6
¡Qué noche la de aquel día!

A medida que los últimos vestigios de la Segunda Guerra Mundial, cosas como el racionamiento y el servicio militar obligatorio, fueron desapareciendo en Gran Bretaña, la juventud inglesa se iba sintiendo cada vez más insatisfecha. A pesar de la prosperidad económica, era una época de agitación social y escándalos políticos en el número 10 de Downing Street (el célebre caso Profumo provocó la vergonzosa dimisión del primer ministro y su secretario de Estado). La explosión demográfica de posguerra había llevado a la calle y a las tiendas de discos a miles de adolescentes acomodados pero aburridos, que buscaban algo en lo que creer. Éramos todos rebeldes potenciales sin causa… pero toda nuestra generación encontraría esa causa en la música creada por cuatro chicos de Liverpool.

A principios de 1964, los Beatles eran el grupo más popular de Inglaterra. Al terminar el año, se habían convertido en el mayor fenómeno cultural que el mundo había presenciado nunca. En febrero de aquel año, conquistaron los Estados Unidos con una serie de históricas actuaciones en el popular programa televisivo de Ed Sullivan y una gira relámpago; a mediados de verano, eran ya como estrellas de cine aclamadas a nivel internacional.

En EMI estábamos todos entusiasmados con su meteórico ascenso, pero para George, para Norman, para Richard y para mí tenía un significado especial porque éramos los que teníamos más contacto con ellos y una mayor implicación en su carrera musical. Hacía ya tiempo que Chris Neal no trabajaba allí, pero yo no dejaba de pensar que también él debía de sentirse orgulloso por sus progresos. Curiosamente, la habilidad de Chris como cazador de talentos se demostró una segunda vez, aproximadamente un año después de asistir a la primera audición de los Beatles, cuando intentó en vano que el productor de EMI John Burgess (que posteriormente fue socio de George Martin en los estudios AIR), fichara a un grupo al que había visto en un club de Richmond. Para vergüenza posterior de Burgess, aquel grupo de músicos desaliñados, que se hacían llamar los Rolling Stones, firmarían por Decca y lograrían un nivel de fama y fortuna sólo superado por los propios Beatles.

A finales de enero, George Martin y Norman volaron a París para reunirse con John, Paul, George y Ringo (que, como de costumbre, estaban de gira) y supervisar la grabación de las versiones en alemán de «She Loves You» y «I Want To Hold Your Hand». Con su sabiduría infinita, los ejecutivos de EMI habían decidido que esas canciones sólo iban a tener éxito en Alemania si se cantaban en la lengua nativa. Sería la primera y última vez que se realizó un ejercicio tan inútil. Para entonces, los discos de los Beatles se hubieran vendido en cantidades fenomenales aunque los hubieran cantado en swahili.

Durante esa misma sesión, grabaron un tema nuevo, «Can’t Buy Me Love». La canción era tan excitante como los anteriores sencillos de los Beatles y fue rápidamente reservada para la cara A, pero antes había que superar un problema técnico, que se descubrió cuando llegó la cinta y la reprodujimos en nuestros estudios. Tal vez por haberse bobinado de manera incorrecta, la cinta contenía una ondulación, que provocaba una pérdida de agudos intermitente en el charles de Ringo. Había una presión tremenda para mezclar el tema y enviarlo a tiempo a la fábrica de discos, y por culpa de la gira los Beatles no estaban disponibles, de modo que George y Norman decidieron tomar las riendas de aquel pequeño ajuste artístico.

Mientras yo me sentaba ansioso por primera vez en la butaca del ingeniero, Norman bajó al estudio para grabar un charles montado a toda prisa sobre unos cuantos compases de la canción mientras yo lo grababa, realizando simultáneamente un volcado de dos pistas a otras dos pistas. Gracias a la considerable habilidad de Norman como batería, la operación fue rápida e indolora, y dudo que los propios Beatles llegaran a darse cuenta de que su interpretación se había visto aumentada a escondidas. Lo que es seguro es que no afectó a la popularidad del disco, que saltó directamente a lo alto de las listas tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos la misma semana en que se publicó.

Aparte de esto, los Beatles grabaron poco durante la primera parte de 1964. Dedicaron la mayor parte del tiempo al rodaje de ¡Qué noche la de aquel día! por las calles de Londres, una película en la que dejaron para la posteridad sus payasadas bajo la dirección de Richard Lester. Richard Langham fue el ayudante del puñado de sesiones que tuvieron lugar, y en nuestras conversaciones en la cantina y en el pub, me aseguró que las nuevas canciones eran tan buenas como las anteriores, y tal vez incluso mejores.

Mientras tanto, yo estaba muy ocupado trabajando en una gran variedad de encargos. En primer lugar, tuve la suerte de asistir a Ron Richards y al ingeniero Pete Bown en la audición de los Hollies. Durante la prueba, me sentí muy halagado cuando Ron me preguntó qué me parecía el grupo, y yo respondí con entusiasmo, pues me encantaban sus armonías vocales y el sonido ligero y delicado, basado en las tintineantes guitarras acústicas. Luego Richard Langham me quitó parte de la ilusión al explicar que los productores de EMI casi siempre pedían la opinión a los auxiliares sobre el artista en cuestión, pues querían calibrar la reacción de los jóvenes compradores de discos, y nosotros éramos los empleados más jóvenes a los que podían recurrir. Envalentonado, me empeñé en transmitir también mi punto de vista sobre el nombre del grupo, que me parecía flojo, y así se lo dije a Ron. Por suerte, no tuvieron en cuenta mi consejo no solicitado y los Hollies cosecharon un gran éxito con su nombre original. Como resultado de aquella prueba les ofrecieron un contrato con EMI, y Pete actuó como ingeniero en la mayoría de sus éxitos, aunque desgraciadamente yo apenas tuve oportunidad de volver a trabajar con ellos.

Más tarde llegué a conocer razonablemente bien a Graham Nash, el guitarrista del grupo, con el que me topaba a menudo por los pasillos o en el pub del barrio, la Abbey Tavern, durante los descansos para almorzar (a veces lo invitaban a las sesiones de los Beatles cuando ambos grupos estaban grabando al mismo tiempo). Descubrimos que compartíamos la misma afición (la fotografía) y discutíamos a menudo de las cualidades de diferentes cámaras y objetivos. Siempre me pareció curioso que tantos artistas (Graham, Cliff Richard, varios de los Shadows, incluso Ringo) fueran aficionados a la fotografía, y cuando empezaron a llegar los cheques de los royalties todos ellos se compraron una cámara Pentax.

A mediados de abril se programó una sesión de los Beatles con muy poca antelación; ni siquiera figuraba en el calendario de Bob Beckett a principios de semana. Como Richard tenía que trabajar aquel día en otra sesión, me la encargaron a mí. Más tarde me enteré de la razón de tantas prisas: John (siempre compitiendo con Paul por la cara A de los sencillos) acababa de componer «A Hard Day’s Night» el fin de semana anterior. Como el rodaje de la película estaba a punto de terminar, había una necesidad urgente de grabar la canción. Acabaría siendo una sesión memorable en muchos aspectos, en parte porque se vio afectada por la controversia, cosa que por aquel entonces no era muy habitual.

Acompañados como de costumbre por Neil y Mal, el grupo llegó al estudio 2 a una hora bastante temprana de la mañana. Después de las habituales tazas de té con tostadas y mermelada, todo el mundo se puso manos a la obra. Yo llevaba unos seis meses sin trabajar en una sesión de los Beatles, y me impresionó lo profesionales que se habían vuelto en aquel período de tiempo relativamente corto. No sólo estaban tocando de un modo mucho más compacto, sino que se comportaban como consumados veteranos en el estudio, sabiendo exactamente lo que intentaban conseguir y consiguiéndolo con el mínimo esfuerzo, como una máquina perfectamente engrasada.

En un abrir y cerrar de ojos, se lanzaron a varias interpretaciones completas de la canción, cada una de ellas más enérgica y refinada que la anterior. Lennon y McCartney rebosaban confianza, como siempre, y recuerdo que Ringo parecía especialmente «enchufado» aquella mañana, atacando la batería con una ferocidad que no había visto ni escuchado nunca. El punto débil de aquel día concreto era George Harrison, que estaba todavía más torpe que de costumbre, tocando a duras penas un mediocre solo tras otro. Pero no pasaba nada, era habitual dedicar algún tiempo al final de una sesión a corregir ciertas partes. A veces incluso teníamos que ralentizar la cinta para conseguir que todas las notas fueran correctas.

Desde el punto de vista del grupo, la sesión iba como la seda, pero entre bambalinas se desencadenó una tormenta de la que por suerte no se dieron cuenta. Normalmente, las únicas personas presentes en la sala de control mientras el grupo tocaba en el estudio eran George Martin, Norman Smith y el ingeniero auxiliar (yo mismo, Richard Langham, o, en ocasiones, alguien más del personal de EMI). Aquella mañana, en cambio, nos acompañaba también el director de la película, Dick Lester, y sin lugar a dudas su presencia no era bienvenida.

Incluso con mi limitada experiencia, me di cuenta de que Lester se estaba comportando de un modo poco apropiado: chocaba constantemente con George Martin y se metía donde no le llamaban. Por lo visto, como estaban grabando la canción para su película, parecía creerse con derecho a dirigir y opinar sobre la música, y ésa no era la forma en que se hacían las cosas. George se comportaba con su educación habitual, pero yo veía que cada vez estaba más irritado. En concreto, Dick no paraba de insistir en que se necesitaba «un bombazo» para el inicio de la película, y de ahí el atronador acorde de guitarra de John y George que anuncia las primeras notas de la canción. Pero eso no era suficiente para Dick, que no paraba de hacer sugerencias. («Diles que necesito algo más cinematográfico», gritó a George Martin en una ocasión).

Pese a los nervios de la sala de control, la mañana fue tremendamente productiva. Tras la novena toma (que habían tocado a un tempo bastante más rápido que las anteriores), Lennon anunció que estaba satisfecho, y George Martin estuvo de acuerdo. Dick Lester, cómo no, exigió que la volvieran a tocar, pero George Martin tuvo la inteligencia de mantenerlo alejado del micrófono intercomunicador y fingió no haber oído nada y, haciendo caso omiso a Lester, invitó a los miembros del grupo a que dejaran los instrumentos y subieran a escuchar la grabación.

