8
«It’s wonderful to be here, it’s certainly a thrill»:
comienza Sgt. Pepper

John Lennon estaba todavía más agitado que de costumbre.

—Mira —le decía a George Martin—, en realidad es muy sencillo. Estamos hartos de hacer música blanda para gente blanda, y también estamos hartos de tocar para ellos. Pero esto nos dará la oportunidad de volver a empezar, ¿no lo entiendes?

Por la expresión de su cara, estaba claro que George Martin no lo entendía.

—Ya no nos oímos en el escenario, con todos esos gritos —intervino Paul con gravedad—. No tiene ningún sentido. Intentamos tocar algunas canciones del nuevo álbum, pero hay tantos overdubs complicados que no podemos hacerles justicia. Ahora podremos grabar lo que queramos, y no pasará nada. Y lo que queremos es subir aún más el listón, hacer nuestro mejor álbum.

Otra mirada inexpresiva de George Martin. Yo sabía lo que estaba pensando: «¿Dónde se ha visto un grupo que grabe discos pero no los promocione con los conciertos?».

Lennon insistía, hablando a mil por hora, señal inequívoca de que estaba cada vez más molesto:

—Lo que estamos diciendo es que, si no tenemos que salir de gira, entonces podremos grabar música que nunca tendremos que tocar en directo, y eso significa que podremos crear algo que nadie haya oído nunca: un disco innovador con sonidos innovadores.

Todas las cabezas se volvieron hacia mí al unísono. Apenas conseguí esbozar una lánguida sonrisa, pero sabía que la suerte estaba echada. Dependía de mí (no de George Martin ni de nadie más) convertir la nueva visión de los Beatles en realidad.

Hacía cinco meses que no había visto al grupo, pero podrían haber sido cinco años. De entrada, todos habían cambiado de aspecto. Con atuendos de colores y mostachos a la moda (George Harrison llevaba incluso barba), estaban totalmente a la última, el epítome del Swinging London de 1966. Vestido con mi traje y mi corbata «convencionales» de siempre, sentía envidia. «¡Maldito código de vestimenta de EMI!». John era el que más había cambiado: liberado del sobrepeso que había acumulado durante las sesiones de Revolver, estaba flaco, casi demacrado, y llevaba gafas de abuelita en vez de las gruesas lentes con montura de concha con las que me había acostumbrado a verlo. También llevaba el pelo muy corto, muy alejado del estilo Beatle. Yo había leído en los tabloides que se lo había cortado para el rodaje de la película de Richard Lester Cómo gané la guerra.

Era la primera noche de vuelta en el estudio, y estábamos reunidos alrededor de la mesa de mezclas, discutiendo cómo íbamos a enfocar el nuevo álbum. Yo no sabía nada de su decisión de abandonar las giras, no se había anunciado a la prensa porque Brian Epstein quería que no se difundiera mucho. Supongo que albergaba esperanzas de que pudieran cambiar de opinión, tentados por la visión de las enormes cantidades de dinero que les habían ofrecido en los últimos meses. Pero quedó absolutamente claro, por la conversación que mantuvimos aquella noche, que los Beatles habían tomado una decisión en firme. No tenían ninguna intención de volver a pisar un escenario, y parecían bastante contentos con ello. Por su descripción de los horrores de la última gira, podía llegar a comprenderlo.

—Malditos yanquis —murmuró Harrison.

—¿De qué hablas? —le cortó Lennon—. Era yo quien estaba en primera línea de fuego, no tú.

—Bueno, no fui yo quién cometió la estupidez de compararnos con Jesucristo —replicó Harrison irritado.

Lennon le lanzó una mirada asesina y se sumió en un silencio enfurruñado. Aquel tema lo deprimía inmensamente.

El desacertado comentario en una entrevista para un periódico de que los Beatles eran «más importantes que Jesucristo» había tenido repercusiones exageradas en la carrera del grupo y había influido sobre todo en su popularidad en América, hasta el punto de que habían recibido amenazas de muerte durante la gira, y algunos fanáticos habían llegado incluso a quemar sus discos. Hasta cierto punto, había afectado también a los trabajadores de EMI. A principios de otoño, Brian había convencido a Lennon para que grabara una disculpa formal para retransmitirla por las emisoras de radio estadounidenses, pero el problema era que John estaba de vacaciones y no podía acudir al estudio en persona. Al parecer estaba dispuesto a disculparse por teléfono, pero por alguna razón a Brian no le parecía aceptable. ¿Tal vez era mostrar demasiado poco arrepentimiento? Así, nuestros cerebritos técnicos se pasaron unos cuantos días diseñando la cabeza de un muñeco dentro de la cual se reproduciría la disculpa telefónica de John. La idea era que las cavidades de esta cabecita de yeso harían que su voz sonara más realista, como si estuviera realmente en el estudio hablando con un micrófono de buena calidad y no por una línea telefónica de baja fidelidad. Al final, Lennon cambió de opinión y la disculpa no llegó a materializarse, pero viene a demostrar hasta qué punto EMI estaba dispuesta a satisfacer a los Beatles; si se hubiera tratado de cualquier otro artista, nunca hubieran dedicado tiempo y recursos a una idea tan descabellada.

En la sala de control, el intercambio de historias continuaba. El grupo se animó especialmente cuando empezaron a describir las humillaciones que habían sufrido en Manila: como venganza a un supuesto desaire a la primera dama Imelda Marcos, se habían visto obligados a huir del país sin ningún tipo de protección policial. Las cosas se habían puesto tan feas, dijeron, que incluso al gran Mal, el ex gorila, le habían dado una paliza en el aeropuerto. Siguieron bromeando, pero noté que los cuatro Beatles estaban considerablemente más apagados, más en guardia de lo que nunca los había visto. Los sucesos de los meses anteriores habían pasado una clara factura, parecía como si les hubieran robado la juventud. Ya no eran cuatro melenudos adorables: ahora tenían el aspecto y la actitud de músicos experimentados, veteranos cansados de la vida en la carretera.

La charla continuó durante un buen rato, y a George Harrison se le iluminaron los ojos cuando describió su visita a la India. Parecía haber encontrado una nueva dirección propia, y yo me alegré por él, aunque parecía más separado que nunca de los demás. No pude evitar darme cuenta de que seguía tan blanco y pálido como siempre; o se había mantenido alejado del sol, o bien simplemente no se ponía moreno.

Por fin, George Martin liquidó la improvisada reunión:

—Bien, vamos a trabajar. ¿Qué me habéis traído?

Paul empezó a decir algo, pero incluso antes de que pudiera responder, John gritó:

—¡Yo tengo una buena, para empezar!

John era capaz de convencer a quien fuera si así lo deseaba, y nunca dudaba en saltarse la cola; de hecho, la primera sesión de casi todos los álbumes de los Beatles se dedicaba a grabar una de sus canciones. Paul esbozó una media sonrisa antes de encogerse de hombros, y retrocedió elegantemente.

Resultó que John tenía razón. Tenía una buena para empezar.

Phil McDonald y yo nos esforzábamos por escuchar lo que estaba pasando abajo en el estudio. Yo estaba contento de que mi compañero de fatigas en las sesiones de Revolver volviera a estar a mi lado; nos habíamos hecho buenos amigos, y era un ingeniero auxiliar fiable, aunque a veces demasiado entusiasta. (En reconocimiento a su comportamiento algo estridente, John lo había apodado «Phil el Juerguista»). En el estudio, George Martin estaba sentado como de costumbre en un taburete alto, en medio de los cuatro Beatles; le gustaba que lo miraran desde abajo, por lo que nunca se sentaba en una silla normal durante los ensayos. John estaba de pie delante de él, tocando una guitarra acústica y cantando con suavidad. Como no estaba cerca de ninguno de los micrófonos que habíamos colocado alrededor de la sala, tuve que poner los volúmenes a tope para oír algo.

Desde la primera nota, quedó claro que la nueva canción de Lennon era una obra maestra. Había creado un homenaje delicado y casi místico a un lugar misterioso, un lugar al que llamaba «Strawberry Fields». Yo no tenía ni idea de qué trataba la letra, pero las palabras eran cautivadoras, como un poema abstracto, y había algo mágico en el timbre inquietante y lejano de la voz de John.

Cuando terminó, hubo un momento de asombrado silencio, roto por Paul, que con un tono suave y respetuoso se limitó a decir: «Es absolutamente genial». La mayoría de veces, cuando Lennon tocaba una de sus canciones por primera vez con la guitarra acústica, todos pensábamos: «Vaya, es fantástica», pero esta canción era claramente especial.

—He traído también una maqueta de la canción —dijo John, ofreciéndose a ponerla, pero todo el mundo estuvo de acuerdo en que no era necesario, querían empezar a grabar de inmediato. La energía en la sala era asombrosa, como si el genio creativo del grupo hubiera estado demasiado tiempo embotellado.

La montaña de aparatos que Mal y Neil habían depositado en el estudio 2 contaba con una nueva adquisición; un voluminoso teclado que iba dentro de un mueble de madera pulimentada. Se llamaba Mellotron, y era el juguete más reciente de John, traído especialmente desde su mansión de Weybridge para las sesiones. Yo ya estaba algo familiarizado con el instrumento porque un comercial del fabricante había venido al estudio y había hecho una demostración para el personal de EMI semanas atrás. Era una idea revolucionaria para la época: cada tecla disparaba un loop de cinta de un instrumento real tocando la nota equivalente. Llevaba instaladas tres series de loops de cinta, de modo que podías tener flautas, cuerdas o un coro con sólo pulsar un botón. Algunas de las teclas estaban preparadas incluso para disparar secciones rítmicas pregrabadas completas o frases musicales en lugar de notas individuales: Lennon disfrutaba sobremanera pulsando la nota más grave, que reproducía una afectada introducción de metales, seguida por un todavía más sensiblero «Yeah!» al estilo de Jimmy Durante al final. Otra tecla disparaba un par de compases de guitarra flamenca, que más tarde John hizo famosos cuando los utilizó como introducción de la canción «The Continuing Story Of Bungalow Bill», perteneciente al Álbum blanco.

Pero era la primera vez que los demás Beatles y George Martin veían el instrumento, y todos sintieron mucha curiosidad, y se iban turnando para sentarse ante el teclado y probar diferentes sonidos. Fue Paul, como de costumbre, quien descubrió el potencial musical más allá de la novedad. Programando el sonido de flauta, empezó a experimentar con los acordes de la nueva canción de John. En un lapso de tiempo notablemente corto creó el arreglo que tan bellamente complementaría la evocadora línea vocal de John. Fue pura casualidad que el sonido encajara de modo tan perfecto con la atmósfera de la canción.

