A finales del siglo XX, mientras vivía en Roma, cobré conciencia de lo que solía denominarse el esplendor de la Antigüedad. Un día mi amiga Monica –que me había contado una tarde en Villa Adriana que había nacido en Trípoli– me enseñó media docena de fotos en blanco y negro de sus padres con veintipocos años paseando su noviazgo por unas ruinas romanas de la costa mediterránea de Libia. Aquellas imágenes de un romance colonial ideal mostraban a su padre, Mario, con una camisa blanca y pantalones grises con raya y a su madre, Anna, con un vestido blanco. Estaban bronceados y llevaban gafas de sol, se apoyaban en columnas, se encaramaban a pedazos de Antigüedad. El cielo gris se intuía de un azul deslumbrante. En una fotografía, Mario cogía a Anna por los hombros y en otra se daban la mano. A menudo el sol asomaba al fondo. Delante de la pareja –a espaldas del fotógrafo (presente en una foto en forma de sombra alargada)– supuse que quedaría el desierto, la inmensa playa del Sahara.

¿Cómo se llamaba aquella barrera de ruinas entre el mar y el desierto?

–Leptis Magna –dijo Monica.

Quizá hubiera otras ruinas igual de impresionantes y más accesibles en Siria, Turquía o Túnez, pero desde aquel momento Leptis se convirtió en la ruina con glamour, en el epicentro de la Antigüedad. Leptis Magna: las cuatro sílabas eran un nombre y un llamamiento. Desde que las oí supe que tenía que ir allí, que tenía que verlo con mis propios ojos.

Los años pasaron y no lo hice. Resultó prácticamente imposible viajar a Libia hasta que entregaron a los sospechosos del atentado de Lockerbie, hasta que las autoridades libias se disculparon por disparar a la agente de policía británica Yvonne fletcher desde una ventana de su embajada en Londres. De vez en cuando se organizaban viajes para personas con un interés especial en la arqueología o en arrastrarse por el Sahara, pero no se podía ir a Libia por libre, sin guía.

Luego, de repente, se pudo. Tras la intervención de Nelson Mandela, los sospechosos del atentado de Lockerbie fueron entregados para que se les juzgara en Holanda según la ley escocesa. Los libios se disculparon por el asunto de Yvonne fletcher. Gran Bretaña, por su parte, negó las acusaciones de que el MI5 tuviera un plan para acabar con Gadafi. Las relaciones mejoraron. British Airways empezó a fletar vuelos directos a Trípoli.

Tal vez ya se pudiera ir a Libia, pero seguía resultando muy inusual. Incluso después de conseguir el visado y reservar el vuelo, me costó encontrar información sobre el país. Existían docenas de guías sobre los cercanos Egipto y Túnez, pero ninguna de Libia. Ni siquiera pude comprar un mapa o reservar una habitación de hotel. Me había comprado un libro sobre Leptis, pero, pese a mi fascinación por el lugar, no conseguí leer más de un par de páginas, no pude seguir la historia de la fundación de la ciudad, su evolución, sus características arquitectónicas, su gloria y posterior decadencia. Leptis Magna se erigió en un asentamiento fenicio en algún momento entre los tiempos prehistóricos en que Raquel Welch lucía bikini de pieles y los días de la carrera de cuadrigas de Ben-Hur. Eso seguro. El anfiteatro se inauguró hacia el año 1 (una fecha fácil de recordar) y en el 109 el emperador Trajano la convirtió en colonia. Los monumentos más espectaculares se construyeron durante el reinado de Septimio Severo (193-211). Después, aparte de ser arrasada (¿por los vándalos?) en el año 523 y reclamada por Bizancio a los pocos días (relativamente hablando), no se sabía nada.

Sentado en el avión me pregunté si mi falta de preparación tenía límites. Desde mi estancia en Roma había leído bastante sobre los emperadores y sus atroces apetitos, pero, por lo demás, el rasgo más característico de la Antigüedad era lo poco interesante que resultaba leer sobre ella. («Al final te cansas de ese mundo antiguo», escribió Apollinaire en su poema «Zona». «Te hartas de vivir en la Antigüedad griega y romana.») El aburrimiento no me es desconocido. Me he aburrido durante gran parte de mi vida, de muchas cosas, pero de igual modo me he interesado enormemente por otras tantas. La Antigüedad representaba una curiosa síntesis –una especie de cortocircuito– de esas dos corrientes de mi vida: por primera vez me aburría lo que me interesaba. Probablemente para los arqueólogos y los especialistas del mundo clásico visitar Leptis Magna suponía la culminación de una vida de estudio, pero yo era arqueólogo solo en el sentido lingüístico: excavaba en el pasado. Quizá fuera mejor así. Desde luego, a Auden se lo parecía. En «Arqueología» afirmaba:

El conocimiento tendrá sus fines,

pero suponer es siempre

más divertido que saber.

Yo me proponía llegar todavía más lejos y confiar en el poder no de la suposición, sino de la ignorancia como herramienta de investigación. Allí donde Foucault proponía una arqueología del saber, mi viaje a Leptis tomaría el camino opuesto: la arqueología de la ignorancia.

Existían precedentes. Ruskin recuerda pasar una tarde conduciendo por Roma, viendo «el Foro, el Coliseo y demás. No tenía una idea clara de lo que era o había sido el Foro ni de cómo se conectaban con él los tres pilares o los siete o el Arco de Severo… Sin embargo, todo ello tenía algo muy bueno, veía las cosas, con las facultades que poseyera, exactamente por lo que eran… No me importa en lo más mínimo lo que hubieran sido el Foro o el Capitolio».

Ruskin me animó, pero no estaba seguro de que tuviera razón. ¿Ves las cosas si no sabes lo que son? Obviamente, un vocabulario de arquitectura resulta esencial si piensas explicar lo que has visto en un edificio, pero tal vez el acto en sí de ver también dependa de dicho léxico. ¿Sin palabras estás no solo mudo, sino también parcialmente ciego? ¿Iba a Leptis a no verla? A vueltas entre la confianza y la duda extrema, me sentía al borde del pánico metodológico. Poco a poco, a medida que el pánico se intensificaba, sentí que recuperaba la confianza.

