En un conocido vuelo de algo más que su imaginación, Coleridge reflexionó sobre los sueños y sus consecuencias. Suponed que «un hombre pudiera pasar por el paraíso en un sueño y le entregaran una flor como garantía de que su alma había estado allí». ¿Y si, al despertar, tuviera pétalos en las manos? «Entonces, ¿qué?», se preguntaba Coleridge.

Entonces, ¿qué?

Una oscura tarde de febrero de 2000 me preparé para coger un avión a Manila. Saqué del armario los pantalones grises y gastados que me había puesto por última vez en Nevada, el septiembre anterior. Antes de meterlos en la mochila rebusqué en los bolsillos con la esperanza de encontrarme un fajo de dólares olvidados y lavados. No había dinero, los bolsillos estaban vacíos… salvo por algunas grasientas plumas sintéticas de color rosa.

En el verano de 1990 un anuncio en un boletín de San Francisco proponía un «Viaje Zonal» a «lo desconocido». Ochenta y nueve personas se reunieron en la cancha de béisbol del Golden Gate Park y condujeron de noche hasta Black Rock Desert, en Nevada. Por la mañana se encontraron con una expansión de vacío blanco y plano. Decir que había montañas o colinas a lo lejos carece de sentido, puesto que allí todo está a lo lejos. La playa* es pura distancia.

Alguien dibujó una larga línea en la playa y dijo: «Al otro lado de esta línea todo es diferente». Luego, los ochenta y nueve participantes se cogieron de la mano y cruzaron al otro lado de la línea, a la Zona.

La gente que emprendió aquel viaje en 1990 llevaba consigo muy pocas cosas: un generador de corriente para alimentar el proyector con el que pasarían Conspiración de silencio [Bad Day at Black Rock], un equipo de música, vestidos de cóctel para la fiesta que precedería a la quema de un muñeco de madera y un letrero de neón, agua y algún lugar donde guarecerse. Si el entorno abrumaba los sentidos, también ejercía de irresistible incentivo para la imaginación. La infinita llanura de la playa, que sugería una creatividad ilimitada, por la noche tenía su equivalente en el cielo estrellado. La desolación sublime del desierto planteó la posibilidad de no solo montar un espectáculo, sino de crear una realidad visionaria. A la gente le dio por pensar en lo que harían cuando volvieran al año siguiente.

Por tanto, en 1991, cuando regresaron acompañados de nuevos participantes, el espacio vacío estaba salpicado de pequeños campamentos temáticos: el Campamento Navidad, el Campamento Safari Inglés… La comunidad –y el alcance de sus ambiciones creativas– fue creciendo cada año, y cuando la visité por primera vez, diez años después, ya se había convertido en una ciudad: Black Rock City, con una población temporal de veinticinco mil personas.

Durante cincuenta y una semanas al año una fotografía aérea del desierto de Black Rock habría captado… nada. Aparte del tiempo, todo lo que pasaba allí ocurría ya hace decenas de millones de años… solo que esa apreciación no podría ser más errónea. Durante una semana al año una fotografía de la misma zona mostraría una ciudad comparable con Las Vegas en la intensidad y extravagancia de sus luces. Durante una semana al año aquello se convierte en el lugar más visible del planeta, tan fantástico como una de las ciudades invisibles de Calvino. Y luego desaparece. Una vez más, solo queda la extensión infinita del desierto. Ni rastro de sus ruinas, salvo en el corazón y la mente de sus ciudadanos, repartidos por el mundo.

A menudo se califica a Black Rock City de Zona Autónoma Temporal. La subversiva idea de Hakim Bey de la ZAT –«un afloramiento que no se inscribe en el Estado, una operación guerrillera que libera una zona (de tierra, de tiempo, de imaginación) y luego la disuelve para reformarla en otro tiempo o lugar antes de que el Estado la aplaste»– no cobra un sentido tan delirante en ningún otro lugar como en Black Rock City. Y lo digo en un sentido bastante literal. Los carteles que dan la bienvenida a Nowhere («ninguna parte») durante el Burning Man implícitamente separan la palabra con un guión, invitándote a entrar en Now («ahora») y Here («aquí »).