Tras una breve pausa, Lennon volvió al estudio y dobló la pista vocal sin esfuerzo aparente (debió de tardar como máximo diez minutos) y luego Paul y Ringo se unieron a él. Juntos, los tres pusieron los toques finales a las respectivas partes: Paul dobló su voz, John añadió una guitarra acústica de ritmo y Ringo tocó el cencerro y los bongos; todo ello grabado a la vez, al mismo tiempo, en una sola pista.

Entonces llegó el momento de atacar el solo de Harrison. George debía de tener un mal día (o tal vez la presencia cada vez más molesta de Lester le estaba afectando) porque tenía verdaderas dificultades para clavarlo. Tras algunas discusiones sobre si Paul debía tocar en su lugar (McCartney era buen guitarrista, y siempre parecía dispuesto a dar lecciones a su joven compañero de grupo), George Martin decidió recurrir a la misma técnica de «pianola» que había utilizado el año anterior en la canción «Misery». Me dijeron que reprodujera la cinta a mitad de velocidad mientras George bajaba al estudio y doblaba el solo de guitarra con un piano vertical desafinado. Había que grabar ambas partes simultáneamente porque sólo quedaba una pista libre, y fue fascinante contemplar a los dos George (Harrison y Martin) trabajando codo con codo en el estudio, con el ceño fruncido, concentrados en tocar al unísono un solo muy complejo a nivel rítmico en sus respectivos instrumentos.

Una vez terminado esto, todos nosotros dábamos por completado el trabajo, pero Lester seguía insistiendo en que necesitaba un fundido «de ensueño» para enlazar con la primera escena de la película. Esta vez, George Harrison estuvo a la altura, y grabó rápidamente una pegadiza y brillante frase con su guitarra Rickenbacker de 12 cuerdas, tocando sobre una cinta ligeramente ralentizada. Una semana más tarde aproximadamente, Norman y George Martin mezclaron la canción (por desgracia no me asignaron la sesión) y el inolvidable tema que da título a la primera película de los Beatles quedó completado.

Fue por esa época cuando Ringo enfermó de amigdalitis. George Martin me dio la noticia, que había sabido por una llamada del inquieto Brian. Al parecer, Brian no sólo estaba preocupado por la salud de Ringo, sino porque el grupo debía embarcarse en una gira mundial en cuestión de días. George había recomendado como sustituto temporal al batería de sesión Jimmy Nicol, que pasó la inspección, porque a la mañana siguiente EMI se convirtió en una casa de locos. La noticia se había filtrado a la prensa, y legiones de periodistas bloqueaban el espacio entre la entrada principal y el aparcamiento. Por suerte, John Skinner me divisó y me escoltó hasta el interior.

—¿Qué pasa? —le pregunté cuando estuve dentro, sano y salvo.

—Son los dichosos Beatles, que vuelven a causar problemas —respondió Skinner con un centelleo en los ojos—. ¡Están ensayando con el nuevo batería y es como si todo el mundillo de la prensa hubiera venido a celebrarlo! —Me hubiera encantado presenciar el ensayo, pero aquel día tenía otras obligaciones y no encontré ninguna excusa para ir a echar un vistazo.

Unas semanas más tarde, trabajé en una maratoniana sesión de once horas en la que Norman y George mezclaron casi la totalidad del álbum A Hard Day’s Night. Como de costumbre, ninguno de los Beatles estaba presente, pues se encontraban literalmente en la otra punta del mundo, de gira por Nueva Zelanda con Ringo ya recuperado. Fue un encargo muy grato, pero resultó frustrante. Incluso durante las sesiones de mezclas, debía permanecer recluido en la sala de máquinas, y seguía sin poder escuchar más de una pista cada vez, de modo que no tenía ni idea de cómo Norman estaba manipulando y equilibrando los sonidos. Lo peor era que, en esta sesión en concreto, tampoco podía ir a la sala de control para escuchar la mezcla, porque estaban trabajando en el estudio 1, en el piso de abajo, a bastante distancia. Simplemente no podía abandonar mi puesto durante tanto tiempo.

Dentro de mi cuartucho, la pista que más escuchaba era la de voz, o la de bajo y batería, e iba cambiando con frecuencia entre una y otra. Intentaba discernir lo que estaba haciendo Norman, porque no había estado presente en la grabación de ninguna de las canciones excepto la del título. Richard o uno de los nuevos pulsadores de botones, Ken Scott o Tony Bridge, se habían ocupado del grueso del álbum. En el futuro, Ken iba a ser el ingeniero de bastantes temas de Magical Mystery Tour y el Álbum blanco, además de trabajar en muchos de los discos en solitario de George Harrison. Una vez me contó asombrado que, durante una de las primeras sesiones de los Beatles en las que había actuado como ayudante, el grupo lo invitó a bajar al estudio para grabar unas palmas con ellos. George Martin le dio permiso (ni siquiera él podía contravenir los deseos del grupo en aquel momento de su carrera), pero no dudó en llevar a Ken a un aparte y advertirle: «No tenses la cuerda». A George nunca le gustó que alguien de la sala de control sobrepasara los límites; en ese sentido, era muy de la vieja escuela.

Durante aquella sesión de mezclas, deseaba más que ninguna otra cosa observar lo que Norman y George estaban haciendo, aprender cómo lo estaban combinando todo, comprender el enfoque que estaban adoptando. Pero, a causa del absurdo modo de trabajar de EMI, fue simplemente imposible. En los momentos de pausa, recuerdo haber deseado que hubiera algún medio de enviar una señal desde la mesa de mezclas hasta la sala de máquinas para poder al menos escuchar lo que estaban haciendo. Ése fue un contencioso entre los auxiliares y la dirección de EMI durante algún tiempo, pero ellos pensaban que no había necesidad de complacernos, aunque se hubiera podido hacer con bastante facilidad con algunos cambios en el cableado. Fue una de las razones por las cuales más adelante presioné para llevar una grabadora multipistas a la sala de control cuando actué como ingeniero en las sesiones de Revolver.

Apenas conseguí entrar en la sala de control al final de la sesión, cuando Norman secuenció las mezclas, colocando el álbum en el orden de escucha. Fue el primer momento en que pude escuchar el trabajo de aquel día, y me impresionó que John y Paul no dejaran de crear canciones tan buenas y pegadizas. Había una madurez evidente en las composiciones; el nuevo material, que incluía canciones como «I’ll Cry Instead» y «Things We Said Today», era más profundo y significativo. Me sorprendió lo bien que había cantado John, y también disfruté del soberbio trabajo de Norman al grabar las guitarras acústicas. Me encantó la dimensión añadida que la guitarra de doce cuerdas de George Harrison había aportado al sonido del grupo y me impresionaron muchos de los solos de guitarra. Teniendo en cuenta nuestra experiencia al grabar el tema del título, me pregunté cuánto debían de haber tardado en grabarlos. La única razón por la que George Martin permitía que un solo no excesivamente brillante se incluyera en el disco era que Harrison tardara demasiado en tocarlo bien, por lo que en ocasiones se conformaba con lo que había. Por encima de todo, recuerdo que pensé lo celosos que se pondrían mis amigos cuando les contara que había escuchado en primicia otro álbum nuevo de los Beatles.

Cuando se estrenó por fin ¡Qué noche la de aquel día!, ninguno de nosotros fue invitado al estreno, con la excepción de George Martin. Creo que ni siquiera Norman pudo ir. La vi más tarde, en el cine del barrio, con algunos amigos. La música sonaba bastante bien en la sala (había unos grandes altavoces, y el proyeccionista había puesto el volumen muy alto), pero no pude evitar fijarme en que algunos de los fundidos estaban un poco retrasados y algunas entradas habían desaparecido totalmente. Es probable que la banda sonora de la película la montasen los propios ingenieros de audio de United Artists. Que yo sepa, el personal de EMI en Abbey Road no se había ocupado de ello.

En general, ¡Qué noche la de aquel día! me gustó bastante. Era una sensible mejora respecto a anteriores películas de rock&roll, tostones como Vacaciones de verano de Cliff Richard y los Shadows. Algunos de los actores secundarios eran favoritos míos por trabajos anteriores, como Víctor Spinetti que interpretaba al director de televisión, y Wilfrid Brambell, que hacía de abuelo de Paul. Los propios Beatles estaban retratados en la película como cuatro estereotipos, y recuerdo que pensé: «Las cosas no son así», aunque probablemente fuera el único en toda la sala que lo sabía. Interpretaban sus personajes con mucha ironía, Lennon en particular. Me impresionó mucho el carisma de Ringo en la pantalla, sobre todo en la escena de «This Boy». Hasta entonces, me había parecido simplemente el batería del grupo; ahora veía que poseía una fuerte personalidad, que aportaba algo propio a la ecuación. En cambio, los papeles de los responsables de gira eran completamente falsos. Neil y Mal no se comportaban así con el grupo; Neil nunca les decía lo que tenían que hacer, y puede que Mal tuviera un lado amable, pero seguro que no era tonto.

En conjunto la película era divertida, y era genial ver a los Beatles ramificándose en diferentes áreas, enfrentándose con éxito a nuevos desafíos, al tiempo que mantenían su posición privilegiada en lo más alto de las listas internacionales.

En el verano de 1964, obtuve mi primer ascenso, como cortador de acetatos. En lugar de estar en la sala de control con los artistas y los productores, ahora me encontraba metido en una pequeña habitación del piso de arriba, fabricando acetatos únicos para que la gente pudiera escuchar en su casa el trabajo del día (aun faltaba mucho para la aparición de los casetes o los CD grabables). Aunque el ascenso conllevaba un modesto aumento de sueldo, en realidad ganaba menos dinero que cuando era auxiliar, debido a la pérdida de horas extras: en EMI los cortadores y los ingenieros de masterización no se quedaban nunca más allá de su horario. Por lo tanto, si los artistas que realizaban una sesión nocturna querían escuchar la grabación en casa, tenían que esperar a la semana siguiente para conseguir un disco. Por eso más adelante fue tan importante que los cuatro Beatles compraran sus propias grabadoras, pues podían llevarse las cintas a casa inmediatamente, sin tener que esperar a tener la copia.

Por suerte, siempre que a Bob Beckett le faltaba algún auxiliar para una sesión (cuando la sesión se había reservado en el último momento, o si era en fin de semana, por ejemplo) hacía bajar a la sala de control a uno de los ingenieros de corte, que nunca rechazábamos aquellas oportunidades. Bajo nuestro punto de vista, no sólo era un modo de recuperar parte de la paga perdida, sino también una buena manera de mantenerse involucrado de algún modo en las tareas bastante más glamurosas que tenían lugar en la planta baja.

