Por razones en las que ahora no vale la pena entrar, hubo un tiempo en que creía que el único modo en que iba a escribir un libro que prácticamente había perdido toda esperanza de escribir era irme a vivir a Detroit. La idea para el libro se me había ocurrido en Roma; iba a tratar sobre las ruinas de la Antigüedad clásica, pero gradualmente yo mismo me había ido convirtiendo en una ruina. Era incapaz de leer, escribir o hacer cualquier cosa que exigiese mantener la atención. Estaba constantemente distraído, ya fuera por una causa o por otra. Todas las cosas competían entre ellas y se desmerecían. Nada me satisfacía, nada daba el nivel. Si estaba fuera, quería estar dentro; si estaba dentro, quería estar fuera. En los peores momentos pensaba: Me sentaré, y entonces, en cuanto me había sentado, pensaba: Me levantaré, y en cuanto me había levantado, quería sentarme otra vez. Me pasaba la vida sentándome y levantándome. Tenía la impresión de estar convirtiéndome en Troy, el pobre chaval cuya inquietud me había proporcionado tantas diversiones en el santuario. Nunca me estaba quieto. Incluso cuando conseguía sentarme, incluso si me sentaba y llegaba a la conclusión de que estar sentado era exactamente lo que quería hacer, a los pocos segundos se me ocurría otra cosa que haría todavía más satisfactorio estar sentado. Decidía que quería complementar el estar sentado con una taza de té o leyendo un pasaje en particular de Yeats o escuchando algo de música y, por tanto, quizá a los treinta segundos de haberme sentado, volvía a levantarme y me dirigía a la cocina a preparar un té o al despacho a distraerme con otra cosa y me embarcaba en otra tarea vana que enseguida abandonaba, de tal modo que para cuando regresaba al sofá, el momento –el momento de disfrutar estando sentado– había pasado y ya no me apetecía sentarme y volvía a levantarme, y me dirigía al baño a comprobar si había cerrado bien el grifo. O iba a la cocina y abría la ventana, luego la cerraba y en su lugar abría la ventana del comedor… después cerraba la del comedor y abría la de la cocina. O descolgaba el teléfono para comprobar si lo había colgado correctamente la última vez que había levantado el auricular para comprobar si lo había colgado bien. Hasta tal punto me había acostumbrado a este estado de distracción en serie que apenas le prestaba atención. Entonces me topé con un pasaje de Sombras en la hierba en el que Isak Dinesen reproduce la descripción que un pintor hace de la crisis nerviosa que sufrió durante la Primera Guerra Mundial: «Cuando estaba pintando un cuadro… pensaba que tenía que cuadrar mi cuenta bancaria. Cuando estaba cuadrando la cuenta bancaria, pensaba que debía salir a pasear. Y cuando, dando un largo paseo, me había alejado varios kilómetros de casa, comprendía que en aquel momento debería estar ante el caballete. Estaba constantemente a la fuga, en el exilio en todas partes».

No por primera vez comprendí que continuaba funcionando –más exactamente, que continuaba funcionando mal– mientras era presa de alguna neurosis de guerra interna o estrés pretraumático, que había vivido en medio de una crisis nerviosa constante sin ni siquiera ser consciente de ella, que, de hecho, me había derrumbado. Y lo digo en el sentido más literal posible. Estaba hecho pedazos, roto. No podía concentrarme. Cada día se partía en mil pedazos. Un día no constaba de veinticuatro horas sino de 86.400 segundos, y estos no se sucedían en orden –no formaban palabras y frases como hacen las letras– y, en consecuencia, no tenía tiempo de hacer nada. Mis días se componían de impulsos que nunca devenían actos. Diez horas no bastaban para hacer nada porque en realidad no eran diez horas, eran solo miles de millones de trocitos de tiempo, cada uno demasiado pequeño para hacer algo con él. Esa debía de ser la razón por la que a menudo iba de una habitación a otra comprobando que todos los relojes marcasen exactamente la misma hora y a veces regresase al punto de partida porque no había tenido en cuenta lo que tardaba en llegar de la cocina al dormitorio pasando por el comedor y el despacho. En mi cabeza había una estampida, solo que lo que ocurría en mi cabeza era peor que una estampida. Una estampida ocurre cuando un grupo de animales se mueve en una dirección; la mía era una estampida en la que cada animal corría en todas direcciones. La teoría del caos, el bing bang, la entropía… todos esos conceptos físicos, esa química primaria o lo que fuera, todo ello ocurría a la vez en mi cabeza. Al menor contratiempo, me cegaba el pánico. No tenía ataques de pánico: vivía en un estado de pánico continuo. No era que no lograra concentrarme: estaba en las garras de algo que era lo contrario a la concentración, una fuerza centrífuga que creaba una sensación irresistible de dispersión.

