonesa se quedó sentada y nos sonrió, pero no dijo ni pío. Un instante más tarde, John volvió a entrar; se había dado cuenta de que había olvidado decirnos algo.

—Ésta es Yoko —dijo sin aliento, y le dio un beso en la mejilla antes de volver a desaparecer por la puerta.

Así es como nos presentaron a la novia y futura esposa de John, Yoko Ono.

Durante las dos horas siguientes Yoko estuvo sentada en silencio con nosotros en la sala de control. Debió de ser todavía más incómodo para ella que para cualquiera de nosotros. La habían puesto en una situación embarazosa, plantificada delante del cristal de tal modo que George Martin y yo teníamos que alargar el cuello por encima de ella para poder ver a los otros en el estudio y comunicarnos con ellos. Así, ella pensaba que la estábamos mirando todo el rato. Cada vez que nos veía mirar en su dirección nos dirigía una sonrisa educada y tímida, pero no llegó a decir nada y tampoco hizo ninguna foto. Al cabo de un momento, empecé a sentir lástima de ella.

Por fin John reunió el coraje suficiente para llevársela al estudio. Tomando a Yoko de la mano, la sacó de la sala de control y la llevó a la pequeña zona de grabación donde los otros tres Beatles estaban ensayando. Al principio la ignoraron por completo. Primero John la sentó al lado de Mal. Algo más tarde, él le hizo un gesto y ella se colocó a su lado… y allí permaneció durante el resto de la carrera de los Beatles.

A partir de aquel instante, dondequiera que fuese John, ella también iba. Si él iba al lavabo, ella lo acompañaba por el pasillo y lo esperaba fuera, sentada en el suelo. Cuando salía, Yoko lo acompañaba de vuelta al estudio o a la sala de control y volvía a sentarse a su lado. Nadie aparte de Neil y Mal se había entrometido hasta ese punto en las sesiones de los Beatles, y las gélidas miradas de Paul, George y Ringo indicaban que no les gustaba lo más mínimo. Habían cerrado siempre filas de tal modo que era impensable que un forastero pudiera penetrar tan rápida y completamente en el círculo interno. Pero con sus actos John estaba dejando muy claro que, les gustara o no, no iban a poder hacer nada al respecto.

Cuando Yoko hubo salido de la sala de control, George Martin se volvió hacia mí. Movió la cabeza con tristeza y dijo:

—¿En qué demonios estará pensando John?

Nos dimos cuenta del impacto de su presencia desde aquel primer día. Y a partir de aquel instante, todo cambió. La sesión del día anterior, luchando por conseguir aquel sonido de guitarra y soportando la catarsis emocional de Lennon, había sido muy difícil, pero desde entonces las sesiones fueron de mal en peor. La bola de nieve se fue haciendo cada vez más grande.

Es muy posible que John estuviera locamente enamorado de Yoko, pero no hay duda de que la presencia de ella en las sesiones era perjudicial. Todos lo sabíamos, y, en cierto modo, también él lo debía de saber, pero no parecía importarle; llevarla a las sesiones era casi como un acto de desafío. Si los cuatro Beatles llegaron a discutir sobre el hecho de que ella estuviera allí, nosotros no lo presenciamos, pero la cuestión es que siguió viniendo todos los días. En cualquier caso, se convirtió todavía más en la sombra de John; si él se sentaba a un extremo de la banqueta del piano, ella se sentaba en el otro extremo. Si él se movía un poco, ella también lo hacía. Era bastante extraño ver como Yoko parecía casi anticiparse a todos los movimientos de John.

No parecía que hablaran mucho entre ellos, la mayor parte del tiempo John estaba trabajando y Yoko se sentaba a su lado en silencio. Entre toma y toma tal vez ella le susurraba algo al oído, o le preguntaba si quería una taza de té, pero eso era todo. Nos dimos cuenta de que ella jamás hacía el té, ni siquiera se ofrecía a hacerlo; simplemente pedía a Mal que preparara una taza. Al cabo de unos días, empezó a dirigirse a Mal de un modo más imperativo, cosa que estoy seguro que no les pasó por alto ni a Mal ni a los otros Beatles. Aun así, nadie dijo nada; Yoko estaba allí y punto.

Yoko no era desagradable, pero nunca tuvimos oportunidad de llegar a conocerla, porque la mayor parte del tiempo no decía nada. Yo no mantuve conversación alguna con ella durante las sesiones del Álbum blanco, más allá de un simple «hola» y «adiós», y tampoco recuerdo que hablara mucho con George Martin o con Phil. De hecho, durante varios días Yoko no dijo nada a nadie que no fuera John. Entonces, una tarde, en medio de un overdub de coros, John se volvió de pronto hacia ella y dijo:

—¿Sabes? Creo que esta parte deberías cantarla tú.

Paul, que estaba cantando el arreglo, miró a John con incredulidad y luego se alejó disgustado. George y Ringo, sentados a poca distancia, intercambiaron miradas de mal agüero. Impertérrito, Lennon le pasó un par de auriculares y ella se puso delante del micro. Por primera vez, Yoko Ono apareció en un disco de los Beatles… a pesar de que John fuera el único Beatle que lo quisiera.

Yo pensaba que las cosas no podían empeorar, pero estaba equivocado: unos días más tarde, los cuatro Beatles, más George Martin y, por supuesto, Yoko, estaban en la sala de control escuchando una pista base cuando de pronto John le preguntó a Yoko qué le parecía. Ante el asombro generalizado, Yoko se mostró crítica:

—Está bastante bien —dijo con su vocecita—, pero creo que deberíais tocarla un poco más rápido.

El silencio era tal que se hubiera podido oír caer un alfiler. Hubo una expresión de conmoción y terror en la cara de todo el mundo, incluso en la de John. Todos miramos a John, pero él no dijo nada. Por muy encaprichado que estuviera de Yoko, debió de darse cuenta de que defenderla no haría más que echar leña al fuego. Tras una breve pausa, siguieron hablando, ignorando a Yoko y lo que acababa de decir. Pero el daño estaba hecho, y ya nada volvería a ser igual.

John parecía ajeno a todo, o tal vez no le importara lo que pensaran los demás. Estaba enamorado, y Yoko iba a estar a su lado, dando su opinión si le apetecía, y eso era todo. Pero yo comprendía el resentimiento de los otros Beatles; para ellos, Yoko no era sólo una desconocida, sino que además no tenía ninguna experiencia musical. Más allá de la intrusión en un espacio propio del grupo, aquello era especialmente insultante para George Martin y para Paul, que, al fin y al cabo, había sido siempre el compañero de composición de John. A Paul siempre le costó aceptar las críticas, pero respetaba tanto la capacidad de John que se las toleraba. Podía aceptar incluso un comentario ocasional de Harrison o de Ringo, pero indudablemente no estaba dispuesto a que la novia de John le dijera lo que tenía que hacer, como tampoco hubiera aceptado los consejos musicales de Patti Harrison o de Maureen Starkey.

El primer día en que Yoko habló y dio una opinión musical fue un punto de inflexión para los Beatles. Fue como el acto final de afirmación de John.

En muchos sentidos, fue el principio del fin.

Alan Stagge intentó sacarme de una sesión de los Beatles una sola vez, y sucedió la tercera noche de las sesiones para el Álbum blanco, cuando Pete Bown recibió el encargo de trabajar con el grupo en mi lugar. A continuación, George Martin montó tal pollo sobre el tema a los superiores de Stagge que a partir de entonces los Beatles tuvieron una dispensa oficial y permanecimos inmunes a los tejemanejes de la dirección. Al día siguiente me encontré con Pete por los pasillos, y me contó lo drogados y descoordinados que habían estado los Beatles. Me di cuenta de que había sido una experiencia totalmente diferente a las que había tenido con cualquier otro artista.

—Lennon me dijo que grabara la voz solista con él tumbado en el suelo —dijo Pete, moviendo la cabeza con asombro—. Tuve que suspender el micro encima de él. Y además aquella novia tan rara no se separó de él ni un segundo.

Lo único que alcancé a responder fue:

—Bueno, ahora ya sabes por lo que tengo que pasar cada noche.