Es raro que el pánico tenga tan mala fama. La mayoría de las respuestas corporales tienen sus orígenes en una necesidad biológica de garantizar la supervivencia de la especie. Hasta el pánico desempeña un papel. Es de suponer que el pánico se pensó con vistas a escapar del peligro, así que ¿por qué en una situación potencialmente peligrosa nos piden que evitemos el pánico? Si este avión fuera a estrellarse en el Mediterráneo nos pedirían que no pasáramos nuestros segundos finales presas del pánico, sino que encarásemos la muerte con serenidad, de brazos cruzados, deseando haber prestado más atención a la demostración de la evacuación de emergencia. Pero yo ya era presa del pánico y el pánico generaba su propia especie de serenidad agitada. Daba absolutamente igual que no hubiera aprendido nada sobre Leptis antes de verla. La mejor forma de aprender era mirar, aprender a expresarse en el idioma de la vista. El ojo podía aprender a cuidar de sí mismo.

Además, a nadie más le preocupaban esos asuntos en el vuelo a Libia. Todos viajaban por motivos de trabajo (telecomunicaciones, petróleo, ordenadores) y la mayoría bebían un poco de más (cerveza, vino, licores), aprovisionándose con previsión a la quincena de abstinencia que comenzaría en cuanto entrásemos en el espacio aéreo libio.

El anuncio de aterrizaje de la azafata –«Bienvenidos al Aeropuerto Internacional de Trípoli…»– nunca había sonado tanto a obligación. Aunque procedió a informarnos de la hora local, uno imaginaba que a continuación seguía un subtexto inaudible del tipo «¡Y no es que nos importe un bledo! En cuanto esta preciosidad tenga la tripa llena de carburante, ¡nos largamos de aquí!».

¡Por sus aeropuertos los conoceréis! Porque los aeropuertos están en los márgenes del no-espacio y siguen un diseño más o menos similar en todo el mundo. De todas las formas de arquitectura, el aeropuerto internacional probablemente es la menos susceptible de variar según la región. Por eso los detalles más nimios resultan desproporcionadamente reveladores acerca del país donde se encuentran. Es probable que los viajeros experimentados puedan deducirlo todo del país donde están simplemente a partir del diseño y el estado –disponibilidad, condiciones, precio– de los carritos para el equipaje. Y la uniformidad global de los aeropuertos amplifica las diferencias extremas entre el ambiente de unos y otros.

El ambiente del aeropuerto de Trípoli estaba cargado. No solo porque la gente fumara (que fumaba, claro; los libios fuman como turcos), sino que, así como algunos cafés parisinos nuevos están diseñados para exudar tradición instantánea, el aeropuerto de Trípoli parecía estar diseñado de tal modo que anticipaba el efecto de diez, veinte o treinta años de fumar sin parar. El estilo era ahumado: ahumado años setenta, para ser exactos. Todo el lugar despedía una sensación a cristal ahumado, a cromado mate. Tan ahumado y tan mate, de hecho, que los cromados muy bien podrían ser de madera. Ahora que lo pienso, quizá no hubiera ningún cromado. Desde luego no se veía ese brillo que se asocia con el cromo y, por extraño que parezca, fue esa ausencia la que me hizo pensar en la presencia de cromados. Había una ausencia de brillo en aquel lugar –una cualidad leñosa– que invitaba a pensar sobre todo en cromados. Era como si, mediante un proceso similar al que termina transformando los bosques en petróleo, lo que en otro tiempo fue cromo se hubiera convertido en madera. Lo que intento decir, supongo, es que el aeropuerto tenía pinta de haber conocido épocas mejores, pero resultaba imposible imaginar un tiempo –ni siquiera el día de la inauguración– en que no hubiera sido tal cual era.

Tal vez por eso el ambiente fuera tan sombrío. Obviamente, el trabajo de los funcionarios de aduanas e inmigración no consiste en dar la bienvenida, pero costaba imaginar a los guardias de una prisión de baja seguridad recibiendo con menos calidez. Cualquier actividad humana, incluso la más rutinaria, puede modularse según la actitud, la mentalidad, de la persona que la lleva a cabo. Por dondequiera que entres en Estados Unidos, siempre te sellan el pasaporte –por desalentador que haya sido el interrogatorio previo a ese momento de admisión formal– con cierto entusiasmo a lo «que tenga usted un buen día». El sello, en consecuencia, a menudo se estampa en la página con desenfado. En Trípoli, el funcionario de inmigración pasó las hojas de mi pasaporte como si hojeara uno de esos libros de Anselm Kiefer, de los que están hechos de plomo y cada página pesa media tonelada y está cargada de historia desagradable. Más que estampar, machacó la página. Lo cual me sorprendió. Quizá no sea una gran profesión, pero aparte de rechazar a gente, de negarle la entrada y meterla en el siguiente avión de vuelta a casa, sin duda el plato fuerte del trabajo de funcionario de inmigración tiene que consistir en estampar la página bien y con firmeza, el equivalente burocrático a un choque de talones prusiano. Aquel tipo estampó el sello de mala gana, a regañadientes. Repito, en realidad no me selló el pasaporte, lo machacó. No exagero. De casualidad, la esponja se había quedado sin tinta y mi sello se veía borroso y muy claro, como si solo me hubieran admitido a medias.

En Occidente las oficinas aspiran a un ideal sin papeles (¿qué será lo próximo?, ¿el despacho sin mesas?). En Libia –como en la mayoría del mundo en vías de desarrollo– ocurre lo contrario. La idea es generar papeleo. Expresión que difícilmente podría resultar más adecuada. El papeleo es trabajo. El papeleo es el principal generador de empleo. Alguien rellena un formulario (por triplicado), otro archiva una copia, la otra copia va a otra parte para que la archive otra persona y la tercera se la queda el cliente. La transacción más insignificante debe anotarse y registrarse escrupulosamente, archivarse y almacenarse, incluso, en alguna ocasión, recuperarse. Compadezco a los arqueólogos del futuro que desentierren alijos de millones de recibos y resguardos de los más rutinarios movimientos. Años de meticulosa investigación revelarán… ¿qué? ¿Que el 20 de enero de 2000 el ocupante –nombre ilegible– de la habitación 16 pidió una tónica al servicio de habitaciones? ¿Qué impresión se formarán de las sociedades que generaron semejante volumen de papel? Imaginad la escala de la catástrofe necesaria para conferir a esos recibos y facturas la magia de un fragmento de poesía escrito en un pergamino. Había rellenado ya formularios de inmigración y declaraciones de aduanas; así que pasé a rellenar formularios –de una complejidad y meticulosidad que suelen asociarse a una solicitud de hipoteca– para cambiar divisas. Hecho lo cual, por fin estaba listo para coger un taxi… pero, no, para eso también tenía que rellenar un formulario.

