En 1991 viví una temporada en Nueva Orleans, en un piso de la avenida Esplanade, justo detrás del Barrio Francés, donde de vez en cuando matan a algún turista británico por negarse a entregar su cámara de vídeo a los chorizos adictos al crack que viven y trabajan por los alrededores. Jamás tuve ningún problema –tampoco he tenido nunca cámara de vídeo–, a pesar de que iba andando a todas partes a cualquier hora.

Había decidido instalarme en Nueva Orleans después de pasar por la ciudad con una novia de camino a Los Ángeles desde Nueva York. Teníamos que entregar un coche, y aunque normalmente solo se te permite sumar unos cientos de kilómetros a los que llevaría cruzar el continente en línea recta, no habían apuntado el kilometraje original del vehículo y, por tanto, avanzábamos en zigzag por el país, superando en varios miles de kilómetros la distancia normal del viaje y dejándonos la piel en el proceso. En el curso de este frenético itinerario habíamos pasado una única noche en Nueva Orleans, pero nos pareció –y me refiero al Barrio Francés, no a la ciudad en su conjunto– el lugar más perfecto del mundo, así que me juré que en cuanto volviera a tener algo de tiempo libre regresaría. Hago esta clase de juramentos continuamente y no los respeto, pero en esta ocasión, al año de haber pasado por allí, regresé a Nueva Orleans para instalarme durante tres meses.

Las primeras noches dormí en el Rue Royal Inn mientras buscaba un piso de alquiler. Confiaba en encontrar alguno en el corazón del Barrio Francés, algún sitio con balcón y mecedora y campanillas colgando, con vistas a otros pisos con mecedora y balcón, pero acabé en la peligrosa periferia del barrio, en un apartamento con un balconcito minúsculo que daba a un solar vacío que era un hervidero de amenazas indeterminadas cuando regresaba a casa por las noches.

En Nueva Orleans solo conocía a Ian y James, una pareja de cincuentones gays amigos de un conocido de una mujer que conocía en Londres. Eran muy hospitalarios, pero como también eran bastante mayores que yo y como los dos tenían sida y llevaban una vida tranquila, enseguida caí en la rutina del trabajo y la soledad. En las películas, cuando un hombre se muda a una ciudad nueva –incluso aunque haya cumplido una larga condena en prisión por matar a su esposa– no tarda en conocer a una mujer en la caja del supermercado o en el Croissant d’Or, donde desayuné la primera mañana que pasé en Nueva Orleans. Aunque no conocí a ninguna camarera en el Croissant d’Or, establecimiento de nombre muy acertado, seguí desayunando allí a diario porque servían los mejores cruasanes de almendras que había probado (que he probado). Aveces llovía durante días seguidos, la lluvia más densa que había visto en la vida (después las he visto peores), pero por mucho que lloviera nunca me saltaba el desayuno en el Croissant d’Or, en parte por la excelencia del café y los cruasanes, pero principalmente porque la visita se convirtió en parte del ritmo habitual de mis días.

Por las noches iba al bar de la acera de enfrente, el Port of Call, donde intentaba sin éxito entablar conversación con la camarera mientras seguía la guerra del Golfo por la CNN. La noche de los primeros ataques aéreos contra Bagdad, en el bar reinaba un bullicio nervioso y aprensivo. Habían atado lazos amarillos en muchos árboles de la Esplanade, avenida que recorría a diario de camino al Croissant d’Or, donde, mientras me comía mis cruasanes de almendras, me gustaba leer las últimas noticias del Golfo, ya fuera en el New York Times o en el periódico local, cuyo nombre –¿el Louisiana algo?– he olvidado. Después de desayunar volvía a casa caminando y trabajaba hasta que no podía más y luego salía a pasear por el barrio guiado, aparentemente, por el sonido de las campanillas que colgaban de casi todos los edificios. Era enero pero hacía buen tiempo, y a menudo me sentaba junto al Mississippi a leer sobre Nueva Orleans y su historia. Como la ciudad está situada en la desembocadura del río Mississippi, se asienta sobre barro, y año tras año los edificios se hunden un poco más en el cieno. Además de estar deformados por el sol y podridos por la lluvia y la humedad, muchos de los edificios del Barrio Francés se inclinaban considerablemente debido a dicho hundimiento. Este alejamiento de la verticalidad se complementaba con una deriva horizontal. El volumen de detritos que el río arrastraba hacia el sur era tal que el Mississippi estaba encenagándose y mudando su curso, de modo que, efectivamente, la ciudad se movía. Cada año las calles se movían una fracción de milímetro en relación al río, alterando sutilmente la geografía de la ciudad. La calle Decatur, por ejemplo, donde vivían Ian y James, había cambiado varios grados su posición con respecto a lo que mostraban los mapas del siglo XIX.