Solo cuando se me ocurrió la idea de vivir en Detroit mis esperanzas de escribir un libro sobre la Antigüedad clásica revivieron. En cierto sentido acerté con mi presentimiento, puesto que nunca me mudé a Detroit y abandoné toda esperanza de escribir un libro sobre la Antigüedad clásica… pero en pleno período de distracción en serie visité brevemente la ciudad para cubrir el primer Festival de Música Electrónica de Detroit.

El viaje empezó de la peor manera posible. Tenía las maletas hechas y estaba listo para salir… pero no encontraba las gafas de sol. Miré en todas partes. Desandé mentalmente todos mis pasos, telefoneé a lugares donde era muy poco probable que me las hubiera dejado, aunque sabía que no me las había dejado en ninguno de ellos. Para cuando desistí de buscarlas, el piso estaba hecho un desastre y no había forma de negar la verdad pura y dura: había perdido las gafas de sol. Decir que para mí fue un golpe sería quedarse muy corto. Adoraba aquellas gafas de sol. Los cristales graduados estaban polarizados y tintados de un rojo onírico que hacía que todo fuera mejor –más claro, más flipante, más brillante– de lo que jamás sería sin ellos. Las había encargado hacía una década en Nueva Orleans y prácticamente todo lo que había visto desde entonces a la luz del sol había sido a través de ellas. No me interesan los recuerdos –no tengo cámara de fotos–, pero necesito, absolutamente, ser capaz de entrar en ese espacio onírico que consigue que todos los lugares del mundo se parezcan un poco. Sin ellas, Detroit –y no solo Detroit, el mundo– sería un lugar gris y deprimente.

Había evitado perder aquellas gafas de sol en incontables situaciones en las que muy fácilmente podrían haberse extraviado. Había dado varias vueltas al mundo con ellas y nunca había estado a punto de perderlas. Me las había puesto en Miami, Roma, Camboya, Indonesia, Tailandia, París, Black Rock City, Libia… Quizá no las llevara todo el tiempo, pero en cada uno de esos lugares me las había puesto en algún momento. Sería exagerar muy poco decir que nunca las había perdido de vista. Fueron esas gafas de sol las que me permitieron formular mi regla básica para conservar gafas: si no están en tu cara, mételas en la funda. Predicaba con el ejemplo. Me anticipaba a situaciones en que podría perderlas y adecuaba mis planes a ellas. Nunca había cuidado nada como cuidé aquellas gafas de sol. Y luego, en algún lugar de Inglaterra, las perdí. ¿Cómo había pasado? No tenía ni idea. Si supiera cómo había pasado habría sabido dónde coño estaban, ¿no? Me las habían quitado.

El cuento tiene su moraleja. O quizá no una moraleja, un hecho irrefutable. Las cosas se pierden. Simplemente desaparecen. Pones todos tus sentidos en no perder algo y aun así, por increíble que parezca, contra todo pronóstico, lo pierdes. Cuanto más codicias algo, más seguro es que lo perderás, y más devastadora será la pérdida cuando se produzca (y se producirá). De modo que así estaban las cosas, así era el mundo –deslumbrante, desenfocado, crudo, borroso– por el que vagaría como un fantasma. Ninguna fotografía podría mostrar el mundo tal y como yo lo veía a través de aquellas gafas de sol. Su pérdida fue devastadora. Desde entonces he probado otras gafas, pero ninguna posee su particular profundidad y claridad. Llevarlas era como tomarse una droga que desvelara al instante la sublimación psicodélica. Nunca volvería a ver el mundo como lo veía con aquellas gafas de sol.

No eran solo unas gafas de sol, comprendí mientras conducía del aeropuerto de Detroit al hotel, eran un modo de mirar el mundo, una sensibilidad, casi un estilo de vida.

A la mañana siguiente, recuperado pero todavía lamentando la pérdida de las gafas de sol, me dirigí en coche al Detroit Institute of Arts, un resplandeciente edificio lleno del botín de los años dorados de la Ciudad del Motor. La principal atracción del lugar era una gran muestra de autorretratos de Van Gogh, en algunos de los cuales se parecía sorprendentemente a Kirk Douglas, y todos ellos, incluso los más tristes, eran coloridos como el día más feliz de toda la historia del arte. Tuve la sensación de que ya había visto la mayoría de ellos en diversos museos repartidos por el mundo, en particular en Ámsterdam (no solo la vez que estuve con Dazed y Ámsterdam Dave, cuando se nos fue la olla con las setas, sino en otras visitas). Además de autorretratos es posible que hubiera cuadros de flores amarillas. De hecho, ahora que lo pienso, no estoy seguro de que fuera una exposición de autorretratos. Quizá se tratara de una exposición de cuadros de Van Gogh pertenecientes a la Colección Nosequé de Nosedónde, un número considerable de los cuales eran autorretratos. Tampoco importa. No fue Van Gogh quien me salvó la tarde, sino Frederic Edwin Church. El cuadro se titulaba Siria junto al mar (1873) y mostraba unas columnas antiguas en ruinas bañadas por la luz elegíaca del sol vespertino. Una leyenda explicaba que el cuadro describía «una civilización en ruinas que sucumbe a las fuerzas de la naturaleza. Los edificios cayéndose, invadidos por la vegetación, simbolizan el poder de la naturaleza sobre la humanidad y sus estructuras».

