El abuelo de Kate murió en la batalla –en la cruenta batalla– de Saipán (al menos creo que era Saipán) de julio de 1943. Estuvo en la primera oleada de embarcaciones que arribó a la playa. Sobrevivió al desembarco y a la batalla subsiguiente solo para morir después a causa de una bomba-trampa cuando la isla ya había sido tomada. La invasión tuvo lugar a la mañana siguiente de una noche de luna llena. En una carta escrita durante el desembarco, le contó a la abuela de Kate que había pasado parte de la noche en la cubierta del barco. Decía que era bonito saber que la misma luna que lo iluminaba a él la iluminaba también a ella, en filadelfia. No sé si es verdad. Es decir, ¿el hecho de que en una parte del mundo haya luna llena significa que también luce llena en el resto o existe una especie de retraso cósmico? Con indiferencia de la astronomía, me gustó el modo en que –como tantos otros antes y después– el abuelo de Kate había hallado consuelo en la idea de la luna universal. Podría considerarse un cliché, pero, como señaló Borges, solo hay media docena de grandes metáforas, por tanto no sorprende que volvamos a ellas una y otra vez. En su última carta, el abuelo de Kate decía que nunca se había sentido «tan vivo» como durante la invasión y el período que siguió.
Además de cartas manchadas por el mar, se conservan también imágenes del desembarco, algunas de las primeras filmaciones en color, embebidas de la nostalgia de Iwo Jima. El abuelo de Kate no aparece en ellas, pero sus colegas sí. Se ve la estela blanca expandiéndose victoriosa detrás de las embarcaciones, la playa bordeada de palmeras, el azul «marine» –como de los marines estadounidenses– del mar. Es una grabación muda, pero el chasquido de la película girando en el proyector recuerda al zumbido de los motores, al golpear de las olas. Si lo ves en la tele, ese mismo chasquido está latente en la intensa saturación del color. Ves las olas rompiendo en la playa y a los hombres mirando al frente, con la boca seca, hacia el momento en que alcanzarán la playa y será una simple cuestión de azar si vivirán o morirán o acabarán en un punto intermedio, mutilados para el resto de sus días. Por aquel entonces el padre de Kate tenía cinco años, y me sorprende que al crecer no se convirtiera en un obseso de pelo cortado a cepillo y no dedicara toda su energía a aprenderlo todo sobre la guerra del Pacífico y las circunstancias exactas de la muerte de su padre. Pero no fue así: se convirtió en un hombre normal y amable y tuvo a Kate.
Yo llevaba un mes viajando por el sudeste asiático cuando conocí a Kate en el santuario de Ko Phangan. El santuario era un especie de complejo turístico, a dos playas de Haad Rin, accesible tanto por un agotador trayecto de dos horas a través de una jungla montañosa e infestada de serpientes como por una agradable travesía en barca de veinte minutos. Allí podías aprender poi o masaje tailandés o hacer yoga o simplemente nadar en el mar o descansar y esperar la llegada de las grandes fiestas de la luna llena en Haad Rin. Los bungalows –cabañas, en realidad– eran muy sencillos y se apelotonaban al borde de la jungla aterradora, pero la zona del bar y el restaurante, con vistas a la playa y plagada de hamacas y cojines tailandeses, resultaba idílica. Durante el día soplaba una brisa fría; el anochecer estaba iluminado por suaves faroles ambarinos. También había una biblioteca excelente con ediciones de Auden y Blake además de las lógicas obras de Castaneda y volúmenes sobre la sanación mediante el Tao.
Había llegado al santuario una semana antes de la fiesta de la luna llena en Haad Rin. Es posible que en otro tiempo no muy lejano Haad Rin fuera bonito, pero ahora lo ahogaba la fama, atestado de bellos ravers que durante el día veían películas en la tele a la espera de la noche fluorescente. Solo me acercaba hasta allí cada par de días para consultar el correo electrónico; por lo demás, no me alejaba demasiado del santuario. Tras semanas de agotador viaje cargado con la mochila y subiendo y bajando de trenes, visitando templos –en ruinas e intactos– y entrando y saliendo de pensiones un día sí y al otro también, me apetecía tumbarme en una hamaca o apoyarme en uno de esos cojines triangulares tailandeses que nunca me han parecido demasiado cómodos (incluso a Buda, tan serenamente reclinado, parece que no le importaría tener algo más de apoyo para el cuello).
La primera tarde conocí a Jake, de Austin, Texas. Como yo era muy consciente de ser un recién llegado, me alivió que se presentara y se sentara a mi lado en la playa. Jake llevaba peinado de estrella del rock y tatuajes de motorista en la espalda y los brazos (mujeres, una daga, serpientes). En realidad, en Ko Phangan casi todo el mundo estaba tatuado; uno tendía a fijarse en los que no tenían ningún tatuaje, pero de todos modos no era fácil pasar por alto los de Jake. Le pregunté al respecto y me contó lo que significaban, pero en mi opinión la mayoría no significaban nada más allá de su propia fealdad. El último que se había hecho –una rosa en llamas– era un poquito más bonito y simbolizaba la redención de las maldades que había cometido en el pasado (como cubrirse de tatuajes repulsivos). Desde entonces Jake había cambiado sus creencias de arriba abajo, me contó mientras estábamos sentados en la playa dejando resbalar la arena entre los dedos. Ahora estaba metido «en el rollo del viaje interior».