Un personaje de la novela La puerta de Damasco, de Robert Stone, cuando le preguntan en qué cree, contesta: «Creo en la liberación. En que si para mí es posible, es posible para cualquiera. Y no alcanzaré la mía hasta que todo el mundo alcance la suya». Bey desprecia esta clase de aplazamiento dialéctico. «Decir que no seré libre hasta que todos los seres humanos (o todas las criaturas sensibles) sean libres es simplemente rendirse a una especie de estupor del nirvana, abdicar de nuestra humanidad, definirnos como perdedores.» Importa más que unos pocos alcancen la liberación un rato, aquí y ahora.

Lugar de «creatividad sin trabas», la ZAT ofrece «una experiencia cumbre tanto en la escala social como en la individual». Bey imagina a continuación «una nueva geografía, una especie de mapa de peregrinaje donde los lugares sagrados son sustituidos por experiencias cumbre y ZATs».

Ah, pero los lugares sagrados –Preah Kahn, Borobodur, Wat Khao Phanom Phloeng– también pueden ser lugares de experiencias cumbre. Y es precisamente su permanencia, la sensación de que uno está en un lugar donde el tiempo se ha mantenido firme, lo que les confiere poder.

Wat Phra That Doi Suthep se encuentra en lo alto de una montaña a dieciséis kilómetros de Chiang Mai. Una nube de buganvillas rojas flotaba sobre una terraza enlosada que, a su vez, parecía flotar sobre la ciudad amortajada por la niebla tóxica. El incienso ardía. Una hilera de velas se deshacía a la luz del día. Cerca de ellas había un Buda dorado sobre el que los visitantes pegaban cuadraditos de pan de oro mecidos por la brisa. A medida que se despegaban, destellaban y se retorcían bajo el sol y a veces salían volando. El humo de las velas y el incienso hacían que pareciese que el Buda también titilaba entre llamas doradas.

En la otra punta del mundo, en el desierto de Black Rock, habían construido una estatua de una deidad sin especificar. También allí la gente pegaba trocitos de papel en los que habían escrito mensajes. Cuando llegué, la forma de la estatua estaba desdibujada por la sobreacumulación de palabras. Como no se me ocurrió qué escribir, copié algunos versos de Auden:

Pueda yo, compuesto…

de Eros y de polvo,

sitiado por la misma

negación y desesperanza,

mostrar una llama afirmativa.

Tras pegar estas palabras prestadas vagué por la playa hasta que llegué a un lugar donde se había congregado una pequeña multitud. Un joven flotaba en un contenedor de agua de metacrilato. Respiraba –en pleno desierto– a través de un equipo de buceo. Un voceador de feria hablaba a la multitud por un megáfono, enfatizando la redención que ofrecía Waterboy. Un suplicante pintado de azul y desnudo salvo por una garrafa a modo de sombrero –una indumentaria perfectamente apropiada dadas las acuáticas circunstancias– se situó ante Waterboy, que burbujeaba como una pipa de agua humana.

–¿Renuncias a la sequedad? –preguntó el apóstol del megáfono.

–Sí –respondió el futuro converso.

–¿A qué renuncias?

–A la sequedad.

–¿Abrazas la humedad?

–Sí.

–¿Qué amas?

–Amo la humedad.

–Adelántate y arrodíllate.

Cuando lo hizo se abrió una especie de válvula, ungiéndolo con el agua del altar de Waterboy.

–Ahora estás húmedo. Ve –dijo el apóstol–. ¿Quién más está preparado para renunciar a la sequedad?