Los Beatles nunca fueron especialmente rápidos haciendo arreglos, y aquella noche fue como de costumbre: se dedicaron varias horas a ensayar la canción, a decidir quién iba a tocar cada instrumento y a estipular las líneas melódicas y notas exactas que iban a tocar. Paul seguía pasándolo en grande con el Mellotron, por lo que decidió tripularlo durante la grabación de la pista base. Ringo se entretuvo colocando trapos encima de la caja y los timbales para darles un distintivo tono amortiguado. Alejado en un rincón, George Harrison experimentaba con su nuevo juguete (la guitarra slide), y ensayaba las largas bajadas de estilo hawaiano que tenía pensado tocar con su guitarra eléctrica, puntuando el arreglo rítmico más directo de John. Tras un largo rato de ensayos, decidieron por fin hacer un primer intento de grabación. Era una estampa de lo más raro, con Paul encorvado sobre el largo teclado de madera y Ringo rodeado por una masa de paños de cocina. Pasamos unas buenas ocho horas en el estudio aquella primera noche, y aunque parte del tiempo transcurrió charlando y poniéndonos al día, lo único que sacamos de la sesión fue una única toma de la canción que nunca fue utilizada.

Unos días más tarde, volvimos a reunirnos en Abbey Road y retomamos el trabajo en «Strawberry Fields Forever», que era el título que le habían puesto a la canción. El gran hallazgo de aquella noche fue cuando a Paul se le ocurrió la asombrosa frase de Mellotron que da inicio a la canción. La inspiración de Paul preparó el escenario. En muchos sentidos fue un presagio de lo que iba a suceder en los meses siguientes, una introducción ideal y original a una serie de sesiones en las que se rozó la perfección.

En total, dedicamos tres largas sesiones a grabar aquel único tema, lo que era mucho tiempo. John parecía tener graves problemas para decidir cómo quería que se grabara la canción, pero con el añadido de algunas voces dobladas y unos cuantos overdubs de piano, se dio por terminada… por el momento. (Todavía no sabíamos que íbamos a dedicarle un montón de horas más antes de que Lennon quedara satisfecho). Se hizo una mezcla en mono y se encargaron acetatos para que el grupo pudiera escuchar la canción en casa.

Entonces la atención de todos se dirigió a la canción de Paul «When I’m Sixty-Four». Como el grupo ya estaba familiarizado con ella (solían tocarla cuando todavía actuaban en los clubes de Hamburgo), la pista base se terminó en apenas un par de horas. Como solía pasar con las canciones de McCartney, hubo extensas disquisiciones con George Martin sobre el arreglo. Paul decía que quería que la canción fuera realmente «marchosa», de modo que George sugirió la adición de unos clarinetes. Los clarinetes en este tema se convirtieron en un sonido muy personal para mí; los grabé con los micros muy cerca y luego los puse tan en primer plano que se convirtieron en uno de los puntos centrales del tema. Durante la mezcla, Paul también pidió que acelerara bastante la cinta (casi un semitono) para que su voz sonara más juvenil, como el adolescente que era cuando compuso la canción.

Fue por entonces cuando George Harrison se acercó a mí con una petición poco usual.

—Ravi está en el estudio de al lado y tienen problemas para grabar su sitar —me dijo—. ¿Te importaría pasar a echar un vistazo?

Huelga decirlo, aquello me sorprendió. Sabía que se refería a Ravi Shankar, el virtuoso intérprete indio y maestro de sitar de George, pero era la primera vez que Harrison se dirigía a mí para algo que no fuera el sonido de su guitarra o la mezcla de una de sus canciones. Aun así, me sentí halagado y me alegré de poder ayudar. Francamente, esperaba que al hacerlo pudiera reducir parte de la distancia que nos separaba. Pero sabía que tenía que ser diplomático: irrumpir en la sesión de otro ingeniero ya era suficientemente incorrecto, pero criticar lo que estaba haciendo mientras estabas ahí iba completamente en contra del protocolo del estudio. «¡Qué demonios! —pensé—. Por lo menos voy a entrar armado con un Beatle».

Estoy seguro de que George se daba cuenta del poder que ejercía, pero actuó también con mucho tacto: se limitó a decirle al ingeniero de la sesión:

—Ravi tiene problemas para sacar el sonido, de modo que le he pedido a Geoff que viniera a dar su opinión.

Ningún ingeniero clásico de EMI había grabado nunca antes un sitar, y el ingeniero (uno de los de mayor edad, y bastante estirado) no estaba dispuesto a desobedecer ninguna de las reglas de EMI, de modo que empleaba ciegamente la microfonía convencional para un instrumento solista… aunque el sitar fuera la cosa menos convencional imaginable. Con el máximo tacto que pude, sugerí al ingeniero que cambiara el micrófono y lo situara mucho más cerca, apenas a unos centímetros. Me miró con desprecio, pero con George Harrison respaldándome tanto literal como metafóricamente, no discutió. A Ravi le encantó el sonido resultante, y George me dio calurosamente las gracias y me guiñó el ojo cuando salí por la puerta.

Mientras todo esto pasaba, John había estado escuchando repetidas veces el acetato de «Strawberry Fields Forever», y había decidido que no le gustaba. Para ser alguien que normalmente se expresaba tan bien, siempre me asombró lo mucho que le costaba encontrar las palabras para decirle a George Martin cómo quería los arreglos de sus canciones. Esta vez, no dejaba de mascullar:

—No lo sé; creo que debería tener mucho más peso.

—¿Más peso en qué sentido, John? —preguntaba George.

—No lo sé, un poco, ya sabes… más peso.

Paul hacía todo lo posible por traducir la noción abstracta de John en una forma musical concreta. Comentando lo bien que había funcionado el sonido de flauta del Mellotron, sugirió que tal vez se podía llamar a algunos músicos para que añadieran una instrumentación orquestal a la canción. A John le encantó la idea, y pidió específicamente violoncelos y trompetas.

—Hazlo bien, George —instruyó al todavía desconcertado productor mientras salía de la sala de control—. Pero asegúrate de que tenga peso.

Sin embargo, Lennon no quería superponer simplemente más instrumentos a la pista de ritmo ya existente. Quería borrarlo todo y empezar otra vez de cero. Por desgracia, la noche en que empezaron a trabajar en la nueva versión, George Martin y yo estábamos en el West End de Londres, asistiendo al estreno de la nueva película de Cliff Richard, Finders Keepers. George fue categórico en que debíamos ir, cosa que me molestó bastante. Sentía que nuestro lugar estaba junto a los Beatles, y estaba seguro de que se iban a enfadar porque nos hubiéramos tomado una noche libre en un momento tan inicial del proyecto del álbum. Visto en perspectiva, creo que tal vez fuera un truco psicológico por parte de George para demostrarles quién mandaba.

Era medianoche cuando por fin regresamos al estudio, y encontramos a los cuatro Beatles trabajando de firme con el ingeniero de mantenimiento Dave Harries, al que habían reclutado para empezar la sesión en nuestra ausencia. Al final, sólo una parte de lo que grabó llegó a la versión final; George y yo nos quedamos prácticamente hasta el amanecer y terminamos rehaciéndola casi toda.

En total, es probable que tardásemos más de treinta horas en grabar la nueva versión de «Strawberry Fields Forever». Claro que estábamos constantemente experimentando, probando cosas, algunas de las cuales funcionaban y acabaron formando parte de la grabación final, pero otras no. Buscábamos la perfección: no era cuestión de estar un noventa y nueve por ciento contentos con algo; todos teníamos que estar satisfechos al cien por cien. Esa es la razón por la que todo lo que suena en el álbum que acabaría por titularse Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band es tan perfecto y preciso. Durante la grabación de este tema, John cedió en su impaciencia habitual: estaba dispuesto a continuar hasta que quedara como él quería. Tal vez fuera por las drogas que estaba tomando por aquel entonces, pero John estuvo mucho más suave durante las primeras sesiones de Sgt. Pepper. A «Strawberry Fields Forever» se le dedicó más tiempo y atención que a cualquier otra canción que John Lennon grabó nunca con los Beatles, incluso más que a obras maestras posteriores como «A Day In The Life» y «I Am The Walrus».

Incluso cuando la nueva versión estuvo terminada, adornada con toda clase de instrumentos exóticos como el piano de martillo, los platillos a la inversa y el swarmandal de George Harrison (un instrumento indio parecido a un arpa) y estuvo mezclada a satisfacción de todos, nos esperaba todavía una sorpresa.

—He estado escuchando mucho esos acetatos de «Strawberry Fields Forever» —anunció John al cabo de unos días— y he decidido que sigo prefiriendo el principio de la versión original.

Me quedé boquiabierto. Por el rabillo del ojo, vi que George Martin parpadeaba lentamente. Me pareció que le subía la tensión. Ignorándonos, Lennon continuó:

—Por eso —añadió John— me gustaría que nuestro joven Geoffrey empalmara los dos trozos.

George Martin soltó un profundo suspiro.

—John, nos encantaría hacerlo —dijo, con la voz rezumando sarcasmo—. La única pega es que las dos versiones están tocadas en tonos diferentes y en tempos diferentes.

John parecía desconcertado; creo que no se daba cuenta de que aquello era un problema.

—Podéis hacerlo —dijo simplemente. Con esto, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

—¿Qué te parece, Geoff? —me preguntó un desanimado George después de que John se hubiera ido. No quise comprometerme con mi respuesta.

—No estoy seguro; supongo que lo único que podemos hacer es intentarlo.

Desde los días de Revolver, nos habíamos acostumbrado a que nos pidieran lo imposible, y sabíamos que la palabra no no existía en el vocabulario de los Beatles. Pero aun así, la petición de John parecía totalmente inviable dada la tecnología de la época. Hoy en día, un ordenador puede cambiar fácilmente la afinación y/o el tempo de una grabación de manera independiente, pero lo único que teníamos nosotros a nuestra disposición era un par de tijeras para editar, un par de grabadoras de cinta, y un control de variación de velocidad. El problema era que tan pronto como aceleras una cinta, la afinación también sube; ralentizar una cinta ejerce el efecto contrario, ralentizando el tempo, pero bajando también la afinación. Teníamos pocas opciones, pero estaba dispuesto a probar si aquello era posible.

Por suerte, como George Martin ha dicho muchas veces en los años que han transcurrido desde entonces, los dioses nos sonrieron. Aunque las dos tomas que John quería empalmar habían sido grabadas con una semana de diferencia y un enfoque radicalmente distinto, las claves no eran tan diferentes (apenas un semitono) y los tempos también eran bastante parecidos. Después de algunos experimentos de ensayo y error, descubrí que acelerando la reproducción de la primera toma y ralentizando la reproducción de la segunda, podía conseguir que encajaran tanto en afinación como en tempo.

A continuación, tuve que encontrar un punto de ensamblaje adecuado, que no fuera demasiado evidente. Al fin y al cabo, la idea era hacer creer a los oyentes que estaban escuchando una interpretación completa. El lugar que elegí resultó caer exactamente a sesenta segundos del inicio de la canción, al principio del segundo estribillo, sobre la palabra going («Let me take you down / ‘Cause I’m going to…»). Ahora era cuestión de buscar exactamente dónde alterar la velocidad de reproducción. George y yo decidimos dejar que la segunda parte sonara hasta el final a la velocidad más lenta; esto proporcionaba a la voz de John una cualidad grisácea y espesa que parecía complementar la letra psicodélica y la serpenteante instrumentación. Las cosas fueron un poco más difíciles en la sección inicial; comenzaba a un tempo tan perfecto y lacónico que no queríamos acelerarlo desde el principio. Por suerte, las máquinas de cinta de EMI estaban dotadas de controles de variación de velocidad muy precisos. Con un poco de práctica, pude incrementar gradualmente la velocidad de la primera toma y llevarla a un punto preciso, justo hasta el momento en que sabíamos que íbamos hacer el empalme. El cambio es tan sutil que prácticamente no se nota.