En ese sentido Jake andaba un poco a la zaga de Troy (un único tatuaje de un parajillo en el omóplato izquierdo), un tipo muy guapo y en forma que nunca se estaba quieto. Yo mismo había pasado en varias ocasiones por fases bastante trastornadas, pero ni siquiera en mis peores momentos había sido tan inquieto. Troy no se sentaba nunca durante más de unos segundos; cosa extraña, porque llevaba los dos pies vendados y resultaba evidente que le dolían al andar. También llevaba vendada la mano izquierda y, de no haber sido por la ausencia de vendaje en la derecha, hubiera sido comprensible que alguien pensara que lo habían crucificado. Siempre me despiertan curiosidad las heridas de la gente –cada cicatriz esconde una historia–, así que le pregunté qué le había pasado en los pies.
–Mal karma.
–¿Qué quieres decir?
–Me salieron ampollas.
–¿Y qué tiene que ver el mal karma?
–Recuerdos. Emergieron un montón de recuerdos.
–¿Por los pies?
–Un montón de malos recuerdos.
Dicho esto, se levantó y se marchó, en el sentido de que me dejó solo, se sentó en otro lado unos minutos y luego volvió a levantarse y a marcharse.
Cuando hablamos al día siguiente mencionó que había pasado una temporada «en el hospital». Presté más atención.
–¿Por lo de los pies?
–No, por esto –dijo, golpeándose la cabeza.
–¿Por algo que te metiste?
Tenía entendido que las noches que tocaba fiesta de la luna llena el hospital cercano contrataba personal psiquiátrico extra para los que perdían la chaveta por las setas, el ácido, el éxtasis o una combinación de las tres cosas.
–Sí.
–¿Qué tomaste?
Me gustaba oír historias sobre gente con problemas con las drogas.
–Bueno, veneno de escorpión. De todo.
Troy había participado en una especie de meditación que requería que se concentrara en la imagen de su cadáver descomponiéndose en la tierra; de ahí pasó al tai-chi kamikaze y Dios sabe a qué otras cosas: el ala extrema de todos los viajes interiores que la gente prueba cuando está en esta parte del mundo. Su maestro, un canadiense francófono, lo había conducido por ese camino, proveyéndolo de toda clase de productos chamánicos tipo ojos de tritón y lenguas de rana. Según contó Troy, llegó incluso a beberse una botella de veneno. Me imaginé una botella con una calavera y una cruz de huesos y la palabra VENENO.
–¿Por qué?
–Quería experimentar la mortalidad. La muerte. ¿Qué pasaría si me muriera? Nada. Simplemente regresaría con otra forma. Tengo recuerdos muy vívidos de ser un árbol. Una piedra. Un río. Agua. Somos agua.
–Por supuesto –dije, bebiéndome un trago de agua mineral, es decir, un trago de mí.
Superado cierto punto del viaje interior,Troy no recordaba nada. Cuando se despertó estaba en una unidad de psiquiatría.
–¿Y cómo fue?
–Bueno… pues fue… fue…
Se levantó y dio una vuelta, se sentó, se levantó y regresó. Visto que no quería o no podía proseguir con la narración, le pregunté por los estudios a los que había aludido en una conversación anterior. ¿Qué había estudiado en Estados Unidos antes de meterse en aquella locura?
–Primero, empresariales. Mi padre era empresario.
Me sorprendía lo a menudo que oía lo mismo de boca de estadounidenses. Hacían esto o lo otro porque su padre lo había hecho. En Inglaterra había conocido a gente que estudiaba en el mismo college de Oxford que su padre, pero no parecían sentir la misma obligación de hacer lo que había hecho su padre solo porque su padre lo había hecho.
–Empresariales no me gustó –continuó Troy–. No iba conmigo. Así que después me matriculé en literatura. Estudié eso.
Me encantó ese «eso»: conseguía que la literatura pareciera algo que hacías igual que harías un curso de buceo tras el que te entregasen un certificado de la Asociación Profesional de Instructores de Buceo que te cualificaba para nadar en las aguas abiertas de Melville o Conrad.
–Pero es aquí donde he aprendido mucho de verdad –prosiguió–. He aprendido sobre el dolor. Por eso estamos todos aquí, para enfrentarnos al dolor. Para sanarnos.
Yo no lo veía claro. Aunque me gustaba el ambiente del santuario –y de casi cualquier lugar alternativo de tendencia New Age–, el énfasis en la sanación se basaba implícitamente en la idea de enfermedad y herida. Y terminaba reproduciéndolas. De hecho, al mirar alrededor vi que muchos de los presentes estaban enfermos. Quizá hubieran enfermado como condición previa a la sanación. Comoquiera que lo mirases, mucha gente había terminado con problemas estomacales. Marian, una holandesa de aspecto demacrado, decía que era un método de «purificación». A mí me parecía disentería. Un día en la playa vi a una mujer vomitando en la arena. Además de los inevitables problemas de estómago, todo el mundo se cortaba los dedos de los pies en los corales o con trocitos de piedra afilados. Yo llevaba puestas las Teva siempre que podía, no me gustaba quitármelas ni siquiera para chapotear en el baño de pies que servía para limpiarte la arena antes de entrar en el santuario. Me preocupaba que me saliera una verruga o pillar algunos de los malos recuerdos que a Troy le habían emergido por los pies. (Durante un tiempo consideré la posibilidad de escribir un relato sobre alguien que absorbe los recuerdos ajenos, recuerdos de sus amistades y de las cosas que les han pasado, recuerdos que se han entretejido con los suyos; luego caí en la cuenta de que la persona era yo y de que ya había escrito varios relatos así.) También me tomé grandes molestias para no enfermar y para evitar un accidente como el que sufrió el pobre Gareth, a quien le había picado una medusa.