Pese al relativo aislamiento, el trabajo no me desagradaba, porque me proporcionaba privacidad y tiempo para jugar con los sonidos en mi interminable búsqueda de lo que nunca se hubiera oído antes. Fue durante uno de estos experimentos cuando descubrí por primera vez el faseo; a menudo cortaba un acetato y luego lo reproducía simultáneamente con la cinta para poderlos comparar, y me preguntaba cómo sonaría si combinaba ambas señales. Como no había medios para encajar electrónicamente ambos dispositivos, la sincronización no era perfecta, pero podía controlarla mejor si ajustaba ligeramente el modificador de velocidad estroboscópico del giradiscos. Escuchar el gigantesco y avasallador sonido resultante era una experiencia increíble.

Allí arriba solíamos hacer todo tipo de diabluras, lejos de la primera línea de fuego. En los momentos de asueto, competíamos a ver cuántas canciones podíamos cortar de un modo concéntrico (de lado a lado) en un disco de vinilo. Para meterlas todas en el mismo espacio, teníamos que conseguir unos surcos pequeñísimos. Era muy divertido porque luego, al reproducir el disco, escuchabas una canción diferente cada vez, dependiendo de dónde pusieras la aguja. Hacíamos una especie de quiniela hípica: apostabas sin saber nunca quién sería el ganador. Años más tarde, el grupo cómico Monty Python grabó un disco con la misma técnica: el álbum Matching Tie And Handkerchief se distinguía por ser el primer «disco de tres caras del mundo»: nunca sabías cómo sería la cara B cuando lo ponías.

También hacíamos cosas tontas e infantiles como fabricar bombas de virutas. Las virutas eran el vinilo sobrante que se succionaba para su eliminación al cortar un disco, y eran altamente inflamables. Sacábamos los anillos metálicos de los carretes de cinta, los amontonábamos para hacer un contenedor, que llenábamos de virutas. Luego lo tapábamos, le poníamos una mecha y la encendíamos. En el sótano había una máquina de succión central que se utilizaba para aspirar las virutas de los tornos de todas las salas de masterización en el punto en que la aguja cortaba el vinilo. Por entonces no éramos conscientes, pero ¡almacenar todo aquel material debajo de donde estábamos todos trabajando tenía que ser por fuerza extremadamente peligroso!

Al estar yo enclaustrado en el piso de arriba, Richard Langham había adquirido la costumbre de llamarme por el intercomunicador haciendo ver que era otra persona (la mayoría de las veces Norman, otras veces George Martin); imitaba muy bien ambas voces. En cierta ocasión esta broma me jugó una mala pasada: George Martin me llamó para preguntarme si podía hacer de auxiliar en una inminente sesión de Judy Garland, y como la petición me pareció increíble, supuse que en realidad era Richard quien llamaba.

—¡Vete al cuerno, Langham! —grité al auricular, orgulloso de haberlo pillado. Pero se trataba realmente de George, que me explicó que quería que participara en la sesión porque sabía que Judy Garland y su gente querrían acetatos de escucha de inmediato. Yo noté cómo mi cara enrojecía mientras me deshacía en disculpas.

—No pasa nada, Geoff —dijo con voz tranquilizadora—, ya sé cómo las gasta Richard. Pero —añadió con un deje de sarcasmo— no creo que imite demasiado bien mi voz, de modo que tal vez quieras quitarte la cera de las orejas antes de venir.

«Me está bien empleado —pensé—. ¡Ese maldito Langham me las pagará aunque sea lo último que haga!».

Estaba entusiasmado por conocer a Judy Garland, que era uno de mis ídolos. Desde su primera actuación en el Palladium de Londres en 1951, era una estrella en Inglaterra, y El mago de Oz era una de mis películas favoritas. Había vivido intermitentemente en Londres durante muchos años, y a menudo reservaba sesiones de grabación en Abbey Road cuando estaba en la ciudad, aunque yo aún no había tenido la suerte de verla. Aquella noche de agosto en concreto, estaba en el estudio 2, grabando «The Land Of Promises», de Lionel Bart. Aparte de una larga discusión referente al tono en el cual interpretar la canción, no recuerdo demasiadas cosas de la grabación en sí, pues una vez más me habían enviado a la maldita sala de máquinas. Al terminar la sesión, la gente de Judy Garland tenía intención de ir al pub del barrio a celebrar que la grabación había salido bien, pero ella había decidido no ir con ellos. En vez de eso, para mi asombro, me acompañó por el pasillo y se sentó a mi lado mientras yo cortaba las placas de escucha de la canción que acababa de grabar, los dos solos en aquella pequeña habitación.

Por supuesto, yo estaba muy nervioso, pero Judy Garland me pareció una persona muy agradable, e hizo todo lo posible por tranquilizarme, haciéndome un montón de preguntas sobre mi formación y sobre cuáles eran mis tareas. En un momento dado, me preguntó incluso qué me parecía la canción que acababa de grabar. Durante todo el tiempo estuvo fumando como una chimenea, y yo también. Hacía poco que me había habituado a hacerlo, más por aburrimiento que por otra cosa.

Estuvimos allí apenas una hora, y pasamos todo el tiempo conversando agradablemente. Se me ocurrían toneladas de preguntas para hacerle, pero era demasiado tímido y no me salían las palabras. Me limité a ponerme rojo como un pimiento y me esforcé por hablar de cosas intrascendentes con la fabulosa Judy Garland mientras intentaba concentrarme en llevar a cabo mi trabajo. Demasiado pronto, reapareció su gente y se la llevaron. Nunca más la volví a ver.

Durante el verano de 1964 los Beatles sólo visitaron esporádicamente el estudio, pero a finales de septiembre el nombre de los misteriosos «Dakotas» empezó a aparecer con mayor frecuencia en el calendario de reservas. Como por aquel entonces sólo estaban tocando por el Reino Unido, pudieron comenzar a trabajar entre concierto y concierto en lo que iba a convertirse en el álbum Beatles For Sale. En esa época, Richard Langham había abandonado Abbey Road y se había ido a vivir a Alemania. Habían contratado en su lugar a una serie de nuevos ingenieros auxiliares, entre ellos Mike Stone y Ron Pender. Para enseñarles el oficio cuanto antes, tuvieron el chollo de trabajar con George y Norman en aquellas sesiones.

Sin embargo, aquel otoño hubo una sesión muy especial que los Beatles habían reservado, de manera nada habitual, un domingo por la tarde, y como todos los ingenieros auxiliares tenían el día libre, me tocó hacerla a mí. Estaba eufórico. Para mí era una liberación temporal salir de la sala de corte y volver al estudio con los músicos, donde estaba la acción. El lunes anterior Bob Beckett me había dicho que participaría en la sesión, y estuve esperando ansioso toda la semana. También estaba algo inquieto, aunque por ninguna razón concreta. Tal vez pensaba que mis habilidades como pulsador de botones se podían haber oxidado un poco. Al final se demostró que no tenía motivo para preocuparme. Aquel día todo el mundo estaba en la mejor forma. En realidad, iba a resultar una de las sesiones de grabación más productivas de la historia de los Beatles.

Por suerte, no había ningún otro artista trabajando en ninguno de los estudios del complejo de Abbey Road aquella radiante y soleada tarde de octubre, lo que dio a los Beatles la libertad de salir de los confines del estudio y recorrer los pasillos por primera vez desde el jaleo de «She Loves You». Ni siquiera había miembros del personal, aparte de un par de ingenieros de mantenimiento de guardia. De este modo hubo un ambiente mucho más relajado que en cualquier otra sesión de los Beatles en la que yo hubiera trabajado… y eso fue una buena base para la música fantástica que iba a grabarse aquel día con una notable economía de esfuerzos.

Como los domingos el transporte público era irregular y el tráfico de Londres era relativamente escaso, Norman había decidido venir en coche, y se ofreció a llevarme. La sesión no debía empezar hasta media tarde (los Beatles empezaban a grabar cada vez más y más tarde), de modo que llegamos a la hora del almuerzo. Ya había un par de ingenieros de mantenimiento en el estudio colocando los micros, y Neil también estaba allí, forcejeando con la batería de Ringo. Era una tarea que normalmente recaía en Mal, pero por alguna razón éste no estaba. El grupo se encontraba en plena gira por el Reino Unido, y tal vez Mal estaba en la carretera ocupándose de algún otro asunto.

Poco después llegaron los cuatro Beatles. Todos estaban de buen humor, hablando por los codos, y me saludaron efusivamente. Comprendí que la gira estaba yendo fantásticamente bien; empezaban a disfrutar de la fama y la fortuna conseguida a base de tanto trabajo duro. Ni siquiera parecía importarles tener que renunciar a su único día de descanso (y para colmo un domingo) para trabajar en el confinado espacio de un estudio de grabación. Supongo que en aquellos tiempos no se tomaban las grabaciones como un trabajo. Disfrutaban con la compañía mutua y todo era muy divertido. Además, nadie parecía demasiado cansado. Aunque llevaban mucho tiempo de gira, habían tenido libre la noche anterior, por lo que todo el mundo estaba descansado y lleno de energía.

Mientras continuaban las bromas (aquel día nadie parecía tener prisa por empezar la sesión), recuerdo que me sentí un privilegiado por estar allí, formando parte de aquel grupo tan selecto. Por fin llegó George Martin y llamó a todo el mundo a la sala de control. El primer punto del orden del día era hacer algunos retoques a una nueva canción que habían grabado la semana anterior, titulada «Eight Days A Week». Mientras todos se sentaban alrededor de la mesa de mezclas, ensarté la premezcla que había hecho Norman y comenzó la escucha.

La canción me entusiasmó al instante. Era un sencillo clarísimo, un éxito potencial con todas las de la ley. Mientras escuchábamos con atención, todo el mundo movía la cabeza al compás, y Ringo golpeteaba el ritmo contra sus rodillas con entusiasmo. Cuando la última nota se desvaneció, todos estuvimos de acuerdo en que la enérgica interpretación capturada en la cinta era sin duda «la buena». Los únicos problemas eran el irregular principio y un final —demasiado abrupto, y se inició una intensa discusión sobre el mejor modo de solucionarlos. Paul anunció que a John y a él se les había ocurrido una idea para un principio alternativo, haciendo unas voces a cappella, y George Martin, que para entonces ya había aprendido a no rechazar de entrada ninguna de sus ideas, dijo: «Muy bien, vamos a probarlo». Y así empezaron a desfilar hacia el estudio mientras yo me veía relegado una vez más a la sala de máquinas.