Una tarde, mientras estaba sentado junto al Mississippi, pasó por la vía que quedaba a mis espaldas un tren de mercancías avanzando muy lentamente. Siempre había querido saltar a un mercancías, de modo que me levanté de un brinco e intenté reunir el valor suficiente para abordarlo. La longitud del tren y su lentitud me dieron tiempo suficiente –demasiado– para imaginarme subiendo de un salto, pero tuve miedo de meterme en algún problema o hacerme daño, de modo que me quedé plantado cinco minutos contemplando pasar los vagones de carga, hasta que al final no quedaron más y el tren se acabó. Tras verlo perderse de vista al tomar una curva, me inundó un arrepentimiento teñido de magnolia, la clase de sentimiento que te provoca ver por la calle a una mujer con la que cruzas momentáneamente la mirada pero con la que no intentas hablar y luego desaparece y te pasas el resto del día pensando que, si hubieses hablado, ella habría estado encantada, no se habría molestado, y quizá os hubieseis enamorado. Te preguntas cómo se llamaría. Angela, tal vez. En lugar de saltar al tren, regresé a mi piso de la avenida Esplanade e hice que se subiera el personaje de la novela en la que estaba trabajando.

Cuando te sientes solo, escribir puede hacerte compañía. Es también una forma de autocompensación, un modo de resarcirte de las cosas que no terminan de pasar. Iban sucediéndose las semanas sin que ocurriera nada reseñable, y cada vez hacía más calor y más humedad y faltaba menos para el Mardi Gras. Me habían alquilado el piso con la condición de que lo desalojara durante el Mardi Gras, cuando podían cobrar cuatro o cinco veces el alquiler normal por una semana. Por suerte, Ian y James se iban fuera y me dejaron su piso de Decatur, que ya no estaba tan cerca del río como antes. Al principio fue divertido, me refiero al Mardi Gras. Me gusta el deporte de intentar atrapar las cosas –vasos y collares de plástico y otras barajitas, basura, en realidad– que lanzan desde las locas carrozas que se arrastran por las calles atestadas de gente. Parecía una mezcla de baloncesto y una muchedumbre de refugiados peleándose por las raciones de alimentos que tiran los soldados. Como soy alto, me asomaba por encima de casi todo el mundo, y eso que en Louisiana hay algunos tipos bastante altos, en su mayoría negros; los blancos suelen ser más bajos, más fáciles de superar. Una noche estaba inmerso en una manada que recorría Rampart como búfalos, saltando a la caza de vasos y collares, cuando se oyeron varios disparos. De repente todo el mundo chillaba y corría presa del pánico. Por alguna razón –nunca me había ocurrido antes– me falló una rodilla y caí encima del individuo que tenía delante; si no me hubiese agarrado a él, habría aterrizado en el suelo. Lo cual desencadenó otra breve oleada de pánico y luego todo el mundo dejó de correr y se oyeron sirenas y policías por todas partes y regresó el alboroto normal de un Mardi Gras.

A medida que iba avanzando, el carnaval se volvía más desagradable, casi un aburrimiento. El Barrio Francés estaba atestado de universitarios, latas de Budweiser y vasos de plástico rotos, y las calles apestaban a vómito reciente y cerveza rancia. La contrapartida de todo eso eran los extravagantes bailes organizados por diversas bandas. Ian me había regalado su invitación a una de esas fiestas, donde conocí a Angela, una joven negra que estudiaba la acumulación de la riqueza en la facultad de Derecho. Al día siguiente del baile se pasó por el piso de Ian y James vestida con unos Levi’s recién lavados y una blusa roja. Llevaba el pelo recogido con una cinta, también roja. Salimos juntos al balcón y bebimos vino blanco en unas copas tan finas que apenas se atrevía uno a cogerlas. Nuestras manos se apoyaban en la barandilla del balcón a escasos centímetros una de la otra. Moví la mía hasta casi tocar la suya y luego la rocé y ella no la apartó, así que le acaricié el brazo.

