En la escuela, Circle era tan alta y flaca que los otros niños la llamaban Miss Camboya, y luego, cuando cumplió los treinta y tres, fue conmigo a Camboya. Visto así, nuestro viaje vendría a ser una especie de regreso al hogar, pero aunque nos recibieron amablemente dondequiera que fuimos, nadie se dio cuenta de que Circle era una ex Miss Camboya. Para los camboyanos era otra turista alta más, a la que trataban como si fuera de la realeza por el simple motivo de la inmensidad de su riqueza.
Antes de que Circle se convirtiera en Circle se llamaba Sarah, pero en el curso de nuestros viajes por el sudeste asiático nombres como Sarah y Jeff terminaron por parecernos extremadamente aburridos. No parábamos de conocer a gente llamada Vortex o Raven o Love Cat o –mi favorito– Cloudy Bongwater y, por tanto, decidimos que debíamos adoptar nombres más interesantes. Pero, claro, no puedes llamarte Circle hasta haberte convertido en un círculo de algún modo, así que aunque Sarah había decidido previamente que quería llamarse Circle (por una niña que conocimos en Goa y que, en un arranque de sentimentalismo, nos planteamos adoptar), tuvo que esperar al momento adecuado para asumir su nueva identidad. Dicho lo cual, también éramos conscientes de que asumir el nombre podía acelerar el desarrollo de la nueva personalidad. Se trataba del mismo dilema al que se enfrentan los escritores que buscan nombres para sus personajes: no sirve de nada llamar Dave a un personaje si el personaje no es un Dave pero, al mismo tiempo, si llamas a un personaje X a modo de solución temporal, ello impedirá que adquiera las características correspondientes a su nombre, que muy bien podría ser Brett, Sebastian o Stan. Antes de poder convertirse en Circle, Sarah debía adquirir cierta circularidad identitaria, un actitud vital del tipo «en mi principio está mi final» e incluso, de ser posible, un pasotismo de fumeta que nos parecía muy típico del personaje. Al menos a nosotros. Y luego, en Ko Phangan, varias noches antes de volar hacia Camboya, Sarah sencillamente se presentó como Circle sin realizar ninguna adaptación previa de la personalidad… y, por extraño que parezca, funcionó. Me alegré mucho porque, aunque estaba a favor de que cambiara de nombre, me gustaba Sarah tal como era y sabía que, aunque me había encantado Love Cat, que nos había informado de un chollo fantástico para volar a Camboya desde Ko Samui, me cansé enseguida de ella. Love Cat llevaba unas enormes gafas de sol verdes cuando nos contó lo de los billetes baratos de avión.
–¿A qué zona de Camboya voláis? –preguntó Circle (que en aquel momento todavía se llamaba Sarah).
–Uy, no estoy segura –respondió Love Cat–. A Saigón, creo.
Una réplica espléndida, pero en el fondo los dos sabíamos que, aunque Sarah hubiera empezado a llamarse Circle, jamás habría alcanzado semejante grado de vaguedad geográfica.
En realidad volaban a Phnom Penh, una ciudad acerca de la cual no sabíamos casi nada (salvo que no era Saigón). Las calles poseían la desolación de las ciudades del norte de África, donde no hay nada que hacer salvo envejecer, una impresión reforzada por el hecho de que fueran un hervidero de jóvenes cuyas vidas nunca estarían a la altura de sus capacidades para cualquier cosa más allá de la supervivencia y la aquiescencia. Reinaba un letargo cargado de energía. O quizá fuera solo calor. No había farolas y las calles sin iluminar estaban llenas de escombros, como dijo Dylan de Roma. Los rickshaws se movían entre los escombros como peces, como pájaros, como pájaros en un acuario: como peces en su impertérrita falta de prisa, como pájaros porque se posaban en lo alto de los sillines de sus vehículos. Tales vehículos no eran solo el medio de vida de los rickshaws, eran también el lugar donde vivían. Cuando no estaban deslizándose por la ciudad en busca de clientes o, más raramente, transportando pasajeros a algún sitio, dormían en sus vehículos. (¿La palabra rickshaw se refiere al carruaje o al hombre? ¿Quién distingue al bailarín del baile?) En un mundo ideal nos habríamos comprado un rickshaw –el vehículo–, lo habríamos mandado a San Francisco y lo habríamos llevado al festival Burning Man, donde podríamos habernos ofrecido a transportar a la gente a cualquier punto de Black Rock City. Se suponía que ser rickshaw era un trabajo increíblemente duro, pero como rara vez tenían clientes, y cuando los tenían nunca iban muy rápido, no daban muestras de esforzarse demasiado mientras pedaleaban por las calles infestadas de escombros. Nos habían advertido de que los rickshaws tendían a seguir adelante en línea recta, que si querías evitar acabar en Tailandia o en Vietnam tenías que darles instrucciones precisas acerca de adónde querías ir. Aparte del hecho de que cualquier sitio al que quisieras ir siempre estaba «muy lejos», parecían no tener el menor conocimiento del plano de su ciudad y poseer un pobre sentido de la orientación (aunque a medida que fuimos familiarizándonos con Camboya descubrimos que se trataba de un rasgo común a gran parte de la población y no de una peculiaridad de los rickshaws). Acabamos varias veces en el punto de partida sin haber llegado a nuestro destino, y bajo aquel calor sofocante parecía que, de algún modo, hubiéramos dado la vuelta al globo en media hora.