Como la nueva introducción y el nuevo final iban a empalmarse en la toma grabada la semana anterior, Norman tuvo que dedicar un rato a equilibrar los sonidos para que el montaje no fuera perceptible. Para Norman esto resultaba fácil, porque siempre usaba la misma disposición de micrófonos: ponía siempre la batería y los amplificadores en el mismo sitio, y casi siempre usaba los mismos micrófonos y la misma ecualización. La colocación de los micros se dibujaba con antelación para que la siguieran los responsables técnicos, pero si había que mover algo en el curso de una sesión, en aquellos tiempos a nadie se le ocurría tomar notas, se hacía todo de memoria. Teniendo en cuenta estos condicionantes, es asombroso lo bien que acababan encajando los sonidos, aunque John, que tocaba la guitarra acústica, es posible que se moviera de sitio entre toma y toma. Norman tenía una fórmula, una manera concreta de hacer las cosas, pero todo cambió cuando yo le sustituí como ingeniero y la experimentación se hizo clave. A mí me hubiera resultado mucho más trabajoso equilibrar los sonidos para hacer un montaje.

Cuando Norman quedó satisfecho y el sonido estuvo equilibrado, Paul, John y George Harrison se colocaron alrededor del mismo micrófono y se pusieron a hacer coros al unísono. Era interesante, pero rápidamente se consideró que el arreglo era demasiado flojo para el principio de una canción tan dinámica. En vez de perder más tiempo, George Martin decidió pasar a otra cosa y pidió a los Beatles que trabajaran en el final. La idea que habían tenido para esa parte era mucho más potente, con Lennon y Harrison rasgueando unos sonoros acordes con sus guitarras, acompañados por Paul pulsando una línea de bajo en staccato en su fiel Hofner.

Pero el problema de qué hacer con la floja introducción todavía no se había solucionado, y mientras todos cavilaban, a Norman se le ocurrió la brillante idea de realizar simplemente un fundido de entrada, en vez de que todo empezara al máximo volumen. Además de ser innovador para la época, eso también ayudó al éxito del disco porque facilitaba a los locutores de radio empalmar el principio de «Eight Days A Week» con otro tema, y si querían podían incluso hablar mientras sonaba la introducción para promocionar el programa.

En total, tardamos aproximadamente una hora en hacer esos montajes, incluyendo el tiempo dedicado a equilibrar el sonido, y así se completó otro éxito de los Beatles. Todo el mundo se centró entonces en la primera canción completa del día, un popurrí de versiones de «Kansas City» y «Hey-Hey-Hey-Hey». Por el modo en que Paul estaba cantando (casi destrozándose las cuerdas vocales), me sorprendió que hubieran decidido tocar primero esta canción, pero tras años de actuaciones en directo, su voz era tan potente que podía soportar aquel maltrato. Fue notable porque todos los demás Beatles (incluido Ringo, que casi nunca hacía coros) se unieron a él en el estribillo, haciendo las respuestas de «hey hey hey hey». Este popurrí era un momento importante de sus actuaciones en directo en aquel momento, y se soltaron totalmente al tocarlo, con gran seguridad y una alegría pura e inocente que contagiaba al oyente. Desde el primer minuto supe que aquella iba a ser una gran sesión. Era sencillamente increíble escuchar tanta energía emanando del grupo a una hora tan temprana; ni siquiera habían tenido tiempo de calentar. Tocaban de un modo muy compacto, y ese tema es la prueba definitiva de lo buenos que eran los Beatles en directo cuando estaban en forma.

Esta sesión fue también la primera en la que empecé a sentir un poco de envidia del papel de Norman. En los momentos de inactividad entre toma y toma, imaginaba qué cosas podría cambiar en caso de llegar a ser el ingeniero oficial de los Beatles y trabajar con ellos todo el tiempo en el estudio.

Aquella tarde también sentí que surgía una verdadera conexión entre Paul y yo, y aquella canción tuvo mucho que ver. Poco después de terminarla, Paul pasó por la sala de máquinas para descansar un poco y alejarse del bullicio del estudio y la sala de control.

—¿Todo bien, Geoff? —preguntó, asomando la cabeza por la puerta.

—Sí, muy bien —respondí con entusiasmo—. ¿Sabes? —solté, esperando no pasarme de la raya—. La voz ha quedado increíble, has cantado mejor incluso que Little Richard.

Paul se rió y pareció complacido.

—Vaya, muy amable —contestó con modestia—. Kansas City es uno de mis discos favoritos.

Resultó que ambos éramos grandes fans de Little Richard, y terminamos manteniendo una larga charla, comparando distintas canciones. Me contó lo emocionante que había sido conocer a Little Richard durante una gira y lo extravagante que era tanto en el escenario como en la vida real.

Vista en perspectiva, creo que aquella conversación de diez minutos fue el inicio del afecto perenne que nos une. En el fondo, ambos éramos fans, y él lo sabía, aunque fuera un músico mundialmente famoso y yo sólo uno de los chicos del cuarto trastero. Nos separaban apenas unos años de edad, y eso ayudaba. Paul me consideraba un igual, alguien que lo aceptaba tal y como era en realidad, no por su fama ni su celebridad.

El trabajo continuó con la misma eficiencia. Avanzábamos con agilidad, aunque nunca sentimos que hubiera prisa o que estuviéramos bajo presión. John se ocupó de la voz solista del siguiente número, una versión de una canción casi desconocida llamada «Mr. Moonlight». La virulenta introducción de voz me provocó escalofríos, aunque necesitó varias tomas para clavarla.

La china en el zapato volvía a ser el solo de guitarra de Harrison, no las notas que tocaba, sino el extraño sonido de trémolo que estaba usando, fiel imitación de la versión del grupo americano de blues Dr. Feelgood and The Interns que había cosechado cierto éxito un par de años antes. A Lennon aquel sonido poco convencional le parecía fantástico (y personalmente, a mí también), pero para George Martin era demasiado raro. Tras unos momentos de discusión, decidieron grabar en su lugar un solo de órgano cursi. Aunque el sonido me resultó odioso, me sorprendió ver que era Paul quien lo tocaba, pues hasta entonces no tenía ni idea de que supiera tocar el teclado.

Durante una de las escuchas, estaba reproduciendo la pista de batería y bajo en la sala de máquinas y noté que había un problema con los agudos. Comprobé la cinta y vi que tenía un aspecto un poco irregular, de modo que llamé inmediatamente por el intercomunicador y le dije a Norman:

—Ven a escuchar esto. Creo que hay un problema con la cinta.

Resultó que era un defecto de fabricación de la cinta, y sólo afectaba a la batería y al bajo porque estaban colocados en una pista externa. Hicieron venir a un bata blanca para echar un vistazo, y éste corroboró enseguida mi descubrimiento. Pese a haber interrumpido el apacible fluir de la sesión, quedé un poco como un héroe por esta razón.

Mientras el grupo ensayaba la siguiente canción en el estudio con George Martin, aproveché la ocasión para sentarme en la sala de control y relajarme durante unos minutos. Estaba charlando con Norman cuando de pronto oí un zumbido estruendoso que salía de los altavoces.

—¿Qué demonios es eso? —le pregunté, alarmado. Lo primero que pensé fue que se había estropeado un cable, o que había fallado una pieza del equipo.

Norman rió entre dientes.

—Echa un vistazo —me dijo.

Apreté la nariz contra el cristal de la sala de control y quedé estupefacto al ver a John Lennon arrodillado delante de su amplificador, guitarra en mano.

Sabíamos que si acercabas una guitarra demasiado a un amplificador se producía un estruendo, pero John lo usaba de modo controlado por primera vez. Norman me contó luego que habían descubierto aquel sonido por casualidad durante una sesión anterior, la noche en que habían grabado «Eight Days A Week». Fue pura coincidencia: durante una pausa, John había apoyado la guitarra contra el amplificador, pero había olvidado bajar el volumen de la pastilla. Justo en aquel momento, sin razón aparente, Paul había pulsado un la grave en el bajo, y desde el otro extremo de la sala, las ondas sonoras habían provocado la respuesta de la guitarra de John. Les había encantado el estruendo resultante, hasta el punto que desde entonces Lennon había estado jugando con aquel efecto. Y en su nueva canción, titulada «I Feel Fine», estaba decidido a inmortalizar el efecto… años antes de que Jimi Hendrix empezara a utilizarlo.

Para mí era una nueva indicación de que los Beatles buscaban ampliar sus fronteras, ir más allá del sonido de dos guitarras, bajo y batería. Éste era el nuevo y maravilloso mundo del que yo deseaba formar parte.

Aquel día hicieron varias tomas de «I Feel Fine», y todas ellas incluían el feedback en la introducción. La canción me parecía fantástica, tan buena como «Eight Days A Week». Sentado en la estrecha sala de control, me maravilló que estuvieran grabando dos éxitos potenciales en una sola tarde. Pero era la introducción de «I Feel Fine» lo que la hacía tan excitante, tan diferente. En mi opinión era eso lo que iba a vender el disco. Al fin y al cabo, yo me había metido en el mundo de las grabaciones en busca de sonidos únicos, y los Beatles los habían descubierto por sí solos.

Durante gran parte de aquel día, además, tocaron a bastante volumen; en realidad, los Beatles solían tocar bastante más fuerte que otros grupos de rock de la época. Aunque el equipo que llevaban era primitivo para los parámetros actuales, sonaba muy potente en el estudio, y se convirtió en una parte integral de su ritmo trepidante. Lennon, en particular, siempre se estaba subiendo el volumen, y luego Harrison intentaba igualarlo. Esto provocaba problemas de sobrecarga en los micros colocados delante de los amplificadores (normalmente los sensibles y caros Neumann U 47), momento en el que George Martin o Norman les decían a los dos que bajaran el volumen.

Lennon también era más proclive a romper cuerdas que Harrison, atacaba su guitarra de un modo más tosco, con menos finura, y recuerdo que sucedió varias veces durante la grabación de «I Feel Fine», que era una canción bastante rápida y agresiva. Cuando esto pasaba, gritaba: «¡Mal, Mal!». Mal solía cambiar las cuerdas de guitarra, pero aquel día no estaba, de modo que la tarea recayó en Neil, quien era físicamente mucho más menudo que su compañero, de modo que todo el mundo se tronchó de risa cuando se acercó a ocuparse del problema y Lennon lo miró lentamente de arriba abajo, y por fin exclamó con una vis cómica perfecta: «¡Vaya, has encogido al lavarte, Mal!».