–Qué agradable –dijo, todavía con la vista puesta en la calle.

Después nos besamos, sosteniendo cada uno su delicada copa de vino tras la espalda del otro. Como no sabíamos qué hacer al terminar de besarnos, nos besamos otra vez.

Poco después del Mardi Gras, cuando el Barrio Francés había recobrado su vacía y silenciosa normalidad, Donelly, un tipo más o menos de mi edad y mi estatura, se mudó al piso de al lado. Llevaba el pelo algo largo y vestía menos elegante que yo en aquella época (el tipo iba con camiseta y zapatillas de baloncesto). Coincidimos en la escalera un par de veces, comparamos los pisos –eran casi idénticos– y fuimos a comernos una hamburguesa en el Port of Call, y empezamos a salir juntos por ahí. Hacía unos cuatro años –el día de los Santos Inocentes de 1987, según dijo– le habían comunicado que tenía cáncer de piel. Los médicos le dieron un índice de supervivencia de 30/70, pero había superado varias operaciones con ánimo suficiente para, cinco meses antes de conocernos, intentar suicidarse. Desde entonces había estado ingresado en un hospital mental de Los Ángeles y ahora estaba en tratamiento oncológico en Tulane (en el currículum de Donelly, los hospitales equivalían a las universidades en el mío).

Como era de California se le daba bien el tenis, y por las tardes solíamos pelotear durante una hora (Donelly no le veía sentido a llevar la puntuación). Jugaba mucho mejor que yo, pero como yo disfrutaba peleando cada jugada y poseía una ciega determinación de triunfo (aunque no lleváramos la puntuación), estábamos igualados. Cuando, al final de nuestro primer partido, se quitó la camiseta empapada de sudor, me impresionó el aspecto de su espalda y de su pecho: eran una masa de carne lisiada y cubierta de cicatrices. Por las noches nos colocábamos o salíamos de bares, normalmente íbamos al Port of Call, pero a veces también a otros. Siempre estaba dispuesto a hablar del «cáncer y otras mierdas» por las que había pasado. Donelly vivía en casa de sus padres cuando recibió los primeros resultados positivos.

–Estaba en el cuarto de baño, afeitándome. Mi madre abrió el sobre y entró y me abrazó. Y voy y le digo: «Mamá, que me estoy afeitando».

–¿No te preocupó?

–Me jodió la vida, pero no me preocupó. No paraban de hablar de «someterme» a cirugía, de «someterme» a quimioterapia. Un fastidio. Yo nunca lo vi así. Simplemente vivía la vida. No «me sometía» a ella.

Estábamos sentados en mi balcón cuando me lo dijo, contemplando a los niños jugar en el solar vacío. Anochecía a toda velocidad.

–Entonces, ¿por qué intentaste suicidarte?

–No estaba deprimido ni nada. No tenía unas ganas especiales de morir. Simplemente no quería vivir más.

Se había pasado la noche metiéndose coca. Luego se sentó en el coche a beber cerveza y escuchar cintas, bastante contento, mientras un tubo conectado con el de escape llenaba el interior del vehículo de monóxido de carbono.

Había oscurecido, todavía hacía calor. Ya no veíamos jugar a los niños, pero oíamos sus voces.

–¿Qué pensaron tus amigos?

–Creo que pensaron: «Típico de Donelly».

Los médicos del psiquiátrico sintieron tanta curiosidad como yo. Se habían encontrado con numerosos intentos de suicidio, pero nunca con un caso como aquel. En busca de pruebas, le preguntaron si podía ser alcohólico.

«Espero que sí –les respondió Donelly–. Con la de esfuerzo, tiempo y dinero que le he dedicado…»

No le importaba nada. Todo le daba igual, y sin embargo, al mismo tiempo, poseía una enorme capacidad para la amistad. Era considerado, generoso (no trabajaba pero siempre tenía dinero), jamás imponía su presencia pero siempre estaba dispuesto a venir cuando le proponía ir a tomar una copa o a comer algo. Si alguna vez llamaba a su puerta, siempre lo encontraba en la cama, bebiendo cerveza o viendo la tele. Nunca leía –ni siquiera la prensa– y nunca se aburría. Dedicaba todo su tiempo a ser él mismo, a ser americano, a ser Donelly.