Gareth era un inglés torpe, tímido e intenso que se había adentrado nadando en un pequeño banco de medusas. A pesar de ser buen nadador –después me contaría que ambicionaba cruzar a nado el canal de la Mancha–, decía que casi se había ahogado por culpa del shock. Todavía seguía aturdido, pero era la clase de tipo que probablemente habría parecido aturdido de todos modos. Como parte de la convalecencia, permanecía tumbado en una hamaca casi todo el día, leyendo a Blake, los libros proféticos. También jugaba mucho al ajedrez con Jake, que, según reconocía Gareth, era uno de los mejores ajedrecistas con los que se había topado. Jake era un maestro del ajedrez carcelario, carecía de sofisticación pero confundía a jugadores más avezados técnicamente con su agresividad despreocupada y recurriendo en ocasiones a movimientos al borde de la legalidad. Gareth, en cambio, era un trabajador ceñudo y sopesaba sus opciones con una concentración cargada de aprensión.
Había bastantes personas a las que les gustaba jugar al ajedrez y varias más que disfrutaban jugando al backgammon, que también se le daba bien a Jake. Una vez me preguntó si me apetecía echar una partida y le expliqué que no me gustaba hacer nada que requiriera concentrarse. Ni siquiera hacía yoga. Prácticamente era el único. Un montón de gente hacía yoga incluso mientras en realidad no lo hacía. Estaban siempre estirándose o doblándose o simplemente sentándose en posturas bastante exigentes. Todo el mundo tenía un porte perfecto y caminaba como si la gravedad fuera una opción en lugar de una ley. Deseé llevar años practicando yoga –de hecho, llevaba años deseando llevar años practicando yoga–, pero era incapaz de empezar. Al final ya ni siquiera leía, solo holgazaneaba por ahí, fumaba hierba o charlaba con tipos como Wayne, un personaje de Robert Stone que estaba escribiendo unas memorias sobre la vida en Estados Unidos en los años sesenta y setenta. Como en los bungalows del santuario solo había electricidad entre las seis de la tarde y las once de la noche, Wayne pasaba la mayor parte del día esperando a que se cargara el portátil.
–¿Sabes cómo me libré del reclutamiento? –me preguntó durante uno de esos largos interludios sin corriente.
Cuando negué con la cabeza me dedicó un saludo militar. A lo largo del borde de la mano derecha llevaba tatuado en gastada tinta negra la palabra JÓDETE.
–Eso es insubordinación –dije.
–Exacto, tío.
Me había adaptado muy bien al santuario, me sentía como en casa y en buena forma mental y física. Tanto era así que decidí salir a pasear por la jungla, cruzar por la montaña hasta Haad Rin. En la jungla se oían correteos y crujidos que no presagiaban nada bueno. Detrás de cada rama y de que cada roca aparecía una serpiente. Era montañosa, de rocas poco firmes, y estaba cubierta de vegetación serpenteante. Al cabo de un cuarto de hora me alivió ver caminando hacia mí –en dirección al santuario– a un francés delgaducho que me avisó de que en adelante el sendero empeoraba. La jungla se cerraba y avanzabas por pasillos de vegetación aterradora. Titubeé, me dije que estaba flaqueando y… le seguí de vuelta al santuario, un nombre muy acertado.
Pero ni siquiera allí me sentía del todo a salvo. Una noche, mientras dormía, un animal salvaje entró de un salto por la ventana sin cristal de la cabaña. Era solo un gato, pero me pasé horas desvelado, oyendo criaturas que merodeaban y correteaban por su jungla colonizada. Troy había visto una serpiente. Igual que Wayne. Yo confiaba en no ver ninguna. También me preocupaban las medusas, obviamente, y solo salía a nadar acompañado de gente como Heidi, una canadiense que vivía en Singapur, y Rob, de San Francisco, que eran los dos estupendos nadadores. Heidi me mostró su habilidad a la hora de flotar de espaldas sin el menor esfuerzo, con los brazos y las piernas estiradas. Así, me dijo, podías flotar durante horas, posiblemente días, mientras esperabas a que te rescataran. La clave –como siempre en tales cuestiones– radicaba en relajarse del todo, pero cuesta mucho obligarse a un estado de relajación absoluta. Rob no aguantaba mucho y yo nada de nada.
Muy a lo lejos se veía a alguien nadando. Estaba tan lejos que solo distinguíamos una roca de pelo rodeada por el mar plano. No habría pintado tan mal si hubieran sido dos, pero el hecho de que estuviera solo –a merced de un calambre repentino, corrientes extrañas y ataques de tiburones– conseguía que pareciera todavía más alejado de lo que estaba en realidad. Los tres debatimos brevemente sobre nadar tan lejos de la orilla. A Heidi le parecía una gran estupidez y Rob estaba de acuerdo. Yo, aunque soy un nadador bastante timorato, adopté un punto de vista más indulgente.
–Si alguien se aleja tanto –dije– debe de ser que se sabe capaz de regresar, o sea que, en la medida de sus capacidades, no está tan lejos. No existe un parámetro absoluto para estas cosas. Yo, por ejemplo. Ya me siento fuera de mi terreno a pesar de que todavía podría hacer pie… aunque no voy a hacerlo, claro, no vaya a cortarme con algo.