Concluidas las formalidades, salimos zumbando por una autopista inmensamente desierta. Había vallas publicitarias de Gadafi con aspecto, como siempre, algo amanerado (consecuencia, supongo, de pasarse tanto tiempo en su famosa tienda), pero no sugerían tanto la omnipresencia del dictador como la inminente actuación en concierto de una avejentada estrella –ya no «Cheb»– del rai. El conductor y yo viajábamos en ese silencio amigable que es el resultado de no saber más que dos o tres palabras en el idioma del otro. Una de ellas era «hotel», que, como pronto descubrí, significaba algo así como «sensación de enorme decepción al llegar, a menudo acompañada de un amargo arrepentimiento por haber abandonado el hogar».

Me registré en el hotel. Ah, qué engañosamente simple suena eso. Para hacerlo tuve que rellenar un par de hectáreas de papel. Parte del problema radicaba en que en Libia los viajeros solitarios como yo resultaban insólitos. En la mayor parte del mundo, los lugareños que descubren a un turista te dirán, invariablemente, que su país –por maltrecho que esté– es «muy bonito». En Libia, la única reacción era sorpresa ante el hecho de que alguien hubiera elegido visitarles. Sencillamente no tenía sentido. No me sorprendió, por lo tanto, que en la tienda de regalos del hotel no tuvieran mapas ni, por lo que pude ver, regalos.

Una vez agotadas las atracciones del vestíbulo, me retiré a mi habitación a ver la tele. Me interesaba la televisión libia desde que Gadafi, en señal de duelo por la muerte de un líder árabe, decretó que se emitiera varios días seguidos en blanco y negro. Al principio creí que el edicto seguía vigente, pero después de toquetear la antena un rato conseguí arrancarle un pálido vestigio de color al televisor. Por lo que pude deducir había solo un canal, que daba un concierto de unos beduinos en el desierto filmado a ritmo de Antonioni. El programa duró veinte monótonos minutos. Luego la atención se trasladó a otro espectáculo musical igual de aburrido. Por lo visto, el único canal disponible era una versión fundamentalista de la MTV. Decidí que era hora de cenar.

El restaurante estaba vacío salvo por un tipo –el maître– sentado con la cabeza entre las manos. No me sorprendió. En algunas partes del mundo el trabajo solo implica el compromiso de presentarse y no hacer nada durante ocho o nueve horas. Cuando termina tu turno, te vas a casa a seguir sin hacer nada. Si tienes un empleo al aire libre, resulta imposible distinguirlo de holgazanear. Si el empleo es de puertas adentro, a menudo no se distingue de la más lamentable desesperación. Al ver que había entrado un posible cliente, el tipo se reanimó, en el sentido de que obvió por completo mi presencia. Pregunté si la cena estaba lista. Hasta las ocho no, contestó.

Regresé a la habitación y, en un estado de amarga resignación, escribí sobre mis experiencias en Libia hasta el momento e incluí el instante en que levanté la vista del papel y me topé, en el espejo de encima del escritorio, con la espantosa realidad –pelo gris, nariz de patata, cuello descarnado– de mi aspecto. Mi aspecto me había decepcionado con frecuencia, pero nunca había sido tan rematadamente repulsivo. Parecía que de pronto se hubieran manifestado todas las miserias reprimidas de mi vida. Eso o por casualidad había visto la versión de mí –una versión que, de hecho, no había reprimido tanto como pensaba– que veían automáticamente todas las personas con las que me cruzaba. Estaba a punto de cumplirse una profecía. «La vida –decía la cara del espejo– se cobra su precio. Todas las decepciones y los lamentos, toda la amargura y la rabia que has intentado ocultar están saliendo a la luz, erosionando la última pátina de lozanía y esperanza. Ya no eres atractivo. Es el sino de todos aquellos que dan un valor indebido al atractivo físico. Te convertirás en uno de esos… en uno de esos cientos de individuos a los que apenas prestabas atención simplemente porque no te agradaba su aspecto.»

Bajé la vista, seguí escribiendo sobre cómo, aunque solo llevaba en Libia unas horas, ya había caído en una depresión profunda. ¿Sabéis esa sensación de llegar por primera vez a una ciudad nueva? Por muy cansado que estés, por muy destrozado que te haya dejado el vuelo, estás impaciente por salir y descubrir las calles, la vida, la acción. En Trípoli, me moría de ganas por disfrutar del vuelo de vuelta a casa. No tenía ganas de salir del hotel aunque el hotel era básicamente penoso y la habitación penosamente básica. No obstante, me hacía ilusión la cena.

Durante mi fracasado intento previo de cenar, no me había fijado demasiado en el restaurante; ahora, sentado a la mesa debajo de un candelabro a lo Titanic –del tamaño, más o menos, de un wigwam invertido–, tuve ocasión de asimilar el lugar en toda su magnitud. Había cuarenta mesas, pero solo tres comensales, ninguno de los cuales manifestaba el menor síntoma de placer por la comida. La proporción entre mesas y clientes era de diez a uno, la proporción entre empleados y clientes era de tres a uno… y, no obstante, se padecía una falta de servicio crónica. Siempre que se sobreentienda, claro, que el personal de un restaurante participará de algún modo en la preparación y distribución de los alimentos. Un sobreentendido completamente injustificado en aquel establecimiento. Por lo que pude colegir, la mayoría de los trabajadores se empleaban simplemente para quedarse de pie con cara de aburridos, para dar taciturno ejemplo a los tres masticadores y sorbedores que habían llegado antes que yo. Pocas veces he visto a alguien tomarse su profesión tan literalmente como los nunca mejor llamados camareros.*

Sin embargo, al final conseguí comer algo de sopa de una de las varias que ofrecían. Estaba fría, fría como el mar.* Hay pocas cosas en el mundo más deprimentes que una sopa fría. Si la comida está asquerosa, su propia asquerosidad provoca una reacción de violenta indignación. Pero la sopa fría… la sopa fría mina el ánimo, socava incluso la capacidad de indignarse y quejarse y, por tanto, después de musitar shoukraan me limité a sentarme y sorber sopa fría hasta que ya no pude soportarlo más y dejé la cuchara para indicar que había terminado. Al camarero no pareció sorprenderle en lo más mínimo que me hubiera dejado casi toda la sopa y se la llevó sin hacer el menor comentario.

Mientras lo observaba alejarse, de pronto vi el enorme comedor bajo una nueva luz. Al otro lado del Mediterráneo, en Italia, la cocina se había elevado al nivel de un arte; comer ocupaba el centro de la vida social, familiar y romántica. En Libia –un logro, a su modo, no menos impresionante– la comida y todo lo relacionado con ella no podría ser más triste. No hay que exagerar. Obviamente la comida en el gulag habría sido de mucha peor calidad, pero, dadas las circunstancias, probablemente la ración diaria de pan y gachas sería fuente de un considerable placer. En Libia no se derivaba ningún placer de ningún aspecto de la alimentación, de la comida, ni del servicio, ni –Dios nos libre– del ambiente. Un restaurante en la Luna habría tenido más ambiente. La única parte de la comida que la gente ejercía con fruición era la de sorberse los dientes. En la acústica repiqueteante del restaurante, dicho sonido –algo así como fiiich– se amplificaba como un eco.