Al resto de ingenieros de Abbey Road, el modo de trabajar de los Beatles les era completamente ajeno. No tenían ni idea de que estuviéramos experimentando tanto, de todas las cosas raras que probábamos. No hablábamos mucho de lo que sucedía en las sesiones, apenas dábamos algunas pistas. Un aura de secretismo rodeaba a todo lo que los Beatles hacían en el estudio. En realidad no me sorprendió que John hubiera pedido algo tan extraño, porque una vez yo había intentado sonorizarlo colocando el micro detrás de su espalda. Un día se le metió entre ceja y ceja preguntarse por qué tenía que cantar directamente al micro, y no paró de molestarme con la misma pregunta estúpida:

—Dime por qué el micro tiene que estar delante de mí. ¿Por qué no puede estar detrás?

En vez de darle una larga explicación, suspiré y lo probé para que pudiera escuchar por sí mismo los desastrosos resultados.

Pete también me contó que en un momento de la sesión, Lennon le había dirigido un comentario desagradable (el cuatro pistas se había estropeado un par de veces y habían tenido que colocar un nuevo alimentador, lo que había provocado un retraso), pero que luego había ido a disculparse, lo que era algo poco habitual en él; por lo menos conmigo casi nunca lo hacía. Lo más revelador era que John había añadido también el siguiente comentario: «Esto no pasará cuando instalemos nuestro propio estudio en Apple». Había una desconfianza total por su parte hacia todo lo que hacíamos, cosa que me irritaba sobremanera. Yo entonces ya no tenía ninguna duda de que todo aquello lo fomentaba en gran parte Magic Alex.

Las sesiones del Álbum blanco estuvieron llenas de sorpresas para mí. Normalmente, los proyectos de los Beatles se iniciaban con la grabación de un tema de John, y esta vez no fue una excepción. Pero la segunda canción siempre era una de Paul, al fin y al cabo eran los compositores principales del grupo. A Ringo se le asignaba una canción por álbum, y habitualmente se hacía en el último momento, hacia el final. («With A Little Help From My Friends» fue la última canción en grabarse para Sgt. Pepper). Pero esta vez decidieron grabar enseguida la canción de Ringo… y lo más sorprendente era que la había escrito él mismo. «Don’t Pass My Be» no era ninguna obra maestra (sólo tenía tres acordes, no había estribillo, y contaba con un aburrido arreglo de estilo country), pero fue el segundo tema que el grupo decidió grabar.

No dieron ninguna explicación, y George Martin y yo nos quedamos estupefactos. Lo único que se nos ocurría era que, entre bambalinas, los otros debían de ser conscientes de que Ringo estaba ya bastante harto, e intentaban mantenerlo contento. Parecía el único motivo posible para que dedicaran tiempo y energía a una canción de Ringo tan al principio; de otro modo hubiéramos hecho algo más sustancial. Al fin y al cabo, las sesiones de Sgt. Pepper se habían iniciado con «Strawberry Fields Forever» y «Penny Lane», un marcado contraste respecto a las dos canciones relativamente flojas con las que habíamos empezado ahora. Era evidente que las tensiones y las intrigas empezaban a pasar factura, desde el inicio mismo de la grabación.

Kenny Everett, el locutor de la BBC, vino al estudio y entrevistó a los cuatro Beatles mientras trabajaban en «Don’t Pass Me By». Fue una distracción, pero John se puso de buen humor, y actuó con histrionismo ante el micrófono, de modo que aquello sirvió para aligerar un poco el ambiente. Los Beatles siempre eran capaces de encender y apagar su encanto, y durante esa media hora se convirtieron en los personajes que habían interpretado en ¡Qué noche la de aquel día!, haciendo el payaso y actuando como los encantadores chicos traviesos que el público conocía. Fue agradable de ver, y pensé que tal vez aún había un rayo de esperanza. Pero no duró demasiado. En cuanto Kenny se hubo marchado, regresaron a sus deprimentes personalidades.

Fue por entonces cuando me presentaron a Chris Thomas, el nuevo y joven ayudante de George Martin. Lo único que sabíamos de Chris era que le había escrito simplemente una carta a George Martin y le había pedido un puesto como ayudante del productor, y George se lo había dado, a pesar de que no tenía ninguna cualificación ni experiencia. Al principio, Chris se sentaba al fondo de la sala de control, observando y aprendiendo. Los Beatles parecieron aceptarlo al cabo de pocos días, pero, francamente, yo lo veía como un intruso. Otro desconocido era lo último que necesitábamos en las sesiones. Pronto iba a descubrir que George Martin tenía una razón ulterior para incorporar a Chris Thomas al Álbum blanco.

Desde el primer día, nunca tuve buena química con Chris, aunque él fuera sólo un año menor que yo; no sintonizábamos bien. Empezó siendo bastante respetuoso: procuraba no sentarse a mi izquierda en la silla del productor aunque George no estuviera, y se limitaba a permanecer junto al cristal. Pero a medida que se fue sintiendo cómodo con la situación, empezó a hacer comentarios. Aunque a veces lo hacía con cautela, empezó a mostrar una actitud, una arrogancia, que no me gustaba nada. Pensaba que Chris no tenía ningún derecho a estar allí, ninguna experiencia ni formación, así que ¿por qué debía valorar su opinión? George Martin y yo llevábamos años ocupándonos de aquellas sesiones, con gran éxito, y de pronto Chris se había infiltrado en el sanctasanctórum, sin siquiera habérselo trabajado antes.

Al final, Chris y yo tuvimos un fuerte encontronazo. Llegó un día a Abbey Road con un grupo nuevo, y me dijo (a mi juicio, con una formalidad excesiva): «Quiero el sonido de Lennon en la voz y el sonido de Ringo en la batería»… como si fuera tan sencillo como girar un dial o apretar un botón. No respondí, pero le di exactamente lo contrario de lo que me había pedido, y entonces hice todo lo posible por no volver a trabajar con él nunca más. Eran sonidos que yo había creado únicamente para los discos de los Beatles; no pensaba reconstruirlos para otros artistas. Francamente, me parecía ofensivo que Chris me lo hubiera pedido, en especial si teníamos en cuenta de que nunca había formado parte de nuestro equipo.

Una consecuencia de la presencia de Chris como productor sustituto fue que los Beatles (que claramente ya no disfrutaban de la compañía mutua) pudieron dividirse en pequeños grupos, trabajando simultáneamente en dos o incluso en los tres estudios del complejo de Abbey Road, lo que pronto se convirtió en un modus operandi habitual durante el resto de las sesiones del Álbum blanco. Era como si los cuatro miembros del grupo se encontraran en espacios tan separados personalmente que también quisieran grabar el disco en espacios separados físicamente. En aquellas noches yo solía trabajar con Paul, porque era con quien me llevaba mejor. Otro ingeniero solía acompañar a John o a George Harrison, mientras que el taciturno (y raras veces consultado) Ringo iba de un estudio a otro cuando se le necesitaba. Ésta era la situación la noche en que trabajamos en la primera contribución de Paul al álbum, la conmovedora balada «Blackbird».

Ni Ringo ni George estaban presentes aquella noche, y John quería empezar a recopilar efectos de sonido para lo que al final iba a convertirse en «Revolution 9», de modo que en cuanto supo que había otro estudio disponible decidió encaminarse al mismo con Chris Thomas y Phil, acompañado, como siempre, por Yoko. Eso nos dejó a George Martin y a mí solos con Paul, lo que fue todo un alivio tras el estrés de las sesiones anteriores. Siempre era mucho más fácil tratar con un solo Beatle.

Tocando su guitarra acústica para zurdos, Paul empezó a cantar la canción, que me gustó de inmediato. Como perfeccionista que era, la tocó una y otra vez, intentando clavar el complicado arreglo de guitarra. En un momento dado apareció un operador de cámara para filmar un video promocional de Apple, y eso interrumpió un poco la fluidez de la sesión, pero Paul siguió adelante, con su nueva novia sentada con las piernas cruzadas a sus pies. Paul había roto recientemente con Jarre Asher, y tal vez ésta fuera otra razón por la que estuvo tan apagado durante las sesiones del Álbum blanco. Paul y la chica me invitaron una vez a cenar a su piso; recuerdo que ella nos preparó una sopa de naranja, que yo nunca había probado. Tal vez Paul invitó a la chica como respuesta a que John trajera a Yoko. Pero a diferencia de Yoko, ella no se quedó demasiado tiempo, y George Martin también tuvo que irse temprano.

Cuando se hubieron marchado, Paul me comentó que quería que el tema sonara como si lo estuviera cantando al aire libre.

—Perfecto —dije—, pues grabemos al aire libre.