Estos viajes sin sentido en rickshaw a menudo empezaban y terminaban en el Club de los Corresponsales Extranjeros. Rápidamente se nos hizo evidente que la característica distintiva de ese lugar era la total ausencia de corresponsales extranjeros. Tenías las mismas probabilidades de encontrarte con Ryszard Kapuscinski, James Fenton o John Pilger que de conocer a Bruce Willis en el Planet Hollywood. Era una cafetería temática que ofrecía a hombres de negocios, turistas e ingenieros la ocasión de actuar como corresponsales extranjeros alcoholizados sin la irritante tarea de enviar un artículo. A nosotros nos parecía bien. Soplaba la brisa del río y nos gustaba sentarnos allí a recuperarnos del calor extenuante y comer las excelentes pizzas cocinadas en horno de leña. Cuando no estábamos en el Club de Corresponsales Extranjeros paseábamos bajo el calor agotador, realmente sofocante… tan sofocante, de hecho, que una vez paramos en un barbero a cortarme el pelo aunque no lo necesitaba. Algunos hombres son muy quisquillosos con lo de ir siempre al mismo barbero –o peluquero, más bien–, pero a mí me gusta que me corten el pelo barberos baratos de todas partes del mundo. El de barbero es un negocio honesto, bueno y, siempre y cuando te mantengas alejado de los salones de precios exagerados y los estilistas oxigenados, bastante similar en todo el planeta. Ese barbero en particular tenía solo una pierna y no hablaba inglés, pero ninguna de dichas carencias comprometía en modo alguno su capacidad para cortarme el pelo, cosa que hizo con destreza y considerable orgullo. Se congregó un pequeño gentío para observar y poner muecas mientras el hombre se abría paso por mi cabellera con tijeras y maquinilla. Cuando terminó de cortarme el pelo, me regaló un masaje en cabeza, cuello y hombros, y todos los participantes en la transacción –incluidos Circle y el resto de los espectadores– nos despedimos muy satisfechos.
Después Circle y yo continuamos paseando y visitando los lugares de interés, aunque en Phnom Penh no había nada que valiera la pena visitar. La Pagoda Real, la Pagoda Plateada, Wat Phnom… como le dijo Circle a su madre en una postal, «no tenían nada digno de comentar». Los taxistas nos animaban a visitar los campos de exterminio, pero teníamos demasiado calor y estábamos demasiado cansados –el calor implicaba estar siempre cansado– y no nos apetecía ver montones de calaveras, así que, cuando era posible, nos retirábamos a la fresca familiaridad del Club de Corresponsales Extranjeros.
Estando allí una tarde nos pusimos a charlar con un sudoroso tejano que nos dijo:
–La única manera de hacer un viaje por carretera en este puñetero país es en barca.
–Siempre puedes coger un avión –puntualizó Circle, de buen humor.
El tejano la miró como si fuera tonta, pero dado que viajar por carretera –o, para ser más preciso, por la falta de carreteras– resultaba tan agotador, seguimos su consejo y compramos pasajes para la motora que llevaba a Siem Riep. Había dos barcas, ambas llenas cuando llegamos al muelle –con media hora de antelación, a las seis y media de la mañana–, pero, por supuesto, en el sudeste asiático ningún medio de transporte está lleno del todo, nunca, y por tanto nos apretujamos en el techo con otros occidentales mientras los camboyanos viajaban abajo, a la sombra. Las márgenes de color marrón rojizo del río Tonlé Sap parecían pequeños acantilados, pruebas del escaso nivel del agua en aquella época tardía –se esperaba que lloviera en cualquier momento– de la estación seca. Partimos a la hora en punto… y la motora se estropeó casi al instante. Tras un breve retraso, volvimos a arrancar, pero, en opinión de Circle, un problema mecánico tan pronto «no auguraba nada bueno».
Empezó a hacer muchísimo calor, aunque en realidad íbamos bastante rápido y nos refrescaba la brisa generada por la velocidad. Las dos motoras avanzaban en tándem, turnándose para liderar la marcha, rebotando una en la estela de la otra. Sentado a nuestro lado viajaba un canadiense con barba a lo Hemingway que nos contó que el río fluía en un sentido medio año y en sentido contrario el otro medio. A los ríos les gusta serpentear por la naturaleza, pero aquella era la primera noticia que tenía sobre uno que metiera la marcha atrás.
–Qué curiosa la coherencia de este país –comentó Circle–. Ni el río tiene sentido de la orientación.