Había comido –para ser más exactos, no había comido– cosas nauseabundas en, por ejemplo, Rumania, pero al menos en Rumania tenías la opción –prácticamente la obligación– de emborracharte hasta perder la conciencia. En Libia me encontraba en un estado de alerta máxima y no había perspectivas de caer en la inconsciencia. Repleto de pan sin nutrientes, firmé la cuenta de la no-comida y regresé a la habitación. Ahora que había superado la cena, el momento álgido del día, la habitación me pareció todavía más deprimente. El aire acondicionado armaba un jaleo aterrador a pesar de que lo había apagado esa misma tarde. Tras diez minutos toqueteando el termostato llegué a la conclusión de que resultaba imposible apagarlo. Llamé a recepción y al final subió alguien a arreglarlo. Con un enfoque, como poco, directo. Después de examinar unos minutos el termostato, sencillamente lo arrancó de la pared. No costaba entender por qué el país dependía de los extranjeros para el funcionamiento de las telecomunicaciones. Sin embargo, el termostato era extremadamente resistente: aunque colgaba de unos cables de la pared, el aire acondicionado seguía aporreando y traqueteando. El hombre llamó por teléfono, evidentemente para pedir refuerzos. Al cabo de diez minutos llegó un colega equipado con una escalera de mano. El primer hombre se subió a la escalera con gran diligencia y empezó a quitar los paneles del techo. Yo estaba de mejor humor porque al menos les causaba unas molestias considerables a mis anfitriones. Entonces uno de los paneles cayó al suelo en medio de una nube de lo que me pareció polvo de amianto. Me dio igual. El hombre de la escalera toqueteó la instalación al descubierto y, de pronto, se hizo el silencio. Volvieron a colocar los paneles del techo y los encargados de mantenimiento, tras haber hecho honor a su nombre, se marcharon.

Me tumbé en la cama, absorto en las antiquísimas cuestiones del viajar: ¿por qué viajo?, ¿qué estoy haciendo aquí? Preguntas que generaron una tercera: ¿qué le pido a la vida? Cuya respuesta era: volver al hogar, quedarme quieto, dentro de casa, poner en alto los pies y ver la tele. Durante los seis meses previos al viaje a Libia había notado una tendencia que sospechaba que guardaba relación con la mediana edad. Se manifestaba en una disminución de todo aquello a lo que antes había concedido un gran valor (vitalidad, ansias de cosas y retos nuevos) y un deseo cada vez más intenso de lo familiar. Había veces, viendo el fútbol en la tele, en que me solazaba en la idea de que, de una u otra manera, se jugaría al fútbol y se vería fútbol durante el resto de mi vida. Bastaría con que contratara la televisión por cable o por satélite. Los jugadores cambiarían, emergerían nuevas estrellas y las viejas se irían apagando en divisiones inferiores o desaparecerían bruscamente, pero los partidos se mantendrían más o menos igual. Desde ese punto de vista los resultados eran irrelevantes; lo único que importaba era que se jugaran los partidos y que yo estuviera en el sofá, cerveza en mano, viéndolos. Tumbado en la cama en Libia, sin cerveza en cientos de kilómetros a la redonda, se me antojaba lo más parecido a una visión de la vida en el más allá –la vida del tiempo de descuento– que iba a experimentar. Entretanto, primero había que pasar por la previda en el más allá (esta vida, o al menos la primera noche).

Tenía tantas ganas de ver Leptis Magna que por la mañana paré un taxi que iba en dirección opuesta. Quería que mis experiencias en Libia culminaran en Leptis, así que pensé que sería mejor comenzar por un viaje a Sabratha, la otra atracción de la Antigüedad. Mi taxista pertenecía a la escuela oriental del claxon. Le gustaba avisar a la gente de su presencia. Utilizaba el claxon para saludar, señalizar, reprender, reconocer, apremiar y advertir. De haber sido posible físicamente, quizá también hubiera conducido con él. Me quedé atrapado en el sutil abanico expresivo que era capaz de arrancarle al claxon, desde ráfagas de una nota sostenida a delicadas modulaciones de intención. Mediante el claxon expresaba su relación con el mundo y su punto de vista sobre el mismo. Era su forma de comunicarse. Y así nos abrimos paso entre empujones y pitidos por Trípoli y dejamos atrás la ciudad.

En Sabratha el azul del mar limitaba con el dorado del desierto. El azul del cielo no se parecía al azul de Bahamas, un azul acuoso, ni tampoco se parecía al azul de Arizona unos cuantos kilómetros tierra adentro, que es un azul agostado. El azul del cielo de Sabratha era acuoso y agostado y por tanto absolutamente resplandeciente. También era un azul invernal, y el día todavía no se había caldeado.

Un hombre con traje y gafas me ofreció una visita guiada. La montura de las gafas era gruesa y negra, lo que le daba un aire de suma gravedad. ¡Ah, la dulce sabiduría de las monturas gruesas! Imaginé que unas gafas semejantes le ayudarían a arrancar lecturas más tolerantes y liberales del Corán. En cuanto lo pensé, me imaginé las mismas gafas colgadas del rostro adusto de un clérigo para quien todas las lecturas salvo las más rigurosas e inflexibles eran blasfemas. A través de aquellas gafas uno podía contemplar sin inmutarse cómo mataban a pedradas a una mujer por mascar chicle o ver la exquisita sensualidad de los textos sagrados. Podía llegarse a cualquier conclusión definitiva, pero el hombre que llevaba aquellas gafas de pasta negra en particular tenía aspecto bonachón, posiblemente porque las gafas –como era de esperar– se aguantaban por un lado gracias a un poco de cinta adhesiva.

Me gustan los países donde la gente continúa usando las cosas aunque estén rotas. ¿Por qué tirarlas? ¿Por qué no seguir llevando las mismas gafas hasta que los cristales se desgasten? Por la pinta de aquellos cristales se diría que ese día todavía tardaría milenios en llegar. Los ojos de varias generaciones se verían enterrados antes de que aquellos cristales dieran muestras del menor desgaste. Decir que eran culos de botella sería conferirles una esbeltez y una delicadeza que desdeñaban con rotundidad. Eran tan gruesos como las ventanas moldeadas de algunos pubs ingleses. Detrás de ellos, los ojos aparecían y retrocedían tambaleándose. Me gusta mirar a la gente a los ojos, pero en este caso era como mirar directamente al ojo de un huracán.