–Si pasa cualquier cosa lo tiene crudo –dijo Rob, y cuando miramos hacia la cabecita nos pareció que ya estaba, inherentemente, en peligro.
Quienquiera que fuera no oiría nuestros gritos, estaba tan lejos que es posible que ni siquiera se enterase si pasaba cualquier cosa. Podías desviar unos minutos la mirada y al volver a mirar era posible que la cabeza ya no estuviese y que el cambio resultase prácticamente insignificante.
Pasamos un rato en el agua, charlando. El mar estaba plano y caliente, a temperatura ambiente, en realidad. Una barca tipo longtail entró en la bahía, agitando el agua y el silencio, arrancando ecos de la bahía y de la montaña, dejando un vacío repiqueteante a su paso. Una ley de la acústica, algo relativo al sonido, el agua y el eco –el principio científico que subyace al sónar, supongo– la había hecho audible por un instante. Parecía un buen momento para regresar a la playa, donde Jake practicaba poi sin fuego. Una mujer con un bikini rojo, preciosa, acababa de salir del mar delante de nosotros.
–Me han picado –decía en concreto a Jake, pero también se lo decía a cualquiera, lo decía a causa de la impresión y del dolor, imposibles de diferenciar una del otro e intensificándose mutuamente.
Tenía los brazos y la barriga tan rojos como el bikini.
Sin dejar de hacer girar los palos, Jake dijo:
–Vinagre.
–¿Qué? –preguntó ella.
–Ponte vinagre.
La mujer estaba de pie con los brazos abiertos como si fueran pegajosos, conmocionada, pero en cuanto comprendió lo que Jake quería decir corrió hacia el santuario.
–Era la que estaba nadando tan lejos –dijo Rob.
–¡No!
–Seguro.
–Acabamos de presenciar la representación de una parábola –dije–. Pero la cuestión sigue siendo la misma: ¿estaba nadando demasiado lejos? Sí, en el sentido de que quizá no la habrían picado si se hubiese quedado más cerca de la orilla. No, en el sentido de que, a pesar de las picaduras, ha conseguido regresar a la playa.
Rob resultaba una compañía agradable, pero en ocasiones me faltaba paciencia para dialogar con él. Prefería asumir las funciones de las dos partes de una conversación de la que él era testigo mudo.
En la cena me aseguré de estar bien ubicado para enterarme por ella misma de todos los detalles morbosos del incidente de la mujer de las picaduras. Esos animales –docenas de ellos, una armada, una flota– le habían picado en los brazos y la barriga. La mujer había regresado en un estado lamentable, con miedo de tener que abrirse paso entre otro banco de medusas, intentando protegerse la cara mientras nadaba. Había notado cómo el veneno o lo que fuera se extendía por los brazos, que seguían rojísimos. Se había cubierto con trocitos de papel las peores picaduras. Estaba comiéndose un filete de barracuda que, como ella era tan flaca, parecía todavía más enorme de lo que era. En otro plato tenía una montaña de puré de patatas. Todavía estaba afectada, pero empezaba a recuperarse. La observé comer y hablar. Pasaba de normalita a guapa tres o cuatro veces por minuto. No podía dejar de mirar cómo se alternaban una y otra impresión, pero por debajo se mantenía la belleza constante, inequívoca, de su libertad, de las reservas de fuerza e independencia que excedían con mucho lo que hubiera podido necesitar esa tarde, mucho mayores que cualquier cosa que le hubiera ocurrido hasta el momento. Mientras la miraba me di cuenta de que, para mí, la sensación de enamorarme de una mujer a menudo está teñida por esa convicción de que nunca me necesitará. No estaba seguro de lo que sentía, y luego la familiaridad de ese aspecto particular del proceso –casi un efecto secundario– me hizo reconocerlo, me hizo comprender que sí, que estaba enamorándome de ella. De forma muy apropiada experimenté una especie de vértigo –una suerte de desvanecimiento victoriano– inducido por la discrepancia entre el anhelo que sentía de ella y el presentimiento de que ella no sentía nada parecido por mí. En cuanto terminó su pedazo de barracuda del tamaño de un chuletón, dio las buenas noches y se fue a la cama.
–A lamerme las heridas –dijo.
Así, huelga explicarlo, fue como conocí a Kate.
Cuando volví a verla, a la mañana siguiente, tenía mucho mejor aspecto. Le quedaban algunas rojeces en los brazos, pero su organismo había asimilado ya la impresión. Charlamos otra vez del incidente y sus consecuencias.
–Lo peor fue la ducha –dijo–. Estaba lavándome el pelo. Tengo la necesidad perentoria de enjabonarme a conciencia. Estaba cubierta de espuma cuando se cortó el agua. Así que estaba cubierta de picaduras de medusa y espuma de champú y encima quedándome helada, y me eché a llorar a moco tendido. Por culpa del champú.
–¿Volvió el agua?
–Al final sí. Al cabo de una media hora.
–¿Te pareció una eternidad?
–La pasé sentada en la cama, lloriqueando.
–Luego bajaste y te comiste la barracuda, ¿no? Me encantó. Parecía que estuvieras vengándote vorazmente del océano y de todo lo que en él habita.
–Tenía hambre. Necesitaba comer.
–El veneno recorría tu organismo. Desencadenando toda clase de reacciones extrañas. Tu cuerpo luchaba por sobrellevar la situación. Necesitaba carburante.