Me miró con sorpresa. Había un pequeño espacio en el exterior junto a la cámara de eco donde había sitio suficiente para que se sentara en un taburete. Pasé un largo cable de micro y allí fue donde grabamos «Blackbird». La mayoría de sonidos de pájaros se añadieron más tarde, procedentes de un disco de efectos sonoros, pero un par de ellos eran gorriones y pinzones de verdad, que cantaron junto a Paul McCartney en el exterior de Abbey Road en un tibio atardecer de verano.

Tardé bastante en darme cuenta de que la letra de la canción hablaba del movimiento por los derechos civiles en América; Paul no lo mencionó en su momento. Estaba tan concienciado a nivel social como John, pero era mucho más sutil, no blandía ningún mazo, como John había hecho en «Revolution». Tenían sensibilidades parecidas, pero estilos totalmente distintos.

Sentado en la sala de control en la penumbra, trabajando tranquilamente con Paul, reflexioné sobre el hecho de que John y él ya no estuvieran tan unidos como antes. Había una distancia personal entre ellos, y mucha menos comunicación. En el pasado, Paul había tenido una mayor tendencia a influir en las canciones de John que viceversa; era raro que las sugerencias de John provocaran un cambio significativo en una canción de Paul, normalmente se limitaba a ayudar a terminar la letra o a componer una melodía distinta para la sección central de un tema. En cambio, las sugerencias de Paul podían afectar radicalmente a una canción de John. Sin embargo, esto no sucedió casi nunca durante las sesiones del Álbum blanco. No parecían siquiera interesados en conocer la opinión del otro, y mucho menos en proponer algo. Ambos estaban trabajando de manera independiente en aquel punto, y por supuesto George Harrison siempre había trabajado a solas como compositor. Por eso, como mucha gente ha observado, el Álbum blanco, más que una obra de grupo, parece cuatro álbumes en solitario de cada uno de los Beatles en que los demás actúan como músicos de acompañamiento. Al principio de cada sesión se preguntaban los unos a los otros: «Bueno, ¿qué has traído?», en vez de «¿Qué vamos a hacer?». Quedaba muy atrás la camaradería del pasado.

Por las razones que fueran (Yoko, Apple, diferencias artísticas…), la sociedad creativa y la amistad entre Paul y John se estaban desintegrando ante mí. De manera lenta pero segura, estas sesiones se estaban convirtiendo en una pesadilla. A mediados de junio hubo una breve pausa en las sesiones del Álbum blanco. Mis apretados horarios en Abbey Road me impedían salir con chicas con regularidad, pero seguía siendo un joven con un saludable interés por las mujeres, de modo que me alegraba cada vez que tenía una noche libre y una oportunidad para lucirme con alguna. Como meses atrás había trabajado con Víctor Spinetti y con John recopilando efectos de sonido para una obra de un solo acto que se iba a presentar en el Old Vic (una adaptación de un cuento del libro de John In His Own Write), John se había ocupado de que George Martin y yo asistiéramos al estreno. Me había enviado amablemente dos entradas de primera fila, de modo que invité a una chica con la que salía de vez en cuando. Se llamaba Mary, aunque yo la llamaba cariñosamente Plug (“enchufe”), porque trabajaba en la sección de electricidad de los almacenes Woolworth’s.

Cuando nos dirigíamos a la entrada principal, vimos una enorme masa de fans y fotógrafos, peleándose por poder ver a John y Yoko. Era una de las primeras veces que aparecían juntos en público, y el inicio de la obra se retrasó mucho rato por el acoso que sufrieron a la puerta del teatro. Mientras el público murmuraba sin cesar, empezamos a preguntarnos si los dos asientos libres que había junto a nosotros serían los suyos. Efectivamente, justo después de que se apagaran las luces, John entró corriendo con Yoko y se instalaron justo a nuestro lado. Me volví para saludarlo y estaba a punto de presentarles a Mary cuando oí un ruidoso «¡Eh, John!».

Magic Alex estaba sentado unas cuantas filas más atrás, junto a un amigo de la infancia de John, Pete Shotton, y ambos gesticulaban en dirección a John y Yoko para que se unieran a ellos, porque también allí había dos asientos vacíos. Evidentemente, se habían sentado con nosotros por error. Se levantaron y se trasladaron rápidamente sin despedirse, y no volvimos a verlos en toda la noche. Aun así, fue una velada divertida, a pesar de que Mary no entendió una palabra de la vanguardista producción.

Cuando los Beatles regresaron al estudio una semana más tarde, Richard Lush había terminado el proyecto al que lo habían asignado y pudo volver a trabajar conmigo como auxiliar. La primera noche fue realmente memorable: George Martin había reservado los tres estudios de Abbey Road para la complicada mezcla del pastiche sonoro llamado «Revolution 9». Paul no estaba presente en la sesión (había viajado durante unos días a los Estados Unidos), cosa rara, y Ringo tampoco estaba, de modo que sólo John y un poco entusiasta George trabajaron en el tema. Ambos, acompañados por Yoko, se aventuraban de vez en cuando en el estudio para susurrar ante el micrófono algunas palabras al azar.

Como habíamos hecho al mezclar «Tomorrow Never Knows» dos años atrás, necesitamos todas las máquinas del edificio para reproducir los loops de cinta, con todos los ingenieros de mantenimiento plantados una vez más con sus batas blancas sosteniendo los lápices en su lugar. La gran diferencia fue que en esta ocasión el personal estaba muy enfadado porque la sesión se estaba alargando mucho (más allá de la medianoche) y todos se querían ir a casa. No podía culparlos, algunos de ellos llevaban allí desde las nueve de la mañana, no habían aparecido a media tarde como nosotros. Además, la sesión debió de ser aburridísima, porque ni siquiera podían oír sonido alguno; estaban de pie en las diversas salas de control, sosteniendo los lápices mientras la cinta giraba sin cesar. De vez en cuando uno de los loops se rompía y tenían que llamar por teléfono y avisarnos, lo que, por supuesto, molestaba sobremanera a John.

Cuando grabamos el Álbum blanco, no era raro que varios Beatles se sentaran a mi lado ante la mesa de mezclas; ya no les asustaba tocar el equipo. Aquella noche John se sentó a mi lado como un niño con un juguete nuevo. Era el compositor y sabía lo que quería, de modo que manejó los controles de volumen en mi lugar, aunque yo hice todo lo que estuvo en mi mano por panear el sonido y vigilar el nivel general para que las cosas no se salieran de madre y distorsionaran. Era todo muy caótico; si subía el volumen y no había sonido, Lennon decía: «¿Dónde ha ido a parar?». Se le escapaba un taco de vez en cuando, pero eso fue todo. Aquella noche no llegó a perder los nervios, aunque por el tono de voz veías que estaba irritado. Yoko, como siempre, estaba a su lado, susurrando a John al oído y tocando los controles muy de vez en cuando. A cada rato, Lennon nos miraba a George Martin y a mí para ver si aprobábamos lo que estaba haciendo. Personalmente, el tema me resultaba interesante, pero parecía pertenecer a Yoko tanto como a John. Sin duda aquello no era la música de los Beatles.

Fue por entonces cuando George Harrison empezó a florecer como productor de discos. Paul y él eran los dos Beatles más implicados en descubrir y cuidar a nuevos artistas para el sello Apple, y George había abogado por el cantante de Liverpool Jackie Lomax, que se convirtió en su primer fichaje. Tal vez en un intento de escapar del tedio de las sesiones del Álbum blanco, Harrison había decidido producir él mismo el álbum de debut de Jackie, y me pidió que hiciera de ingeniero en la canción «Sour Milk Sea», que George escribió para Jackie y que terminó siendo el primer sencillo de Apple. Fue una sesión muy buena: Ringo estaba a la batería, Paul tocó el bajo, y llamaron a Eric Clapton, a quien yo no conocía, para tocar la guitarra. Había muy buenas vibraciones aquella noche (posiblemente porque John y Yoko no estaban), y me impresionó bastante la capacidad de Harrison como productor. Parecía saber lo que quería, y lo perseguía sin aspavientos.

En realidad tuve ocasión de convertirme un poco en el héroe de la sesión. Se había dejado un espacio para grabar un solo de guitarra de Eric en una de las pistas, pero no era suficientemente largo (tendríamos que cortar la última nota del extenso solo que Clapton quería tocar), de modo que tuve que improvisar algo. Propuse que, en vez de hacer una mezcla de reducción, grabáramos simplemente el solo en un trozo de cinta virgen y lo pincháramos durante la mezcla, con lo que así obtuvimos una pista extra donde en realidad no la había.