Decliné la oferta. Me dominaba una impaciencia febril por ver las ruinas, como si aquellas ruinas, que habían aguantado tanto tiempo, tuvieran que ser vistas en la media hora siguiente. Y además no me gustan las visitas guiadas. Detesto que me sermoneen y me cuenten las cosas, aunque lo haga un guía divertido. Me gusta ir a mi ritmo, y además, a cierto nivel, ya sabía sobre Sabratha todo lo que necesitaba saber –es decir, nada–, y si había algo que no supiera y creyera necesario saber, lo podía averiguar más tarde, cuando estuviera de vuelta en la comodidad del hogar, rodeado de libros que todavía no tenía.

De lejos las ruinas de Sabratha no parecían espectaculares. Luego los restos del teatro se alzaron ante mí, dorados como una tostada. Parecía barroco, como un duomo del revés, como algo colgado a secar siglos atrás y olvidado. Tres pisos de columnatas se amontonaban uno sobre el otro. Era completamente vertical y con tantos huecos –llamémosles ventanas– que el cielo parecía soportar el peso, ser parte esencial de la construcción. Eso o el propósito de las ruinas era enmarcar el cielo siempre presente, un rectángulo brillante completamente azul. Cada arco era un cuadro de la lejanía con un marco inmenso.* A su vez dicho cuadro contenía otro arco, otra vista. Atisbado a través de arcos y ventanas, el cielo quedaba constantemente enmarcado por el teatro, que, a su vez, enmarcaba el cielo. De este modo la estructura ofrecía todo el rato nuevos ángulos desde los que contemplarla y contemplar el cielo: nuevas perspectivas del pasado.

También –y es imposible exagerar a este respecto– era un teatro donde el tiempo, en el idioma del escenario, disfrutaba de una de sus permanencias más largas en cartel. El auditorio se había convertido en el espectáculo y el espectáculo nunca cambiaba, solo la iluminación (cambio que, por supuesto, formaba parte del espectáculo). Era una representación clásica. Pisé las tablas de la Antigüedad. El cielo resplandecía. Todo era desvaído, cortante y resplandeciente. Al cielo le bastaba con estar, señoreando cuanto contemplaba desde lo alto todo el día, día tras día, incluidas las noches. Y hablando de noches, la luna salió temprano. Hacia las tres o las cuatro de la tarde su presencia era innegable. Nunca me habían interesado lo más mínimo la física de las estrellas ni los mitos inspirados por las constelaciones, solo me interesaba mirarlos y no pensar en nada, mirar el firmamento y ver la película de las estrellas o –en este caso– la luna diurna, que sencillamente era eso que llaman la luna.

Di la vuelta hasta la parte de atrás, al lado del teatro que daba al mar. Desde allí se veía sólido, como la muralla inexpugnable de un castillo de la Legión Extranjera, un fuerte sacado de Beau Geste (en otras palabras, un fuerte de la caballería estadounidense aerotransportado hasta el desierto del Sahara y rodeado por los fantasmas de los árabes apaches). Desde aquel punto de vista nadie diría que era solo un cascarón, un decorado cinematográfico, de hecho, restos del auge del teatro de época en la Antigüedad. Parecía real. Me alejé del teatro hacia una zona sembrada de restos y obras de la Antigüedad. De la estatua de flavio Tulio solo quedaban los pliegues de una toga. No quedaba ni rastro del cuerpo –ni cabeza ni brazos– salvo los pies, siempre fiables, una sutil réplica al «Torso de Apolo arcaico» de Rilke: ¡Debes cambiarte de ropa!

Pálida, moteada, la luna flotaba en las ventanas y los arcos del teatro. Regresé, volví a entrar (en la medida en que un lugar sin techo tiene interior). Hacía calor. Cerca del escenario había dos delfines con aspecto de peces fuera del agua. La piedra refulgía con la energía de todos los siglos de sol que la habían calentado. Una familia subió al escenario y luego se marchó. La madera también intentaba brillar. Desde luego, no se daba una distinción marcada entre la madera y la piedra. Ambas habían adquirido parte de la personalidad del desierto al que estaban decididas –destinadas, incluso– a regresar.

Le había cogido gusto a mi conductor, pero por alguna razón al día siguiente el hombre estaba ocupado y el hotel me consiguió un taxi para llevarme a El Khoms, unos ciento treinta kilómetros al este de Trípoli y la ciudad más cercana a Leptis. Sospechaba que me habían timado con la tarifa, pero lo dejé estar. Me sentía demasiado desanimado por culpa de la lluvia para que me preocupase que me robaran. Sí, llovía. No debería, pero llovía. Me persigue una maldición meteorológica. Los sistemas climáticos se alteran en mi presencia. Llegan frentes. Crecen áreas de bajas presiones. Cuando llego a un sitio, se pone a llover. Hasta ayer, me informan siempre, había hecho un tiempo perfecto. Hasta ayer no había caído una gota de agua en seis semanas, no se había visto una nube en el cielo de la que se tuviera constancia. Pero si estoy yo, llueve. La estación seca se convierte en la estación de las lluvias. Cuando estuve en Goa llovió en Nochevieja. Llovió en el desierto durante el Burning Man. Llovió en Lombok en junio. Y ahora, en Libia, una vez fuera de Trípoli, avanzábamos por la autopista mientras la lluvia –casi una marea– retumbaba sobre nosotros. Se parecía más a navegar en un pesquero por el mar del Norte que a viajar por una carretera al borde del desierto.

No había más coches. Me sentía como un presidente en una caravana de un único vehículo. Es una de las ironías mundiales de la OPEP. Muchos países productores de petróleo tienen carreteras –y petróleo– pero no tienen tráfico. Han exportado no solo el petróleo, sino también los problemas de tráfico. Me había pasado la noche antes de partir hacia Libia viendo la tele, cuatro horas de un tirón, y todos los anuncios habían sido de coches. Anuncios de coches uno detrás de otro. Individualmente, cada uno te vendía un coche (deslizándose por el desierto, esquivando atascos, recorriendo pistas rurales), pero el volumen de anuncios de coches era tal que hasta un niño vería lo que vendían en realidad: tráfico.

En algunos puntos las lluvias torrenciales habían inundado la carretera y teníamos que cruzar la mediana y conducir por el carril que iba hacia el oeste, por la ruta del tráfico en sentido contrario (ninguno). Aunque lo hizo con seguridad, no me gustaba aquel taxista. Era joven y vestía un abrigo y unos zapatos elegantes. Llevaba el pelo corto, tenía los labios resecos del fumador y –aunque intentaba disimularlo– la mirada del que se pega una vida padre.