–Esta noche he tenido sueños raros.
–¿Has soñado con el mar?
–Sí. Me ahogaba.
–Te vimos nadando. Rob y Heidi creían que te habías alejado demasiado.
–¿Y tú?
–No lo tenía claro. Estabas muy lejos. Pero era asunto tuyo. Y después, cuando saliste del agua…
–¿Sí?
–Tuve dos reacciones muy intensas al verte de pie en la orilla.
–¿Cuáles?
–Te contaré las reacciones pero, si te parece bien, omitiré el orden en que ocurrieron.
–De acuerdo.
–Una fue un alivio abrumador porque te habían picado a ti y no a mí.
–¿Y la otra?
–Pensé que estabas guapísima con aquel bikini rojo.
–Rosa chicle.
–Con aquel bikini rosa chicle.
Durante el desayuno del día siguiente, el día de la fiesta de la luna llena en Haad Rin, Kate le propuso a Gareth bordear a nado la bahía hasta la playa de Haad Yuan.
–Ya sabes. Algo así como levantarse tras la caída.
Gareth, naturalmente, aceptó. Él era tan torpe, social y físicamente, y ella se movía por el mundo con tal facilidad y confianza que supuse que lo más seguro era que Gareth se hubiera enamorado perdidamente de Kate. Debía de estar acostumbrado a que le prestaran poca atención, a que esta siempre se desviara hacia otros individuos más atractivos, y en cambio aquella bella mujer con su bikini rojo –rosa chicle– le proponía nadar juntos hasta Haad Yuan. Kate me invitó a acompañarlos, pero soy muy mal nadador y, aunque me tentó, me daban miedo las medusas y me preocupaba que me picaran o ahogarme o las dos cosas. Había muchas formas en que no quería morir, y ahogado era una de ellas.
Antes de partir, Kate se metió cuarenta bahts en la parte de abajo del bikini.
–Para picar algo –dijo.
Los vi caminar por la playa. Kate era delgada y encantadora y Gareth era pesado y torpe, pero en el agua esas características se tornarían flotabilidad y confianza. Entraron en el mar resplandeciente, empezaron a nadar y desaparecieron al pasar el cabo.
¿Qué hice mientras estuvieron fuera? Probablemente nada. En el santuario había entrado en estado de gracia. Por lo general voy cambiando por momentos, siempre inquieto como Troy, sin calmarme nunca del todo, consciente en todo momento de que preferiría estar haciendo otra cosa, pero en el santuario me sentía completamente a gusto con cualquier cosa que me ocupara. Conversaba con la gente que iba y venía en las barcas o se metía en el mar. Tammy y John –una pareja canadiense con la que varios años después acamparía en Black Rock City– se pasaron por allí mientras almorzaba un curry de soja verde. Como yo, John vestía una de esas camisetas DIESEL: ANTI-ULTRAVIOLENCIA que por entonces vendían en todas partes en Tailandia. Wayne y yo nos saludamos (ya se había convertido en rutina) y Troy me puso al día de la evolución de sus pies, que estaban mejorando aunque todavía tenían muy mala pinta. El santuario tenía otra cosa agradable: rondar por ciertos sitios significaba que estabas dispuesto a conversar, pero había otros sitios, más retirados, donde siempre te dejaban en paz. Personalmente no sentía ninguna necesidad de soledad; había tenido suficiente para el resto de mi vida y siempre me sentaba donde había ocasión de algún intercambio conversacional. Cuando se fue Troy, vino un perro e hizo un poco de yoga. Contemplé el mar, adormilado, y eché un vistazo al libro que no estaba leyendo. En realidad lo único que hacía era esperar a que Kate regresara y confiar en que no tardara mucho.
Regresó poco después del almuerzo. Igual que Gareth. Kate colocó una silla a mi lado y Gareth también se sentó. Había sido un baño perfecto. Sin corrientes y, aunque habían nadado pendientes de las medusas, pensar en ellas no había perjudicado el placer de la natación. Me fijé, por primera vez, en que Kate tenía un tatuaje en tinta blanca del símbolo Om en el hombro. Pidió el almuerzo: una ración gigante de pad thai. Llegó Jake y también se sentó con nosotros.
Cuando era más joven mi actitud hacia las mujeres era depredadora, pero para entonces ya no aguantaba el esfuerzo, el estrés y la determinación que exigía algo así. Intentaba ser pasivo, librarme a la merced de los acontecimientos en lugar de desear que ocurrieran. Intenté, sentados los cuatro juntos, no hacer ninguna de las cosas que detesto que hagan los hombres cuando están claramente interesados por una mujer. Intenté no hablar demasiado, intenté no intentar impresionarla, intenté hablar con Gareth y Jake en lugar de dirigir toda mi atención a Kate. Escuché pero intenté no escuchar con esa expresión de «Mira cómo te escucho» que a veces tiendo a adoptar (sobre todo, cuando no estoy escuchando). Y no obstante, por mucho que intentara adoptar una visión desinteresada e incluso escéptica de las cosas, daba toda la impresión de que Kate se inclinaba hacia mí, que me dedicaba una porción de su atención mayor de lo que me correspondía, que sus ojos, cada vez que la miraba, estaban siempre ahí, esperando a encontrarse con los míos. Era como una de esas raras ocasiones en que juegas a cartas y te reparten una buena mano detrás de otra. Podía ser cuestión de suerte, pero parecía justo lo contrario, parecía cosa del destino. Todo encajaba y nada requería ningún esfuerzo. A los dos nos encantaba El viajero, con Sam Shepard y Julie Delpy, una película desdeñada por las pocas personas que la han visto. Kate dijo que su poeta favorito era John Ashbery.