Un fin de semana que recibió la visita de sus padres, Angela y yo fuimos en coche a Mississippi. Angela había estado un tiempo fuera, en casa de unos amigos de la Costa Este, y hacía varias semanas que no nos veíamos. Además, aunque nos habíamos enrollado muchas veces, todavía no nos habíamos acostado. Yo confiaba en que ocurriera en el curso de lo que denominé nuestra «caravana por la libertad». Angela no sabía a qué me refería. Hace diez años de todo esto; por entonces no dejaba de sorprenderme la cantidad de cosas que la gente ignora. Es una de las cosas que tiene viajar, una de las cosas que aprendes: en el mundo hay mucha gente, gente incluso con una buena educación, que no sabe gran cosa, y en realidad no importa.

Cruzamos las llanuras de Louisiana, pasamos por escenarios de Walker Evans y por delante de montones de casas pobres, que se volvieron más pobres a medida que nos acercamos a Mississippi. Si conducíamos despacio la gente dejaba lo que estaba haciendo –incluso cuando no hacía nada– y miraba cómo pasábamos. El cielo estaba plomizo y húmedo, encenagado de nubes. Yo esperaba vagamente que fuésemos víctimas del racismo, que un garrulo blanco con gorra de béisbol nos arrojara una piedra al parabrisas como quien no quiere la cosa, pero todas las personas con que nos topamos –básicamente trabajadores de gasolinera– parecían demasiado cansadas y corteses para fijarse en nada salvo la marca del coche que conducíamos.

Nos registramos en un motel de Jackson y comimos en una cafetería con neones en las ventanas donde servían generosas raciones de comida casera. Después de cenar regresamos al hotel. Se me había olvidado coger condones. Había comprado en Nueva Orleans, pero para entonces ya resultaba evidente que no nos importaba, o al menos no lo suficiente.

–Como tengas el sida, te mato –amenazó Angela, guiándome hacia su interior–. Y no te corras dentro.

Concluida la relación sexual –naturalmente, me corrí en su barriga–, permanecimos acostados en la casi total oscuridad de Mississippi, con los faros de los coches barriendo el techo mientras escuchábamos el televisor de la habitación contigua.

–¿Te habías acostado antes con una negra?

–Sí.

–¿Con cuántas? –preguntó, aliviada.

–Dos. ¿Y sabes lo más curioso?

–¿Qué?

–Las dos me preguntaron si me había acostado antes con una negra.

Habíamos comprado cerveza en una licorería y pasamos el resto de la noche bebiendo en la habitación, como si hubiéramos atracado una gasolinera y estuviéramos huyendo.

De vuelta en Nueva Orleans, Donelly y yo también salimos de excursión. Íbamos a los pantanos –las cosas que flotaban en el agua como maderos que llevasen miles de años a la deriva resultaron ser caimanes– o conducíamos por la ciudad escuchando rock. Una noche íbamos en coche por filmore, al este de City Park. Lloviznaba. Los limpiaparabrisas extendían borrones rojizos sobre el cristal. El neón caía sobre los charcos verdes. Un coche esperaba en un semáforo delante de nosotros, y paramos detrás. No íbamos rápido, pero se oyó un fuerte ruido metálico, una breve lluvia de cristales. Dos tipos, dos negros, bajaron del coche y se dirigieron hacia nosotros. Donelly tenía la mano en la guantera, la abrió. Los tipos comprobaron el estado de su destartalada camioneta en busca de desperfectos. No encontraron ninguno, al menos ninguno nuevo, y no parecían demasiado molestos. Donelly cerró la guantera y bajó la ventanilla. Uno de los tipos se acercó a hablar con él. Cuando olió la hierba de nuestro coche se echó a reír y Donelly le pasó el porro que estaba fumando. Luego los dos negros regresaron a su coche y nosotros, los dos blancos, seguimos nuestro camino. Por un momento me había puesto muy nervioso. En Estados Unidos eres consciente de la raza de un modo que no es posible en Inglaterra. Si te encuentras en un vecindario negro piensas: Mierda, estoy en un barrio negro, quizá no debería estar aquí. Según Donelly, los otros también estaban algo incómodos cuando bajaron del coche.

–Por eso llevo esto –dijo, abriendo la guantera y metiendo la mano dentro.