El hotel más próximo a Leptis era el Al Jamih, supuestamente un establecimiento turístico. Abatido como estaba por la lluvia, cuando llegué al hotel se me cayó el alma a los pies. Era un lugar de lo más tétrico, infinitamente más deprimente que el deprimente hotel de Trípoli. En el vestíbulo, donde un puñado de hombres veían la tele (eran las once de la mañana), reinaba un ambiente de lo más lúgubre. Algunos de aquellos hombres pertenecían al personal del hotel, pero ninguno hacía nada ni parecía que fuera a hacerlo a este lado de la eternidad. Yo, por otro lado, me embarqué en la tolstoiana tarea de registrarme.

–¿Usted solo? –preguntó el recepcionista.

–Sí –respondí–. Estoy solo y muy preocupado por el tiempo.

Al cabo de un par de horas salió el sol. Seguía lloviendo, pero brillaba el sol. Luego paró de llover y el sol se quedó. Durante quince minutos la cosa estuvo al cincuenta por ciento de posibilidades, fue un empate que podía caer de cualquier lado. Luego el sol volvió. Esta vez parecía que para quedarse. Pero no lo hizo. Y después sí. Las nubes se escondieron, la lluvia avanzó tierra adentro y yo me dirigí a Leptis.

El arco de Septimio Severo señalaba la entrada a las ruinas: estaba cubierto de andamios, en pleno proceso de restauración y, por tanto, resultaba decepcionante. Nos recordaba que la supervivencia del pasado no se debe únicamente a sus reservas propias de longevidad, los andamios rompen el hechizo de la Antigüedad. Se cuelan –median– entre las líneas puras de las piedras antiguas y la eternidad del cielo que las enmarca. Avancé hacia la palestra, una extensión verde salpicada de columnas. De inmediato tuve la sensación –que había experimentado en muy pocos lugares del mundo– de entrar, no tanto en un espacio físico, como en un campo de fuerza, en un lugar donde el tiempo había resistido. La experimenté por primera vez en el Somme, en Thiepval, y quizá nunca haya vuelto a sentirla con tanta intensidad. Otras personas sienten lo mismo al entrar en una gran catedral, en Chartres o Canterbury o incluso en una simple iglesia. Yo suponía que nunca había podido experimentarla en esos sitios debido a mi falta de fe (incluso a la profunda aversión hacia la fe que los había inspirado). Pero lugares equivalentes –mezquitas, sinagogas– también me dejaban frío. (Me sentía más a gusto en templos budistas o hindúes, donde la fe es tan abierta que, si querías, podías depositar un pato Donald en el altar sin menoscabar la santidad –no digamos ya la armonía estética– del lugar.) Luego, en la Capilla Rothko de Houston, Texas, tuve una revelación. En aquel entorno aconfesional –ideado para acoger la contemplación del espíritu por parte de aquellos que, como yo, no se sentían a gusto en ninguno de los lugares de culto tradicionales– sentí… no sentí nada. En absoluto. Si acaso, se me antojó un poco falso. Incluso pío. Me sobraba el tiempo, no tenía ninguna prisa. Así que me senté allí un buen rato, rodeado por aquellos menús impenetrables del alma del artista a la espera de que pasara algo, anhelando una epifanía de sangre y pigmento. Pero esas cosas no se fingen: o tienes la gran experiencia o no la tienes. Y yo sabía que no iba a pasar. Y luego pasó, en el sentido de que comprendí que nunca podría ocurrir en un interior.

D. H. Lawrence experimentó un sentido de llegada, de «algo final», en Taos Pueblo. Algunos lugares parecen estar sobre la faz de la tierra de forma temporal; Lawrence creía que Taos retenía «su vieja nodalidad». En Leptis pasaba igual. No era un lugar donde había entrado, sino el espacio soñado del pasado. Estaba en la Zona.

Siempre sé cuándo estoy en la Zona. Cuando estoy en la Zona no deseo estar en ninguna otra parte. Mientras que cuando no estoy en la Zona siempre deseo estar en otra parte, me gustaría estar en la Zona.

Una angosta vía férrea serpenteaba entre las ruinas (parte ya de la ruina para cuya excavación había sido pensada). Las lluvias recientes habían inundado los baños de Adriano. El viento agitaba la superficie de las aguas. Unas latas se oxidaban al fondo de los baños. Las malas hierbas se contorsionaban sobre las losas rotas.

No tenía nada de sorprendente que todos esos detalles estuvieran sacados directamente de Stalker. Saqué la idea de la Zona de Tarkovski, pero la Zona de Stalker no es la única Zona. Si no fuera por Stalker no estoy seguro de que hubiera caído en la cuenta de que el lugar donde quería estar –y el estado en el que quería vivir– fuese la Zona. Antes de ver Stalker solo tenía la necesidad, el anhelo. En cierto modo podría haber estado en la Zona antes de ver Stalker, pero parte de estar en la Zona es cobrar conciencia de que estás en la Zona, y puesto que yo no sabía que existiese tal cosa, en realidad no estaba allí. Es lo que tiene la Zona, es una de las cosas que adoro de la Zona: sé cuándo estoy en ella, y en el Foro de Severo sabía que estaba en la Zona.

Rodeado por cuatro altas murallas y una vasta tapa celeste, el foro quedaba completamente oculto a la vista hasta que estabas en él. En la palestra había entrado en el campo de fuerza del pasado; en el foro estaba totalmente encerrado –aislado– en su interior, amurallado. La escala del lugar, tan inmensa que costaba pensar en comparaciones (muchas canchas de baloncesto o de tenis), acentuaba dicha sensación. Además, a diferencia de la palestra –abierta, con pocas columnas–, el foro estaba repleto de restos. De hecho, parecía un almacén o un depósito para fragmentos y objetos de la Antigüedad a la espera de ser clasificados y exportados. Junto al revoltijo de pilares y plintos, habían apilado con cuidado trozos de piedra caliza como si pensaran reurbanizar el lugar como un pueblo de Costwold (Leptis on the Wold) con mampostería auténtica. A lo largo de la pared del perímetro había columnas y columnatas. En algunos puntos, la lluvia reciente casi había desaparecido. Losas de mármol que hacía una hora estaban empapadas se habían secado lo justo para sentarte en ellas. El resto del lugar seguía cubierto por varios centímetros de agua. El sol rebotaba en los charcos, proyectando ondas sombrías sobre las piedras de alrededor, consiguiendo que parecieran líquidas, blandas. Una de las columnas bañadas por sombras cimbreantes estaba escrita de arriba abajo. En cuanto me di cuenta, me fijé en la presencia de un hombre que se me acercaba despacio.