Era ya de noche cuando se terminó la canción, y todo el mundo se sentía la mar de bien… pero todos se morían también por una taza de té. El problema era que, al ser domingo, la cantina estaba cerrada y no había leche por ninguna parte. EMI, con su gran sabiduría, no había tenido la cortesía de dejar un poco de leche fuera, aunque sabían perfectamente que sus artistas de más éxito comercial iban a estar en el estudio aquel fin de semana. Como Neil ya había salido con la misión de comprar pescado con patatas para todos, George Martin pidió a su secretaria, Judy, que saliera a por leche, y me dijo que la acompañara.

Judy y yo nos encaminamos hacia la Abbey Tavern porque conocíamos al propietario y pensamos que tal vez podría conseguirnos una botella, pero mientras caminábamos un hombre mayor salió en aquel momento de su casa. Nos saludó, empezamos a hablar, y cuando le dijimos lo que estábamos buscando, tuvo la amabilidad de invitarnos y darnos medio litro de leche, a pesar de que no habíamos dicho una palabra sobre los Beatles, sólo que estábamos en el estudio de grabación haciendo una sesión.

Cuando volvimos, el grupo ya estaba trabajando de firme en la siguiente canción de Paul, la amable y acústica «I’ll Follow The Sun». No podía haber un contraste mayor respecto a todo lo que habían grabado aquel día, y esto no hacía más que subrayar la increíble versatilidad compositiva de Lennon y McCartney. Al principio no sabían qué hacer con Ringo en la canción. Tocó la batería una vez, pero sonaba mal, demasiado agresivo y distraía la atención. Paul quería algo más sutil. Después de una larga discusión, a Paul se le ocurrió la idea de que Ringo diera palmadas contra su propia pierna al ritmo de la canción, y funcionó bien. Cautivado, observé como Norman posicionaba meticulosamente un micro entre las piernas de Ringo; luego, de vuelta en la sala de control, subió el ecualizador para añadir algo más de profundidad al sonido.

Me gustaba el suave encanto de «I’ll Follow The Sun», y disfruté especialmente de la línea de armonía baja que George Martin había ideado para Lennon, complemento perfecto de la voz solista de McCartney. Pero el sencillo solo de ocho notas de Harrison (ni siquiera era un solo, apenas una línea melódica) me causaba vergüenza ajena. Tampoco estaba previsto que lo tocara él, pues durante las primeras tomas lo había tocado John a la guitarra acústica. A pesar de las buenas vibraciones que se respiraban aquel día, George Harrison parecía molesto, tal vez porque no le habían dado muchas cosas que hacer. En cierto momento subió a la sala de control y se quejó en voz alta: «¿Sabéis?, me gustaría tocar el solo. Al fin y al cabo, se supone que soy el guitarra solista de este grupo».

Me pareció muy pomposo por su parte, pero George Martin asintió a regañadientes, en gran parte para sacarse de encima al enfadado guitarrista. Paul y John se lo tomaron con naturalidad, aunque nadie quedó satisfecho con el resultado: casi podías notar cómo Harrison pensaba a cada nota cuál debía tocar a continuación. Él tampoco estaba contento, y quiso volver a intentarlo, pero un George Martin cansado y algo molesto impuso finalmente su autoridad:

—No, tenemos que seguir adelante.

Incluso desde mi punto de vista de chico de diecisiete años en la sala de máquinas e incapaz de tocar una nota en la guitarra, pensé que a George Harrison se le podía haber ocurrido algo mejor que aquello. Parecía distraído, como si estuviera pensando en otra cosa, y no pude evitar pensar que debía de sentirse frustrado con su nivel de interpretación de aquella tarde.

Después de una pausa para el té (brevemente interrumpida por un efervescente y fastidioso Dick James) pareció que la sesión empezaba a declinar. Habían dado cuenta del trabajo más duro, y ahora debían despachar tres canciones más antes de que se hiciera demasiado tarde, porque tenían que estar en Escocia al día siguiente para continuar la gira. Esencialmente, el resto de la sesión fue una actuación en directo, muy parecida a su álbum de debut. En primer lugar, un resucitado George Harrison se redimió con una excelente interpretación de «Everybody’s Trying To Be My Baby». No sólo la cantó con gran entusiasmo, sino que tocó la guitarra con gran confianza. Incluso el solo, tocado en directo, fue impecable.

Luego, con cada vez menos tiempo, Paul se sentó al piano y atacó una frenética versión de «Rock And Roll Music» de Chuck Berry. La canción entera, incluyendo la arrasadora voz solista de John, fue interpretada en directo, con George Harrison tocando el bajo Hofner de Paul. El único overdub fue el doblaje de la voz de John, que realizó en cuestión de minutos, pues siempre fue muy bueno en este aspecto.

Todavía faltaba una canción por grabar, una versión de «Words Of Love» de Buddy Holly, otra de mis favoritas. Llegados a ese punto, era evidente que empezaban a flaquear, pero aun así John, Paul y George cantaron una preciosa armonía a tres voces, juntos en el mismo micro. Con sus voces impregnaron la canción de calidez y amor. Era un digno homenaje a uno de los ídolos musicales del grupo y un modo perfecto de terminar la velada, poco antes de medianoche.

Había sido sin duda una jornada mágica. En el espacio de apenas nueve horas, habíamos grabado siete canciones completas y habíamos terminado otra, incluyendo dos que estaban destinadas a encabezar las listas de sencillos, y una gran satisfacción invadía a los cuatro Beatles cuando subieron a la sala de control para despedirse. Ringo fue el primero en entrar. Me sujetó cálidamente la mano y luego, riendo entre dientes, me dio las gracias por no borrar ninguna de sus pistas. Harrison, todavía radiante por su interpretación de «Everybody’s Trying To Be My Baby», me dio un golpecito en la espalda mientras tatareaba el estribillo de la canción. Como el grupo debía viajar al día siguiente a Edimburgo para retomar la gira (había sido el tema de conversación y de algunas bromas a lo largo de todo el día), John no pudo resistirse a desear buenas noches con su mejor acento escocés a «los queridos Georgie MacMartin, Norman MacSmith y Geoffrey MacEmerick».

Paul fue el último en salir.

—Ha sido agradable charlar contigo, Geoff, nos veremos pronto —dijo amistoso, alzando el pulgar mientras se perdía en la noche.

Y así terminó la sesión.

Los Beatles volvieron a EMI una semana más tarde, para mezclar las canciones que habíamos grabado aquel día, en una de las raras ocasiones, hasta la fecha, en que asistían a una sesión de mezclas. Aunque yo no trabajé en aquella sesión, Paul subió a la sala de corte de acetatos para charlar conmigo con una taza de té en la mano. Cuando abrió la puerta, le oí cantar: «A-wop-bop-a-loo-lop», a lo que yo respondí debidamente: «¡A-wop-bam-boom!».

Le pregunté cómo iban las mezclas, y me dijo que bien. Luego comentamos lo genial que había sido la sesión del domingo anterior. A partir de aquel día, Paul se acostumbró a subir a mi habitáculo a la hora de comer, y solíamos comentar algún disco nuevo que hubiera escuchado o algún nuevo truco que se les hubiera ocurrido en el estudio.

Para entonces, ya había pasado suficiente tiempo con el grupo, y también con George Martin y Norman Smith, para empezar a tener un verdadero conocimiento de cómo eran realmente como individuos. Por supuesto, la gente cambia, y durante los años siguientes cada uno de ellos iba a evolucionar (algunos, como Lennon, más que los otros), pero sentía que me había hecho una idea general de cada una de las seis personalidades, y el modo en que interactuaban.

George Martin era muy agudo y tenía un gran sentido del humor. Siempre bien vestido y bien educado, era evidente que disfrutaba de su condición de figura autoritaria, de maestro de escuela de los cuatro Beatles, que disfrutaban igualmente de su papel de escolares bromistas. También estaba muy seguro de sí mismo y tenía mucha confianza. Proyectaba la imagen de alguien que siempre sabía exactamente lo que quería. Pese a todas las diferencias de crianza, formación y actitud, él y yo siempre nos llevamos bien, desde los primeros días. Supongo que al principio le caí bien porque era callado y no expresaba mis opiniones. Sabía que, bajo su punto de vista, no había nada peor que tener a alguien en la sala de control hablando y opinando sin parar. George y yo nunca hablábamos mucho, ni siquiera cuando me ascendieron a ingeniero principal. Con el tiempo, llegamos a un punto en que ya no era necesario, casi podíamos leernos la mente mutuamente. Pero siempre era divertido, aunque la sesión en concreto no estuviera yendo demasiado bien. A medida que pasaba el tiempo, veía que George se sentía cada vez más cómodo conmigo, y a pesar de la diferencia de edad y de estatus algunas veces incluso me gorreaba cigarrillos.

George y Norman formaban un equipo excelente porque George tenía la sofisticación y la educación formal (era oboísta clásico), mientras que Norman conocía el vocabulario musical para relacionarse con los grupos modernos. George ignoraba la jerga de la música pop. Norman podía sugerir a George: «Diles que le metan más marcha», y George transmitía obedientemente el mensaje. Confiaba en Norman para ese tipo de contribuciones.

Desde el día en que nos conocimos, Paul me pareció una persona cálida y genuina. No se daba aires, pero sabía lo que quería, y, lo que es más importante, sabía salirse con la suya con diplomacia y sin necesidad de bravatas. En ese sentido, parecía realmente el líder de los Beatles, en lugar de John, como se suele creer. Paul era siempre quien animaba a los demás a tocar o a cantar mejor, y si George Martin les decía por el intercomunicador que hicieran una toma más, lo más probable era que fuera Paul quien levantara el ánimo de los otros, diciendo: «¡Venga, vamos a darlo todo!».

Estaba claro que Paul era el músico «puro» de los Beatles, tocaba bien muchos instrumentos diferentes, y cuando no estaba tocando, hablaba de música. Por eso, la relación que tenía con Norman Smith era especialmente sólida. Norman siempre intuía lo que Paul intentaba conseguir en el plano musical, y estoy seguro de que Paul se dio cuenta muy pronto de que el mayor aliado que tenía en la sala de control era Norman y no George.