Tuve la sensación de que después de aquello Harrison me respetó un poco más; por lo menos estuvo más agradable de lo normal aquella noche. No fue una sesión demasiado compleja (en realidad se pareció mucho a las primeras y directas grabaciones de los Beatles), pero el disco sonaba muy bien para la época, la pista base tenía una potencia especial. Fue una de las pocas veces en que trabajé a solas con Harrison, y nos llevamos muy bien, aunque él fuera el productor del proyecto, por lo que yo debía de rendirle cuentas directamente.

Con George, Paul y Ringo involucrados en las sesiones en curso de Jackie Lomax, sólo John (y Yoko, por descontado) estuvo presente en el overdub de metales y la mezcla de «Revolution 1», lo que en sí ya era poco habitual porque desde los tiempos de Sgt. Pepper los cuatro Beatles asistían incluso a las sesiones de mezclas. Esta mezcla presentaba dos peculiaridades. Una de ellas era un editaje accidentalmente mal hecho en el último estribillo, que Lennon insistió en que dejara; añadía un tiempo extra, y a él siempre le habían gustado los compases raros, de modo que fue considerado un accidente creativo y pasó a formar parte de la canción. La otra rareza de la mezcla final fue que incluía mi debut en una grabación: mi voz es la que suena diciendo apresuradamente «toma 2» justo antes del inicio de la canción. Como siempre odié oír mi voz grabada, me había habituado a mascullar el número de toma lo más deprisa posible. John solía burlarse de mi manera de anunciar las tomas, de modo que lo dejó al principio de la canción. Lo hizo sólo para pincharme, pero al menos me permitió formar parte de los pocos privilegiados que aparecen en un disco de los Beatles.

Unos días más tarde, los cuatro Beatles se reunieron en el estudio, y John puso orgulloso los dos temas que había terminado en ausencia de los demás. Por el oscuro nubarrón que vi cernirse sobre el rostro de Paul vi que «Revolution 9» le había disgustado profundamente, y se produjo un silencio embarazoso al terminar el tema. John miró a Paul con expectación, pero el único comentario de Paul fue: «No está mal», que, como yo sabía, era un modo diplomático de decir que no le gustaba. Ringo y George Harrison no expresaron opinión alguna. Los dos parecían claramente nerviosos, y era evidente que no querían meterse en un lío.

—¿Que no está mal? —dijo Lennon con sorna a Paul—. No tienes ni idea de lo que hablas. De hecho, ¡esto tendría que ser nuestro próximo sencillo! Ésta es la dirección que los Beatles deberían tomar a partir de ahora.

Yoko, con una espantosa falta de tacto, consiguió agravar todavía más las cosas soltando:

—Estoy de acuerdo con John, me parece genial.

Parecía tener cada vez más confianza, como si ya formara parte del grupo. En su mente, y en la de John, se había convertido en el quinto Beatle.

A juzgar por la mirada de desprecio que Paul le lanzó, estoy seguro de que éste pensaba: «Debe de ser una broma», pero hay que reconocer que no mordió el anzuelo y no protestó, sino que se limitó a decir: «Bueno, escuchemos la siguiente canción». Por suerte, quedó razonablemente satisfecho con la mezcla de «Revolution 1».

No me sorprendió que a Paul le desagradara tanto «Revolution 9». Aunque conocía muy bien todos los géneros musicales (en realidad se había interesado por la vanguardia mucho antes que John), simplemente no lo veía como música de los Beatles, y sin duda no consideraba que aquélla fuera la dirección que los Beatles debían tomar. Más adelante, cuando estaban secuenciando el Álbum blanco, me enteré de que John y Paul habían tenido una enorme bronca acerca de «Revolution 9». Paul no quería de ningún modo que saliera en el álbum, y John defendía su inclusión con la misma inflexibilidad. Huelga decir que al final fue John quien se salió con la suya.

Aquellas escuchas afectaron gravemente a la larga y agotadora sesión que siguió, en la que el grupo trabajó en otra cruda y agresiva canción de Lennon, que llevaba el extraño título de «Everybody’s Got Something To Hide Except Me And My Monkey». «Revolution 1» me había parecido estridente y desagradable, pero ésta la superaba con creces. Una vez más, los Beatles estaban tocando increíblemente fuerte en el estudio, pero esta vez Lennon y Harrison tenían el volumen tan alto que Paul renunció a competir con ellos. En vez de tocar el bajo en la pista de ritmo, se quedó de pie junto a Ringo, haciendo sonar una enorme campana de bombero y dando ánimos al batería. No le pusimos ningún micrófono, porque aquel trasto era tan ruidoso que se filtraba igual en los micros de ambiente. Físicamente era difícil de tocar, y Paul tenía que hacer una pausa entre tema y tema por lo mucho que le dolían los hombros.

Por mucho que me desagradara la canción, tenía que reconocer que era la primera vez desde que habían empezado las sesiones del Álbum blanco que estaban tocando con energía. La guitarra solista de George Harrison era nítida y eficiente, mucho más agresiva que su estilo habitual. El bajo que Paul grabó más tarde también era muy bueno. Estaba claro que quería dar el máximo de sí, independientemente de lo que estuviera pasando entre él y John.

Por supuesto, cuando el tema estuvo terminado, yo tenía un terrible dolor de cabeza. Aquella noche, al llegar, Paul había entrado en la sala de control y había plantado bruscamente una botella de Johnnie Walker sobre la mesa, diciendo: «Chicos, esto es para vosotros». George Martin la miró con recelo. Probablemente estaba pensando: «Dios mío, aquí se acaba la sesión, ahora Geoff y Richard se van a emborrachar». Sin embargo, nos contuvimos hasta que todo el mundo se hubo ido a casa… y entonces vaciamos la botella entera.

Entre el whisky y la sensación general de frustración, aquella noche hicimos una travesura; tras la tensión de las semanas anteriores, teníamos que desahogarnos un poco. Riendo como borrachos que estábamos, sacamos todas las tazas y los platos de la cantina y los llevamos al estudio 2, donde procedimos a romperlos contra la pared. Claro que luego tuvimos que pasar otra hora barriendo el suelo para eliminar las pruebas. Pero valió la pena. A la mañana siguiente, el personal de la cantina quiso saber a dónde habían ido a parar las tazas y los platos. Luchando contra la resaca y con el aspecto más angelical posible, nos declaramos inocentes. Si alguien nos creyó o no ya es otra cosa.

En la siguiente sesión John nos sorprendió a todos dando a conocer su suntuosa balada «Goodnight». Como «Across The Universe», la canción mostraba su lado más suave, en fuerte contraste con el tema cañero que había cantado a grito pelado la noche anterior. Demostraba con creces su profunda sensibilidad como compositor y como intérprete, era realmente asombroso: John Lennon no era sólo un rockero, tenía muchas otras facetas. El suyo era sin duda un talento monumental.

Hubo otra sorpresa: John había decidido que Ringo cantara la voz solista. Nos cogió a todos con la guardia baja porque ya habíamos grabado la que suponíamos iba a ser la única canción de Ringo en el álbum. Cuesta imaginar que John pensara que Ringo podía cantar la canción mejor que él. Sabía mejor que nadie que Ringo no era cantante. Tal vez le avergonzaba cantar una nana tan amable (quizá no era suficientemente masculina para él) o tal vez había tomado esta decisión para tener a Ringo contento porque había notado la inquietud del normalmente plácido batería.

John había grabado una maqueta para que Ringo la ensayara en casa, y aquella noche la escuchamos un par de veces. (A diferencia de todos los álbumes anteriores de los Beatles, hicieron maquetas de muchas de las canciones del Álbum blanco, reuniéndose en casa de George Harrison en Esher pocos días antes de comenzar las sesiones, aunque en pocas ocasiones nos hacían poner esas cintas en el estudio). Es una lástima que esta cinta en concreto se haya perdido, y que nadie vaya a escuchar nunca el modo maravilloso en que John cantaba esta tierna canción. En comparación, no creo que Ringo hiciera justicia al tema. Aun así, fue una de las mejores voces que grabó. Durante los ensayos, John y Yoko se quedaron en la sala de control mientras los otros tres Beatles permanecían en el estudio con George Martin, que tocaba el piano mientras Paul y George Harrison ayudaban al batería en el fraseo y la afinación. Esto creó una unidad que raras veces habíamos visto en estas sesiones. El mero hecho de sacar a Yoko del estudio parecía aligerar tremendamente la atmósfera.