Tenía el cuadro muy presente mientras conducía desde el Instituto de Bellas Artes hacia la Estación Central de Michigan, cerca de donde antes estaba el estadio de los Tigers (las direcciones en Detroit rigen su propio tiempo verbal: todo está donde antes estaba otra cosa). Se me ocurrió que quizá hubieran adquirido el cuadro de Church con algún motivo a lo Dorian Gray en mente –la ruina de la ciudad pintada como garantía de la prosperidad eterna de la Ciudad del Motor–, pero resultó que se trataba de una alegoría o profecía sobre la decadencia y caída de Detroit, decadencia y caída ejemplificadas por la Estación Central de Michigan.

La estación ferroviaria se construyó en 1913. Es un edificio neoclásico enorme, de quince o dieciséis alturas, una terminal cuya función ha llegado al final de su destino. Columnas corintias flanqueaban la entrada principal. Todas las ventanas estaban rotas, como sugiriendo que la energía que le quedaba al edificio –que aún era mucha– se invertía en vigilar su abandono. Aparqué delante de la estación y me acerqué a pie a una pareja que estaba sacando fotos.

–Ah, pues estábamos sacando unas fotos –dijo la mujer– con la esperanza de que alguien aparcase justo aquí y nos plantase un manchurrón blanco en medio de la imagen.

Miré mi coche. Lo había aparcado en un sitio de lo más idiota, pero ansioso por entablar conversación, dije:

–Pues, de hecho, lo he aparcado ahí por ustedes.

–¿De veras?

–Recordarán que en los cuadros de Caspar David Friedrich suele haber una figura solitaria, un monje, por ejemplo, frente a una abadía en ruinas o, en su ejemplo más famoso, en medio de una playa. Esa pequeña figura sirve de centro para los anhelos insondables del romanticismo alemán. En el caso de las ruinas postindustriales, una figura humana no resultaría adecuada, pero un coche, un Ford blanco en este caso, podría ser justo lo que necesitan, tanto desde el punto de vista simbólico como compositivo.

Acababa de salir del Instituto de Bellas Artes y esa clase de discurso se me antojaba de lo más natural. Aunque me había permitido entrar en el terreno de lo intelectualmente elevado no había conseguido recuperar el terreno perdido de la cortesía más elemental.

–Ya sé –añadí –. Voy a cambiar el coche de sitio.

Cuando regresé, los fotógrafos no tuvieron inconveniente en tomarse un descanso y explicarme qué los había llevado hasta allí.

–Imagine cómo era esto durante la Segunda Guerra Mundial –dijo el tipo–. La cantidad de hombres y equipamiento que entraba por aquí. La escala de la operación. La gente, los coches y los camiones. Los trenes…

Intenté imaginar todo aquel trajín, pero no pude.

–Las ruinas no invitan a pensar en cómo eran en su apogeo, antes de convertirse en ruinas –dije–. El Coliseo romano o el anfiteatro de Leptis Magna nunca han sido otra cosa que ruinas. Son ruinas eternas. Aquí ocurre lo mismo. No es posible que este edificio haya tenido un aspecto más magnífico que ahora, rodeado de su propio silencio. Las ruinas no te invitan a pensar en el pasado, te dirigen hacia el futuro. El efecto es casi profético. Así acabará el futuro. Así es como ha acabado siempre el futuro.

Si semejante despliegue de elocuencia y sabiduría sorprendió a los fotógrafos, no lo dejaron traslucir. Asintieron como si les pareciera de lo más natural que alguien aparcara el coche y les soltara un análisis de tamaña complejidad y sutileza sin ni siquiera pedir permiso. Por supuesto, eran las ruinas las que hablaban. Yo me limitaba a repetir como un loro cosas que había escrito sobre las ruinas en el libro cuya escritura había abandonado, pero los fotógrafos no podían saberlo y me sorprendió que se lo tomaran con tanta calma.

La estación estaba enmarcada y –debido a las ventanas rotas– penetrada por el cielo: un cielo del Medio Oeste en concreto, un cielo de la pradera, un cielo que se sentía a gusto con la enormidad, un cielo que parecía haber dado la vuelta al mundo un par de veces, un cielo con más kilómetros aéreos recorridos de los que jamás conseguiréis reunir. Pasó un avión. Si hubiera tenido una cámara, pensé para mí, habría incluido el avión y mi coche blanco en una fotografía de la estación de tren, incorporando así una reflexión sobre los medios de transporte. Estuve a punto de contárselo a los fotógrafos. En su defecto, les pregunté si conocían la obra de Camilo José Vergara, que había fotografiado el edificio ante el que nos encontrábamos. No, dijeron, no la conocían. Me sorprendió. Había dado por hecho que seguían el camino de Vergara, igual que yo. Aunque estaba en Detroit para cubrir el Festival de Música Electrónica, había llegado con tiempo para ver en carne y hueso (en piedra) sus fotografías de la ciudad en ruinas, para ver los lugares que Vergara había visto.