Todavía había un último obstáculo que superar. Descubrí que no podía cortar la cinta con el ángulo normal de cuarenta y cinco grados porque el sonido daba un salto. Al fin y al cabo, estaba empalmando dos interpretaciones totalmente diferentes. Por ello, tuve que hacer el corte con muy poco ángulo de modo que fuera más un fundido que un empalme. Tardamos mucho tiempo en conseguir que todo funcionara a la perfección, pero sentíamos que dedicar todo aquel tiempo estaba justificado porque «Strawberry Fields Forever» nos parecía una grabación histórica.

Al final de la noche, John pasó a ver cómo iba todo. Yo acababa de terminar el montaje pocos momentos antes de que él llegara. Cuando le pusimos a John el resultado de nuestros esfuerzos por primera vez, lo escuchó con atención, con la cabeza gacha, totalmente concentrado. Yo me coloqué expresamente delante de la grabadora para que no pudiera ver pasar el empalme. Pocos segundos después de que pasara el montaje, Lennon levantó la cabeza con una sonrisa dibujada en la cara.

—¿Ha pasado ya? —preguntó.

—Por supuesto que sí —respondí orgulloso.

—¡Buen trabajo, Geoffrey! —dijo. Le encantó lo que habíamos hecho. Aquella noche escuchamos «Strawberry Fields Forever» una y otra vez, y cada vez, al terminar, John se volvía hacia nosotros y repetía las mismas tres palabras, con los ojos muy abiertos por la emoción:

—Brillante. Simplemente brillante.

Años después de la publicación de Sgt. Pepper, a todos nos divirtió (y nos horrorizó) saber que algunos fans de los Beatles pensaban que Paul había muerto durante la grabación del álbum. Muchos de los que apoyaban esta ridícula idea creían oír que John entonaba lúgubremente las palabras «Yo enterré a Paul» durante el final de «Strawberry Fields Forever», durante la parte del «descontrol». Siento decepcionar a los que algún día llegaron a creerse esta tontería, pero Paul estaba vivito y coleando, y nunca hubo ningún plan para confundir al público esparciendo pistas sobre su supuesta defunción. John decía en realidad «salsa de arándanos», no «yo enterré a Paul», por la simple razón que estábamos grabando durante la festividad de Acción de Gracias, y justo antes de la toma había estado hablando del pavo y de todos sus complementos, y de cómo los americanos comían tradicionalmente este plato en esa fecha. Así era John, solía introducir pequeñas frases o fragmentos de conversación que hubiera escuchado o leído recientemente en la música que estaba grabando. Sin duda éste fue el caso en sus otras tres contribuciones al álbum Sgt. Pepper: «A Day In The Life» (sobre el accidente de coche en el que murió el heredero de Guiness, Tara Browne), «Being For The Benefit Of Mr. Kite» (por el cartel de un circo), y «Good Morning, Good Morning» (de un anuncio de televisión de cereales Kellogg’s).

Llegados a este punto, llevábamos ya tres semanas trabajando en el álbum y sólo habíamos terminado dos canciones. George Martin, Phil y yo comentamos lo despacio que estábamos avanzando, pero también sabíamos que el resultado estaba siendo muy bueno. Era un proceso lento y penoso, pero teníamos el lujo del tiempo; no estábamos bajo presión, de modo que podíamos permitirnos dedicar una o dos horas a conseguir el sonido de caja exacto o el efecto óptimo para la voz. Nuestra aparente ineficiencia era la comidilla de nuestros compañeros en Abbey Road, acostumbrados a terminar un álbum en una semana. Lo único que respondíamos durante aquellas discusiones en la cantina (me temo que con bastante petulancia) era: «Ya veréis, ya». Los pocos afortunados que tuvieron ocasión de escuchar los temas antes de la publicación oficial del álbum se quedaron absolutamente patitiesos.

Hasta el momento, la aportación de Harrison había sido mínima; un poco de guitarra slide en «Strawberry Fields Forever» y un par de frases de coros en «When I’m Sixty-Four». Debía de dedicarse a otras cosas durante el día para matar el tiempo (practicar el sitar, suponía yo) porque en el estudio tenía muy poco que hacer. Estaba claro que el aburrimiento empezaba a apoderarse de George, y con Ringo pasaba igual; en años posteriores dijo que lo que más recordaba de las sesiones de Sgt. Pepper fue que en ellas aprendió a jugar al ajedrez. En ciertos aspectos, el disco fue más un proyecto de John y de Paul que un álbum de los Beatles; Revolver y todos los discos anteriores habían sido mucho más una obra de todo el grupo.

Una diferencia importante entre Revolver y Sgt. Pepper fue que en el primer caso había una fecha de entrega inexcusable, porque estaban a punto de empezar una gira. Pero en el caso de Sgt. Pepper, el grupo podía tomarse literalmente todo el tiempo que quisiera, por lo que trabajaron en él hasta que quedaron totalmente satisfechos, no había otras obligaciones que cumplir. Es posible que, entre bambalinas, EMI presionara al grupo para que lo terminaran, pero para entonces su poder ya era tan grande que eran inmunes a cualquier presión. La discográfica tuvo que esperar a que los propios Beatles estuvieran listos para entregar el álbum.

Otro cambio fue que empezamos a trabajar muy tarde (normalmente no empezábamos hasta las siete), mientras que Revolver se grabó por la tarde y a primera hora de la noche. Estas sesiones nocturnas, combinadas con los deprimentes otoño e invierno londinenses, hicieron que todo fuera un poco más tedioso. El cambio se debió, supongo, a que el estilo de vida del grupo también había cambiado: dormían de día y se divertían de noche. En la etapa final de la grabación, no era raro que comenzáramos la sesión a medianoche y termináramos al amanecer, lo que suponía una presión extra para todos nosotros. A veces sospechamos que Mal Evans nos echaba algo en el té para mantenernos despiertos, pero nunca estuvimos seguros. Dudo mucho que fuera ácido (¡no hubiera sido de mucha ayuda para los Beatles que tripáramos en la sala de control!) pero supongo que es posible que condimentara alguna vez el té con algún estimulante suave.

Uno de los álbumes de 1966 favoritos de Paul McCartney era Pet Sounds de los Beach Boys, y lo escuchaba a menudo en su tocadiscos portátil durante las pausas, de modo que no fue una sorpresa cuando anunció que quería «un sonido muy limpio y americano» en la siguiente canción suya que íbamos a grabar, «Penny Lane». Yo había pasado mucho tiempo masterizando discos estadounidenses, y estaba convencido de que la mejor manera de dar a Paul lo que quería era grabar cada instrumento por separado, para que no hubiera ningún tipo de filtración (o «sangrado», como se decía por entonces). La confianza que Paul tenía en mí era tal que se limitó a decir: «De acuerdo, hagámoslo así, pues».

Al final, el grupo iba a dedicar todavía más tiempo a «Penny Lane» que a «Strawberry Fields Forever»; tres semanas enteras, lo que en aquella época era una cantidad enorme de horas de estudio. A diferencia del resto de temas de los Beatles grabados hasta entonces, empezamos con Paul tocando el piano en solitario, en lugar de los cuatro tocando juntos la pista de ritmo. Cada una de las partes, excepto la pieza de piano principal, fue un overdub. Los demás se pasaron días en la parte trasera del estudio contemplando cómo Paul añadía una capa de teclado tras otra mientras trabajaba totalmente en solitario. Como siempre, su sentido del ritmo fue absolutamente soberbio; la parte principal de piano sobre la cual construyó la canción era sólida como una roca, a pesar de que por entonces no había metrónomos ni claquetas. De hecho, Ringo ni siquiera tuvo que tocar un ritmo de referencia con el charles. Fue la base que proporcionó aquella pista de piano original de Paul lo que dio a la canción esa sensibilidad tan fabulosa.

El único problema que nos planteaba este enfoque era la disponibilidad de pistas. La grabación en cuatro pistas fue una verdadera limitación para esta canción en concreto, pues nos veíamos obligados a volcar continuamente las pistas y hacer reducciones (que a veces llamábamos «premezclas»). Al final, había tantos teclados mezclados, que terminaron convirtiéndose en un sonido único; al escuchar la grabación final, es difícil distinguir los instrumentos por separado. Algunos de los overdubs quedaron sepultados por la densidad de la instrumentación y el número de volcados. Aun así, «Penny Lane» contiene un montón de buenos sonidos.

Aparte de hacer coros y tocar un poco la guitarra rítmica, John contribuyó muy poco en «Penny Lane», y se limitó a golpear despreocupadamente un par de bongos. En realidad lo pasaba bien porque así podía hacer el tonto; nunca se tomó demasiado en serio el proceso de grabación. Grabar instrumentos diferentes, cosas que no fueran su guitarra eléctrica Rickenbacker de seis cuerdas o la guitarra acústica Gibson, lo aliviaba un poco: si no tenía mucho que hacer, se aburría enseguida. La sonora campana de bomberos, tocada por Ringo, salió del armario de efectos especiales que había bajo la escalera del estudio 2. Si los Beatles se quedaban encallados con un overdub, iban al armario a buscar algún artefacto (había parafernalia de sobras: máquinas de viento, máquinas de truenos, campanas, silbatos). Siempre que veíamos la puerta abierta, sabíamos que iba a ocurrir algo divertido.

A media grabación de «Penny Lane», pasamos la mayor parte de una noche creando una cinta de efectos de sonido, bajo la dirección de Paul, para un happening en directo llamado Carnaval de la Luz. (Happening era un término de los años sesenta que se aplicaba a cualquier reunión contracultural). Fue bastante absurdo, pero todos lo pasamos bien. Siempre que los Beatles intentaban hacer algo realmente extravagante, George Martin ponía los ojos en blanco y soltaba entre dientes un lacónico «Dios mío». Visto en perspectiva, supongo que aquella noche todo el mundo estaba tripando a base de bien, pero por aquel entonces no lo sabíamos. Cuando John empezó a gritar «Barcelona» una y otra vez con una de sus voces en plan marioneta, Phil y yo nos partimos de risa. Esa frase, junto a otros fragmentos de la sesión de aquella noche, se utilizó más adelante en el pastiche sonoro «Revolution 9» del Álbum blanco.

A diferencia de John, que apenas tenía una vaga idea de cómo quería grabar «Strawberry Fields Forever», Paul tenía muy clara la instrumentación que quería utilizar en «Penny Lane». George Martin recibió el encargo de escribir un arreglo para flautas, trompetas, flautín y fiscorno, al que se añadieron oboes, trompa y contrabajo. Combinados con el bajo estelar y la soberbia voz de Paul (con coros de John y George), a mis oídos el tema empezaba a sonar pleno, refinado y prácticamente completo.