Me distraje tanto con otras estupideces parecidas que cuando regresé junto a la estatua a la que había pegado las palabras del poema de Auden ya había anochecido. Si se había celebrado alguna ceremonia, me la había perdido. Cuando me acerqué, la estatua ardía en llamas. Algunas de las notas se habían soltado al prenderse fuego y flotaban por el cielo del desierto como hojas en llamas. En pocos minutos la estatua quedó reducida a una masa dorada y llameante que llenaba los ojos de todos los presentes.

La ZAT, para Bey, es «una república de deseos satisfechos»; en consonancia, un amigo una vez describió el Burning Man como un lugar donde todo el mundo puede convertirse en lo que quiera. Conveníamos en que era el lugar más sensual, más sofisticado, más divertido, más amable, más salvaje, más educado, más libre –añadid los superlativos de vuestra elección, seguro que cuadran– del mundo: un lugar donde todos tus sueños pueden hacerse realidad. Y no obstante, dijo mi amigo, desconcertado –con lágrimas en los ojos–, había gente que no se lo creía, ¡que no quería ir!

La Zona de la película homónima de Tarkovski es un lugar donde «tu deseo más anhelado se hará realidad». Hacia el final de la cinta, de regreso de la Zona, el stalker está consternado porque a la gente solo le importa «cómo conseguir el precio más alto, cómo conseguir que les paguen por cada aliento… No creen en nada». En última instancia, claro está, eso no importa: visitada o no, la Zona –«el lugar más silencioso de la tierra»– sigue allí.

Puse el despertador a las seis y me dirigí a las ruinas de la antigua ciudad de Si Satchanalai en la penumbra casi cálida. A medida que me aproximaba a Wat Chang Lom, el gris empezó a tomar color. Las imágenes de Buda que rodeaban el chedi central estaban todas rotas: a una le faltaba una mano, a otra, una cabeza; en los casos más extremos solo un residuo de gracia sugería que alguna vez la piedra había sido forzada a parecerse al Buda. El «Torso de Apolo arcaico» de Rilke advierte: «Debes cambiar tu vida». Aquellos budas en ruinas no reprendían a nadie, pero me recordaban a algo que había escrito Brodsky: «Nos cambia lo que amamos». Brodsky modificaba de forma consciente varias permutaciones de Auden sobre la misma idea. En 1933 Auden había sugerido que «los hombres cambian por lo que hacen»; la Carta de Año Nuevo de 1940 complementaba lo dicho con la idea de que «nos cambia lo que cambiamos»; diez años después, en «En tránsito», elaboró el concepto mediante la siguiente afirmación:

En alguna parte hay lugares en los que hemos estado de verdad, queridos espacios,

de nuestros actos y rostros, escenas que recordamos

inmutables porque allí cambiamos.

Subí a las ruinas de Wat Khao Phanom Phloeng por los escalones desgastados de una pequeña colina. Una maraña de bosque y campos de color verde grisáceo escapaba de la niebla que oscurecía gran parte de las tierras bajas circundantes. Se oían píos y silbidos, los gritos de los pájaros al despertar, pero nada se movía. La quietud crecía a cada paso. Era como acercarse al origen de toda la calma del mundo. Al pasar junto a dos chedis despojados vi la espalda de un inmenso Buda sentado, envuelto en un fajín naranja y de cara al sol, que lanzaba llamaradas rojas entre los árboles.

Habíamos pasado la noche en vela y volvíamos de la playa a casa en bicicleta. A la noche no le habían faltado decepciones ni dificultades. No habíamos llegado a la final del Concurso de Comer Castores. Una tormenta de arena propia de los Afrika Korps había barrido el desierto mientras estábamos en la playa, a varios kilómetros de cualquier refugio. Después el viento había amainado y nos habíamos pasado el resto de la noche en Space Cowboys y Bianca’s.