Vergara quiere preservar partes del centro ruinoso «como una acrópolis americana, es decir, permitir que el actual cementerio de rascacielos se convierta en un parque de ruinas maduras». El problema son los edificios que continúan degradándose, cuando empiezan a caer fragmentos desde veinte pisos de altura. Para Vergara se trata de un mero detalle administrativo –la observación periódica identificaría los puntos problemáticos y los repararía antes de que causaran daño– en el esquema más amplio de la destrucción: «Es probable que el revestimiento de estos edificios tardase siglos en desprenderse. Durante el proceso de desprendimiento, emergerían nuevos y sorprendentes aspectos de sus esqueletos semicubiertos que abrirían nuevas perspectivas». Y esto, insiste Vergara, no es incompatible con planes para reurbanizar el centro, que podrían organizarse «alrededor de las ruinas, como en Roma».

Por desgracia, este plan «es considerado por muchos, en el mejor de los casos, como insensato y, en el peor, como una broma cruel». Personalmente, yo lo consideraba una idea excelente, y mi itinerario durante los días previos al festival vino determinado en gran medida por la ruta trazada por las fotografías de Vergara. Las megarruinas como el hotel Book-Cadillac y el Statler Hilton adquirían la importancia de hitos como el Empire State Building o la Estatua de la Libertad para quien visita Nueva York por primera vez. Por consiguiente, después de dejar a mis amigos fotógrafos –que dieron muestras de querer que los dejaran a lo suyo, a salvo de los sermones de un sabelotodo al que no conocían de nada– conduje hasta la vieja planta de Ford en Highland Park. Desde allí seguí hacia Brush Park, unas manzanas al norte del nuevo estadio de los Tigers, junto a la avenida Woodward.

A finales del siglo XIX, Brush Park había sido la zona más rica de la ciudad; ahora era una zona de mansiones victorianas abandonadas. Casas y restos quemados y saqueados de casas eran tan escasos que toda la zona poseía cierto aire rural, espacioso. La vegetación había trepado por muchas de las paredes –exactamente como lo había pintado Church–, camuflándolas. Aparcada en la hierba, una furgoneta a rayas de cebra se sumaba al aspecto de parque safari de barrio. Había un colchón tirado en la acera. Acostumbrado a una vida de indolencia, se lo veía particularmente mal preparado para vivir en la calle. Daba la impresión de que, empapado como estaba, perdería el relleno en cuestión de días. Después de lo cual se desintegraría rápidamente. Unos cuantos vagabundos se habían reunido en torno a unas hogueras. El humo se movía a la deriva, como las nubes. Un viejo caminaba apoyándose en un par de muletas, con una pierna amputada a la altura de la rodilla. Otra persona estaba sentada en un portal leyendo un periódico con la concentración de un erudito descifrando jeroglíficos. Era una escena apacible. Yo, con la sensación de llamar tanto la atención como un inversor, cerré el coche con llave y me dirigí a la tienda de la esquina –George’s Market–, que, por increíble que parezca, seguía abierta. Compré una lata de Coca-Cola y volví a la calle. Media hora antes, en Highland Park, había leído una placa que explicaba que el primer Modelo T de Ford había salido de la cadena de montaje en 1913. En 1925 se fabricaban nueve mil al día, marcando «la pauta de abundancia de la vida en el siglo XX». Ahora, en el siglo XXI, estaba sentado en un bordillo del gueto de Brush Park bebiendo Coca-Cola y viendo a la gente empujar el carrito de la compra como si el mundo fuera un enorme supermercado vacío donde no quedara nada que comprar (salvo en George’s Market, el último puesto avanzado del progreso). ¿Cómo eran esos versos de Blake (que encontré en el ejemplar de su poesía completa del Santuario)? «La sabiduría se vende en el desolado mercado donde nadie va a comprar.» No obstante, George hacía su agosto. No paraba de entrar y salir gente, cambiando dinero por botellas de sabiduría garantizada al cien por cien. Salvo que no era sabiduría lo que obtenían, sino su primo no recordado, el olvido.

«Por debajo de todo, el deseo del olvido fluye.»*

Miré al tipo concentrado en el periódico, a otro que se tostaba las manos sobre una hoguera (no hacía frío, pero superado cierto grado de abandono, uno nunca pierde la ocasión de calentarse), y pensé que no me importaría nada acabar como cualquiera de ellos. En realidad, no importa lo que te pase en esta vida. ¿Qué me diferenciaba de aquellos viejos inofensivos? Todo y nada. Obviamente estaba el coche alquilado, con el que en cualquier momento podía regresar al lujo del hotel Pontchartrain o al aeropuerto; desde allí, en términos de opciones de viaje, el cielo era el límite. Pero si hubiera podido tomarse una muestra comparativa del estado de nuestras almas, de nuestros corazones, no estoy seguro de quién habría salido mejor parado.