–¡El mío también! –dije, a pesar de que no es estrictamente verdad (aunque en aquel momento era verdad)–. «La verdad: eso que creía estar diciendo.» Me encanta ese verso.
–¿De qué poema es?
–No me acuerdo –mentí, porque no quería que las referencias y las notas al pie abarrotaran la conversación.
Lo importante era que nos gustaban las mismas cosas… lo que esperaba que fuera una forma indirecta de decir que nos gustábamos. Normalmente me siento largo y flaco como una rama vieja, pero allí sentado con mi camiseta ANTI-ULTRAVIOLENCIA, conversando sobre cine y poesía, me sentía bronceado y esbelto y lleno de la soja que había comido para almorzar. Kate tenía entendido que yo era «una especie de escritor» y se preguntaba qué clase de cosas escribía.
–Tengo una idea para un libro de autoayuda –dije–. Yoga para los que pasan del yoga.
–Pero pasas de escribirlo, ¿verdad?
–Me has robado la broma.
–Pues parece buena idea. Capítulo uno: «Vacía la mente».
–Uf, todavía no he llegado a eso.
–¿Adónde has llegado?
–No muy lejos.
«Lejos» no parecía el término más adecuado.
–¿Muy cerca?
–Bueno, estoy cerca del principio… pero todavía más cerca de rendirme.
–¿Y eso?
–Mi mente está demasiado vacía.
Kate se había secado al sol, se había terminado el pad thai y bebía agua de una botella. Era maestra y vivía en Los Ángeles. Trabajaba jornadas muy largas, pero podía tomarse vacaciones también muy largas. Su vida consistía en una combinación de trivialidad y glamour (había vivido con un conocido cineasta independiente, salía con la gente del cine y la invitaban a los estrenos). Hablaba español. Se había criado en Filadefia. Su pelo no tenía un color específico. En un momento dado se giró en la silla y me preguntó si se le estaba pelando la espalda. Le vi la espina dorsal por debajo de la piel, que en cierto punto desaparecía dentro del bikini. Le dije que no, que no se estaba pelando. Se tocó los hombros con las manos.
–¿Estás seguro? –preguntó, girándose esta vez hacia Jake, que confirmó sus sospechas de que estaba pelándose–. Me has mentido.
–No he querido arrimarme demasiado para ver –repuse, con timidez.
Seguimos sentados. Nadie dio muestras de querer levantarse y marcharse hasta que Kate anunció que iba a echarse una siesta en su cuarto. Me dieron ganas de decir «Yo también», pero, claro, no podía. La observé recoger sus cosas. Dijo «Hasta luego» y los tres contestamos «Hasta luego» y evitamos mirar cómo se alejaba. Me quedé sentado con Jake y Gareth, que tampoco se movieron. Al cabo de diez minutos me levanté y dije «Hasta luego» y los dejé a los dos allí sentados. Mientras me alejaba era plenamente consciente de la presencia de dos sillas vacías, sin nadie sentado en ellas.
Vi a Kate un par de horas más tarde, cuando yo estaba en el balcón colgando la ropa, tarea que me ocupaba desde hacía una hora y media sin quitarle ojo a su balcón. Kate iba en bikini, acababa de salir al balcón.
–¡Hola! –saludó–. No sabía que esta era tu cabaña.
–Yo tampoco. Quiero decir que tampoco sabía que esta era la tuya.
A los pocos minutos Kate subía las escaleras que conducían a mi balcón. Llevaba una toalla sobre los hombros y se había echado una loción en el pelo.
–Tengo que entrar para aclararme esto –dijo–. Hay que dejárselo dos minutos.
Pasados tres minutos ella seguía allí, en mi balcón.
–Puedes usar mi ducha –dije.
Las palabras se me atascaron en la garganta. Kate se duchó y luego regresó con el pelo mojado y brillante. Yo estaba sentado en una postura sencilla, nada yóguica. Ella se secaba las piernas con la toalla. Mi cara estaba a la altura de su vientre.
–Me lo he aclarado –dijo–, pero todavía está viscoso.
No podía dejar de mirarle los pechos y el vientre, y al poco dejé de intentarlo. Empezaba a resultarme casi imposible hablar. El corazón me latía tan fuerte que tenía ganas de cogerle la mano, apoyármela en el pecho y decirle «Mira cómo late», pero no podía hacerlo, no podía cogerle la mano, y era esa incapacidad la que me desbocaba el corazón. Kate estaba pasándose la mano por el pelo, que, lo repitió, seguía viscoso. Mi cara estaba a milímetros de su barriga. Si hubiese existido un instrumento científico capaz de medir las ondas o la energía que pasaba entre nosotros, las agujas se habrían vuelto locas, subiendo y bajando como limpiaparabrisas. Era como cuando empieza a formarse una tormenta tropical, las nubes y el estruendo crecían sobre la montaña que nos separaba de Haad Rin. No pude más. Kate se acercó levemente y mis labios rozaron su vientre y luego ella se arrodilló y nos besamos, y su pelo, mojado y viscoso, me cubrió.