Un poco antes, dos canguros de neón habían pasado saltando en la oscuridad estrellada, pero ahora la noche llegaba rápidamente a su fin. Nos detuvimos a echar un vistazo a un submarino –el Love de Su Majestad– que asomaba de la superficie del desierto. Hacía demasiado frío para quedarse, de modo que volvimos a montar en las bicis. Yo llevaba una boa rosa fluorescente que, como ocurre con todas las bufandas, se enredó en el descarrilador. La bici paró en seco.

–Tu boa se ha constreñido a sí misma –dijo Sarah (que había completado un círculo y ya no se hacía llamar Circle).

No nos llevó mucho desenredarla y, salvo por algunos penachos manchados de grasa que me guardé en el bolsillo, la boa de plumas no empeoró demasiado por culpa del accidente. Pusimos rumbo al campamento, pero nos detuvimos de nuevo ante el Burning Man.

–Qué silencioso, ¿verdad? –dijo Sarah.

Un comentario astuto por obvio.

El Burning Man, un esqueleto de madera y –por la noche– de colorido neón, es el epicentro de todo cuanto allí ocurre. Es el emblema del evento y su imagen se replica sin fin por todo Black Rock City. Cerca de nuestra tienda, un Hombre de mangas de viento rosa bailaba, como una llama, con la brisa del desierto. De camino desde San Francisco habíamos visto varios coches en cuyas polvorientas ventanillas habían dibujado el símbolo más simple del Hombre: dos líneas que se cruzaban a dos tercios de su longitud –piernas, tronco y brazos– con un sencillo triángulo por cabeza. El día anterior, Sarah había pintado una versión lánguida y larga en mi espalda. Debajo, para que la gente supiera quién era, había escrito mi nombre en rojo luminoso: EL HOMBRE FLACO.

El cielo estaba teñido de violeta y cada vez más iluminado. Cegador, abrasador, el sol asomaba a lo lejos por encima de las montañas, perfilando la silueta del Hombre y cubriéndonos con una vasta sombra de costillas y piernas.

El «vuelo de la imaginación» de Freud a propósito de Roma en El malestar en la cultura me tienta a imitarlo. Si puede imaginarse que fases sucesivas de la historia comparten un espacio común, quizá, por analogía, experiencias cronológicamente distintas de ciertos lugares –Roma, Detroit, Leptis Magna, Ámsterdam, Nueva Orleans– también ocurran en cierto modo de forma simultánea. Si lo sucesivo puede experimentarse simultáneamente, entonces quizá la distancia pueda experimentarse como inmanencia. Puede que vayan ligadas a ubicaciones concretas, pero «en la esfera de la mente» algunas experiencias –originalmente separadas por años además de kilómetros– acaban compartiendo una única ubicación y un único instante. Todo ocurre al mismo tiempo y en el mismo lugar (o, en cualquier caso, determinadas cosas, determinadas experiencias). En vez de cronología, narrativa o historia, existe una adición infinita de material, una suerte de arqueología negativa. Sigue habiendo suspense (de hecho, no hay otra cosa), pero no existe lo siguiente.

Mientras escribo aquí sentado, Wat Khao Phanom Phloeng sigue allí, donde estaba, donde ha estado desde hace cientos de años. Y si sigue allí, entonces yo también. La única forma de demostrarlo, por supuesto, es regresar. Si en efecto regresara, me encontraría sentado allí o paseando, bebiendo agua de una botella, tomando notas ininteligibles. ¿Qué habría cambiado entretanto? Desde el punto de vista de Buda, nada. Desde el mío, nada.

De lo que concluyo que la ciudad temporal de Black Rock sigue allí, y yo también…

¿Por qué? Porque de pronto aquellos versos de «Detective Story» de Auden cobran sentido: porque estoy en el hogar.