Me sentía un poco Rey Lear, supongo, sentado en el monte urbano de Brush Park, pero en aquel momento parecía que casi no hubiera diferencias entre nosotros. ¿Quién era más feliz? ¿Y qué otro indicador de vida existe si no la simple capacidad de ser feliz? «¿Qué quieren las personas que visitan la Zona?», pregunta el Escritor en Stalker. «Por encima de todo, felicidad», replica el stalker. Cuando le preguntan qué clase de gente deja pasar la Zona, responde: «Creo que deja pasar a los que han perdido toda esperanza; buenos o malos, pero desdichados». Así pues, teníamos más o menos las mismas probabilidades de entrar en la Zona. Salvo que, allí sentado, cavilando sobre mi propia desdicha, era bastante feliz. Pero ese titileo de felicidad era como el roce del sol un día de invierno. Sales del sol y te hielas, y no puedes hacer nada para entrar en calor salvo –habíamos completado el círculo– tostarte las manos en una hoguera. Bajo este brillo superficial de felicidad subyace la fría geología –compacta, densa– de la desesperación. Creo que por eso me sentí contento, en calma. Ya no pateaba las cosas, ya no me esforzaba por ser feliz ni luchaba por liberarme del peso no especificado de lo que fuera que me aplastaba (¿el yo?). Una parte de mí envidiaba a los tristes despojos que habían terminado, por completo, con todo lo que una vez habían confiado en conseguir. Me habría cambiado por ellos al instante… solo que probablemente no lo habría hecho.

El domingo por la mañana –el segundo día de los tres del FMED– llovió. Obviamente, aquel tiempo supuso una decepción para todos: a los organizadores y a los artistas les afectaría más que al público, pero me costó convencerme de que a alguien le afectaría más que a mí. Cuando mi novia y yo habíamos roto, me había sentido al borde de una vida de soledad. Ya no me sentía así; ahora me sentía en mitad de una vida de soledad. Mi confianza llevaba varios años por los suelos. Debería haber sido feliz –me pagaban por estar allí–, pero la felicidad no responde a ese tipo de imperativo; no sirve de nada decirte que deberías ser feliz.

Como cualquiera que viaje por negocios, en el avión albergaba grandes esperanzas de enredarme en alguna aventura sexual en Detroit. Las circunstancias difícilmente podrían haber sido más propicias: gastos pagados y alojamiento en el Pontchartrain, un hotel de negocios junto a la carretera que conducía a un festival tecno que atraería a jóvenes ravers puestas de éxtasis de todo el Medio Oeste, probablemente de todo el país, posiblemente de todo el mundo. La situación perfecta. En resumen, tenía muchos puntos a mi favor pero al mismo tiempo ninguno, y además el primer día de festival se habían torcido varias cosas.

El festival se celebraba en la plaza Hart, en el corazón del renovado centro de la ciudad, cerca del río, justo en la acera de enfrente del Pontchartrain, y me había acercado hasta allí a primera hora de la tarde del sábado. La música retumbaba, pero la plaza estaba desierta salvo por un semicírculo de váteres químicos ubicados de modo que cobraran el máximo protagonismo (al menos lo parecía). Había algunos puestos donde vendían camisetas, libros y cedés, y un puñado de sombrillas de cafetería que te animaban a aceptar el reto de Pepsi. En el nivel subterráneo de la plaza los puestos de comida eran sencillos, sin adornos, funcionales: nada que ver con los pañuelos hippies, los emblemas irisados de la comida sana y la subcultura vegana.

Y por fin una muchedumbre… o su ausencia. Al principio me pregunté por qué los chavales que se arrastraban por allí eran todos tan bajos. Después me percaté de que todavía no habían terminado de crecer. Algunos tenían pinta de que ni siquiera habían empezado a crecer y todos llevaban esos pantalones imposibles –igual de anchos que de largos– que caracterizan al raver bisoño estadounidense. No entendía esos pantalones: ¿por qué iba alguien a ponerse unos pantalones tan inmensos que se convertían en una especie de calzado mutante? No los vestías, los calzabas. Justo cuando acababa de ver el par más grande, holgado y largo que podías ponerte –en otras palabras, lo más de lo más–, pasaba alguien con una vela hinchada en cada pierna. Aquellos pantalones me hacían sentir viejo. Tan viejo que, después de comprarme una camiseta, regresé al Pontchartrain a tomarme un té con galletas en la habitación.

Después me di una vuelta en el People Mover, un tren elevado sin conductor que recorre el centro de la ciudad. En algunos momentos pasaba a escasos metros de las ventanas rotas y los toldos desgarrados de los hoteles abandonados. Me apeé en Grand Circus Park, una zona que parecía el epicentro del terremoto socioeconómico que había sacudido los cimientos de la ciudad. Profundamente consciente de la falta de mis gafas de sol, caminé hasta un punto desde el que se veían media docena de edificios destacados por su arquitectura –Kales, United Artists, fine Arts, Park Avenue, Statler Hilton, Wurlitzer y la torre David Broderick–, todos ellos en un avanzado estado de derrumbe. Después de medio siglo obligados a permanecer en las calles, el tiempo se había colado dentro y se había instalado en el interior de los edificios sin contribuir para nada en su mantenimiento.