Pero Paul no pensaba lo mismo. Todavía estaba buscando el último toque mágico, y la inspiración le llegó una noche en su casa cuando vio por televisión una interpretación del Concierto de Brandenburgo nº 2 de Bach, que daba la casualidad de que era uno de los discos que yo había descubierto de niño en el sótano de mi abuela, y una de mis piezas clásicas favoritas. A la noche siguiente, estábamos en el estudio y Paul no paraba de hablar del tema.

—¿Qué era la trompetilla que tocaba aquel tipo? —nos preguntó—. ¡El sonido que le sacaba era increíble!

La formación clásica de George Martin nos vino como anillo al dedo:

—Eso es una trompeta barroca —dijo—, y el tío que la tocaba se llama David Mason y es amigo mío.

—¡Fantástico! —exclamó Paul—. Hagámosle venir y que la añada al tema.

Al cabo de unos días me encontré colocando cuidadosamente un micrófono delante de Mason, que era bastante conocido en el mundo de la música clásica como primer trompeta de la prestigiosa Royal Philharmonic Orchestra. El único problema era que no había ninguna partitura preparada para él, y tuvo que permanecer sentado durante horas escuchando como Paul tatareaba y cantaba los arreglos que oía en su mente, mientras George Martin transcribía las notas a mano. Por aquel entonces, tocar en una sesión de los Beatles era un encargo muy importante, y supongo que Mason consideró prudente mantener la compostura, aunque estoy seguro de que la falta de preparación debió de poner a prueba su paciencia. No obstante, por fin se consiguió una partitura a satisfacción de Paul, que se dirigió a la sala de control a escuchar el tema mientras hacíamos rodar la cinta. Como el verdadero profesional que era, Mason tocó a la perfección al primer intento, incluyendo el solo extraordinariamente exigente que terminaba en una nota alta casi imposible de alcanzar. Fue, sencillamente, la interpretación de su vida.

Y todo el mundo lo sabía… excepto Paul, claro. Cuando la nota final se fundió con el silencio, habló por el intercomunicador.

—Muy buena, David —dijo Paul con total naturalidad—. ¿Podemos probar otra vez?

Se produjo un largo silencio.

—¿Otra vez?

El trompetista alzó la vista hacia la sala de control, con un gesto de impotencia. Parecía que no encontrara las palabras. Al final, dijo con suavidad: —Mirad, lo siento. Me temo que no lo puedo hacer mejor.

Mason sabía que lo había clavado, que había tocado cada nota a la perfección y que era un hito prodigioso imposible de mejorar. Entonces, George Martin intervino y se dirigió enfáticamente a Paul, en una de las pocas ocasiones que le vi reafirmar su autoridad como productor en aquellas semanas.

—Por el amor de Dios, no le puedes pedir a ese hombre que lo vuelva a hacer: ¡es fantástico!

Un oscuro nubarrón se cernió sobre el rostro de Paul. Aunque el diálogo tenía lugar en la privacidad de la sala de control, sin que Mason ni los otros Beatles los pudieran oír, el comentario de George irritó visiblemente a Paul. Fue una escena que no volví a presenciar hasta bien entrada la grabación del Álbum blanco, cuando todo iba a entrar en ebullición.

Durante un embarazoso instante, el productor y el tozudo y joven artista se miraron fijamente. Por fin, Paul volvió a hablar por el micro interno:

—De acuerdo, gracias, David. Ya te puedes ir, quedas en libertad provisional sin fianza.

Solventada con el típico sentido del humor de McCartney, la confrontación se dio por terminada. Ese mismo día hicimos una mezcla que fue enviada a Capitol en los Estados Unidos para que entrara en fabricación, pues George y Brian habían decidido ya que «Penny Lane» y «Strawberry Fields Forever» compondrían el inminente y esperadísimo sencillo de los Beatles, una decisión trascendental que eliminó ambas canciones del álbum Sgt. Pepper. La mezcla era buena, pero después de mucho pensarlo, se decidió que la floritura de trompeta de Mason al final de la canción era superflua. A la semana siguiente se volvió a mezclar la canción eliminando la trompeta barroca del final. Sin embargo, algunas primeras impresiones del sencillo americano contenían todavía la mezcla original, por lo que desde entonces se han convertido en una valorada pieza de coleccionista.

Esta primera tanda de sesiones se alargó hasta las vacaciones de Navidad y año nuevo, de modo que los Beatles se tomaron bastantes días libres, aunque para mí no hubo pausa alguna, pues cuando no estaba en el estudio 2 trabajando en el álbum, hacía de ingeniero para otros artistas. Desde el éxito de Revolver, estaba cada vez más solicitado, y, como es natural, con frecuencia me pedían que impregnara de aquel mágico «sonido Beatles» el resto de grabaciones. Fue una petición que siempre rechacé. Pensaba firmemente (y sigo pensándolo ahora) que cada artista debe basarse en sus propios méritos y encontrar su propio sonido.

Cuando tenía un poco de tiempo, escuchaba con gran orgullo aquellos tres primeros temas. Sabía que no había comparación posible con ningún disco anterior, y sabía lo revolucionario que había sido nuestro trabajo: el uso del Mellotron en «Strawberry Fields Forever», la construcción de «Penny Lane» capa a capa. Estábamos abriendo nuevos caminos en el mundo de la grabación… y lo mejor todavía estaba por llegar.

Una noche de mediados de enero, los cuatro Beatles aparecieron algo colocados, como ya era habitual, pero con un punto de excitación. Tenían una canción nueva (de Lennon) en la que habían estado trabajando y estaban ansiosos por tocárnosla a George Martin y a mí. Se habían acostumbrado a quedar antes de las sesiones en casa de Paul en St. John’s Wood, cerca del estudio, donde tomaban una taza de té, tal vez fumaban algún porro, y John y Paul terminaban las canciones que todavía estuvieran incompletas. En cuanto la canción estaba terminada, los cuatro empezaban a ensayarla allí mismo, ideando arreglos, aprendiéndose los cambios de acordes y de tempo, antes de acudir al estudio. Entonces subían a sus respectivos coches y conducían hasta Abbey Road (aunque se podía ir andando, no lo hacían por culpa de las fans), lo que explicaba por qué a menudo llegaban juntos, a pesar de vivir a una distancia considerable los unos de los otros.

La canción que nos revelaron aquella noche tenía el título provisional de «In The Life Of», que pronto cambiaría a «A Day In The Life». Seguía la vena de «Strawberry Fields Forever» (ligera y soñadora), pero de algún modo era todavía más absorbente. Yo estaba asombrado; recuerdo que pensé: «¡Dios mío, John se ha superado a sí mismo!». Mientras Lennon cantaba suavemente, rasgueando la guitarra acústica, Paul le acompañaba al piano. Debían de haber pensado largamente en aquel acompañamiento de piano, porque era un contrapunto perfecto a la voz y la guitarra de John. Ringo los acompañaba a los bongos, mientras George Harrison, que al parecer no tenía nada concreto que hacer, sacudía con indiferencia un par de maracas.

La canción, tal como la tocaron aquella primera vez, consistía simplemente en una breve introducción, tres estrofas, y dos someros estribillos. La única letra del estribillo consistía en un bastante atrevido «I’d love to turn you on». (“Me encantaría excitarte”), seis provocativas palabras que hicieron que la BBC vetase la canción. Era evidente que se necesitaba más chicha, pero esto era todo lo que Lennon había escrito. Discutieron largo y tendido sobre lo que había que hacer, pero sin llegar a ninguna conclusión. Paul pensó que tenía algo que podía encajar, pero por el momento todos tenían ganas de empezar a grabar, de modo que se decidió dejar simplemente veinticuatro compases vacíos. Era algo insólito en una grabación de los Beatles: la canción estaba claramente inacabada, pero de todos modos era tan buena que se decidió pasar de todo, grabarla, y terminarla más adelante. En esencia, la composición iba a estructurarse durante el estadio de grabación. Sin haberlo pensado, estábamos creando no sólo una canción, sino una obra de arte musical.

Aunque nadie sabía aún en que iban a consistir los overdubs, era evidente que iba a haber muchos, por lo que tomé la decisión de grabar todos los instrumentos de esta primera interpretación en una sola pista, si bien puse la guía de voz de Lennon, fuertemente impregnada del efecto que él llamaba «eco a lo Elvis», en una pista separada. A John le encantaba que le pusiera eco de cinta en los auriculares («Haz que suene como si no fuera yo», solía decir) y normalmente yo lo grababa junto a su voz porque él cantaba con el eco, lo que a su vez le hacía enfocar la canción de un modo diferente. El modo en que pronunciaba las des y las tes (prácticamente las escupía) disparaba el eco de cinta mucho mejor de lo que yo había oído hacer a nadie. Tal vez se debiera al hecho de que era un fan acérrimo de Elvis y Buddy Holly; había estudiado claramente la manera de cantar de éstos y así había dado forma a su estilo. Y, del mismo modo que era un gran guitarrista rítmico, también tenía un gran sentido rítmico en la voz, un modo único de pronunciar las palabras.

Mal Evans recibió el encargo de colocarse junto al piano y contar los veinticuatro compases que le faltaban a la canción para que cada Beatle pudiera concentrarse en tocar y no tuvieran que pensar en ello. Aunque la voz de Mal se pasó por auriculares, no estaba previsto grabarla, pero se emocionó cada vez más a medida que progresaba la cuenta, alzando cada vez más la voz. Como resultado, empezó a filtrarse a los otros micros, y parte de esa voz sobrevivió incluso en la mezcla final.

También resultó que había un despertador a cuerda encima del piano. Lennon lo había traído un día como una broma, diciendo que sería útil para despertar a Ringo cuando lo necesitáramos para algún overdub. En un ataque de estupidez, Mal decidió hacerlo sonar al principio del compás nº 24; y eso también se coló en la grabación final… por la simple razón de que no conseguí eliminarlo.

Sólo quedaba por hacer un último retoque antes de que pudiera grabarse la pista base de «A Day In The Life», y era intercambiar los papeles instrumentales de Ringo y George. Tras la primera interpretación, con Harrison a las maracas, George Martin se volvió hacia mí en la sala de control y dijo: «No es muy regular, ¿verdad? Creo que haré que se cambie con Ringo», y yo estuve de acuerdo. Ringo llevaba mucho mejor el tempo, y la concentración de Harrison solía titubear demasiado para mantener un ritmo regular durante tres o cuatro minutos seguidos. Mezclé el leve murmullo que terminó haciendo Harrison a los bongos tan de fondo que era prácticamente inaudible.

Normalmente era Paul quien contaba al principio de las canciones, aunque fuera una composición de Lennon o de Harrison, simplemente porque era quien tenía un mejor sentido de cuál sería el tempo adecuado. De vez en cuando, sin embargo, John daba la cuenta en sus propias canciones. Cuando lo hacía, introducía palabras sin sentido: el «uno, dos, tres, cuatro» habitual no era suficientemente bueno para él. En aquella noche de enero especialmente fría (las Navidades quedaban aún tan cerca que en la mayoría de hogares aún tenían puestos los árboles), optó por utilizar las palabras «sugarplum fairy, sugarplum fairy» (o sea, “hada de azúcar”, uno de los personajes protagonistas del ballet navideño El cascanueces). De ese modo, nos hizo reír a todos en la sala de control. Pero cuando empezó a cantar, nos quedamos mudos: la cruda emoción de su voz me puso los pelos de punta. Una vez conseguido el visto bueno para la sencilla pista base, Lennon repitió una y otra vez la voz solista, siempre con una poderosa capa de eco de cinta, cada versión más asombrosa que la anterior. La interpretación vocal de aquella noche fue un tour de force absoluto, y George Martin, Phil y yo no pudimos hablar de otra cosa hasta mucho después de terminada la sesión.