Llevábamos cinco semanas grabando el Álbum blanco. Las sesiones habían sido largas y tediosas, pero no se había conseguido gran cosa, comparándolo incluso con Sgt. Pepper. Y en contraste con Sgt. Pepper, John había dominado las sesiones de un modo casi total hasta ese momento. George Harrison no había hecho gran cosa, y sólo se había grabado una canción de Paul, «Blackbird», que además había tocado en solitario.

Esto iba a cambiar a principios de julio, cuando empezamos a trabajar en el tema de Paul «Ob-La-Di, Ob-La-Da». Era una canción que John odiaba a muerte, y los malos rollos que engendró provocaron tensiones que finalmente no fui capaz de soportar.

La mayoría de las veces, George Martin y Chris Thomas no trabajaban juntos, principalmente porque George no quería que Chris le interrumpiera con sus opiniones muchas veces equivocadas. George estuvo ausente la primera noche que los Beatles empezaron a ensayar «Ob-La-Di, Ob-La-Da», de modo que Chris era el productor de facto. Inicialmente, todos disfrutamos del tema porque era ligero y animado. Hasta Lennon se implicó (por lo menos al principio) porque le permitía hacer el payaso con sus voces idiotas. Pero entonces empezó a alargarse sin fin, ocupando tres noches enteras. Paul no estaba satisfecho con el ritmo del tema ni con el modo en que se asentaba su voz. Buscaba un ritmo de reggae jamaicano que el grupo no conseguía clavar. El problema se exacerbaba porque ni siquiera Paul sabía cómo enfocarlo a nivel rítmico, de modo que estaba cada vez más frustrado consigo mismo.

Paul se había convertido para entonces en un perfeccionista, pero también debía de estar molesto con el modo de actuar de John. No pude evitar pensar que tal vez aquello tenía que ver con lo quisquilloso que se había vuelto con la grabación de la canción, tal vez lo hacía para molestar a John, para darle una lección. A lo largo de las semanas anteriores me había fijado en que el comportamiento de John era cada vez más errático, los cambios de humor eran más fuertes y más frecuentes. Este fue sin duda el caso durante la grabación de «Ob-La-Di, Ob-La-Da». Tan pronto estaba muy metido, haciendo el tonto y utilizando su argot jamaicano, como se enfurruñaba y se quejaba de que la canción no era más que «música de mierda para las abuelas» típica de Paul. Con Lennon nunca sabías a qué atenerte, pero las cosas estaban empeorando a marchas forzadas.

De modo que cuando Paul anunció varias noches más tarde que quería borrar todo lo que habían hecho hasta el momento y empezar la canción de cero, John se puso como un loco. Despotricando de todo, se dirigió hacia la puerta, seguido de cerca por Yoko, y pensamos que ya lo habíamos visto bastante por aquella noche. Pero pocas horas más tarde regresó hecho una furia al estudio, en un estado mental claramente alterado.

—¡VOY COLOCADÍSIMO! —aulló John Lennon desde lo alto de las escaleras. Había elegido hacer su entrada por la puerta de arriba, seguramente para poder llamar rápidamente la atención a los tres alarmados Beatles que estaban abajo. Tambaleándose ligeramente, continuó mientras agitaba los brazos para subrayar sus palabras:

—Voy más colocado de lo que vosotros habéis ido jamás. ¡De hecho, voy más colocado de lo que vosotros iréis jamás!

Me volví hacia Richard y murmuré:

—Vaya, vaya, esta noche está de buen humor.

—Y así —añadió Lennon con sarcasmo es como debería ir la canción.

Vacilante, descendió las escaleras, se acercó al piano y empezó a aporrear las teclas con todas sus fuerzas, tocando los famosos acordes iniciales que se convirtieron en la introducción de la canción, a un tempo demencial. Paul, demudado, se puso delante de John. Por un instante pensé que le iba a dar un puñetazo.

—Vale, John —dijo con las palabras breves y cortantes, mirando directamente a los ojos de su enajenado compañero—. Hagámoslo a tu manera.

Por muy enfadado que estuviera, creo que en lo más hondo Paul se sentía halagado de que su colaborador de toda la vida hubiera dedicado su atención al tema… aunque evidentemente lo hubiera hecho estando totalmente ido.

Debo confesar que la nueva versión era bastante buena. Tenía un toque más alegre que la versión original, que en comparación parecía algo pesada, y cuando la terminaron todos respiramos aliviados por no tener que seguir trabajando en aquella canción. Aquella misma noche, Judy Martin pasó a saludarnos por la sala de control. Era una amable dama de familia de clase alta y siempre nos trataba de un modo muy diplomático. Todos nos despreocupábamos un poco durante las sesiones nocturnas. A veces me volvía hacia Richard, sin venir a cuento, y decía: «Me siento como un cóctel de gambas». George Martin nos miraba y yo sabía que estaba pensando: «¿Quién está drogado? ¿Nosotros o ellos?». Hasta Judy entraba a veces en el juego cuando veía que George se quedaba dormido a medianoche. «Mirad, ya sale el relleno del osito», decía, y nos partíamos de risa. Tomé la costumbre de repetírselo sin piedad a George, sólo para pincharle. Los Beatles no eran los únicos capaces de burlarse de los demás.

Por desgracia, Paul volvió a buscarle tres pies al gato a la tarde siguiente, y anunció de modo perentorio que seguía sin estar satisfecho y quería volver a rehacer la canción otra vez… a pesar de que Ringo ni siquiera estaba allí. Se sentó tras la batería y dirigió a Lennon y a Harrison, que echaban chispas, durante un par de tomas más antes de rendirse por fin. Entonces, los tres Beatles se juntaron alrededor del micro y grabaron los coros sobre la versión de la noche anterior, que terminó siendo la definitiva que se publicó en el álbum. Curiosamente, todos los malos rollos de las semanas anteriores parecieron evaporarse en cuanto se reunieron alrededor del micro y les puse eco de cinta en los auriculares. Es todo lo que necesitaron para poner en suspenso todas sus mezquinas diferencias; durante esos breves momentos, volvieron a las payasadas, como cuando eran unos niños que apenas comenzaban. Pero en cuanto se quitaban los cascos, volvían a odiarse. Era muy raro, como si ponerse los auriculares y escuchar aquel eco los pusiera en un estado irreal.

Desde los tiempos de Sgt. Pepper, los Beatles solían llegar tarde, mucho más tarde de la hora estipulada para comenzar, lo que provocaba que mi ayudante y yo tuviéramos que esperar hora tras hora, y nadie nos llamaba nunca para comunicarnos que habría retraso. Alguien debía de llamar a George Martin, porque él solía saber aproximadamente cuándo iban a llegar, pero nunca se molestó en decírmelo, cosa que era bastante fastidiosa. Pasaba lo contrario con el resto de artistas, en que las sesiones siempre eran puntuales. Durante la grabación del Álbum blanco, Richard y yo nos sentábamos en la zona de recepción, esperando a que llegaran, e íbamos constantemente a la puerta para ver si las fans se habían reunido en el aparcamiento. Si no había nadie, sabíamos que el primer Beatle tardaría por lo menos una hora más en llegar. Tal vez las fans hacían guardia en casa de Paul y se acercaban cuando sabían que estaba de camino, o tal vez llamaban a sus amigas y la noticia se propagaba por teléfono. Mientras esperábamos, charlábamos sobre las sesiones. Siempre teníamos la esperanza de que aquella noche tocaran una canción nueva en vez de repetir la anterior una y otra vez. Ése era el momento culminante para nosotros, escuchar el estreno de una canción de los Beatles. John o Paul llegaban y tocaban una canción a la guitarra o al piano y nos contaban de qué iba y nosotros pensábamos: «Es genial». Después veíamos cómo iba cambiando gradualmente. A veces mejoraba con los interminables ensayos. A veces iba a peor.

Podía llegar a ser muy aburrido y deprimente oírlos tocar la misma canción durante nueve o diez horas seguidas, sobre todo cuando empeoraba a medida que iban más drogados y se salían por peteneras. Curiosamente, durante estas largas improvisaciones Ringo solía ser el que los llevaba en nuevas direcciones. Se hartaba de marcar siempre el mismo ritmo y lo cambiaba, y a veces conseguía provocar un cambio musical por parte de los demás.