Al contemplar todas aquellas oficinas vacías, el hormigón manchado de óxido y las ventanas tapiadas de vertiginosa decadencia, me convencí de que los edificios no acaban en ruinas sin más, sino que algo en ellos aspira a convertirse en ruinas. Ocurre lo mismo con las personas. El propósito de la arquitectura –incluso de la más barroca, en especial de la más barroca– y la medicina consiste sencillamente en frustrar esas ansias de derrumbe. (Quizá debería decir «disfrazar» en lugar de «frustrar».) Lo único que podemos hacer es seguir aplicando creosota, apuntalándonos en la salud y el éxito, intentando mantener a raya un poco más la lluvia, las humedades y la podredumbre, tratando de posponer el momento de derrumbe y abandono absoluto por la misma razón que retrasamos al máximo la primera bebida alcohólica del día: porque cuanto más la demoras, mejor sabe.

Pero a pesar de que aquellos edificios estaban abandonados, a pesar incluso de que ya no estaban en condiciones para acoger negocios ni viviendas ni nada, todavía no se habían derrumbado. Hasta que la dinamita o las bolas de demolición los tirasen al suelo, alargarían su existencia. Cuando todo lo demás falle, seguirán en pie, defendiendo su rincón, porque no tienen nada mejor que hacer. O no saben cuándo los han derrotado o la fuerza de la costumbre –la testarudez de la memoria– les impide actuar en consecuencia.

Cuando volví, el festival estaba muy concurrido. Los váteres químicos habían desaparecido entre la masa de personas que entraban en la plaza: viejos y jóvenes, negros y blancos, marchosos y aburridos, delgados, gordos y gordísimos. La situación había mejorado tanto que me entraron ganas –ansias, en realidad– de colocarme, pero nadie fumaba hierba, supongo que por la presencia policial. Adopté una política de tolerancia cero al respecto.

–Un festival donde no se puede fumar –me quejé a un comprensivo adolescente– no es un festival, es una feria.

De hecho, en el Pontchartrain un tipo de Illinois que también me avisó de la presencia de polis de paisano además de los uniformados me había dado una minúscula cantidad de hierba. Sin embargo, el efecto de fumar una cantidad de hierba tan minúscula fue el de darme ganas de colocarme como Dios manda y, a la vez, volverme paranoico y mucho más precavido que de costumbre. Me paseaba por el festival con una camiseta amarilla y muy realista que proclamaba MADE IN DETROIT que había comprado el día anterior buscando a alguien que fumara marihuana. Si atisbaba a alguien haciendo algo vagamente discreto, me acercaba e intentaba descubrir si fumaba hierba, pero nadie fumaba, y cada vez me desesperaba más. La mayoría del público estaba bailando, pero yo no hacía caso a la música y concentraba toda mi atención en husmear el ambiente en busca de fumadores de hierba. Una mujer de pelo oxigenado respondió a mi escrutinio con claro desdén. A los pocos minutos, un chaval con una camiseta de Plastikman me fulminó con una mirada igual de hostil. Si tenemos en cuenta que estaba en un festival, la gente no era nada simpática…

Entonces caí en la cuenta. Para ser exactos, me di de bruces con ella: me comportaba como un policía de la secreta. En mi intento de encontrar fumadores de marihuana, patrullaba el lugar como un agente de la brigada de estupefacientes. Descubrimiento que redobló mi paranoia e hizo que me sintiera todavía más fuera de lugar (en especial porque no podía esconderme tras las gafas de sol), alienado e incómodo. Estaba seguro de que la gente me señalaba por la espalda y avisaba a sus amigos de que el tipo con la camiseta nueva MADE IN DETROIT, el que fingía estar bailando, el flaco de pelo canoso, era un secreta.

Stacey Pullen cerró la primera noche del festival sampleando el discurso «Ahora es el momento» de Martin Luther King, pero para mí todavía no había llegado el momento, si es que alguna vez lo había hecho, y no parecía que fuera a llegar. Todo era trascendental, vivía un momento de importancia histórica, de hecho (King había pronunciado una versión del discurso en Detroit, en 1963, meses antes de la famosa marcha hacia Washington), pero yo me mantenía a un lado, apartado del momento en lugar de formar parte de él. La muchedumbre estaba extasiada, pero a mí –al intruso en que me había convertido– aquello me recordaba a unos juicios de Nuremberg colocados de éxtasis. De hecho, me sentí aliviado cuando la jornada concluyó y todos empezamos a abandonar la plaza Hart.