Curiosamente, aunque tanto John como Paul tenían una afinación fenomenal, John se sentía bastante inseguro respecto a su voz. Muy a menudo, cuando subía a la sala de control y escuchaba una grabación de su voz, teníamos que decirle lo buena que era. Veíamos aquella mirada ausente y sabíamos que no estaba satisfecho, aunque hubiera sido una interpretación brillante; siempre teníamos que estar tranquilizándole, o de lo contrario era capaz de pedir que la borrásemos para poder intentarlo de nuevo. George Martin solía ser el primero en hablar, y luego todos le dábamos la razón. Los otros tres Beatles también se añadían al coro de palabras de ánimo, si estaban allí. Pero normalmente, si quería escuchar una voz grabada (sobre todo si se trataba de una primera o segunda toma) subía solo a la sala de control, y los otros se quedaban abajo con Neil y con Mal.

La sesión de la noche siguiente comenzó con una revisión exhaustiva de todo lo que habíamos grabado. Nuestra tarea consistía en decidir cuál de las versiones cantadas por John era «la buena». Sin embargo, no era necesario que usáramos la interpretación entera. Como teníamos el lujo de trabajar con cuatro pistas, podía copiar («volcar») las mejores frases de cada toma en una pista. Ésta es una técnica de grabación que todavía hoy se utiliza mucho; es raro que la voz solista que oímos en cualquier disco moderno sea una interpretación completa de principio a fin. Lo que realmente escuchábamos durante la selección de la voz de John era el fraseo y las inflexiones, pues nunca tuvo problemas para afinar las notas. Lennon se sentó tras la mesa de mezclas junto a George Martin y yo, eligiendo los trozos que le gustaban. Paul también estaba en la sala de control, dando su opinión, pero George Harrison y Ringo se habían quedado en el estudio; no estaban tan implicados.

Resuelto esto, era momento de volver a atacar el problema de la inexistente parte intermedia. Paul había repasado su bloc de notas y había descubierto un fragmento de una canción, un trozo de una composición inacabada escrita meses o años antes, que en su opinión podía encajar, y John estuvo de acuerdo. Los cuatro Beatles, con Paul cantando una guía vocal, grabaron entonces la pista base de esta nueva pieza, que yo monté en el máster del cuatro pistas. Por algo que podríamos llamar pura chiripa, la canción empezaba con los versos «Woke up / Fell out of bed…». (“Me desperté / caí de la cama…”), que, parece mentira, encajaban a la perfección con el timbre del despertador. Si necesitábamos un presagio de que ésta iba a ser una canción muy especial en el catálogo de los Beatles, ahí estaba.

A continuación volvimos a centrarnos en la parte principal de la canción. En aquel punto, el acompañamiento rítmico seguía consistiendo únicamente en las maracas de Ringo y un ligero rastro de los bongos de George Harrison, y John tenía muy claro que se necesitaba algo más. Paul sugirió que Ringo no se limitara a tocar el ritmo, sino que se desmelenara por completo durante el tema, y noté la reticencia del batería. «Vamos, Paul, ya sabes cuánto odio las baterías recargadas…», se quejó, pero con John y Paul dándole instrucciones y azuzándole, hizo un overdub espectacular, que incluía toda una serie de extravagantes redobles de timbales.

Al ver que John y Paul daban tanta importancia a la batería en esta canción, decidí experimentar también a nivel sonoro. Estábamos buscando una tonalidad más densa, más calidad tonal, de modo que sugerí a Ringo que afinara los aéreos muy graves, dejando los parches realmente flojos, y también añadí un montón de graves desde la mesa de mezclas. Esto hizo que sonaran casi como timbales, pero yo seguía pensando que podía hacer mucho más para que el instrumento resaltara. Durante la grabación de Revolver, había quitado el parche frontal de la batería de Ringo y a todo el mundo le había gustado el sonido resultante, por lo que decidí ampliar ese principio y retirar también los parches inferiores de los timbales, y coloqué los micrófonos debajo. No teníamos pies bajos para colocar bajo el timbal base, de modo que simplemente envolvimos el micro en una toalla y lo colocamos dentro de un jarrón de agua en el suelo. Como guinda del pastel, decidí limitar al máximo la premezcla de batería, lo que hizo que los platos sonaran de un modo grandioso. Exigió mucho trabajo y esfuerzo, pero es un sonido de batería del que me sentí muy orgulloso, y a Ringo, que siempre era puntilloso respecto a su sonido, también le encantó.

Con «A Day In The Life» todavía parcialmente incompleta, los Beatles hicieron un paréntesis de diez días para atender a otros asuntos, incluyendo el rodaje de un video promocional para el sencillo «Strawberry Fields Forever» / «Penny Lane». En ese intervalo se produjo un cambio importante en el personal de la sala de control: Phil McDonald fue ascendido a cortador de acetatos de escucha, y en su lugar llegó un joven e inexperto Richard Lush. Richard llevaba por entonces un año y medio en EMI, y habíamos trabajado juntos con frecuencia; incluso me había acompañado en un puñado de sesiones de Revolver cuando Phil no estaba disponible. Richard también había sido mi ayudante en mi primer disco de oro («Pretty Flamingo» de Manfred Mann), de modo que nos conocíamos muy bien. Estaba claro que los jefazos confiaban mucho en su capacidad, y por eso recibió el encargo de trabajar con el grupo más importante de EMI. Siempre me llevé bien con Richard y respetaba su manera de trabajar, y tras los recelos iniciales, los Beatles también le cogieron afecto.

El primer encuentro de Richard con Paul fue especialmente memorable, aunque ocurrió cuando tanto George Martin como yo estábamos fuera de la sala. Estaba sentado junto a la grabadora, jugueteando con uno de los controles, cuando entró Paul.

—Hola, ¿quién eres? —preguntó éste—. No recuerdo haberte visto antes por aquí.

Paul lo preguntó con normalidad, pero Richard detectó también un resquicio de suspicacia. Phil ya le había advertido que a los Beatles no les gustaba ver caras extrañas durante las sesiones. Sin nadie que respondiera por él, se puso a tartamudear:

—Esto… me llamo Richard… Soy el pulsador de botones.

Paul recorrió inmediatamente la sala y se situó delante de Richard.

—¿Ah, sí? —dijo con desdén, asumiendo una pose pugilística, con ambos puños alzados—. ¿Quieres pelea?

Huelga decir que eso estuvo a punto de causar que Richard tuviera un desafortunado accidente, que hubiera pasado a los anales del estudio de no haberse recuperado enseguida y dado cuenta de que el desafío de Paul a su hombría no era más que una broma, un ejemplo del sentido del humor típico de Liverpool. Los cuatro Beatles eran bromistas natos. Les gustaba hacer cosas inesperadas, sólo para ver qué tipo reacción provocaban en los incautos.

No tardé en descubrir que Richard y yo compartíamos el mismo sentido del humor irreverente. Nos burlábamos incluso de George Martin, que la mayoría de las veces se lo tomaba con deportividad. Richard no sólo continuaría trabajando conmigo durante todas las sesiones restantes de Sgt. Pepper, sino que fue mi ayudante habitual durante el año y medio siguiente, hasta la mitad de la grabación del Álbum blanco. Tanto él como Phil eran excelentes en su puesto y ambos llegarían a alcanzar el éxito como ingenieros, Phil con su trabajo en muchos de los álbumes en solitario de John Lennon y George Harrison, y Richard en Australia, adonde emigró en los años setenta.

Cuando los Beatles regresaron al estudio 2, decidieron comenzar un nuevo tema en vez de continuar con «A Day In The Life». Era un comportamiento que empezaba a ser habitual: hasta entonces, siempre habían trabajado de un modo bastante lineal, ciñéndose más a o menos a una canción hasta que la terminaban. Ahora se convirtió en práctica corriente comenzar un tema y dejarlo inacabado durante semanas antes de volver a él. Trabajar así resultó bastante extraño al principio, pero al final me convencí de que era un buen modo de hacer las cosas. Permitir que la canción «reposara» un poco (distanciarse un poco de ella) generaba inevitablemente ideas nuevas y radicales, que se convirtieron en el gran hallazgo del álbum.

La nueva canción era de Paul, y no sólo terminó dando título al álbum, sino que definió el concepto del mismo: una actuación de un grupo ficticio que era el alter ego de los Beatles. «Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band» tenía un espíritu muy diferente a todas las canciones relajadas que habíamos hecho hasta entonces. Esta era muy rockera, más parecida a las versiones que el grupo solía tocar en directo en la primera parte de su carrera.

Hubo otra sorpresa: por primera vez, Paul quiso tocar la guitarra rítmica en la pista base en vez del bajo. Simplemente le dijo a John: «Déjame tocar la rítmica en ésta, sé exactamente lo que quiero». John aceptó las instrucciones de Paul sin rechistar y cogió un bajo. Sin embargo, no tenía ninguna habilidad para tocar ese instrumento, de modo que decidimos grabarlo en una pista separada, utilizando una caja DI en vez de un ampli de bajo, de modo que el bajo de guía pudiera ser sustituido más adelante por Paul, sin ningún problema de filtrado en ninguno de los micrófonos.

En muchos sentidos, John era paradójico: le fascinaba la tecnología, y sin embargo no tenía ni idea del tema. Cuando le explicamos la función de la caja DI, le dijo a George Martin que quería grabar su voz también de esa manera. Con toda su ironía, George le explicó la razón por la que no podíamos hacerlo:

—Para empezar, John, antes tendrías que operarte para que pudiéramos implantarte una entrada de jack en la garganta—. Aun así, Lennon seguía sin entender por qué no era posible. Era incapaz de aceptar un no como respuesta.

La idea de añadir efectos de sonido diversos (una orquesta afinando, los murmullos de expectación del público) surgió mucho más tarde; el «concepto» de Sgt. Pepper no existía todavía en aquel momento. Hasta que el álbum estuvo casi terminado y John y Paul hubieron escrito «With A Little Help From My Friends», no nos dimos cuenta de que el mejor modo de enlazar los dos temas era superponer el sonido de público de un concierto aplaudiendo, gritando y aullando en el momento en que Ringo, encarnando al ficticio Billy Shears, salía al escenario.

La canción «Sgt. Pepper» se completó en un tiempo notablemente corto (apenas dos días, incluyendo todas las voces), a pesar de que George Harrison estuvo horas intentando clavar el solo de guitarra. Al final, Paul decidió perentoriamente rehacer el trabajo de George con un asombroso solo tocado por él, cosa que no le gustó en absoluto a Harrison. Pero la tormenta pasó enseguida, y todos volvimos a centrarnos en «A Day In The Life».