Sin duda alguna, John era el más complejo de los cuatro. Los otros tres Beatles tenían personalidades más estables y consistentes, aunque no compartieran la curiosidad intelectual de Lennon. Cuando John estaba de buen humor (que era la mayor parte del tiempo) podía ser dulce, encantador, afectuoso e increíblemente divertido. Pero tenía un humor cambiante, y si lo pillabas en un mal momento, podía ser mordaz y desagradable; podías ver la ira escrita en su cara. El problema era que nunca sabías a qué John ibas a encontrar en cada momento, porque el humor le variaba de modo bastante repentino. Por suerte, podía volver a mejorar igual de rápido, de manera que si estaba de malas, lo mejor era mantenerse alejado de él durante un rato, hasta que volviera a estar accesible.

Con el tiempo, empecé a darme cuenta de que los cambios de humor de John siempre iban precedidos de largos momentos de silencio. Su mirada se volvía soñadora y distante y pensabas que estaba reflexionando, rumiando. En realidad, esa mirada se debía probablemente a su mala vista. Aunque en el estudio de grabación llevaba gafas, no parecían ayudarle demasiado. A menudo se frotaba los ojos porque los tenía cansados, y su mirada solía ser vidriosa, aun antes de empezar a tomar drogas. Así, siempre tenía un aspecto extraño, como si estuviera en otro lugar. ¡Tal vez el problema era que lo veía todo desenfocado! Años más tarde, me contaron una anécdota de cuando, aún adolescentes, Paul y John volvían caminando a casa una noche de invierno. De pronto, John se detuvo en seco a la puerta de una casa y observó con asombro lo que estaba convencido de que era un grupo de personas que jugaban a las cartas en el jardín, a pesar de la bajísima temperatura. Por culpa de su mala vista, no se había dado cuenta de que se trataba de un belén.

Pero más allá de sus broncas y bravuconadas, John me parecía una persona muy insegura. No tengo muy claro cuál podía ser la causa de dicha inseguridad, a no ser que fuera la rivalidad a la hora de componer canciones que siempre mantenía con Paul. Tal vez en su fuero interno pensara que Paul tenía más talento que él. Siempre pensé que, en cierto modo, John era bastante ingenuo. Todo lo que hacía tenía un cariz militante, había que hacer las cosas para apoyar esto o en contra de lo de más allá. Tendía a ver el mundo en blanco y negro, sin matices de gris. Nunca podías tener una charla relajada con John mientras tomabas el té, como sí pasaba con Paul. Todo terminaba siempre con algún tipo de discusión, era muy polémico. Pero también era muy auténtico. Aunque se mostrara desagradable, podías ver que disfrutaba de verdad hablando con la gente.

Una de las pocas cosas que lamento es que durante todo el tiempo en que trabajé con los Beatles, nunca supe nada del trasfondo familiar de John y de los traumas que había sufrido de niño. Creo que ni siquiera George Martin sabía nada en aquellos tiempos. Es una lástima, porque de haberlo sabido, hubiera comprendido a John un poco mejor y tal vez nuestra relación hubiera sido más cercana.

John y Paul se trataban como iguales. La suya no era una relación de hermano mayor y hermano pequeño (como la que parecía existir entre John y George), a pesar de que Lennon tenía un año y medio más que McCartney. Su amistad era la más fuerte de entre todos los Beatles, por lo menos al principio, pero no podían haber sido dos personas más diferentes. Paul era meticuloso y organizado, siempre llevaba consigo una libreta en la que anotaba meticulosamente letras y cambios de acorde con su pulcra escritura. En cambio, John parecía vivir en medio del caos; siempre estaba buscando trozos de papel donde poder garabatear sus ideas. Paul era un comunicador nato; John no sabía articular tan bien sus pensamientos. Paul era el diplomático; John, el agitador. Paul hablaba con voz suave y casi siempre era educado; John podía ser un bocazas y bastante maleducado. Paul estaba dispuesto a dedicar largas horas a tocar bien un arreglo; John era impaciente, siempre listo para pasar a la siguiente etapa. Paul solía saber exactamente lo que quería y a veces se ofendía ante las críticas; John tenía la piel mucho más dura y estaba abierto a escuchar las aportaciones de los demás. En realidad, a no ser que estuviera muy seguro de algo, no era difícil convencerle de la necesidad de introducir algún cambio.

Había entre ellos tantas diferencias, que a veces me preguntaba cómo habían llegado a ser tan buenos amigos, a no ser que fuera simplemente que los polos opuestos se atraen. Años más tarde supe más cosas de sus respectivas infancias y del lazo que compartían al haber perdido ambos a sus madres a una edad temprana. Sin embargo, Paul se enfadaba cuando John se presentaba a sí mismo como un rudo teddy-boy de clase trabajadora, porque sabía que no era verdad. Sabía que a John lo había criado su tía Mimi y había llevado una vida de clase media mucho más confortable que la de Paul o la de los otros dos Beatles.

Durante las escuchas, a menudo John y Paul se acurrucaban y discutían sobre si una toma era suficientemente buena; hablaban de lo que estaban oyendo y de lo que querían corregir o cambiar. John no se tomaba las grabaciones a la ligera, por lo menos en los primeros años. Aun así, era Paul quien se esforzaba siempre por conseguir que las cosas fueran lo mejor posible. John no tenía esa actitud, pero hay que reconocer que normalmente estaba dispuesto a probar las ideas de Paul y quería que las cosas estuvieran bien, aunque no le resultara necesariamente grato pasar largas horas en busca de la perfección. Podía gruñir: «Lo hemos probado hasta la saciedad», pero si Paul insistía, hacían otra toma; John era inevitablemente el que cedía.

La visión de mucha gente sobre la colaboración entre Lennon y McCartney suele ser muy simplista: que Lennon era el rockero duro y dispuesto a todo, mientras McCartney era el blando y sentimental. Si bien en parte esto era cierto, la relación entre ellos era mucho más profunda. Tal vez el papel más importante que cada uno jugaba para el otro era el de crítico imparcial. John era la única persona del mundo que podía decirle a Paul: «Esta canción es una mierda», y que Paul lo aceptara. A su vez, Paul era el único que podía mirar a John a los ojos y decirle: «Has ido demasiado lejos». Solían tratarse con diplomacia (Paul podía decirle a John: «Bueno, creo que puedes hacerlo mejor», o algo similar) pero eso era todo. Desde luego, George Martin no hubiera podido hacerlo. De haberlo intentado, le hubieran arrancado la cabeza. Nunca tuve ninguna duda de que Paul y John consideraban a George Martin un ayudante, no un igual.

George Harrison siempre fue un misterio para mí. Aunque fue amable y generoso con muchos de mis colegas en EMI a lo largo de los años, conmigo no parecía tener buena química. Lo veía como un hombre adusto y carente de humor que se quejaba mucho, y siempre parecía desconfiar de todos los que no pertenecieran al círculo íntimo de los Beatles. No se relacionaba ni hablaba mucho conmigo, ni siquiera cuando trabajábamos en una canción suya. Tampoco sabía nada sobre cuestiones técnicas, y se centraba en los aspectos musicales, que él discutía con los demás o con George Martin. A veces me decía: «Geoff, ¿puedes cambiar un poco el sonido de guitarra?», pero no iba mucho más allá.

A menudo, George parecía preocupado, tal vez pensaba en ser algo más que el guitarra solista de los Beatles. Quizás en cierto momento dejó de querer estar en el grupo, y ciertamente parecía sentirse atrapado por la fama. Normalmente no participaba en las payasadas que tenían lugar entre toma y toma, mayoritariamente con Paul y John de protagonistas, a veces con la colaboración de Ringo. George era un solitario, un intruso, a su manera. Como integrantes del «escalón inferior» de los Beatles, Ringo y él parecían haber desarrollado una fuerte amistad, y a menudo lo veía arrimado a Lennon, trabajando en los arreglos de guitarra, pero nunca vi que hubiera una interacción positiva entre Paul y George. En realidad, a veces Paul parecía algo avergonzado por las limitaciones musicales de George; sin duda, Paul ponía los ojos en blanco en las numerosas ocasiones en que el pobre George batallaba sin éxito con un solo o una parte solista. Imagino que en esas circunstancias Paul se sentía frustrado y pensaba probablemente que él podría haber tocado el arreglo más deprisa y mejor.

Para ser justos, Harrison se enfrentaba a una batalla perdida de antemano ante el enorme talento de Lennon y McCartney. De entrada, era el miembro más joven del grupo y, por lo tanto, a menudo lo trataban como a un hermano pequeño, no le tomaban en serio. Por otra parte, no tenía un compañero con el que intercambiar ideas de composición. Siempre pensé que, muy al principio, Harrison se dio cuenta de que nunca iba a ser un Lennon o un McCartney, lo que podría explicar por qué se interesó por la música india, que era su propia vía de escape, algo totalmente independiente de los demás. De vez en cuando, Lennon le echaba una mano con una letra o un cambio de acordes, pero luego no tardaba en distraerse y aburrirse. Nunca vi a Paul ofrecerse de este modo a George. Su actitud hacia su compañero parecía ser: «No deberías pedirme ayuda, deberías hacerlo tú solo». Tal vez fuera la tensión creativa y personal entre ellos lo que llevó a Harrison a mantener las distancias conmigo, pues era evidente que yo tenía buena relación con Paul.

Quizá lo que menos me gustara de George era que siempre estaba haciendo comentarios insidiosos, no necesariamente sobre mí, sino sobre el mundo en general. Ringo no tenía aquel problema. De hecho, no tenía demasiado que decir sobre nada, y llamarlo silencioso sería quedarse corto. En todos los años en que trabajamos juntos, honestamente no recuerdo haber tenido una conversación memorable con Ringo. Simplemente él no era extrovertido y yo tampoco, de modo que no llegamos a conocernos demasiado. Ringo no era tan malhumorado como John, pero había días en que lo veías cabreado por algo. Podía ser ingenioso y encantador, pero también tenía un sentido del humor muy sarcástico y nunca sabías si se estaba haciendo el gracioso o si realmente pensaba lo que decía. Siempre pensé que utilizaba el sarcasmo como un mecanismo de defensa para disimular la inseguridad, del mismo modo que otras personas tienen una risa nerviosa. Pero Ringo, al igual que George Harrison, siempre estaba en guardia, y por eso entre nosotros había un muro personal que nunca conseguí franquear.