Desde donde nosotros estábamos sentados, no veíamos demasiado bien el estudio 2, a causa de la escasa iluminación. Si llevaban mucho tiempo mirando algún arreglo y nosotros hacía rato que no oíamos nada, a menudo nos preguntábamos qué estaba pasando. A veces ni siquiera sabíamos si estaban todavía allí o no, echábamos un vistazo y decíamos: «Ah, John todavía está ahí». En realidad, a veces no sabíamos que habían terminado una sesión hasta que Ringo entraba en la sala de control para darnos las buenas noches. Si veía que nos estábamos durmiendo, sonreía y decía: «Eh, que ya nos vamos». Ringo solía ser el primero en irse; así como raras veces llegaban juntos en aquellos tiempos, tampoco solían marcharse juntos.

Los Beatles no ayudaban a cargar y descargar su equipo, ni siquiera en los primeros tiempos, y cada uno tenía su propio chófer que lo llevaba a casa, excepto George Harrison, que a veces conducía uno de sus coches deportivos. Una noche Mal me pidió que le echara una mano porque su furgoneta no arrancaba. Era la misma furgoneta blanca y desvencijada con la que habían bajado de Liverpool cuando hicieron la prueba en 1962. Richard me ayudó a empujar la furgoneta calle abajo mientras Mal la ponía en marcha. Recuerdo que le dije: «Ahora tenéis un montón de dinero; ¿por qué no os compráis otra furgoneta?».

Mientras se alejaba rugiendo, Mal gritó: «¡Pregúntaselo a Neil!».

El traslado de Neil a la oficina de contabilidad de Apple le permitió a Mal el lujo de contratar a su propio ayudante, un chico pelirrojo llamado Kevin, que se ocupaba de cargar los trastos más pesados y hacer encargos, por lo que Mal se limitaba a cuidar del equipo y hacer el té. Kevin estuvo presente en la mayoría de sesiones del Álbum blanco, y normalmente se sentaba junto a Mal al fondo del estudio.

Llegados a este punto, los Beatles tenían una actitud totalmente anti-EMI, y por desgracia nos metían en el mismo saco de la empresa a Richard y a mí, así como al resto del personal. Por supuesto que no se habían ido a grabar a Olympic o a Trident, estudios de los que, en cambio, no dejaban de hablar maravillas, pero eso no les impedía quejarse de nosotros sin cesar. Una noche Richard y yo oímos sin querer una conversación privada que nos atañía. Decían cosas del tipo: «A esos tíos de ahí arriba les da igual lo que hagamos; de todos modos no hacen nada más de lo necesario».

Los dos nos sentimos bastante dolidos y decepcionados. Pensé para mis adentros: «¡Me cago en diez! Venimos aquí día tras día, esperando a que lleguéis siempre tarde, luego nos sentamos durante horas mientras improvisáis en pleno colocón esperando que salga algo aprovechable, ¿y es así como nos lo agradecéis?». Por supuesto que era un honor trabajar con los Beatles y disfrutábamos de lo que estábamos haciendo, nos divertíamos, pero también estábamos a su disposición prácticamente las veinticuatro horas del día, y siempre hacíamos todo lo que nos pedían.

No estoy seguro de cuándo empezaron a formarse la impresión del «ellos y nosotros». Tal vez comenzara por el código de vestir de Abbey Road, o por la irritante costumbre de George Martin de referirse a nosotros no por el nombre, sino simplemente como «el personal», cuando hablaba con los Beatles. O tal vez fuera un problema de comunicación: se hacía un poco raro, cuando trabajábamos en el estudio 2, que ellos estuvieran en el estudio y nosotros en la sala de control del piso de arriba; esos veinte escalones hacían que pareciera una enorme distancia. Pero ellos todavía se aislaban más, colocando pantallas, acondicionando un rincón de la sala como zona privada. La mayoría de las veces no sabíamos exactamente lo que estaba ocurriendo allí; veías la cabeza de un Beatle asomar por la pantalla y olías el incienso y pensabas: «ya están fumando hierba otra vez». Estoy seguro de que no sospechaban que lo sabíamos, lo que era una idiotez: todos éramos conscientes de que consumían drogas, aunque tal vez George Martin fuera un poco ingenuo en este tema.

Para cuando llegaron las sesiones del Álbum blanco, George se había convertido más en la caja de resonancia del grupo que en un productor propiamente dicho. La gran diferencia era que, esta vez, Paul no tenía la última palabra, como había sido el caso en Sgt. Pepper y Magical Mystery Tour. En realidad reinaba la anarquía, nadie estaba al mando. Tal vez John pensara que mandaba él, pero era incapaz de producir un disco, porque era demasiado impaciente y estaba descentrado. A veces, si Richard no encontraba una toma lo suficientemente deprisa, John decía: «A la mierda, hagamos otra», a pesar de que tuviéramos una toma perfectamente buena ya enlatada. Todo empezó a ser cada vez más caótico. Los Beatles valoraban la opinión de George Martin (John menos que los demás) pero tampoco le hacían demasiado caso. Si él decía por el intercomunicador: «Es buena, subid a escucharla», Paul o John solían llevarle la contraria y decían: «No, todavía no la hemos tocado bien».

Además, cuando trabajaban en el estudio 2, los Beatles solían querer escuchar las tomas abajo y no en la sala de control. No se molestaban en subir las escaleras, y extrañamente George Martin no se unía a ellos, lo cual era problemático porque los veíamos hablar y mascullar, pero no oíamos lo que decían (era físicamente imposible reproducir una pista y tener los micros abiertos al mismo tiempo), de modo que no sabíamos si les gustaba o no lo que estaban escuchando.

Las cosas se pusieron tan feas durante las sesiones del Álbum blanco que Richard y yo llegamos a escondernos detrás de un armario cuando el grupo reapareció una noche inesperadamente tarde. Habían salido del estudio horas antes, pero al parecer se habían reunido en un club y habían decidido volver a trabajar un poco más, a las cuatro de la madrugada. Por suerte, vi llegar las limusinas al aparcamiento y corrí a pedirle al recepcionista que les dijera que ya me había ido. Lo último que quería al final de aquel día eterno era volver a meterme en aquel ambiente terrible.

Hasta las pausas para comer y cenar eran motivo de fricción. Nos habíamos acostumbrado a que nunca nos invitaran a comer con ellos, y además a mí no me apetecía en absoluto. Lennon se había aficionado a la comida macrobiótica por influencia de Yoko, y yo no soportaba el aspecto que tenía, mientras que Harrison se había vuelto adicto al curry. (A día de hoy, siempre que pienso en el Álbum blanco, ¡todavía huelo a comida india!). Si estaban trabajando en el estudio 3, que no tenía una zona aparte donde tomar el té, comían en la sala de control, y con tanta gente no se podía estar. Una noche, Richard y yo decidimos ir al pub del barrio durante una pausa. Teníamos bastante hambre, de modo que pedimos un sándwich tostado y media pinta de cerveza cada uno. En cuanto llegó la comida, Mal entró y dijo:

—John quiere grabar una guitarra.

—Estamos cenando —le dije—. Todavía no hemos comido nada.

—Pero John quiere grabar una guitarra —insistió Mal.

Mi respuesta fue igual de contundente:

—Bueno, pues tendrá que esperar.

En aquel momento estábamos ya hartos de ellos. Terminamos pasando media hora en el pub, lo que era todo un lujo. Cuando volvimos nadie nos dijo nada. Como yo esperaba, Lennon se había olvidado incluso de que hubiera enviado a Mal a buscarnos.

El siempre impaciente John no tardó mucho tiempo en ponerse de mal humor y aburrirse otra vez, de modo que el trabajo en «Ob-La-Di, Ob-La-Da» quedó suspendido una vez más cuando se colgó la guitarra y empezó a ladrar órdenes.

—Muy bien, vamos a grabar «Revolution» otra vez —anunció.

Pensé que era una broma, que se estaba cachondeando de Paul por haber tenido que tocar tantas veces su canción, pero George Martin me puso rápidamente al día: la iban a volver a intentar, pero con un enfoque distinto.

En los primeros tiempos, George Martin había elegido las canciones que compondrían las caras A y B de los sencillos de los Beatles. En este momento de su carrera, la decisión la tomaba el grupo; George podía hacer alguna sugerencia, pero ellos tenían la última palabra. Al parecer, John y Paul llevaban algún tiempo discutiendo sobre cuál iba a ser la próxima cara A. John apostaba fuerte por «Revolution 1», pero Paul se resistía, aduciendo que le parecía demasiado lenta, y además contaba con George Martin como aliado. Personalmente, creo que Paul pensaba que la canción no era lo bastante buena, y utilizaba el tempo lento como excusa para no publicarla como sencillo, pero John había aceptado sin duda el desafío y por eso insistía en que la volvieran a grabar, más rápida. (Todo ello quedaría en segundo término unas semanas más tarde cuando Paul llegó con «Hey Jude», que era evidentemente una canción mucho más comercial. Por competitivos que fueran, siempre querían que el tema más potente fuera la cara A, independientemente de quién lo hubiera compuesto, porque se repartían los royalties al cincuenta por ciento. Lo más importante era maximizar las ventas de discos, que se traducían en dinero).