La primera tarea era reemplazar la guía de voz de Paul en la parte intermedia, y él y yo mantuvimos una larga discusión al respecto que llevó a otra innovación sonora. Me contó que quería que su voz sonara embotada, como si acabara de despertar de un sueño profundo y todavía estuviera desorientado, porque esto era lo que la letra intentaba transmitir. El procedimiento que se me ocurrió para conseguir esto fue eliminar gran parte de los agudos de su voz y comprimirla fuertemente para hacer que sonara amortiguada. Cuando la canción pasa a la parte siguiente, la etérea sección cantada por John, la plena fidelidad queda restaurada.

Aunque los overdubs de la parte intermedia se hicieron de modo independiente del cuerpo principal de la canción, ya había sido editada en el máster de cuatro pistas, lo que hizo que la tarea de Richard de pinchar y despinchar fuera bastante delicada. La voz de Paul, por ejemplo, se pinchaba en la misma pista que contenía la voz solista de John, y había un espacio muy estrecho entre las dos, entre el momento en que Paul canta «… and I went into a dream» y el «ahhh» de John que da inicio a la parte siguiente. Richard estaba muy paranoico con el tema (con razón) y recuerdo que me pidió que hablara por el intercomunicador y le explicara la situación a Paul para que no se desviara del fraseo que había utilizado en la guía de voz. Me impresionó mucho que Richard hiciera esto, me pareció que denotaba una gran madurez. Al fin y al cabo, la voz de John estaba llena de emoción, y además estaba empapada de eco de cinta. La idea de tener que repetirla y recrear la atmósfera era frustrante… ¡por no hablar de la previsible reacción de John! Alguna cabeza habría rodado, y probablemente hubiera sido la mía. Pero Paul, siempre profesional, hizo caso a la advertencia, y se aseguró de terminar la última palabra claramente para dar a Richard tiempo suficiente para despinchar antes de que entrara la voz de John. Si se escucha con atención, se puede percibir como Paul apresura ligeramente la frase; incluso añade un pequeño «ah» al final de la palabra «dream», cortando mucho el final.

Fue durante esta sesión cuando decidimos finalmente qué íbamos a hacer para llenar los veinticuatro compases vacíos entre la parte principal de la canción y la nueva parte intermedia de Paul. John tuvo la idea (vaga, como siempre) de crear un sonido que comenzara muy tenue y luego fuera ampliándose gradualmente hasta convertirse en algo grandioso y avasallador. Secundándolo, Paul sugirió entusiasmado que emplearan a una orquesta sinfónica entera. A George Martin le pareció bien, pero, consciente de los números, dijo categóricamente que no iba a poder justificar ante EMI el coste de una orquesta de noventa miembros sólo para tocar veinticuatro compases. Fue a Ringo, ante la sorpresa general, a quien se le ocurrió la solución. «Vale —bromeó—. Entonces contratemos a media orquesta y hagámosles tocar dos veces». Todos tardamos en reaccionar, anonadados por la simplicidad (¿o era simple ingenuidad?) de la propuesta.

—¿Sabes, Ringo? No es mala idea —dijo Paul.

—Pero aun así, chicos, pensad en el coste… —dijo George Martin tartamudeando.

Lennon puso fin a la discusión.

—Ya vale, Henry —dijo, con el tono de un emperador que dicta un decreto—. Basta de cháchara y manos a la obra.

Durante los días siguientes, John y Paul pasaron gran cantidad de tiempo conspirando con George Martin, intentando decidir lo que querían que hiciera exactamente la orquesta. Como de costumbre, Paul pensaba de manera musical mientras John pensaba de modo conceptual. George Martin hacía de intermediario.

—Creo que sería genial pedir a cada miembro de la orquesta que tocara de modo aleatorio —sugirió Paul.

George Martin estaba aterrorizado. —¿Aleatorio? Sería una cacofonía; no tiene sentido.

—De acuerdo, entonces, de un modo no del todo aleatorio —respondió Paul—. Tal vez podríamos hacer que cada uno de ellos subiera lentamente de la nota más grave posible de su instrumento a la más alta.

—Sí —intervino John—, y también que empezaran muy tranquilos y tocaran cada vez más y más fuerte, hasta conseguir acabar en un orgasmo de sonido.

George Martin seguía dudando.

—El problema —explicó— es que no puedes pedir a músicos clásicos de ese calibre que improvisen y no sigan una partitura, simplemente no tendrán ni idea de lo que deben hacer.

John pareció perderse en sus pensamientos durante un rato, y de pronto se iluminó.

—Bueno, si les ponemos sombreritos de juguete y narices de goma, tal vez comprendan lo que queremos. ¡Eso relajará a esa panda de estrechos!

Me pareció una idea brillante. La idea de ponerlos en situación, de crear un ambiente festivo, una sensación de camaradería. John no buscaba avergonzarlos ni disfrazarlos hasta que parecieran tontos, en realidad intentaba derribar la barrera que había existido durante años entre los músicos clásicos y los de pop.

Cuando la bola de nieve hubo empezado a rodar, fue tomando impulso.

—Podríamos utilizar la orquesta dos veces en la canción, no sólo antes de la parte intermedia, sino también después de la última estrofa, para terminar la canción, —sugirió Paul. John dio su aprobación, de modo que me dispuse a hacer una copia de la cuenta de Mal y editarla en el multipistas. Un poco más tarde, la misma noche, Paul tuvo otra idea genial: «Hagamos que la sesión sea más que una sesión: convirtámosla en un happening».

A Lennon le encantó la idea.

—Invitaremos a todos nuestros amigos, y todo el mundo tendrá que venir disfrazado —dijo entusiasmado—. Eso también os incluye a vosotros —añadió dirigiéndose en tono acusador a Richard y a mí.

George Martin sonrió de forma paternal:

—Bueno, yo puedo pedir a los de la orquesta que vengan con esmoquin, aunque tal vez eso encarezca los costes.

—¡A la mierda los costes! —dijo John—. Estamos generando un dineral para EMI, y pueden correr de su cuenta… y de paso ocuparse de los accesorios de la fiesta.

Ante las carcajadas de los demás, Lennon empezó a dictar una lista de todo lo que quería que Mal fuera a comprar a la tienda de regalos: sombreritos, narices de goma, pelucas de payaso, calvas postizas, garras de gorila… y montones de pezones de quita y pon.

Mientras los Beatles seguían con los planes para la fiesta, yo estaba ocupado preocupándome por los temas técnicos. Tres de las cuatro pistas del máster del multipistas ya estaban llenas de overdubs, y sabía que la orquesta tendría que tocar por lo menos dos veces hasta el final, de modo que la única pista que quedaba sería claramente insuficiente. Una opción era premezclar en mono, pero eso provocaba una pérdida de generación más, y ya habíamos hecho varias reducciones, de modo que yo no quería. Otra opción era usar otra máquina de cuatro pistas para la grabación de la orquesta, utilizando la cinta original únicamente como escucha. Esto nos daría cuatro pistas más en las que grabar, pero el problema era la sincronización, pues había que encontrar un modo de encajar las dos máquinas para que funcionaran exactamente a la misma velocidad, algo que nunca se había hecho antes, por lo menos en EMI.

Ken Townsend y su equipo técnico estuvieron a la altura de la ocasión, creando un sistema mediante el cual grabamos una cadencia de tono en la pista vacía restante de la cinta máster y la utilizamos para activar el motor de la segunda máquina. Eso hizo que corrieran a la misma velocidad, pero seguía sin haber un modo automático de iniciarlas y detenerlas las dos al mismo tiempo, de modo que recurrimos a la cruda pero efectiva manera de hacerlo manualmente. Coloqué cuidadosamente una marca amarilla de lápiz de cera en las dos cintas para marcar el punto de inicio, y la tarea de Richard era alinear las dos cintas visualmente al principio de cada toma y simultáneamente darle al botón de inicio de una máquina y al de grabación de la otra. Seguía habiendo cierta imprecisión, ya que no era seguro que Richard lo hiciera siempre bien ni que, suponiendo que así lo hiciera, los motores de los dos aparatos se pusieran en marcha exactamente al mismo tiempo, pero nueve de cada diez veces funcionó… más o menos.

Habíamos reservado la sesión en el estudio 1, que era el único con una sala suficientemente grande para que cupiera cómodamente una orquesta, y, para complicar aún más las cosas, habíamos decidido usar el sistema de «ambiofonía» del estudio en los overdubs. Se trataba de un experimento acústico que en aquella época llevaban a cabo los cerebritos técnicos de EMI: había cien altavoces instalados en sitios muy concretos de las paredes del enorme estudio, y alterando ligeramente el delay de las señales que los alimentaban, se podían modificar las características de la sala. Era complicado de organizar, porque me obligaba a estudiar muy bien y con sumo cuidado la colocación de los micros, pero arrojó un resultado excelente.

Sabíamos que estábamos forzando los límites de la tecnología disponible en aquella época, por lo que Richard y yo sentíamos aquel día una gran inquietud. Aunque la sesión no iba a empezar hasta la noche, llegamos a la hora de comer, supervisamos a los batas blancas que estaban colocando los micros, afinamos el sistema de ambiofonía y ensayamos la sincronización de las máquinas. Era cuestión de cruzar los dedos y esperar que todo funcionara suficientemente bien como para conseguir algo que se pudiera utilizar.

Al cabo de un rato los músicos empezaron a llegar, ataviados con sus mejores galas. George Martin, que también lucía un esmoquin, iba de un intérprete al otro, los tuteaba a la mayoría y sospecho que se sentía algo avergonzado por lo que les iba a pedir aquella noche. Mal Evans había llenado el estudio de globos, de modo que todo tenía un aspecto festivo. Por desgracia, si uno escucha con mucha atención durante el crescendo orquestal, ¡se puede oír el ruido de fondo de algunos globos estallando!

Mientras todos empezaban a afinar, Mal fue repartiendo artículos de fiesta entre los músicos. «Coge uno, amigo», decía amistosamente con su acento de Liverpool de clase obrera, con una nariz de goma o una teta postiza en la mano.

La mayoría de músicos parecían sorprendidos, uno de ellos incluso apartó la mano de Mal con rudeza. Pero pese a todas las quejas, la mayoría terminaron luciendo sombreros, garras de gorila y demás, aunque sospecho que hubieran opuesto mayor resistencia si Mal no hubiera medido metro noventa y no hubiera pesado más de cien kilos. David Mason y Alan Civil, que ya habían participado antes en sesiones de los Beatles, fueron dos de los participantes más animados de la noche; habían llegado a conocer a Paul, y se habían dado cuenta de que era un verdadero artista. Dave había tocado en «Penny Lane» apenas unas semanas antes, e hizo todo lo posible por limar asperezas, diciéndoles al resto de la sección de metales: «No pasa nada, es sólo una broma, dejaos llevar». En ciertos aspectos, aquella sesión marcó un hito. Las líneas entre la música pop y la música clásica se estaban desdibujando, y pese a que muchos de los intérpretes sinfónicos despreciaban la música contemporánea, eran conscientes de que los tiempos estaban cambiando.