Black Rock City siempre adopta la forma de una herradura gigante, de las dos a las diez en un reloj topográfico con el Hombre como punto fijo alrededor del cual girarían, si existiesen, las manecillas. Con el espacio así definido por lo temporal siempre sabes dónde estás con exactitud. Las luces señalan una avenida de casi un kilómetro que recorre la playa desde el Campo Central (a las seis en punto) hasta el Hombre. De día, la avenida con las luces apagadas recuerda tanto a la Vía Sacra del Foro de Roma como a una arqueología futura: el plano de una civilización fugazmente entrevista. Todos los días, justo antes del anochecer, una pequeña procesión enciende las luces con cierta solemnidad. Normalmente el Burning Man se asocia con el abandono primario de la noche de la Quema, pero ese encendido ceremonial de las luces honra a un tipo distinto de llama: el fuego constante y continuo de la civilización.

Acababa de ponerse el sol. Estaban encendiendo las luces de Black Rock City. Estábamos en nuestro campamento, preparándonos para el frío de la noche, pegándonos cables electroluminiscentes a los abrigos, cuando unos gritos y chillidos excitados comenzaron a extenderse por la ciudad. Tammy y John nos llamaban desde lo alto de su autocaravana. Los gritos y chillidos sonaban cada vez más fuerte. Desde el techo de la caravana veíamos la ciudad extenderse durante kilómetros. Al noreste quedaba la playa infinita. Justo al este se elevaba una cordillera y, en el azul oscuro que cubría las montañas, el inmenso disco plateado de la luna.

El autobús de Luang Prabang a Vang Vieng serpenteaba por la jungla, gran parte de la cual no alcanzábamos a ver. Estábamos al principio de la temporada de lluvias y durante casi todo el viaje las nubes taparon las montañas. De vez en cuando asomaba el sol y la jungla se erguía a lo lejos, donde creíamos que solo había neblina, lluvia y cielo.

Al par de horas paramos a almorzar en la pequeña ciudad de Kasi. Nos apeamos del autobús y miramos alrededor, aunque no había mucho que ver. De hecho, resultó que lo más interesante éramos nosotros: docenas de niños se acercaron corriendo a mirarnos, a reír y a decirnos algunas palabras amistosas y divertidas. Hacía tanta humedad que parecía que estuviera lloviendo. Una mariposa se posó en el bordillo y cerró las apagadas alas juntándolas en vertical. Uno de los niños pequeños que se había agolpado a nuestro alrededor la señaló y sonrió y nosotros le devolvimos la sonrisa –¡sí, una mariposa!– a pesar de que, como Kasi, no merecía la pena mirarla. Luego el niño acercó las manos y la mariposa abrió las alas, que eran de un azul saturado, casi negro. En cada una se dibujaban una brillante luna plateada y reflejos de las lejanas estrellas. El animal cerró las alas, mostrando de nuevo el marrón apagado del envés. El niño volvió a mover las manos y vimos otra vez la parte azul, teñida de estrellas. Parecía una imagen rebotada a la Tierra por el Voyager o el Hubble: un mapa del cosmos impreso en las alas de una criatura diminuta.

¿Quién recuerda la locura de noche en que ardió el Hombre? No la recuerdas, es más como si la experiencia todavía te ardiera en la cabeza. Una parte de ti sigue allí, una parte de ti espera a que vuelva a pasar. Habíamos permanecido cinco días con sus noches respectivas en el desierto y el Hombre siempre había estado, silente, sin juzgar, y entonces, el sábado, se produjo una conflagración. Láseres verdes surcaron el cielo como si estuviéramos en una discoteca. Al mismo tiempo pensé que las luces lejanas –las luces de los campamentos del otro lado de Black Rock City– parecían las afueras de Las Vegas. Me deshice de ambas ideas pensando que me encontraba en una discoteca gigante llamada Las Afueras de Las Vegas. Una mariposa de neón aleteó en la oscuridad, seguida por un banco de bacalaos de cable electroluminiscente. Un cometa o una lluvia de meteoritos nos sobrevoló a unos sesenta metros de altura y el Hombre empezó a arder. De pronto parecía un Hindenburg en llamas y todos enloquecieron. Sarah dijo «¿Dirías que las llamas han envuelto al Hombre?» y me pareció que la palabra «envolver» nunca se había empleado de manera más adecuada. De hecho, las llamas lo envolvían todo y había gente desnuda por todas partes, corriendo alrededor de las llamas, y de repente todo envolvió todo lo demás, incluso el desierto, al que a su vez envolvía el arco del firmamento que todo lo envolvía. Era como el final del mundo excepto que era como el principio del mundo.