John quería que la segunda y más rápida versión de «Revolution» fuera todavía más dura y mordaz que la primera. Era algo típico de él en aquellos días, estaba cabreado. Desde que habíamos empezado a trabajar en el Álbum blanco, John había querido tocar cada vez más fuerte, subía el ampli de guitarra al máximo volumen, pero había limitaciones acústicas para capturar un sonido tan fuerte antes de que se convirtiera en un desastre, filtrándose en los demás micros y ensuciándolo todo. Él no lo entendía, por muchas veces que yo intentara explicárselo, de modo que cada vez se sentía más frustrado y enfadado. Lo que empeoraba las cosas era que, entre bambalinas, Magic Alex le decía que podría tocar todo lo fuerte que quisiera, sin restricción, en el nuevo estudio que les estaba construyendo.

Durante toda aquella semana, mientras avanzábamos laboriosamente con la nueva versión de «Revolution», John había estado de un humor excepcionalmente malo. «No, no, ¡quiero que la guitarra suene más sucia!», no paraba de exigir, y a menudo ni siquiera me dejaba margen para probar algo. Al final de la semana, yo empezaba a estar de los nervios. Normalmente los viernes eran un poco más tolerables que las otras noches, porque por lo menos podía pensar en el fin de semana, en los dos días alejado de las miserias del estudio. Pero aquella noche, Lennon llegó dispuesto a arrancarle a alguien la cabeza, y yo era la diana más cercana.

—¿Ya has encontrado el puto sonido de guitarra, Geoff? —me preguntó casi en cuanto entró por la puerta. En realidad, yo tenía una idea que quería probar y que pensaba que podía satisfacer a John, aunque implicara abusar de un modo inclemente del equipo. Como ninguna sobrecarga del preamplificador del micro le parecía demasiado buena, decidí intentar sobrecargar dos de ellos empalmados el uno al otro. Arrodillado junto a la mesa de mezclas, haciendo girar botones que tenía expresamente prohibido tocar porque podían provocar literalmente que la consola se sobrecalentara y explotara, no pude evitar pensar: «Si yo fuera el director del estudio y viera lo que está pasando, me despediría a mí mismo». La ironía es que, años más tarde, éste terminó siendo precisamente el sonido de guitarra que todos los grupos de grunge del mundo aspiraban a conseguir.

Lennon estaba de pie a mi lado, como un implacable tirano, aporreando la guitarra cada vez más fuerte mientras yo movía delicadamente los botones, intentando conseguir la cantidad máxima de sobrecarga que la mesa podía soportar sin prenderle fuego. De pronto John perdió la paciencia y bramó: «¿Sabes? Tres meses en el ejército no te irían mal». Aquel desagradable comentario implicaba que yo era un chico de clase alta que nunca se había enfrentado al mundo real. Era especialmente irónico, teniendo en cuenta que Lennon había disfrutado de una infancia mucho más cómoda que la mía, llevaba la vida de una estrella de rock consentida y lo más cerca que había estado nunca del servicio militar habían sido las tres semanas que había pasado filmando Cómo gané la guerra.

De algún modo conseguí mantener la calma y terminar la sesión, pero durante todo el fin de semana herví de indignación y calibré mis opciones. No hablé del asunto con mi familia, pero llevaba algún tiempo confiando mis problemas a Richard y a Malcolm Davies.

—No puedo soportarlo más —les decía—. Creo que estoy llegando al límite.

Ambos me comprendían, aunque Malcolm me animaba a mandarlos a la mierda, mientras que Richard intentaba calmarme. Richard estaba tan harto como yo, pero cuando le propuse que se fuera conmigo, no quiso comprometerse. Supongo que le preocupaba cómo podría afectar aquello a su carrera.

Al lunes siguiente, me desperté muy deprimido. El trayecto hasta Abbey Road se me hizo interminable, o tal vez fuera que había tomado a propósito la ruta más larga para retrasar inconscientemente mi llegada. A pesar de todo llegué, y tuve que recorrer el breve trayecto desde el aparcamiento y subir penosamente los ocho escalones hasta la entrada principal. Cada día, pensé con tristeza, me recordaban más a los 39 escalones de John Buchan.

Llegados a este punto del proceso de grabación, la tensión en el aire era tan espesa que casi podías cortarla. Llevaba semanas indignado por lo que estaba sucediendo, por aquella atmósfera horrible e inestable, por las peleas constantes. Grabar discos con los Beatles había dejado de ser divertido.

El trabajo de la semana anterior había sido un ejemplo de libro de lo que era la frustración. Habíamos trabajado sin parar en sólo dos canciones, «Revolution» de Lennon y «Ob-La-Di, Ob-La-Da» de McCartney, repetidas una y otra vez hasta que todos estuvimos hartos de ambas. Y sin embargo, volvíamos a la carga, respirando el mismo aire viciado del estudio, trabajando en esos dos mismos temas. John decidió que quería comenzar el día cambiando la ruidosa introducción de guitarra de «Revolution», y resultó bastante sencillo. Pero cuando hubimos terminado, Paul dio la noticia que ninguno de nosotros quería escuchar: había pasado gran parte del fin de semana reflexionando y había decidido que quería cantar de nuevo la voz solista de «Ob-La-Di, Ob-La-Da»; debía de ser la décima vez que lo intentaba.

Vi las muecas de disgusto en los rostros de George Harrison y Ringo, y estoy seguro de que a nadie le pasó desapercibida la mirada de fastidio de John, pues se trataba de una composición de Paul que John detestaba abiertamente. En aquellos días, los antiguos amigos íntimos y compañeros de composición no dejaban de expresar su desdén por las contribuciones del otro; de hecho, incluso cuando uno de ellos se molestaba en hacer una sugerencia, el otro la rechazaba de antemano, aunque fuera buena. Paul y John no tenían diferencias musicales legítimas; más bien parecían estar diciendo: «No me gusta lo que sugieres porque no me gustas tú». No estaban necesariamente enfadados el uno con el otro, pero era evidente que estaban cada vez más frustrados, y la presencia constante de Yoko no ayudaba en absoluto. Por eso, en lo que antes había sido un grupo muy unido, ahora ya no había ningún espíritu de equipo. La camaradería que antes había existido simplemente se había desvanecido.

Tras colocar el micro para Paul en el estudio 2 y hacer una mezcla para auriculares, Richard y yo comenzamos el largo y tedioso proceso de bobinar y rebobinar la cinta mientras él experimentaba sin cesar, haciendo mínimos cambios en la voz solista, en busca de esa perfección que se le escapaba y que sólo él podía escuchar. Sentado en la sala de control, entre toma y toma, tuve tiempo para reflexionar. «Menuda mentira estamos viviendo», pensé con tristeza. El público seguía pensando que los Beatles eran un grupo, que John y Paul todavía componían juntos, que los cuatro chicos de Liverpool estaban grabando un álbum como un grupo. Nada podía estar más lejos de la realidad. No sólo estaban trabajando por separado, sino que a duras penas se dirigían la palabra.

—Paul, ¿puedes intentar repetir de nuevo la última frase de cada estrofa? —preguntó George Martin con su voz suave y levemente aristocrática. George se había sentado a mi lado, codo con codo, a lo largo de todos aquellos años, durante los felices tiempos de Revolver y Sgt. Pepper, pero ahora hacía lo que podía, había tocado fondo. Y aun así todavía intentaba hacer su trabajo, seguía intentando conducir a sus pupilos hacia una mayor sofisticación musical y ayudarlos a conseguir las mejores interpretaciones posibles.

—Si crees que puedes hacerlo mejor, ¿por qué no bajas aquí de una puta vez y la cantas tú mismo? —espetó Paul mientras se quitaba los auriculares y miraba hacia la sala de control.

Atónito, miré a George. Él ni siquiera comprendía por qué Paul intentaba rehacer otra vez la pista de voz, por aquel entonces no se dedicaba una cantidad tan exagerada de tiempo a perfeccionar así una voz. Pero cuando captó la ferocidad del ataque verbal de McCartney, se puso pálido, e hizo un esfuerzo por reprimir la ira y la humillación. Lo que pasó a continuación me conmocionó hasta lo más hondo: de pura frustración, el pausado y tranquilo George Martin se puso a gritar a Paul.