En el Pontchartrain –que normalmente estaría lleno de trajeados ejecutivos de la industria automovilística– los ascensores iban repletos de DJs, ravers, modernos: gentes en varios grados de bajón que regresaban a la habitación antes de salir para las after-parties en discotecas o habitaciones. Probablemente se trataba de la reunión más enrollada celebrada en un hotel, y yo me la estaba perdiendo a pesar de estar allí. Regresé a la habitación y me tumbé en la cama doble a beber cerveza y ver Debbie do Dallas sin volumen para que los de la habitación contigua (a los que más tarde oí echar un polvo) no la oyeran. Si eres feliz, estar solo en un hotel –con los gastos pagados, bebiendo cerveza y viendo una peli porno– roza la perfección; pero si te sientes solo y nadie te quiere, te destroza el alma. Aunque lo que estaba viendo –cosas que entraban y salían de otras cosas en generosos primeros planos– era real en el sentido de que ocurría de verdad, la estética resultaba tan poco plausible (rubias con medias y tacones, con las uñas pintadas de rojo y las tetas del tamaño de globos pequeños) que cualquier contacto humano se antojaba artificioso, falso, inalcanzable. Lo que no me impidió seguir mirando. No, fue eso lo que me empujó a seguir mirando. Nunca más volvería a mantener relaciones sexuales, me decía para mis adentros, y en parte lo pensaba porque estaba viendo porno… pero, puesto que no iba a volver a echar un polvo, nada me impedía mirar: una forma de consuelo mortificador.

El domingo por la mañana me desperté todavía más triste que cuando me había dormido (y eso que no me había masturbado). Descorrí las cortinas y descubrí que llovía a cántaros. El hotel estaba en completo silencio. Yo era el único que se había despertado tan temprano. Los demás seguían en la cama, durmiendo las secuelas de las fiestas a las que habían acudido tras el festival. La idea de desayunar en el hotel resultaba demasiado deprimente. Mientras cruzaba el vestíbulo desierto una pareja joven con camiseta y pantalones acampanados entró sonriendo, resplandecientes, con aire sereno e inocente. Salí del hotel y conduje bajo la lluvia industrial hasta el Clique, una cafetería a menos de un kilómetro por Jefferson.

Como George’s Market, el Clique estaba haciendo su agosto. La clientela masticaba con furia y el personal se deslomaba para alimentarla. Era una cadena de montaje nutritiva que producía una cantidad interminable de combustible corporal bueno y sencillo. Aunque el lugar estaba atestado, acabé en un reservado para cuatro, multiplicando así el exceso de soledad –dos camas dobles– de la habitación de hotel. El camarero se acercó a limpiar la mesa.

–¿Cómo vamos? –dijo.

–Encadenado a una rueda en llamas que mis propias lágrimas escaldan como plomo fundido –respondí–. Por lo demás, bien. Y tú, ¿qué tal?

–Tirando.

Sonrió, y realizó un estupendo trabajo limpiando la mesa. En algún momento el énfasis estadounidense en el dinero (haz bien tu trabajo o encontraremos a otro que lo haga por ti) coincide con la idea budista de hacer bien las cosas no por una posible recompensa financiera, sino por hacerle justicia a la tarea en sí. De modo que no importa si tu trabajo consiste solo en recoger platos grasientos y limpiar mesas, pones toda tu valía (unos seis dólares y medio por hora) en limpiar la mesa como si te fuera la vida en ello.

Al otro lado de la ventana jarreaba y yo seguía sentado en mi reservado, contemplando la lluvia y bebiendo a sorbos café aguado. También estaba leyendo un periódico local, el Detroit Free Press, cargado de noticias sobre el festival, que parecía estar en serias dificultades debido a la lluvia. Llegó la comida. Los huevos no estaban cuajados, el beicon crujía y las patatas con cebolla eran deliciosas, pero no podía encontrarme más abatido. Estaba en un estado de desesperación tal que, en cierto sentido, ni siquiera la sentía.

Fuera llovía. No caía una tormenta huracanada, solo una llovizna constante. La clase de lluvia que no tiene sentido cuando por fin amaina, que parece reservarse para, en caso de necesidad, seguir cayendo hasta el fin del mundo. «Fuera llovía.» Gore Vidal se ríe de los que escriben frases así, fingiéndose sorprendido o aliviado por el hecho de que no llueva «dentro». Pero aquel día en el Clique bajé la vista y vi que dentro llovía igual que fuera. El plato con restos de huevos estaba mojándose. Gotas de agua caían sobre la tostada, humedecían las patatas con cebolla. Mientras lo miraba, la lluvia arreció y me nubló la vista. Estaba llorando. No sollozaba, solo goteaba lágrimas. Y entonces, cuando comprendí que estaba llorando, sentí que corría el peligro de sollozar. Me controlé, dejé de gotear, contuve el flujo. Me comí los huevos mojados y miré la lluvia exterior, confiando en que me distraería de la de dentro. Estoy teniendo una crisis, me dije, estoy teniendo una crisis mientras desayuno. Me lo dije para tranquilizarme, para intentar familiarizarme con las circunstancias extraordinarias que me habían conducido hasta aquella lluvia interior y convertirlas en ordinarias. Ahogué los sollozos y me comí un desayuno que no sabía peor porque estuviera en plena crisis nerviosa. Cuando terminé los huevos, limpié el cuchillo con la servilleta y unté la tostada integral con mantequilla y mermelada de albaricoque. Me acabé el café. Me serené. Ya no goteaba lágrimas, pero tampoco estaba menos angustiado que en plena crisis nerviosa, crisis que todavía continuaba a pesar de que, hasta cierto punto, había conseguido recuperar el control.