Tal vez la actitud reticente de Ringo se debiera a su falta de educación, por los largos períodos de escuela que se había perdido a causa de su mala salud de pequeño. Quizá le intimidaban los otros tres Beatles, que parecían tener mucho más mundo que él, y el personal de EMI. Lennon, por ejemplo, siempre estaba hablando de asuntos de actualidad o de programas que había visto por televisión, y Paul también lo hacía, pero Ringo nunca: era callado como un ratón. Muchas veces Neil y Mal traían una selección de periódicos a las sesiones, sobre todo los sensacionalistas. John siempre estaba enfrascado en uno de estos periódicos o en un libro, y Paul y George también los leían de vez en cuando, pero los gustos de Ringo se inclinaban más bien por tebeos como The Beano.

Pero precisamente porque hablaba tan poco, cuando Ringo alzaba la voz y expresaba una opinión musical, tenía más contundencia, ya que los otros sabían que lo decía en serio, que no era un comentario trivial. Si hacía algún comentario durante una sesión, lo más normal era que fuera sobre el sonido de la batería, que, como él sabía, era crucial. Curiosamente, le invadía el pánico cuando tenía que hacer un redoble de batería. Casi podías oírlo temblar, intentando decidir lo que iba a hacer a continuación. Al final esa falta de confianza llegó a formar parte de su estilo, pero hay otra explicación para la insólita cualidad de sus redobles: no son rápidos (de hecho, él mismo los comparó con el ruido que hace alguien cuando cae por las escaleras) y a menudo van un poco retrasados respecto al tempo de la canción. Esto no se debe a que no fuera bueno con el tempo (lo era) sino a que, a diferencia de muchos de los baterías de rock que le sucedieron, no era un hombre físicamente fuerte. Yo le decía constantemente a Ringo: «¿Puedes golpear la caja un poco más fuerte? ¿Puedes darle más fuerte al pedal del bombo?». Y él contestaba: «Si les pego más fuerte, voy a romper los parches», pero la diferencia de sonido era enorme, y realmente golpeaba muy fuerte la batería. De hecho, después de cada sesión en la que tocaba Ringo, quedaba un montón de astillas alrededor de la batería, restos de las baquetas que había destrozado. Pero como realizaba tanto esfuerzo, le llevaba cierto tiempo mover los brazos arriba y abajo, y por eso los redobles parecen tan relajados. Se concentraba en dar la máxima fuerza a cada golpe, pero no tenía la fuerza física para hacerlo con rapidez, como por ejemplo un John Bonham.

A veces, John y Paul podían ser muy duros con Ringo cuando tenía problemas con los redobles, pero una vez grabada la canción, volvían a estar de buenas con él. Paul daba muchas instrucciones a Ringo sobre los arreglos. De hecho, Paul jugueteaba a menudo con la batería durante las pausas. Los cuatro Beatles tocaban con frecuencia los instrumentos ajenos, y no era raro encontrar a John o a George Harrison aporreando la batería, aunque Paul era el único que se lo tomaba en serio.

Ringo también se ponía muy rígido y nervioso cuando le tocaba cantar, y con razón. Sabía que no era un vocalista, y tenían que mimarlo y ayudarlo cuando se ponía ante el micro. Pero a no ser que tuviera que enfrentarse a su canción establecida de cada álbum, se quedaba la mayor parte del tiempo en la cabina de la batería. Grababa incluso la mayoría de overdubs de percusión, tocando la pandereta o las maracas, sentado en el sillín. El único momento en que Ringo salía de su espacio era cuando veía que John o Paul dejaban los instrumentos, señal de que iban a hacer una pausa. Entonces salía y se sentaba junto a Neil o Mal.

Raras veces editábamos diferentes pistas base, de modo que lo que se escuchaba en el disco definitivo era casi siempre una interpretación completa, lo que significaba que a menudo los Beatles tenían que tocar una canción una y otra vez, intentando conseguir una toma buena. En este sentido, Ringo era como una máquina, podía tocar la batería durante horas. Cuando la sesión terminaba por fin (en especial las larguísimas sesiones de toda la noche durante la segunda etapa de la carrera del grupo), Ringo abandonaba el estudio totalmente reventado, exhausto. Siempre me impresionó cómo regresaba al día siguiente, fresco y dispuesto para otra sesión maratoniana a la batería. Ringo tenía talento y estilo, pero poca imaginación. Sin embargo, siempre pensé que conocía sus limitaciones.

Desde los primeros tiempos, sentí que los artistas eran John Lennon y Paul McCartney, no los Beatles. Esto era evidente en el estudio de grabación, sobre todo cuando veías las dificultades de George Harrison para sacar un solo de guitarra y cómo Ringo se hacía un lío con un redoble. A pesar de esto, había una conexión casi mágica entre los cuatro, que la mayor parte del tiempo se extendía también a Neil y a Mal. Era una conexión que creaba un muro impenetrable para todos los que trabajábamos en EMI, incluso para George Martin. En muchos sentidos, siempre tuvieron una actitud de «nosotros contra ellos» que iba más allá de que ellos fueran de Liverpool y nosotros de Londres. Les gustaba ir en contra del sistema, y nosotros pertenecíamos al sistema porque teníamos un trabajo como Dios manda y llevábamos traje y corbata. Tratar con cualquiera de los Beatles a nivel individual era bastante sencillo, y en general no era muy complicado si estabas en una habitación con dos o incluso tres de ellos. Pero si estaban los cuatro juntos, cerraban filas y te hacían callar. Era como un club privado en el que no podías entrar. Por eso, trabajar con ellos era muy extraño. Emocionante y estimulante, por supuesto… pero era una experiencia distinta, y a la que uno debía acostumbrarse.

Llevaba aproximadamente un año fabricando acetatos de escucha cuando a mi compañero Malcolm Davies le llegó su gran oportunidad, que de paso allanaba el camino para que yo siguiera subiendo de categoría. Una noche, mientras tomábamos una cerveza en el pub del barrio, me informó con indiferencia de que a la semana siguiente iba a realizar su primera sesión como ingeniero de balance. Malcolm trabajaba como ingeniero de masterización (el responsable de poner los toques finales a una mezcla en el momento en que ésta pasaba de la cinta al vinilo para la duplicación) desde que yo había entrado a trabajar en Abbey Road en 1962. Llevaba tanto tiempo en la sala de masterización, que yo daba por sentado que ahí se iba a quedar. Sabía que le encantaba su tarea, y era muy bueno en ella, uno de los mejores. En el año en que yo llevaba trabajando en el piso de arriba, nos habíamos hecho muy amigos, y fue él quien me había enseñado todo lo que sabía sobre el misterioso arte de hacer el corte para pasar a vinilo.

Pero el «estilo» EMI era ascenderte inexorablemente, de auxiliar a cortador de acetatos, de cortador a masterizador, y de ahí a ingeniero de grabación, tanto si querías como si no. En realidad, el sistema era lógico porque así aprendías todos los aspectos del proceso de grabación. La teoría era que, antes de convertirte en ingeniero, sabrías lo que podía o no podía hacerse a nivel técnico con un vinilo, qué haría saltar la aguja y qué no la haría saltar, y cómo conseguir que un disco sonara bien fuerte. Entonces, como ahora, el objetivo era conseguir que tu disco sonara más fuerte que el de todos los demás.

Así, a pesar de que Malcolm fuera posiblemente el mejor ingeniero de masterización de EMI, le hicieron volver a la planta baja. Pero resultó ser un trabajo para el que no estaba en absoluto capacitado. Era nervioso y excitable, también muy cabezón, una mala combinación cuando tienes que trabajar codo con codo con un productor tenaz y un artista igualmente terco. Pero nadie pensó en eso en aquel momento, y por lo tanto, tras ascender a Malcolm, me entregaron las llaves de la sala de masterización y me dieron su puesto. A su vez, a Ken Scott, que iba detrás de mí, lo ascendieron de ingeniero auxiliar a cortador de acetatos de escucha. Durante los años siguientes siguió mis pasos, hasta llegar a sustituirme temporalmente como ingeniero de grabación de los Beatles.

Desgraciadamente, el reinado de Malcolm como ingeniero tuvo una duración de un solo día. Más tarde me contó la historia de cómo, sobreexcitado por haberle llegado finalmente la gran oportunidad, metió la pata hasta el fondo. La dirección había decidido que Stuart Eltham supervisara aquella primera sesión, para asegurarse de que se seguían todas las reglas y el protocolo de EMI, y a Stuart no le hizo ninguna gracia que Malcolm desobedeciera todas y cada una de dichas reglas durante su primera hora en el puesto.

Malcolm no quería utilizar los micrófonos prescritos. No quería colocarlos en las posiciones prescritas. Ni siquiera quiso situar a los instrumentistas en los lugares prescritos del estudio. Todavía peor, y de manera deplorable, hizo caso omiso de las protestas del productor de la sesión y de la expresión cada vez más sombría de Stuart. Por suerte, días después de la desastrosa sesión, Malcolm recibió una oferta de trabajo del productor Norrie Paramor para ejercer de ayudante suyo, un puesto que mantuvo durante un par de años (trabajando con gente como Tim Rice y Andrew Lloyd Webber), antes de regresar a Abbey Road cuando hubo una nueva vacante en la sala de masterización. Más adelante, por recomendación mía, Malcolm fue contratado por Apple y se convirtió en el ingeniero de masterización más reputado de Londres.

Uno de los encargos más importantes que yo recibía en mi nuevo puesto consistía en remasterizar ediciones inglesas de éxitos estadounidenses que nos enviaban desde Capitol Records. Por la razón que fuese, los ejecutivos de Capitol consideraban una pérdida de tiempo hacer copias en cinta de los sencillos (aunque sí que las hacían de los álbumes), de modo que metían el disco en una bolsa y nos lo enviaban. Entonces nuestros ingenieros de masterización tenían que hacer literalmente una copia a cinta, eliminar los ruidos, y volver a pasarla a vinilo. La tarea se volvía especialmente exigente cuando llegaba material de Tamla Motown. Yo me esforzaba por igualar el sonido pleno y rico en bajos, pero descubrí que era incapaz de hacerlo satisfactoriamente, lo que resultaba bastante frustrante. Tardé mucho en darme cuenta de que la razón era el equipo del que disponíamos en EMI —que no estaba al nivel del material americano—, y no mis propias limitaciones. Aun así, seguí luchando sin tregua por trasladar aquel sonido al disco, y aquello me ayudó a agudizar mis oídos y mejorar mis habilidades en el corte, y me impulsó a continuar experimentando.