Me pasó un revólver. Yo nunca había tenido uno en las manos. Era pequeño, pesado y negro, y parecía peligroso. Se lo devolví a Donelly, que volvió a guardarlo en la guantera.

–El problema es que solo me quedan dos balas. Así que, ¿qué voy a hacer si intentan joderme tres tíos?

No supe qué decir. Soy inglés y, por consiguiente, no estaba familiarizado con las armas.

–Dos balas –repitió Donelly, meneando la cabeza.

–Tal vez deberías comprar más.

–Tienes razón, tío. Tengo que comprar más balas.

–Dos balas…

–Mierda, tener dos balas es como no tener nada.

–¿Para qué sirve un revólver que solo tiene dos balas?

Estaba pillándole el tranquillo a eso de hablar de pistolas y empezaba a disfrutarlo.

–Un revólver necesita seis balas.

–Tiene seis recámaras.

–Básicamente me faltan cuatro balas.

–Estás al treinta y tres por ciento de tu potencial.

–Seis menos cuatro igual a dos.

–Te quedas corto por cuatro.

–Un tío con solo dos balas en el revólver es una nenaza.

–No quería decirlo yo. Me ha parecido que podía ofenderte.

–Aunque no lo hayas dicho, sabía que lo estabas pensando.

–Si fuera tú, iría mañana a la tienda a por balas. Nada más levantarme.

–¿Sabes qué voy a hacer en cuanto llegue?

–Vas a comprar cuatro balas.

–Hasta es posible que compre seis.

–Buena idea.

–Así tendré dos de sobra.

–Dos de sobra exactamente.

Aparcamos ante nuestro edificio y echamos a andar a buen paso –llovía más fuerte– hacia el Port of Call. La guerra del Golfo había terminado y el ambiente en el bar era más bullicioso que nunca. Nos sentamos a la barra. Donelly se había acostado con la camarera con la que yo había intentado entablar conversación, y la chica nos invitaba a copas. Yo tenía hambre y pedí una hamburguesa; Donelly ya había cenado pero pidió otra. Nos habíamos colocado antes; ahora, con la bebida, nos estábamos rematando. Me habló de su temporada en el ejército. Había estado destinado en Berlín, donde había vendido información secreta a los soviéticos de forma regular con un colega. De modo que habían acabado con tanta pasta que tenían problemas para gastarla. Pasaban el fin de semana en París con bellas putas francesas que cobraban mil pavos la noche. Donelly también había comenzado a hacer progresos en su hábito de consumir cocaína, que se había descontrolado en Los Ángeles.

–¿Tenías remordimientos?

–¿Por qué? ¿Por patearme la pasta en coca y putas?

–No. Vender secretos al MI5… o sea, al KGB.

–Era dinero fácil.

–A mí me parece traición.

–Es que lo era, tío.

Donelly siempre me contaba cosas así, cosas sobre la poca confianza que merecía –sobre lo traicionero que era–, pero a mí jamás se me ocurrió no fiarme de él, no creerme lo que me contaba. Y no solo eso: a su modo, parecía una de las personas más dignas de confianza que había conocido, alguien a quien podía confiarle cosas –tampoco tenía qué confiarle– sin miedo a que me traicionara. Todo lo cual significa, supongo, que era mi amigo. Al haber vivido en muchas ciudades, en muchos países, me he acostumbrado a trabar nuevas amistades a una edad en que mucha gente vive de las menguantes reservas de las amistades acumuladas durante la universidad, cuando tenían diecinueve o veinte años. Es una de las cosas de mi forma de vivir que más feliz me ha hecho y, tal vez, la única razón por la que cuento esta historia –que no es una historia– es para dejar constancia del simple hecho de que en Nueva Orleans, una ciudad en la que apenas conocíamos a nadie, Donelly y yo nos hicimos amigos.

–Todavía estoy pensando en las balas –me dijo después de acabarnos las hamburguesas y pedir unas cervezas.

–Lo sabía. Lo he notado.

–Podría comprar diez: cuatro y seis.

–Dos juegos de seis.

–Pero no necesito tantas.

–Pues quédate con seis. O sea, compra seis.

–Dos más cuatro.

–Igual a seis.

–Más dos de recambio.

–¡Bingo!