Fuera el día también se despejaba, pero decidí no ir al festival hasta la tarde. En su defecto, fui a dar una vuelta en coche. Otro coche salía en ese momento del aparcamiento del Clique y lo seguí sin pensar durante varios kilómetros, sencillamente porque me gustaba la pegatina del parachoques: PAVIMENTA LA SELVA. No prestaba atención adónde me dirigía, me consolaba con el mero acto de conducir, de ver edificios que estaban aún peor que yo. Ver pornografía hace que cobres conciencia de que estás viendo algo que deberías hacer o tener, de que eres tú el que está sentado mirando; pero cuando conduces un coche solo eres un tipo al volante. No importa quién eres; podrías ser cualquiera… lo que me venía al pelo porque la última persona que me apetecía ser era yo.

Terminé en una zona al sur de la Interestatal 94, al este de la 75. No sabía cómo se llamaba aquella zona (no podía calificarse de vecindario); posiblemente no tuviera nombre. Por todas partes había ruinas de Vergara, esparcidas, entremezclando lo rústico y lo industrial. En un momento dado acabé junto a un almacén tapiado –Hoban Foods– de la calle Warren, al este de Riopelle. Cerca de allí había una planta frigorífica, una torre de agua y otro almacén, todavía en funcionamiento. La mayoría de los edificios restantes habían caído en desuso y solo almacenaban aire; tenían forma de almacenes pero ninguno de sus contenidos. A media distancia se distinguían dos agujas de iglesia y, por detrás, los relucientes rascacielos del centro reurbanizado. Por todas partes crecían hierbajos. Había parado de llover, el cielo empezaba a ser azul a trozos. Había incluso algunos árboles. Una vía férrea oxidada cruzaba la calle en dirección norte-sur. Sobre el azul del cielo, el rojo desvaído de la señal de cruce parecía un título o un pie de foto, pero no es solo su lugar en la historia de la pintura, el cine y la fotografía americanas lo que otorga a un paso a nivel vacío su especial resonancia. Había algo elemental en el encuentro entre raíl y carretera.

Cuando te encuentras con un paso a nivel en la desolación del Medio Oeste notas el placer de la inmensidad de un continente manifestándose en un lugar en concreto. Tal vez estés perdido, pero sientes que estás justo en el centro de la brújula. No se trata solo de aquella intersección entre raíl y carretera; la coincidencia de esas dos líneas orientadas a algún lugar es tan opuesta a la desolación sin dirección que sucumbes simultáneamente a una sensación de expansión enorme y de intensa convergencia.

En una ciudad ajetreada, si el ferrocarril todavía funciona y tienes prisa, frustra bastante tener que esperar a que pase un interminable tren de mercancías. Pero allí, en una calle sin tráfico, rodeado de edificios industriales abandonados, de cara a una vía por la que ya no circulaban trenes, esperé encantado, paré, aparqué y di una vuelta. Me detuve porque tuve la impresión de que el tiempo también, en el proceso de detenerme, se había parado. Quizá por eso pareciera fílmico, casi fotográfico. Si hubiera mirado lo bastante lejos quizá habría visto el último tren que había pasado años atrás y las vías oxidándose en su estela. Pero no lo hice, o al menos no durante el tiempo suficiente. El tiempo, como el tren, había seguido adelante. El presente se había convertido en pasado. De ahí la calma gravitacional de aquel lugar. Y yo no era el primero en haber respondido a él y en haberme detenido allí: junto a la rueda del coche vi un montoncito de colillas que, evidentemente, alguien había vaciado del cenicero del coche.

Mi estado de ánimo había mejorado una barbaridad. Me apetecía volver al Pontchartrain, al festival, a llenarme la cabeza con horas de tecno machacón, de no actuar como un poli, pero de momento no me corría prisa… ni regresar ni hacer ninguna otra cosa. Me gustaba estar allí. Estaba contento.

Me rodeaban hectáreas de aparcamientos y vías férreas cubiertas de basura. Cerca de mis pies había una lata de Coca-Cola que, cuando la pateé, resultó estar llena, sin abrir. Un tren de nubes avanzó hacia el horizonte. Una señal oxidada seguía esforzándose en advertir:

PROHIB O AP RCA

EN L

UNETA

Un matorral de hierbas gruesas se había aferrado a su base. De casi todas las grietas del cemento asomaba una mata de hierba verde grisácea: poco a poco, la pradera estaba regresando.