Lo que hizo que todo fuera aun más especial fue la atmósfera que rodeó a la grabación, la fiesta y la gente disfrazada. Richard y yo nos sentamos en la sala de control y contemplamos como el estudio se llenaba lentamente de invitados, maravillados ante las docenas de famosos que acudieron: Mick Jagger, Marianne Faithfull, Keith Richards, Brian Jones, Donovan, Graham Nash, Mike Nesmith de los Monkees. Brian Epstein también estaba allí, supervisando la sala con aire preocupado; siempre sobreprotegía a sus «chicos». De vez en cuando veíamos como Neil se adentraba entre el gentío, placaba a alguien que se había colado, y con mayor o menor rudeza lo o la expulsaba de la fiesta. Aquella noche era el encargado de la seguridad, y estaba claro que se tomaba el trabajo muy en serio. El ayudante de Brian, Tony Bramwell, se paseaba capturando las festividades de la noche con una cámara de mano. En cierto momento se había hablado de realizar una película sobre la creación del álbum. Algunos de los músicos se dieron cuenta de que los estaban filmando y preguntaron si les iban a pagar por ello; uno de ellos incluso se largó enfurruñado al saber que no iba a cobrar una tarifa adicional.

Finalmente, los cuatro Beatles irrumpieron en la sala, después de haberse hecho esperar como estrellas que eran y vestidos con sus mejores trapos de Carnaby Street. Habían prometido presentarse con esmoquin, pero no cumplieron su palabra. Aun así, Lennon se cabreó cuando vio que Richard y yo no llevábamos traje de noche ni disfraz: en cumplimiento del detestable código de vestimenta de EMI, llevábamos simplemente la camisa y la corbata habituales. Sin embargo, John, Paul, George y Ringo estaban de muy buen humor, todavía más de lo normal. De hecho, parecía que hubieran comenzado la fiesta varias horas antes. Sabían que no iban a tener que tocar nada durante la sesión, además era viernes por la noche, de modo que tenían todo el fin de semana para recuperarse antes de tener que regresar al trabajo.

En aquellos tiempos, los Beatles eran la auténtica realeza del pop: se paseaban por la sala prestando atención a una persona, luego a otra, como si fueran la familia real en una aparición pública. Aquella noche, convirtieron el estudio en su propia sala de juegos. Si no podían salir de fiesta por culpa de la fama, en contrapartida, podían hacer que la fiesta viniera a ellos.

Mientras los Beatles hacían la ronda, George Martin estaba reunido con el director de la orquesta, Erich Gruenberg, explicándole lo que quería que hicieran los músicos. No pude oír la conversación, pero por los gestos y los aspavientos podía ver que había problemas a la vista. Me acerqué al tumulto, en teoría para ajustar un micrófono, pero en realidad sentía curiosidad por ver a qué se debía el follón. Para cuando llegué allí, Paul se había unido a la discusión.

—Lo que queremos es una improvisación libre —explicaba con seriedad a un perplejo Gruenberg.

—No del todo libre, Erich —intervino George—. Yo dirigiré, y hay una especie de partitura. Pero necesitamos que cada músico toque a su aire, sin escuchar a los que lo rodean. Es absolutamente fundamental que todos y cada uno de los músicos suban desde la nota más grave a la más aguda a su propio ritmo, y no tocando como un conjunto.

Esto era un sacrilegio en el mundo de la música clásica. Los intérpretes de orquesta estudiaban durante años, incluso décadas, para sublimar su individualidad y trabajar a la perfección como conjunto. Gruenberg, abatido, murmuró: «Desde luego, no entiendo lo que nos pedís, pero transmitiré las instrucciones a los demás». Agitando los brazos, hizo callar a los músicos y repitió lo que le acababan de decir.

Por un momento se pudo oír caer un alfiler. Entonces empezaron los murmullos. «¿Hacer qué?». «¿Qué coño…?». La reacción general no era tanto de indignación como de abatimiento. Los músicos sabían que estaban allí para hacer un trabajo, el problema era que no les gustaba lo que les estaban pidiendo. Eran cuarenta de los mejores músicos clásicos de Inglaterra, y desde luego no habían pasado décadas perfeccionando su oficio para que les dijeran que improvisaran de la nota más grave a la más aguda… y encima con una nariz de goma puesta. No era demasiado dignificante, y estaban molestos por ello.

George Martin perdió un buen rato esforzándose por clarificar las cosas a los perplejos músicos. En un momento de la conversación, Mal se acercó y entregó a George una nariz de goma roja. En la sala de control, Richard y yo rezamos en silencio porque se la pusiera (la idea nos parecía hilarante) pero ante nuestra decepción, George la dejó distraídamente a un lado. Paul se aburrió de tanta confusión y empezó a pasear de nuevo por el estudio, después de haberle dicho al agobiado productor: «Arréglalo tú, George».

Martin estaba bastante molesto, no sólo con la actitud recalcitrante de los músicos, sino con los globos que estallaban continuamente a su alrededor. Además, Paul le hacía sombra al hablar directamente con los músicos en vez de hacerlo a través de él. Simplemente, aquella noche Paul parecía tomarse las cosas con más calma que los demás. Al final, George tuvo que recurrir a las eternas palabras tranquilizadoras:

—Confiad en mí. Por favor. Confiad en mí.

Por fin se convocó un ensayo, o eso es lo que pensaban los músicos. De antemano, habíamos tomado la decisión de grabar todos los intentos que hicieran de tocar el crescendo de veinticuatro compases, fuera una toma propiamente dicha o únicamente un ensayo. Esto se debía en parte a las dificultades técnicas (sabíamos que las dos grabadoras no irían sincronizadas todas las veces que lo intentáramos, de modo que queríamos maximizar nuestras opciones), y en parte porque estábamos haciendo una travesura. Siempre preocupado por los costes, George Martin nos había advertido a Richard y a mí que no dijéramos a los músicos que los íbamos a grabar múltiples veces en pistas separadas, porque esto aumentaría exponencialmente las tarifas. Teníamos instrucciones estrictas de hacerles creer que cada vez estábamos borrando la toma anterior y grabando encima. Pero, por supuesto, no era así: durante las dos horas y media siguientes de la sesión, los grabamos tocando el pasaje ocho veces distintas, en dos secciones vírgenes de cinta de cuatro pistas.

A medida que transcurría la noche, Paul decidió probar fortuna dirigiendo la orquesta, y se las arregló bastante bien. Lo enfocaron de modo algo diferente: George impartía algunas instrucciones más que Paul y les iba dando a los músicos pequeñas indicaciones, mientras que Paul los urgía a tocar de un modo más libre. La combinación y el contraste entre los dos estilos diferentes tuvo como resultado una interesante experiencia sonora cuando finalmente escuchamos las pistas, bastante después de que los músicos hubieran recogido las cosas y se hubieran ido a casa.

Durante la mayor parte de la noche estuve encerrado con Richard en la sala de control (el único refugio en pleno huracán), intentando encontrarle sentido al caos que se estaba produciendo en el estudio. Es increíble pensar que nos confiaran una sesión tan importante (un hito de la música moderna) a nosotros dos, ¡un par de chicos de veinte años! Durante todo aquel barullo, John, sospechosamente afable parecía estar en las nubes. Paul, George Martin y él se pasaron por la sala de control a escuchar un par de grabaciones, pero aparte de esto estuvieron toda la noche en el estudio junto a George Harrison, Ringo y sus invitados.

Ron Richards vino a la sala de control para una escucha rápida, al igual que muchos de los amigos de los Beatles. Francamente, era una distracción que Richard y yo no apreciamos demasiado, porque estábamos ocupadísimos con varias cuestiones técnicas. Por suerte, la sala de control del estudio era bastante pequeña, de modo que sólo podían quedarse de pie en la parte trasera, donde no había sillas ni comodidades. Por eso, no se quedaban mucho rato: al ver que no había demasiada actividad en la sala de control, volvían al estudio.

Allí el caos era total, y era difícil asegurarse de que no se colara ningún ruido superfluo durante la grabación. Todo el mundo tenía instrucciones de callar cuando la luz roja estuviera encendida, pero no todos fueron capaces de contenerse, había mucha excitación en la sala, como si todos fueran conscientes de estar presenciando un momento histórico. Uno de los músicos clásicos tenía reputación de ser un verdadero esnob, y Richard y yo nos deleitamos viendo cómo estaba allí sentado, incómodo, con la nariz de goma, intentando mantener la compostura… pero sin conseguirlo en absoluto. En realidad, siempre había cierta animosidad entre las distintas secciones de la orquesta, sobre todo si los intérpretes de metales habían bebido. En general eran mucho más abiertos y sentían la música con más intensidad que los de la sección de cuerda, que solían ser un poco más estirados.

En aquellos tiempos, el personal de Abbey Road sabía que siempre pasaba algo especial si había una sesión de los Beatles en marcha. Muchos de ellos se dejaban caer por allí con cualquier excusa, o si no lo conseguían, se quedaban en los pasillos, escuchando tras las puertas. Todos, por supuesto, menos el Sr. Fowler y el Sr. Beckett, que estaban horrorizados al ver en qué se había convertido su querido estudio, y por eso, en el punto álgido de la fiesta, me sorprendió verlos a ambos en la parte trasera del estudio, con cara lúgubre y moviendo la cabeza entristecidos. Probablemente debían de pensar que Elgar (el famoso compositor y director cuyo nombre había estaba tan ligado a la historia del estudio a principios de los años treinta) debía de estar revolviéndose en la tumba. Los dos hombres, vestidos con sus habituales trajes de raya diplomática, parecían unos anacronismos andantes. «Desde luego, ha llegado la hora del relevo», pensé al observarlos.

Fowler y Beckett se quedaron sólo un rato, y se fueron mucho antes del crescendo final y de la mayor sorpresa de la noche. Cuando George Martin dejó la batuta y dijo: «Gracias, caballeros, hemos terminado», todo el mundo en el estudio (miembros de la orquesta, Beatles y amigos de los Beatles) prorrumpió en un aplauso espontáneo. Fue un momento fantástico, el final perfecto para una sesión inolvidable.

Cuando la orquesta se hubo ido, Paul pidió a los demás Beatles y a los invitados que se quedaran para probar una idea que se le había ocurrido para el final, algo que quería añadir después del clímax orquestal. Todo el mundo estaba agotado (el estudio empezaba a oler sospechosamente a hierba, y el vino pasaba de mano en mano) pero estuvieron dispuestos a probarlo. El concepto de Paul era que todo el mundo tatareara una nota al unísono, en la línea del pensamiento de vanguardia que por entonces tanto le atraía. Ciertamente era absurdo, la mayor reunión de estrellas del pop del mundo, juntas alrededor de un micrófono, tatareando, y Paul dirigiendo el coro. Aunque no llegó a utilizarse en el disco, y la mayoría de tomas acabaron en risas, fue un modo divertido de terminar una buena fiesta.