Permanecimos en la cama, bajo mi mosquitera, mucho rato. Mientras la luz iba apagándose Kate me habló del abuelo que había muerto en Saipán o dondequiera que fuera, de la carta que él escribió y de la ciudad donde ella se había criado. Cuando nos duchamos y bajamos a cenar ya había anochecido. Yo, como podéis imaginar, estaba de muy buen humor. Llevaba una semana en el santuario, había hecho amigos, me sentía integrado y hacía un par de horas me había acostado con Kate. Era uno de los mejores días de mi vida… ¡y todavía faltaba la fiesta de la luna llena! En realidad no se oía, pero a cierto nivel inaudible notabas las vibraciones de la música que envolvían la montaña o la bahía. Reinaba lo opuesto al bullicio; la gente se refrenaba, se forzaba a mantener la calma, a no emocionarse demasiado por adelantado. Hasta Troy –cuyos pies hechos polvo le impedían ir a la fiesta– parecía relativamente tranquilo, capaz de sentarse dos minutos seguidos antes de levantarse y volver a sentarse. Muchas de las conversaciones, como es natural, giraban en torno a las drogas: quién tomaría qué, en qué orden, en qué cantidad, en qué combinación, a qué hora. Un tipo de conversación con la que Jake se sentía particularmente a gusto. Como muchos de los presentes, desde que estaba en el santuario había ido metiéndose más en su personaje –blanco garrulo y agresivo– y había descubierto que a la gente le gustaba. A los veintipico se había metido a fondo en las drogas, pero aquello era agua pasada y ahora solo bebía. Esa noche, sin embargo, como se trataba de una ocasión especial, haría una excepción y tomaría un poquito de cualquier cosa que pudiera pillar.
–¿Eso también incluye drogas? –bromeó Kate.
Puede que fuera una mujer temeraria y segura de sí misma, pero nunca se había metido un éxtasis y no le apetecía hacerlo ahora. Jake quiso tranquilizarla.
–El éxtasis es una droga buena para tomarla a diario –le explicó.
El dato podía contradecir todas las evidencias conocidas, médicas o no, pero si la idea consistía en tranquilizar a Kate, no podría haber sido expuesta de forma más persuasiva. Kate, sin embargo, no estaba convencida. Planteé la cuestión en términos más crudos.
–Solo hay una manera de verlo. ¿Quieres decir sí a la vida? Si la respuesta es sí, entonces tomas éxtasis. Al menos una vez. Si decides que quieres decir no a la vida, entonces no te lo tomas.
Como he dicho, estaba siendo un gran día. Empezaba a entusiasmarme la perspectiva de la fiesta y, la verdad, comenzaba a tenérmelo muy creído. Tammy y John estaban demostrando un argumento mucho más convincente a favor del éxtasis. No iban de fiesta, pero iban de éxtasis. Se sentaron detrás de Kate y empezaron a masajearle brazos y hombros con aspecto de ser capaces de pasarse el resto de sus vidas felices sin hacer otra cosa.
–Tíos –dijo Jake, mirándolos a los tres–, me muero de celos.
A medianoche llegaron dos motoras para trasladarnos a la fiesta. En el santuario se había ido la luz hacía una hora y la oscuridad confería cierto aire clandestino a la operación. Las barcas se balanceaban e inclinaban peligrosamente cuanta más gente subía a bordo. La luna asomaba tras una gasa de nubes, el agua dibujaba rayas plateadas. Empujamos para alejarnos de la orilla, en silencio, nerviosos como se está siempre antes de una gran fiesta como aquella. Saludamos a John y Tammy, que se habían acercado a la playa para despedirnos. El ruido del motor, cuando arrancó de un tirón, nos sonó inmenso. La playa bordeada de palmeras fue quedando atrás. Las dos barcas, iluminada la nuestra por un tubo de neón rojo y la otra por uno verde, avanzaban en paralelo. A medida que se adentraban en el mar pudimos contemplar la inmensa joroba cubierta de jungla de la montaña. Pasamos por delante de la playa de Haad Yuan. Los peces voladores saltaban en el agua. La luna salió de entre las nubes convertida en un disco plateado y deslumbrante. Wayne, en pleno viaje de un ácido sorprendentemente fuerte, iba sentado a mi lado y daba muestras de estar en otro mundo. Le había dado por llamarme «teniente» –como en «Cuando alcancemos la playa, teniente…»– y se refería a la barca en términos de «lancha de desembarco». Kate iba al otro lado, con la pierna apretada contra la mía. De vez en cuando acabábamos rociados de agua, cuando los barqueros –relajados, drogados, eficientes– viraban hacia Haad Rin. Las dos barcas se mantenían cerca la una de la otra. Había solo un oleaje muy suave. El mar abarcaba el horizonte. Por lo visto las barcas iban lo más rápido que podían, pero en realidad nadie quería que la travesía terminara. El mar estaba oscuro, con destellos fosforescentes. La luna brillaba en lo alto, la jungla se derramaba por las pendientes de la montaña.
Al bordear el último cabo vimos Haad Rin, iluminado por hogueras y flúores. Oíamos el golpeteo del tecno por encima del ruido del motor, o, mejor dicho, el motor se adaptó al ritmo de la música. Al aproximarnos distinguimos también el largo arco de playa atiborrado de gente. Llegaban otras barcas de otras playas de Ko Phangan, desde Ko Samui. El motor bajó el tono hasta emitir un suave resoplido y la música se impuso. Estallaban cohetes en el cielo.
–¡Nos atacan! –gritó Wayne.
–Tío, se le ha ido –dijo Jake.