Al día siguiente un silencio estupefacto se cernía sobre la playa. La gente empezaba a marcharse, la ciudad comenzaba a desaparecer. En veinticuatro horas se habría esfumado. Solo quedaría el desierto. Me acerqué a pie hasta la playa. Donde antes se erguía el Hombre ahora solo quedaban cenizas y rescoldos. La gente tiraba cosas a las cenizas. Me acordé de algo que había leído hacía años –«Quema lo que has venerado, venera lo que has quemado»–* y por tercera o cuarta vez esa semana me eché a llorar. Eran lágrimas de reconocimiento: de que había llegado a la frontera de lo que era capaz. Incluso mientras sentía que estaba accediendo a esa nueva parte de mi ser, recordé otras ocasiones –la primera visita a los cementerios del Somme, por ejemplo– en que había alcanzado otros puntos álgidos de mi vida. Entonces, ¿por qué aquellos rescoldos me conmovían tanto?

Ninguna experiencia anterior me había explicado de manera tan convincente como el Burning Man esa verdad fundamental tan fácil de reconocer y tan difícil de acatar: dar es recibir. Porque en Black Rock City no se vende nada, la gente a menudo da por hecho que el trueque sustituye al dinero. Pero el trueque en realidad es un método de intercambio mucho menos eficiente. En el Burning Man funciona algo muy distinto: una economía del regalo. La vida, suele decirse, es cuestión de dar y tomar. Sí, pero en su máxima expresión la vida debería ser cuestión de dar y dar. Años antes, en Bali, había visitado el complejo sanitario Ubud Sari. No recuerdo el nombre de sus fundadores. Tampoco importa. Pero lo que sí recuerdo es algo escrito en una placa en su recuerdo: «Nadie se ha vuelto nunca pobre por dar». En Black Rock City todos se enriquecen dando.

Pero esa no era la única razón por la que los rescoldos me habían afectado tanto. Durante gran parte del año, las imágenes de ascuas ardientes habían copado los noticiarios televisivos: casas en Kosovo quemadas en nombre de los viejos agravios del nacionalismo virulento. Las casas de los albaneses fueron las primeras en caer, incendiadas por saqueadores serbios, seguidas, meses después, por las casas de los serbios, incendiadas por albaneses vengativos. Por un lado, pues, teníamos fuegos que apuntaban a que la idea de progreso, de una versión paliativa de la historia, había quedado reducida a cenizas; por otro lado, en el desierto, los rescoldos apuntaban a aquello en lo que la civilización todavía podía convertirse.

Aquella mañana en Si Satchanalai había dado la vuelta hasta situarme ante el Buda de Wat Khao Phanom Phloeng. El sol abrasador seguía colándose entre los árboles. El ruido de los pájaros inundaba el ambiente. El Buda exudaba tal serenidad que sentí el impulso de arrodillarme. Lo resistí, pero ¿qué hacer cuando te conmueven profundamente? Existe un repertorio limitado de gestos disponibles para tales ocasiones. ¿Qué podría sustituirlos? ¿Hay nuevos gestos, nuevas formas de articular nuestra necesidad de gracia y belleza?