Salaam alaykum!

Alaykum salaam!

Al poco de saludarnos descubrimos que el francés era el mejor idioma para comunicarnos.

Qu’est-ce que vous faites ici?

Je suis touriste.

No por primera vez, mi respuesta no fue recibida con sorpresa, sino con absoluta incomprensión.

–Touriste?

–Oui.

–Avec un groupe?

–Non.

–Et vous êtes tout seul?

Oui. Je suis tout seul.

Quizá fuera porque hablábamos en francés, pero aquella pregunta (Vous êtes tout seul?) había adquirido lo que estoy tentado de calificar, de forma chapucera, de cualidad existencial. Poco antes de viajar a Libia había roto con mi novia. Estaba solo, había pasado solo gran parte de mi vida y, con toda probabilidad, moriría solo. Y, por supuesto, fue hablar con otro ser humano lo que me hizo comprenderlo. Mientras me había paseado a solas estaba contento, en la Zona. En cuanto empecé a charlar con aquel tipo sentí sobre mis hombros la más terrible de las soledades. Es otra de las cosas de la Zona; estás en ella y, al instante siguiente, ya no estás en ella. Estás solo en un sitio, deseando algo diferente. Me despedí de mi nuevo amigo y seguí caminando. Tenía que estar a solas para no sentirme solo.

Un banco de nubes avanzaba veloz entre las ruinas del foro. El cielo se oscureció, se iluminó y volvió a oscurecerse. Quizá no fueran las nubes las que se movían sino la mismísima Tierra, cubriendo sus trayectorias orbitales a un ritmo feroz. Se parecía a experimentar el tiempo desde la perspectiva de las ruinas: años, décadas, incluso siglos pasaban zumbando como un día visto a través de una cámara que fotografiase a intervalos prefijados. Durante un breve momento las piedras retuvieron parte del resplandor que habían absorbido del sol. Luego, a medida que el cielo se volvía de un gris uniforme, las piedras se desvanecieron, se apagaron. Me sentí decepcionado, engañado. A medida que iba oscureciendo comprendí que me había pasado los últimos quince años arrastrando la misma carga de expectativas frustradas de un rincón a otro del mundo. Sentí que ya no podía soportar más los altibajos emocionales de viajar, sus explosiones de júbilo, sus depresiones de abatimiento, sus inmensos trechos de aburrimiento e incomodidades. Ya no estaba a gusto sentado en el foro, pero la perspectiva de regresar al hotel era aún más triste. Deseé tener a alguien con quien hablar, pero en cuanto el deseo devino realidad –noté que tenía a alguien de pie a mi lado– deseé que me dejaran en paz.

Mi nuevo amigo se llamaba Ahmed y, tras detenerse a pensarlo, dijo:

–Manchester United… Leeds… Arsenal… Chelsea…

–¿Tottenham Hotspur? –apunté.

–Tottenham Hostpur –repitió–. Newcastle United… Aston Villa.

Tras esta breve reactivación, titubeó de nuevo antes de embarcarse en un subconjunto del mismo género conversacional.

–Dennis Bergkamp –dijo–. Kanu. Viera. Gascogine… Zola.

Prueba, en cierto modo, del advenimiento de una nueva era tanto en el fútbol inglés como, por extensión, en el lenguaje internacional de las relaciones diplomáticas. Hasta fechas sorprendentemente recientes la letanía de nombres habría empezado por Bobby Charlton y terminado con Denis Law y George Best. Sin embargo, no hubo tiempo para considerar las implicaciones de todo ello porque Ahmed había vuelto a arrancarse.

–Cabeza –dijo, señalándose la cabeza. Luego, señalándose la nariz–: Nariz. –Y luego–: Brazo. –Señalándose el brazo. A continuación dijo–: Dientes.

–Dientes estropeados –dije, con crueldad–. Dientes amarillos.

Adjetivos que no significaron nada para él. Ahmed existía en un mundo compuesto exclusivamente por sustantivos.

–Árboles –dijo, sin dejar de señalar–. Piedras.

Ahmed desconocía adjetivos y verbos, solo sabía nombres. Coincidía con el modo en que nos habíamos conocido: Ahmed había caminado hasta mí, no se había aproximado paseando despreocupadamente ni se había abierto paso; sencillamente de pronto me había topado con su presencia. Ese estado rudimentario de desarrollo lingüístico también anticipa aquel donde inevitablemente terminan las civilizaciones: por todas partes nos rodeaban vestigios de sustantivos: columnas, piedras, árboles. No quedaban verbos. El hacer historia se había acabado. Coherente con esta visión desverbada del mundo, Ahmed no daba muestras de querer moverse, marcharse ni irse. Empecé a sospechar de sus motivos, no por indicios de una posible mala intención, sino sencillamente porque tenía que existir un motivo oculto para persistir en una conversación tan atrozmente tediosa. A pesar de que yo había contribuido al diálogo –señalando cosas y nombrándolas– me sentía atrapado en las garras de un aburrimiento tan intenso que amenazaba con degenerar en histeria. Ahmed, en cambio, estaba completamente relajado, lo cual confirmaba algo que yo sospechaba en secreto: en muchas partes del mundo no existe el aburrimiento.

Quizá el aburrimiento es la cualidad distintiva de la mentalidad occidental moderna. En Occidente siempre existe cierta fricción entre el yo y el tiempo; en África, India y Asia, mucha gente establece una relación de subsistencia con el tiempo, se lo toman tal como viene. En un tren en Kerala conocí a un hombre que llevaba recorridos escasos kilómetros de un viaje que se prolongaría setenta horas. La perspectiva no le inmutaba. Mi viaje era solo de tres horas y lo estaba disfrutando, pero ya tenía ganas de que terminara. Cuanto más se acelera el viaje, más se agudiza esa sensación. Cuando se tardaba semanas o meses en viajar en barco de Europa a América nadie padecía las agonías de la impaciencia. El incremento de la velocidad ha servido sobre todo para acelerar nuestra impaciencia ante el menor retraso. ¿A qué esperaremos cuando se llegue a cualquier lado en un santiamén? Quizá entonces volvamos a la inanición averbal y atemporal de Ahmed. O bien solo cuando todo el mundo sea susceptible al aburrimiento se habrá completado el proyecto de la globalización. Entretanto, me había hartado: quería volver al hotel en el que no tenía ganas de estar.