Era bien pasada la medianoche cuando todo el mundo se apelotonó en la pequeña sala de control para hacer una última escucha, con los invitados sobrantes esparciéndose por el pasillo y escuchando a través de la puerta abierta. Todos, sin excepción, quedaron boquiabiertos ante lo que oían; Ron Richards sacudía la cabeza sin parar, y decía a los que quisieran prestar atención: «Se acabó, creo que me retiro». Pero por emocionados que estuviéramos, pude ver que George Martin sentía un inmenso alivio porque la sesión hubiera terminado: llevaba toda una noche de estrés y estoy seguro de que nada deseaba más que irse a casa y meterse en la cama.

Mientras recogíamos, al amanecer, Richard y yo comentamos lo increíble que había sido la noche. «No olvidaré nunca esta sesión», repetía Richard.

Apenas me quedaba la energía suficiente para asentir en silencio. Exhaustos y eufóricos, sentíamos que habíamos participado en un momento histórico.

Durante las dos semanas siguientes, los Beatles trabajaron en otros temas mientras rumiaban acerca de cómo terminar «A Day In The Life». Para entonces, ya había quedado claro que aquella canción monumental serviría para cerrar el álbum, de modo que se necesitaba un final muy especial, algo mucho más potente que el experimento de Paul. La inspiración para lo que finalmente utilizamos volvió a surgir de Paul, con el asentimiento ansioso de John: un grandioso acorde de piano que durara «eternamente»… o por lo menos tanto tiempo como yo consiguiera mantener el sonido.

Conseguir un sonido tan potente era bastante fácil: requisaríamos todos los pianos y teclados disponibles en el complejo de Abbey Road y haríamos que mucha gente tocara simultáneamente el mismo acorde, y luego haríamos un triple overdub, con todo lo cual llenaríamos una cinta de cuatro pistas de audio de sobra. Pero mantener el sonido presentaba un problema mayor: aunque toques un acorde de piano al máximo volumen y pises el pedal, el sonido apenas dura un minuto antes de desvanecerse. Un problema añadido era que el siseo de la cinta y el ruido de la superficie del vinilo destruiría la señal de bajo nivel demasiado pronto. Me parecía claro que la solución radicaba en mantener el sonido al máximo volumen durante el mayor tiempo posible, y contaba con dos armas para conseguirlo: un compresor, con los volúmenes al máximo, y los propios potenciómetros de la mesa de mezclas. Por lógica, si colocaba la ganancia de cada entrada el máximo pero comenzaba con el control de volumen en el punto mínimo, luego podría ir subiéndolo lentamente a medida que el sonido se fuera desvaneciendo, compensando así la pérdida de volumen. De este modo podía evitar que el acorde se difuminara, por lo menos hasta cierto punto.

Entre sesión y sesión, hice algunas pruebas con Richard y mi idea pareció funcionar bastante bien, de modo que los Beatles (por lo menos tres de ellos) acudieron finalmente una noche a poner el broche final a «A Day In The Life». Por la razón que fuese, George Harrison no se presentó, y tampoco Neil. Supuse que estaban haciendo algo juntos. Nadie pareció extrañarse de su ausencia (lo otros debían de saberlo ya), pero John estaba enfadado. En aquellos días, los cuatro Beatles estaban casi siempre presentes en todas las sesiones, con independencia de lo que se fuera a grabar aquella noche. Pero necesitábamos todas las manos disponibles, de modo que recurrimos a Mal Evans para ocupar el puesto de George.

Como preparación para la sesión, Richard y varios batas marrones habían trasladado los pianos de todo el edificio al estudio 2, de modo que el despliegue que esperaba a John, Paul, Ringo y Mal cuando llegaron era impresionante: dos pianos de cola Steinway, otro Steinway vertical que estaba algo desafinado a posta para conseguir un efecto «honky tonk», y una espineta de madera clara. Además, había un piano eléctrico Wurlitzer, y confinado y aislado en la parte trasera del estudio por el ruido que generaban sus fuelles, un armonio. Con aquellos seis teclados, estábamos seguros de poder generar un sonido grandioso.

Para conseguir el ataque más fuerte posible, todo el mundo decidió tocar de pie en lugar de sentado. John, Mal y George Martin se colocaron cada uno detrás de un piano diferente, mientras Ringo y Paul compartían el Steinway vertical desafinado; supongo que porque Paul tuvo que enseñar al batería las notas que debía tocar. Como había cuatro manos atacando el acorde en vez de dos, éste terminó siendo el instrumento dominante en la grabación. Aquella noche John estaba totalmente ido, de modo que Paul dio la cuenta repetidas veces. Tardamos bastante en conseguir una toma buena, porque era problemático conseguir que todos tocaran el acorde exactamente al mismo tiempo. En la sala de control, yo subía lentamente el volumen a medida que el sonido se desvanecía. Al cabo de un minuto aproximadamente, alcancé el máximo volumen, y la ganancia era tan alta que podías escuchar literalmente el leve zumbido del aire acondicionado del estudio.

Decidí escalonar ligeramente los overdubs, haciendo que cada uno comenzara un poco más tarde, de modo que pudiera hacer un fundido cruzado entre ellos durante la mezcla y conseguir que el sonido durase un poco más aún. En uno de los overdubs, Ringo cambio ligeramente de posición justo al final, lo que hizo que le chirriara el zapato. Esto sucedió, por supuesto, justo en un momento en el que se podría haber oído la caída de un alfiler. Paul le lanzó una mirada asesina, y por la expresión de su cara vi que Ringo estaba muerto de vergüenza. Si se escucha atentamente la canción a medida que el sonido se desvanece, se puede oír claramente, sobre todo en la versión en CD, donde no hay ningún ruido superficial que lo enmascare.

Para el último overdub, George Martin pasó al armonio porque Paul quería otra textura, algo un poco más tenso. El murmullo del armonio encajó perfectamente en el montaje, y George hizo un trabajo admirable bombeando los fuelles con los pies del modo más silencioso humanamente posible. Aparte de colocar varias pantallas alrededor del armonio, no usé ningún tipo de aislamiento acústico: en este caso concreto no me importaba que se produjese alguna filtración sonora. Intentaba crear un «sonido» completo de todos los teclados, y el uso de una fuerte compresión me ayudó a compactarlos todavía más.

Poco después de terminada la grabación, George Harrison llegó por fin, acompañado por David Crosby, de los Byrds. John ignoró a Crosby pero no pudo resistirse a decirle con sarcasmo a su compañero de grupo:

—¡Qué bien que hayas venido, George! ¡Sólo acabas de perderte el overdub más importante que hemos hecho nunca!

Todos estábamos impacientes por escuchar cómo sonaría «A Day In The Life» con todos los ingredientes en su lugar, de modo que se decidió mezclarla de inmediato, tanto en mono como en estéreo. (En aquellos tiempos no era raro hacer una mezcla definitiva al final de una sesión, en claro contraste con lo complicado que resulta hoy hacerla, ya que ahora las canciones se suelen mezclar semanas o meses después de terminada la grabación, y a menudo con un ingeniero diferente). Llamaron a Ken Townsend, como correspondía (como jefe de mantenimiento, solía estar de guardia durante las sesiones de los Beatles), y Richard y él iniciaron la laboriosa tarea de encajar las dos máquinas de cuatro pistas. Cumpliéndose la ley de Murphy, con los cuatro Beatles presentes y mirando detrás de nuestros hombros, la mayoría de las veces no funcionaba. A menudo, cuando llegábamos a la parte orquestal, se desencajaban ostensiblemente. Todo el mundo se tomó el problema de buen humor, incluso el normalmente impaciente John, gracias a lo colocado que iba aquella noche. Al final terminamos haciendo apuestas sobre si las máquinas se mantendrían sincronizadas o no, y nos entusiasmábamos cuando funcionaban perfectamente.

Ya durante la grabación habían surgido problemas menores de sincronización. Como resultado, la orquesta entraba cada vez en un lugar ligeramente distinto. El intervalo no era demasiado grande (aproximadamente medio segundo), pero lo suficiente para que las entradas resultaran algo irregulares. Sólo había una pista que fuera perfecta, acertando con exactitud en todas las entradas, por lo que, durante la mezcla, escondía las que estaban retrasadas manteniendo los controles de volumen a cero hasta que entraba el resto de la cacofonía; y a la inversa, fundía lentamente las que terminaban un poco antes.

Esto explica en parte la dificultad de la mezcla. La otra razón fue que no había manipulado ningún control de volumen durante la grabación propiamente dicha, porque quería captar fielmente la interpretación orquestal. Eso quería decir que tenía que llevar las cosas al extremo durante la mezcla, forzando el volumen hasta llevar el sonido a un clímax increíble. Para realzar todavía más las cosas, bajé el nivel de volumen de la orquesta al principio del pasaje, haciendo que la mezcla fuera mucho más dinámica de lo que había sido la interpretación original. Nadie de los que estábamos sentados en la sala de control podía creer hasta qué punto fui capaz de hacer que todo sonara mucho más potente, y todo el mundo quedó muy satisfecho con el resultado.

Curiosamente, una semana después de realizar estas mezclas (que terminaron siendo los másteres que se utilizaron en el álbum), Paul decidió que quería dar un color diferente al final y grabó un piano más, aunque al final se consideró innecesario y no se utilizó. El hecho de que estuvieran dispuestos a trabajar en el tema incluso en aquel estadio tan avanzado demuestra lo comprometidos que estaban los Beatles en su búsqueda de la perfección en esta etapa de su carrera, y hasta qué punto estaban dispuestos a cambiar todas las reglas. La canción ya se había mezclado a satisfacción de todos… pero esto no significaba que a uno de nosotros no se nos pudiera ocurrir una idea que la mejorara. Nadie se opuso, y nadie (ni siquiera John) dijo: «¡Qué diablos, esta canción ya está acabada!». El espíritu que impregnó las sesiones de Sgt. Pepper fue siempre: «Si tienes una idea, probémosla».

Muchas cosas cambiaron después de completar «A Day In The Life». Por un lado, noté que los Beatles empezaban a trabajar de un modo más eficiente. Adoptaban un enfoque más positivo respecto a las canciones que estaban grabando, porque tenían una idea más clara de los sonidos que podían conseguir. Todavía se pensó mucho en todo lo que se estaba grabando, pero no siempre había días de experimentación que pudieran dar la vuelta a una canción o alterar totalmente el arreglo.

A esto se añadió la emergencia de Paul como productor de facto del grupo. Las sesiones empezaron a durar cada vez más, y a veces se alargaban hasta el amanecer. A medianoche George Martin empezaba a quedarse dormido en la sala de control, y hacia la una de la madrugada se solía ir, a veces sin dar siquiera las buenas noches. Para ser justos, tenía muchas otras responsabilidades. Antes incluso de la grabación de Revolver, había dimitido de su puesto en EMI y había creado su propia compañía, AIR (Associated Independent Recordings), a la que se había llevado a muchos de los mejores productores de EMI. Por esta razón, a menudo tenía que estar en el despacho a primera hora de la mañana, y además estaba produciendo también a otros artistas.

Con George Martin cada vez menos presente y John cada vez más metido en las drogas, fue Paul quien empezó a desempeñar un papel más importante a la hora de definir las canciones y dar instrucciones a los demás sobre qué tenían que tocar. En muchos aspectos, Sgt. Pepper no fue un álbum sino dos álbumes distintos: los temas grabados hasta «A Day In The Life» y los que grabamos después.