Nietzsche se preguntaba qué edificios serían adecuados para la contemplación y el pensamiento en la era sin Dios que había profetizado. ¿Las iglesias? No, rezumaban cristianismo. Ocurre otro tanto con un gesto como arrodillarse: está contaminado. No me arrodillé, pero no sabía qué hacer. Estaba el sol, estaba Buda y yo también estaba, en silencio, tratando de acallar la cháchara de pensamientos que ocupaba mi mente. Todavía tenía la cabeza llena de Nietzsche, que aseguraba que la oración se había inventado para que los estúpidos tuvieran algo que hacer con las manos, para que dejaran de moverlas y molestar. Quizá, en los lugares sagrados, esa función hoy la ejerza la cámara: así ocupas las manos en algo especial. Yo no tenía cámara, claro; lo único que podía hacer era estar.

Pero quizá no puedan descartarse tan a la ligera las posturas de la oración. Mientras contemplaba aquel Buda sereno recordé cómo, en mitad de un largo y desolador período de mi vida que ya he mencionado con anterioridad, consumido por el desengaño y el arrepentimiento, incapaz de ningún avance, había terminado en el metro en dirección a King’s Cross. Me dirigía a una fiesta que esperaba ilusionado desde hacía semanas, pero para cuando llegué a Pimlico me daba pavor asistir y solo quería volver a casa, estar solo. Me levanté, crucé el andén y cogí el siguiente metro en dirección sur. Y entonces, en Stockwell, la idea de estar en mi piso me pareció tan terrible que una vez más me subí a un metro que iba hacia el norte. Repetí la misma operación en diversas paradas de la línea de Victoria. Si algún psiquiatra me hubiese visto por las cámaras de seguridad habría llegado a la conclusión de que estaba a punto de tirarme a las vías. En lugar de tirarme seguí subiendo y bajando de vagones hasta que al final –para entonces había conseguido llegar hasta la calle Warren– conseguí recuperar el dominio de mí mismo justo para subirme a un metro en dirección sur, cerrar los ojos y quedarme en él. Mientras el tren atravesaba el túnel a toda velocidad abrí los ojos y me atisbé en la oscuridad de la ventanilla de enfrente. Decidido tan solo a serenarme, a volver a casa, sin pensar en Dios ni en más salvación que la que me ofrecía mi piso (televisor, sofá, cerveza), había adoptado la postura clásica para rezar. Había juntado las manos frente a la cara e inclinado la cabeza. A cualquiera le hubiera parecido un devoto, en paz.

Y ahora clavaba la vista en los rescoldos del Hombre. Era un punto culminante de mi vida pero también familiar: uno de esos momentos que consiguen que toda la vida merezca la pena porque te ha conducido hasta allí, hasta este instante. Si me hubieran dado a elegir, habría vuelto a vivir toda mi vida con gusto, sin cambiar un ápice. Ni siquiera la clamidia que me contagió Angela en Nueva Orleans ni haber perdido las gafas de sol (que, en aquel momento, todavía no había perdido y confiaba en no perder jamás: ¡las llevaba puestas!) ni las partes que no recordaba (todavía por llegar). La situación exigía una ofrenda. Y por tanto –lo ridículo del gesto lo hacía todavía más apropiado– deposité la boa de plumas rosa sobre los rescoldos y me quedé a ver cómo poco a poco se convertía en llamas.

Las imágenes de Buda en Wat Chetupon, cerca de Sukhothai, impresionan aún más por el pésimo estado en que se encuentran. Son como radiografías, a medio hacer, del tiempo. El brazo izquierdo del Buda caminante desaparece justo por encima del hombro; por debajo de la rodilla, la pierna derecha existe solo en forma de tendón unido a un gran pie estilo Giacometti. No es más que la sombra de una estatua, tan desvanecida, tan desgastada, como Francesca Woodman en una de sus fotografías; el Buda parece estar saliendo –o entrando– por la pared que lo sostiene y enmarca.

Justo antes de que las llamas envolvieran al Hombre por completo, le falló una rodilla. Cayó hacia delante, y por un instante pareció a punto de salir del fuego que lo definía y lo reclamaba.