¡Sorpresa, sorpresa! El restaurante del hotel estaba cerrado. Tampoco es que importara. Según el recepcionista, en la ciudad había varios restaurantes. Dicha variedad se limitaba a poder elegir entre cuatro establecimientos de pollo asado. Fui a uno de ellos, me lavé las manos en el lavabo de enfrente de mi mesa y evité secármelas en la toalla, asquerosa. Pedí medio pollo y comí un poco. No estaba malo, supongo, si te gustan esas cosas (aunque se me escapa por qué a alguien iban a gustarle). Después de la cena –por no escatimar en palabras– regresé por la calle principal. El barro y los escombros habían formado una especie de guiso de basura en las alcantarillas. Los coches pasaban traqueteando, avanzaban pesadamente. La gente se arrastraba por la calle, se percataba de la presencia del extranjero desgarbado pero no le prestaba atención.

De vuelta en el hotel leí todo el rato que pude y luego me acosté. Para ello hube de alterar los preparativos habituales. En lugar de desnudarme, me puse más ropa para asegurarme de que ninguna parte de mí entraba en contacto con las sábanas mugrientas. Lo que no evitó que el olor –una combinación de pies sucios y fluidos genitales no especificados– invadiera mis fosas nasales, pero intenté tranquilizarme pensando que probablemente no puede pillarse nada por el olor de las sábanas sucias. Sin embargo, mientras trataba de tranquilizarme, me hervía la sangre pensando en la suciedad, en la aceptación despreocupada de la mugre que, combinada con la falta de disposición a ofrecer nada remotamente parecido a un servicio, conformaba la característica definitoria del hotel, a pesar de que era precisamente lo contrario –a saber, la limpieza y el servicio– lo que hacía que un hotel fuera tal y no un agujero cochambroso que se limitaba a ofrecer el cobijo más rudimentario. Mis pensamientos se aproximaban a una sintaxis de queja formal aunque delirante; sin embargo (en aquel contexto era inevitable que la expresión «sin embargo» apareciera siempre con aire ofendido), al mismo tiempo, no desfallecían e incluso les animaba saber que no había nadie ante quien poder presentar tal queja, ninguna autoridad superior a la que apelar. Y por tanto este simple motivo de queja por las sábanas y la suciedad adquirió una cualidad irrefutable, casi metafísica, y se convirtió, mientras planeaba sobre los bordes mugrientos del sueño, en un lamento por el estado inmundo, condenado, del mundo.

Salvo por algunos penachos de nubes, a la mañana siguiente el cielo estaba despejado. Los pájaros cantaban. El aire era frío, y tenía ganas de calentarse mientras yo volvía a dirigirme a Leptis. Una vez allí, caminé durante horas sin encontrarme con nadie. La luna asomó sobre el Arco de Trajano. En cierto momento volví al Foro de Severo y la basílica adyacente. Algunas columnas centelleaban un poquito bajo la luz del sol: por los restos casi invisibles del revestimiento de mármol arrancado hacía ya mucho por la erosión o los ladrones. Supuse que era la explicación más práctica. Prefería pensar que las columnas se habían creado con ese material, con el material de las estrellas, con el material con el que se fabrican las estrellas. Y no solo eso. Así como a menudo las estrellas están mortalmente frías antes de que nos alcance su luz –en realidad, ya no están–, lo que yo estaba viendo en aquel instante era la luz de la ciudad extinta.

Consulté mi libro sobre Leptis y una vez más me sirvió de poco. Una página mostraba una ilustración sobre cuál podría haber sido el aspecto de la ciudad en su apogeo. Desde ese punto de vista solo queda una especie de prueba forense –el negativo– de lo que fue. Sin embargo, esas reconstrucciones, cuanto más meticulosas, menos convincentes: para mí, la Antigüedad no es lo que puede deducirse, sino exactamente lo que queda.

Leptis, en otras palabras, solo era interesante desde que se había quedado en ruinas; su decadencia era su mayor gloria (y viceversa). Es parte del consuelo de la ruinas. Es imposible visitar la Riviera sin desear haber estado allí antes, con Scott y Zelda en los años veinte; o en Anjuna cuando se celebraron las primeras fiestas de la luna llena a finales de los años ochenta, cuando no llovía. La ruinas no hacen que desees haberlas visto antes, antes de que fueran ruinas (a menos, claro está, que estén demasiado ruinosas). Las ruinas –como mínimo las ruinas de la Antigüedad– son lo que queda cuando la historia ha seguido adelante. Ya no están a merced de la historia, solo del tiempo.

No se oía el mar. Todo se había callado. Era lo que yo quería: experimentar la historia como geografía, lo temporal como espacial. El viento es el aliento del tiempo, que corre acelerado. El silencio, sin embargo, es como el trance del tiempo detenido.

Columnas, estatuas y arcos dispersos. Letrinas antiguas. Olivos. El trino de los pájaros. Columnas contra la bandera del mar y el cielo, dos franjas azules horizontales.

Por lo visto Virgina Woolf le contó a Rupert Brooke que el cielo entre las hojas era la cosa más brillante de la naturaleza:* un comentario profundamente estrecho de miras en el sentido de que se mantiene solo en el frondoso contexto de Charleston o alguna otra comarca inglesa. Y ninguna línea es más afilada que la que divide una columna del cielo que la enmarca. Hay una explicación simple y completamente irracional para ello: lo que separa a la columna del cielo ha ido desgastándose –afinándose y por tanto afilándose– con el tiempo. El cielo está todo lo cerca que puede llegar a estar y no obstante se mantiene nítido. Esta separación absoluta entre lo artificial intemporal y lo eterno nunca se muestra tan pura como en las ruinas de la Antigüedad griega o romana. Es una forma de verlo. La otra –una forma diferente de ver lo mismo– es que ponen en contrastada adyacencia el pasado distante y el presente.

Las ruinas estaban bañadas por un presente perpetuo del que la luz dorada y la inmóvil luna constituían la expresión perfecta. Fui cambiando de lugar, ordenando las intersecciones de columnas, mar y cielo de formas nuevas, en ángulos nuevos. Quizá la lección más simple de la Antigüedad sea que, pasado un tiempo, todo lo vertical –dórico, jónico, corintio, lo que sea– despierta admiración. No obstante, en última instancia, el atractivo de lo horizontal resulta siempre irresistible. Por eso el horizonte de fondo del cielo y el mar engrandece siempre la visión de la verticalidad antigua. Desde su punto de vista –el punto de vista del cielo y el mar–, Leptis seguía todavía en los primeros estadios de una carrera de destrucción que a la larga terminaría en desierto, cuando ningún vestigio de verticalidad perturbaría el horizonte: el triunfo final del espacio frente al tiempo.