Igual que se le fue a Jake al cabo de nada: saltó por la borda a aguas más profundas de lo esperado y desapareció, brevemente, bajo las olas. El resto desembarcamos con más cuidado y nadamos hasta la orilla. Por todas partes zumbaban los equipos de música y destellaban las hogueras y las luces ultravioletas. Era el caos.
Llegamos a la playa y nos dispersamos. Habíamos acordado un lugar donde regresar en algún momento de la noche con la esperanza de encontrar a alguno de los otros, pero dudo que alguien recordara dónde estaba. Había una docena de equipos de sonido repartidos por la playa. De lejos sonaba a tecno, pero en realidad estaban pinchando una especie de trance idiota y animoso. Íbamos pasando de un sistema de sonido a otro, bailábamos un poco y cambiábamos al siguiente. La fiesta estaba en todo su apogeo, no cabía ninguna duda, pero yo nunca había podido dejarme llevar con una música tan idiota.
En algún momento Kate y yo nos separamos de los demás. Extendimos un sarong en la arena, nos sentamos y nos besamos. Colé la mano por debajo de su falda y deslicé los dedos hasta su interior. Nos besamos durante horas y se me mojaron tanto los dedos que parecía que de ellos manara aceite.
–Me derrito –dijo Kate.
La luna brillaba en sus ojos, que eran del tamaño de los míos, reflejados en los suyos, del tamaño de la luna.
Al alba la playa estaba devastada. La fiesta continuaba, pero había cuerpos tirados por toda la arena. Una capa de botellas vacías y cigarrillos cabeceaba en el rompiente de las olas.
Mientras esperábamos a la barca que nos llevaría de vuelta al santuario, nos encontramos con Gareth, que, como era de prever, había tenido mala suerte. Se había desorientado y se había pasado casi toda la noche vagando sin rumbo, sin dar con nadie conocido ni ningún lugar donde quisiera estar hasta que, al final, lo habían hostigado un grupo de transexuales. Kate le pasó un brazo por encima de los hombros. La barca ya partía cuando Jake entró corriendo en el agua y se subió a pulso. A diferencia de Gareth pero de forma igual de previsible, lo había pasado de miedo y solo regresaba para estar en forma para la after-party de después.
–¿Y Wayne? –preguntó–. ¿Lo has visto?
–La última vez que lo vi, hace horas, estaba ordenando a la gente que «cavara» y pidiendo «camilleros» a gritos.
–¿En serio?
–Te lo juro –dije.
Después avanzamos en silencio, apenas conscientes del clamor del motor. El mar era vidrioso, el cielo estaba matizado de rosa. El mundo era insustancial, maravilloso, como si estuviéramos despertando de un sueño que todavía no había terminado.
Regresamos al santuario y nos encontramos a Rob sentado en el bar. Unos estaban echados en las hamacas, aturdidos, a la deriva, otros dormían, y algunos –en palabras de Rob– «todavía no habían aparecido».
Kate volvió a mi cabaña. Nos duchamos y nos acostamos justo cuando fuera el día empezaba a caldearse.
–¿Qué tal la cabeza? –me preguntó.
–Vacía. ¿Y la tuya?
–Llena.
–¿De vacío?
–Sí. Exacto.
Casi no había diferencia entre estar despierto y estar dormido. El sexo fue como estar en un sueño pornográfico del que me desperté para encontrar a Kate durmiendo a mi lado, respirando.
Al día siguiente tanto Kate como yo nos marchábamos (por separado). Yo iba a Chiang Mai; ella volaba a Bangkok y, desde allí, regresaba a California. Si hubiese sido al revés yo habría alterado mis planes y me habría ido con ella a Chiang Mai o a dondequiera que fuera. Kate se marchaba primero, en el primer barco a Samui. Se levantó, hizo la maleta y luego volvió a mi cabaña para despedirse. Estaba despierto, pero seguía en la cama.
–Adoro tus hombros de adolescente –dijo.
Luego me besó en la boca y se marchó.
Me fui esa misma mañana. Algunos se quedaban, otros ya se habían ido o se marcharían durante los dos días siguientes; pero estaba llegando gente nueva, viajeros como yo que llegarían sin conocer a nadie; sin embargo, al cabo de una semana habrían conocido a gente agradable con la que se sentirían a gusto, desconocidos con los que trabarían amistad y –si tenían suerte– a alguien de quien se enamorarían. Me iba, pero me dirigía a otra parte, a un lugar nuevo, probablemente a un lugar del que acababan de marcharse los recién llegados.
Entré dando brazadas en el mar, tiré la mochila a la motora y subí a bordo. A los pocos minutos la barca me llevaba bordeando la bahía hacia Haad Rin. No soplaba el viento. El cielo estaba despejado, el mar era de un profundo azul marino.
Hay algo en el hecho de irse de un lugar en una barquita… algo relacionado con el movimiento de las olas, el ruido del motor: es como si dejaras atrás tu vida y, sin embargo, puesto que formas parte de la vida que dejas atrás, parte de ti se quedara allí. Morir, en el mejor de los casos, debe de ser algo así. Todo tiene memoria y todo seguía ocurriendo en un presente extendido y todo estaba todavía por venir. Un poco antes esa mañana, cuando Kate había venido a despedirse, llevaba un vestido al que –en nuestra breve correspondencia posterior por mail– me referí como de guinga.
«Madrás –me respondió por escrito–. No es guinga. Es madrás.»