Mi estancia en Nueva Orleans estaba llegando a su fin. Me esperaban en Santa Cruz, donde había subarrendado un piso a un amigo que salía unos meses de viaje. Justo cuando empezaba a tener una vida, llegaba la hora de irse. Como suele ocurrir, la perspectiva de una marcha inminente se manifestó en la necesidad abrumadora de comprar cosas. En esa etapa de mi vida no llevaba sandalias, pero debido a la insistencia de Donelly me compré unas Teva que me iban como un guante, como un guante para cada pie (lo que significa, supongo, que me iban como dos calcetines). También me compré unas gafas de sol graduadas que hacían que el mundo brillara con una claridad y una luminosidad rosáceas que jamás había visto.

Donelly también estaba planteándose ir al oeste, pero no demasiado al oeste. Estaba seguro de que si volvía a Los Ángeles se mataría. Pensaba más bien en Las Vegas, que quedaba «al oeste de Nueva Orleans pero no tan al oeste como Los Ángeles».

–Eso –dije–. Exacto.

Donelly tenía amigos allí, en Las Vegas. De vez en cuando hablábamos de colaborar escribiendo un libro sobre su vida. El «rollo del espionaje» le confería un considerable potencial comercial al proyecto, pero yo imaginaba una especie de parábola, una parábola sin lección ni moralina, una parábola de la que resultaría imposible aprender algo ni extraer conclusión alguna. Me apetecía hacerlo, y a él también.

Angela y yo nos acostamos varias veces más antes de regresar de la caravana por la libertad, pero no fue nada. Nos habíamos visto tan poco que la transición entre verse y dejar de verse resultó casi imperceptible. Quizá había empezado a contagiárseme parte de la indiferencia de Donelly por la deriva de las cosas. Aunque empezaba a sospechar que no era lo único que se me había pegado. No me encontraba demasiado bien: notaba una quemazón, ligerísima, al orinar.

La noche antes de irme, Donelly y yo nos colocamos y nos sentamos junto al Mississippi (dicen que es algo muy poco recomendable de noche). La luna estaba casi llena. No era estrictamente una luna llena, pero sí lo suficiente. Le conté a Donelly lo del tren de mercancías al que me habría gustado subir.

–Tendrías que haber subido, tío –me dijo.

–Lo sé. En su defecto, lo escribí.

–La noche que intenté suicidarme, casi lo dejo estar. No me apetecía tanta molestia. Luego pensé: Qué coño, puedes sentarte a beber en el coche cualquier noche. Fue algo así como: Venga, hombre, adelante.

–¡Qué fuerza de voluntad!

Los petroleros pasaban de largo, cargados de lenta determinación, entre nosotros y las grúas de Algiers, en la otra orilla. No había niebla, pero el ruido de las sirenas forma parte de cómo recuerdo la escena. De vez en cuando, las nubes tapaban la luna casi llena de camino al mar. El río no parecía un poderoso dios marrón; solo parecía un río enorme, tan viejo y pesado que hacía ya mucho tiempo que había perdido todo interés en llegar al golfo de México o a cualquier otra parte. Solo el peso de la implacable costumbre lo empujaba hacia delante.

A la mañana siguiente Donelly me llevó en coche al aeropuerto y cogí un avión a San Francisco y un autobús hasta Santa Cruz. La sensación de quemazón al orinar había empeorado. Fui a una clínica y me recetaron antibióticos para la clamidia.

Donelly y yo charlábamos por teléfono de vez en cuando, pero los planes de escribir un libro juntos quedaron en nada: la novela en que estaba trabajando me llevó más de lo que esperaba (de hecho, nunca llegué a terminarla). Fuimos perdiendo el contacto poco a poco.

No hace mucho me enteré por un amigo de que Ian y James habían muerto. Lo último que supe de Donelly fue que vivía en Las Vegas. Cuando intenté telefonearle, hace ya varios años, el número no estaba disponible. No tenía ninguna dirección suya –hablamos de antes del correo electrónico– y no sé por dónde anda. Me he mudado varias veces desde que estuve en Nueva Orleans, y no sé si Donelly ha intentado ponerse en contacto conmigo. De vez en cuando pienso en tratar de localizarle, pero no tengo ni idea de cómo hacerlo. Podría estar en Los Ángeles, podría estar en cualquier parte. Lo más probable es que a estas alturas ya se haya volado los sesos.