—¡Pues muy bien, vuélvela a cantar! —gritó por el intercomunicador de un modo que me estremeció—. Renuncio. Ya no sé qué hacer para ayudaros.

Era la primera vez que oía a George Martin alzar la voz durante una sesión. El silencio que siguió al estallido fue igual de ensordecedor. Richard se movía inquieto al fondo de la sala de control. Parecía que estuviera buscando un agujero en el suelo donde esconderse.

Para mí, fue la gota que colmó el vaso. Lancé un último vistazo al estudio, donde McCartney se había puesto de pie desafiante, con los brazos cruzados, y decidí que no valía la pena. Tenía que irme, tenía que escapar de aquella olla a presión. Intercambié una mirada silenciosa con Richard. Me miró preocupado, pero con un movimiento me dio a entender que no estaba listo para dar aquel paso. Sin saber qué otra cosa hacer, me senté ante la mesa de mezclas y continué manejando los controles, aunque cada fibra de mi cuerpo me gritaba: «¡Vete ya!».

De algún modo conseguí llegar al final de la desgraciada sesión. Paul pareció calmarse un poco, aunque aquella noche no se consiguió hacer gran cosa, aparte de algunas tomas de la nueva canción de John «Cry Baby Cry». Distraído y afligido, no conseguí prestar demasiada atención. Lo único que me pasaba por la cabeza era: «No sé si conseguiré terminar este tema».

Por fin, la tortuosa sesión tocó a su fin. Agotado, volví a casa e intenté dormir un poco, pero después de varias horas de dar vueltas en la cama, supe lo que tenía que hacer.

A la tarde siguiente entré desanimado en la sala de control, donde Richard y George Martin estaban sentados en silencio. Ninguno de los Beatles había llegado todavía, como de costumbre. Respiré hondo y por fin me salieron las palabras.

—Se acabó, George —anuncié—. He decidido que no lo puedo soportar más. Me voy.

Me sorprendió lo decidida que había sonado mi propia voz. George Martin me miró, inquisitivo.

—¿Te vas? ¿Adónde?

La pregunta parecía absurda.

—No lo sé, George, pero no voy a seguir con estas sesiones.

—¿Qué me dices? —preguntó—. No puedes irte en medio de un álbum.

—Sí que puedo, George, y lo voy a hacer.

Miré a Richard, con la esperanza de que se pusiera de mi lado, pero él miró al suelo, mudo y abatido. Mientras seguíamos hablando, oí a los cuatro Beatles por los altavoces de la sala de control. Estaban entrando en el estudio, acompañados como siempre por Yoko. Ignorando la charla del grupo, George Martin intentó engatusarme.

—Escucha, Geoff, entiendo tu frustración, de verdad. Pero, en serio, no puedes dejarlo en medio de una sesión.

Detrás de él pude ver a los cuatro Beatles mirando desde el estudio a la sala de control, preguntándose por qué no habíamos bajado a saludarlos.

—No, George, me voy ahora. No voy a empezar la sesión.

Me miró con incredulidad mientras yo me daba la vuelta y salía de la sala de control, ¿hacia dónde? No lo sabía. Mi primer instinto fue irme a casa. Pero en vez de eso me dirigí al despacho de Alan Stagge, el director del estudio, con un George Martin consternado pisándome los talones. No esperaba demasiada comprensión por su parte, pero era un ingeniero asalariado de EMI, y sabía que tenía presentarme ante mi jefe y aceptar el castigo que me fuera impuesto.

La reacción de Stagge ante mi abandono fue sorprendentemente moderada. No discutió conmigo, posiblemente por lo mucho que George Martin se identificaba conmigo. Se limitó a pedirme que continuara hasta el final de la semana para darle tiempo a encontrar a otro ingeniero que me sustituyera.

Pero yo me negué. Había decidido categóricamente no volver nunca más a la sala de control para grabar a los Beatles y no había vuelta de hoja. Me dieron el resto de la semana libre, y rápidamente fueron a buscar a Ken Scott a la sala de masterización y lo nombraron ingeniero para ocupar mi lugar, un poco como me había sucedido a mí algo más de dos años antes.

La noticia corrió por el estudio como un reguero de pólvora, pero no hubo luchas intestinas por conseguir mi puesto entre el personal de Abbey Road. Todos sabíamos lo horribles que se habían vuelto aquellas sesiones. Por eso, nadie me envidiaba, nadie quería ser el ingeniero de los Beatles. Ese título ya no tenía ningún prestigio; se había convertido en una carga.

Tras concluir mi reunión con Stagge, sólo quedaba una cosa por hacer: decírselo al grupo. Durante los treinta minutos que habían pasado desde que me había ido, habían estado esperando en silencio al pie de las escaleras del estudio 2 para saber lo que había pasado.

Mientras bajaba para enfrentarme a ellos, vi como George Harrison, Ringo, y, sorprendentemente, incluso Paul, miraban al suelo como colegiales culpables. Sólo John Lennon tuvo la valentía de mirarme a los ojos, y lo que dijo me sorprendió sobremanera:

—Vamos, Geoff, no puedes hablar en serio —intentó engatusarme—. Te necesitamos, tío, no puedes irte así en medio de un álbum. Ya sabes, todo el mundo dice lo bueno que era Sgt. Pepper, aunque yo piense que es el mayor montón de mierda que hemos hecho nunca.

Supongo que, en aquel momento, John veía la crudeza del Álbum blanco como su respuesta personal al refinamiento de Sgt. Pepper, que en gran parte había sido una creación de Paul. Probablemente intentaba halagarme, pero no pudo resistir la tentación de incluir al mismo tiempo una pulla dirigida a Paul. Era una nueva indicación del mal rollo que existía entre los dos.

—Mira —continuó Lennon, ignorando el gesto de dolor en el rostro de Paul—, no es que tú estés haciendo nada mal, ¿sabes? Es trabajar en esta mierda de agujero. Hizo un gesto con los brazos y entendí exactamente lo que quería decir. En aquellos días los estudios de EMI en Abbey Road no tenían ningún atractivo, especialmente para los Beatles, que eran prisioneros virtuales de su propia fama. No había espacios para relajarse de ninguna clase; para ellos era lo más parecido a trabajar en una cárcel. Claro que abajo había una cantina, pero no podían ir por miedo a que los asaltaran las fans. Tampoco podían salir a tomar el aire, gracias a las siempre presentes legiones de fans que esperaban fuera. Ni siquiera caminaban por los pasillos ni iban a los otros estudios, excepto en las raras ocasiones en que estuviera trabajando algún artista al que conocieran bien y con el que estuvieran dispuestos a relacionarse.

De modo que, a todos los efectos, pasábamos todo el día encerrados en aquel estudio, desde que comenzábamos hasta que nos íbamos. Es cierto que una parte estaba montada como una especie de sala de estar, en la que comían y tomaban el té. Pero la zona de grabación era un entorno de trabajo horrible: crudas luces industriales y paredes de ladrillos desnudos adornados con enormes colchones rellenos de algas. Y, lamentablemente, a la dirección le importaban un bledo aquellas condiciones. Cuando los Beatles pidieron una mejor iluminación en la época de Sgt. Pepper, EMI nos había dado exactamente tres fluorescentes envueltos en láminas de colores, torpemente fijados a un pie de micro. Huelga decir que apenas daban color alguno, pero allí permanecieron igualmente, símbolo mudo de la incompetencia que todos los días teníamos que soportar.

Por todo ello, comprendía la explicación de John Lennon respecto al atroz comportamiento del grupo, pero lo abrupto de mi respuesta me sorprendió incluso a mí:

—No, John, hablo en serio. Me voy. No aguanto más.

Y eso fue todo. Volví a descender aquellos ocho escalones y me fui a casa. Aquella noche quedé con mi amigo Malcolm Davies en un pub de Muswell Hill y ahogué mis penas en cantidades prodigiosas de alcohol. Pero más que sentir inquietud por mi futuro, lo que sentí aquella noche fue un alivio inmenso, como si me hubieran quitado un enorme peso de encima. Estaba contento de haberlo hecho. Alguien tenía que hacer algo, aunque sólo fuera para que los demás se dieran cuenta. Una cosa parecía segura: mi período como ingeniero de grabación de los Beatles parecía haber terminado definitivamente.