Aunque nuestras instalaciones no fueran tan buenas como las estadounidenses, las salas de masterización de EMI eran relativamente avanzadas en comparación con las de otros estudios ingleses. Por eso, algunos productores externos usaban a menudo nuestros servicios, lo que me ayudó a ampliar mis horizontes creativos. A veces Decca Records o los estudios Olympic enviaban a alguien a hacer un acetato; así es como escuché por primera vez a los Rolling Stones. El famoso pero excéntrico productor Joe Meek era un cliente habitual, aunque tenía su propio estudio y no grababa nunca en Abbey Road. Me cautivaban los graves de sus discos y su excepcional coloración, que, como supe más tarde, se debía a sus compresores caseros.

Las cintas de Joe se distinguían por los ecos y reverberaciones poco convencionales, resultado también de los aparatos que él mismo había diseñado. La única herramienta más o menos equivalente de la que disponíamos era la cámara acústica de eco de EMI, que sonaba bastante bien; tan bien, en realidad, que casi nunca estaba disponible para las masterizaciones, pues casi siempre la estaban usando en alguna sesión de grabación. Si el cliente pedía que añadiéramos un poco más de eco durante la masterización, lo que no era muy habitual, teníamos que recurrir a las placas de reverberación EMT, que se consideraban de peor calidad. Más tarde descubrí que el problema era que nunca habían llegado a instalarlas correctamente.

Tuve pocas ocasiones de trabajar como ingeniero auxiliar durante mi época como masterizador, aunque una de estas ocasiones, con Marlene Dietrich, fue absolutamente memorable. Fue un honor conocerla, y se mostró muy amable conmigo, e incluso llegó a pedirme un cigarrillo. Pero era una perfecta diva y muy temperamental con su productor, Norman Newell. Como pianista y arreglista estaba Burt Bacharach. En realidad fue uno de los varios directores que participaron en la sesión, cada uno de ellos dirigiendo a la orquesta en una composición diferente. Burt tomó la batuta aquella noche durante la versión que cantó Marlene Dietrich de «Blowin’ In The Wind», de Bob Dylan, que se convirtió en un gran éxito. Otro de los arreglistas de la sesión fue un jovencísimo Mark Wirtz, que más tarde se convirtió en productor en plantilla de EMI, y se haría famoso con un disco de gran éxito en Gran Bretaña llamado A Theme From A Teenage Opera en el cual yo hice de ingeniero. Pero aquella noche la Dietrich se sintió escandalizada por la juventud y la inexperiencia de Mark y salió hecha una furia del estudio, proclamando con gran afectación dramática: «¡No puedo trabajar con un niño!». Por suerte, Norman consiguió calmarla y Marlene volvió para retomar la sesión. Contemplando aquella tormenta en un vaso de agua desde la relativa seguridad de la sala de control, me resultó difícil contener un ataque de risa.

Probablemente lo peor de mi ascenso fue que me perdí las grabaciones de los álbumes de los Beatles Help! y Rubber Soul. No escuché el álbum Help! en su totalidad hasta después de haber visto la película, aunque recuerdo que Norman nos hablaba maravillas del mismo en la cantina, haciendo hincapié en la balada de Paul «Yesterday». En cambio, en los pasillos de Abbey Road no se habló mucho acerca de Rubber Soul. Aunque todo el mundo estaba de acuerdo en que tenía algunas buenas canciones y un sonido nítido y fresco, la sensación general entre el personal que trabajó en la grabación era que se trataba de un agradable incursión en el terreno del folk y la música country (Lennon y Harrison estaban escuchando mucho a Bob Dylan en aquella época), pero que no era especialmente notable.

Pero todo eso no eran más que chácharas de cantina. La frustrante realidad era que yo ya no era parte activa de la nueva música de los Beatles. Aparte de algunas visitas ocasionales de Paul a la sala de masterización, a la hora del almuerzo, apenas tuve contacto con el grupo durante casi dieciocho meses.

Después de un comienzo trepidante, ahora parecía que había perdido el ritmo, secuestrado en un cuartucho y muy lejos de la acción. Y para empeorar las cosas, me habían dicho que la probabilidad de que me ascendieran antes de que yo cumpliera los cuarenta era remota, por lo que parecía que me iba quedar allí atascado durante décadas.

Por suerte, las cosas no sucedieron así. Gracias al deseo de Norman Smith de que lo ascendieran a productor, pasé menos de un año en el relativo olvido de la sala de masterización antes de convertirme en ingeniero de grabación. Aunque no había podido estar en el estudio con los artistas y los productores, en realidad no me había molestado ser uno de los chicos del cuarto trastero. Lo cierto es que disfruté de la experiencia de aprendizaje y libertad que me había aportado aquella tarea.

Aun así, estaba encantado de haber recibido el ascenso, aunque la misma palabra ingeniero me sonaba fatal, pues me evocaba imágenes de hombres con batas blancas cargados con latas de aceite. Yo siempre había considerada que hacer discos era como pintar cuadros, y los sonidos de los instrumentos musicales eran mi paleta. Para mí, los micrófonos son como objetivos y las diferentes áreas de frecuencia son colores: las cuerdas agudas tienen un brillo plateado, los metales de registro medio son dorados, los tonos graves de un bajo son azul oscuro. Es así como oigo las cosas.

Claro que hubo un cierto grado de resentimiento y celos entre parte del personal más experimentado al que había dejado atrás con mi ascenso, pero tenía que concentrarme en el trabajo, sobre todo con los nuevos artistas fichados por EMI. La primera sesión importante en la que participé fue con el grupo Manfred Mann. Me parecieron bastante buenos, y me encantaba su canción «Pretty Flamingo»; fue la primera vez que busqué sonidos nuevos que no se hubieran escuchado antes. De modo que me sentí eufórico cuando llegó a lo más alto de las listas británicas a las pocas semanas de su publicación. De pronto yo era un ingeniero adolescente con un disco de oro a mis espaldas.

Esto me dio confianza para ampliar mis experimentos sonoros; y con calma y cautela empecé a pensar maneras de crear nuevos sonidos y colores, a pesar de la tecnología muy limitada y primitiva de la que disponíamos, o tal vez gracias a ella. En mis tiempos de ayudante, me había ceñido bastante a las reglas de la dirección, pero la verdad es que nunca me había sentido satisfecho con los sonidos o las técnicas de grabación convencionales, los encontraba aburridos. Ahora, por fin, tenía la libertad para romper estas convenciones.

En una sesión, decidí cambiar las cosas y coloqué a la orquesta en el extremo del estudio donde había amortiguadores acústicos y donde habitualmente se situaba la sección rítmica, y puse a la sección rítmica en la zona de sonido más «vivo». No alardeé de mi experimento, en realidad intenté mantener la discreción, pero en cualquier caso corrió la voz, y hubo una gran controversia cuando se enteraron los demás ingenieros. Muchos de ellos se sintieron molestos. Días después, todavía me perseguían para decirme: «¿Por qué lo hiciste? Ya tenemos un lugar para la orquesta». Sólo querían tomar el camino más sencillo; no querían verse obligados a pensar en lo que estaban haciendo o a trabajar en la creación de nuevos sonidos. Tal vez fuera esto lo que me hizo destacar entre los demás y llamar la atención de la dirección cuando llegó el momento de encontrar un sustituto para Norman: no me importaba trabajar de firme si el resultado era conseguir el sonido que yo visualizaba mentalmente.

Cuando, menos de seis meses después de conseguir el ascenso, George Martin me pidió que ocupara específicamente el puesto de ingeniero de los Beatles, me sentí agradecido ante aquella oportunidad, pero también comprendí que Norman quisiera avanzar en su carrera. Era un hombre mayor (por lo menos de la edad de George, tal vez más) y sin duda tenía el bagaje musical y la formación suficientes para dar el salto de ingeniero a productor. Desde su punto de vista, conseguir ese ascenso (alcanzar el peldaño final de la «escalera» de EMI) era lo único que importaba, aunque significara el fin de su asociación con el grupo más importante del mundo. Era evidente que tenía grandes esperanzas depositadas en su nuevo descubrimiento, Pink Floyd, y tal vez creía sinceramente que conseguirían un éxito todavía mayor que el de los Beatles. Norman no iba muy desencaminado, aunque dejó de trabajar con Pink Floyd mucho antes de que éstos alcanzaran el éxito masivo con el álbum Dark Side Of The Moon. Pero iba a ser el productor de los primeros álbumes del grupo, y él mismo cosechó un éxito como artista en 1973, grabando su canción «Oh Babe, What Would You Say» bajo el seudónimo de Hurricane Smith.

Con la ventaja que da la perspectiva, también puedo entender la negativa categórica de George Martin a permitir que Norman obtuviera el ascenso y siguiera siendo el ingeniero de los Beatles. George no quería bajo ningún concepto a otro productor a su lado mientras trabajaba con «los chicos», pues eso minaría su autoridad y les colocaría a él y a todos los demás en una posición muy incómoda. George siempre quiso ser el foco de atención. Tener a un igual en la sala de control era totalmente inaceptable desde su punto de vista. Tener a un novato de diecinueve años, en cambio, era perfecto. Hablando claro, yo no representaba ninguna amenaza para él.

Yo nunca codicié el puesto de George Martin, y él lo sabía. Controlar el sonido era mi único objetivo, y me sentía mucho más feliz jugueteando con los controles de la mesa de mezclas y creando nuevas innovaciones sonoras que ensayando arreglos de cuerda u organizando las reservas de las sesiones. Por suerte, los Beatles ya se habían mostrado dispuestos a romper todas las reglas cuando empecé a trabajar con ellos como ingeniero.

Sólo tenía dos semanas para prepararme, desde la tarde en que George me había ofrecido el puesto de Norman y la primera sesión programada para Revolver, y los días pasaron volando en plena subida de adrenalina y energía nerviosa. Había compartido de inmediato la noticia con mis padres, por supuesto, pero ellos no comprendían mi trabajo y no eran conscientes de la importancia de trabajar con los Beatles. Mis amigos, en cambio, quedaron tremendamente impresionados. La mayoría de ellos seguían estudiando o eran aprendices de empleos «normales»; todos ellos se asombraron ante mi increíble buena suerte, que procedimos a celebrar noche tras noche en el pub del barrio.

Pero todo aquello apenas disimulaba la aprensión creciente que se había apoderado de mí. Con cada día que pasaba, la tensión aumentaba. Me sentía como si estuviera dentro de una olla a presión.