Durante un rato contemplamos las márgenes del ancho río aunque no había mucho que ver –algunas cabañas, mujeres lavando ropa, niños saludando y chapoteando, miseria de baja intensidad– y luego dejamos de prestar atención hasta que caí en la cuenta de que no había nada a lo que prestar atención: en algún momento habían desaparecido las márgenes del río y ahora solo nos rodeaba una extensión plana de agua en todas las direcciones. El río Tonlé Sap se había convertido en el lago Tonlé Sap.
Indiferente a este cambio sutil pero significativo, la motora siguió surcando el anodino lago. Aunque costaba calcular a qué velocidad viajábamos, parecía que avanzábamos a buen ritmo. Me protegí la cabeza con un sarong y ni siquiera me di cuenta de que me había dormido hasta que me desperté de pronto porque la barca había aminorado bruscamente la velocidad. Las hélices escupían gotas de barro negro y espeso. Nos detuvimos. El silencio fue repentino, pero el incremento súbito del calor ahora que estábamos quietos lo fue todavía más. El capitán saltó por la borda y me sorprendió verlo caminar por el agua, que solo le cubría hasta las espinillas. Nuestra barca hermana también se había parado, un poco más adelante, aunque resultaba imposible deducir si por solidaridad o porque también había encallado. El sol empezó a golpearnos con furia vengadora. Reinaba un silencio total. No soplaba viento alguno. El capitán se había alejado bastante, intentando, supongo, encontrar un canal de aguas más profundas. La tripulación consiguió sacar las hélices del barro; los motores, aparentemente, no habían sufrido daños. Dos pequeños botes de pesca se acercaron a remolcarnos, pero casi vuelcan en el intento. Unos alemanes de nuestra barca se bajaron a empujar, pero eran solo cuatro y la tarea resultó excesiva para tan pocas manos. Lógicamente pidieron ayuda a los demás pasajeros, pero me daba miedo la esquistosiomiasis –existiese o no en Camboya– y no quería meter los pies en aquellas aguas de color marrón plateado. Como es natural, Circle, ex Miss Camboya, no hizo ningún ademán de colaborar. Prefirió languidecer al sol abrasador sin contribuir en nada al intento de autorrescate, aplicándose crema solar protectora de factor alto por sus largas piernas y sus delgados brazos. El pelo, de un precioso negro brillante, le caía sobre los hombros como recién salida de la ducha.
Se acercó otra barca e intentamos combinar nuestras hélices con la fuerza de su motor, pero seguimos sin movernos. La situación era cada vez más desesperada, en especial cuando vimos que nuestra barca hermana había desaparecido, dejándonos –en palabras de Circle– «sin nada que hacer, como una barca pintada en el océano de un cuadro».
–«Agua, agua por todas partes» –recité.
–«Y ni una sola gota para beber» –recitó Circle.
–«Agua, agua por todas partes…».
–«Y no obstante las maderas se encogían.»
En el resto de la barca la conversación entre los turistas empezó a girar en torno a la incompetencia del capitán. Dado que realizaba el mismo viaje a diario, resultaba increíble que hubiera cometido un error tan tonto; y, una vez habíamos tocado fondo, era todavía más tonto intentar arrastrarse por el barro, con lo que únicamente se conseguía afianzar la barca en él. A nuestra izquierda, a lo lejos, unos palos larguiruchos asomaban de la superficie del lago señalando la ruta de la que nos habíamos desviado. ¿Por qué lo había hecho el capitán? ¿Por qué nos habíamos desviado del camino correcto? Tales eran las preguntas sin respuesta que nos atormentaban mientras nos asábamos sentados en el techo. Reinaba a la vez un ambiente de rebelión y de impotencia. El amigo canadiense que conocía algo del estilo de vida asiático –había subido a tres barcas en las últimas dos semanas, nos dijo, y las tres se habían estropeado o habían embarrancado– insistía en que la única manera de arreglar la situación era bajar toda la carga y todo el pasaje con la esperanza de que por simple flotabilidad la barca se soltara del barro. Nadie siguió su consejo. Era mediodía. Habíamos agotado el agua potable. Habíamos dejado de sudar. El sol hacía lo que se le daba mejor: caía sobre el lago, la barca y nosotros. Era tan fuerte que parecía probable que el lago empezara a hervir, que se evaporara suficiente agua para bajar el nivel del lago y terminar de clavar la barca en el fondo.
–En un par de horas –le dije a Circle– esta barca empezará a parecer La balsa de la Medusa.
El sol era aplastante, se dejaba sentir con fuerza. Era como estar en un desierto de agua, un desierto acuoso en cuyo horizonte no se atisbaba nada salvo barquitas de pesca que se acercaban con sorprendente regularidad, todas ellas deseosas de echar una mano y todas incapaces de ayudar.
Al final, tal y como había aconsejado el canadiense, todo el pasaje fue trasladado a otra barca. Bajo el sol infernal, una operación tan delicada se eternizó. Como resultado, la barca a la que nos habíamos cambiado recibió tanta carga que parecía a punto de hundirse… en unos diez centímetros de agua. Una tercera barca se amarró a la nuestra –la supuesta lancha motora o rápida, la que acabábamos de abandonar– y desde nuestra nueva embarcación contemplamos cómo el efecto combinado de las hélices de nuestra vieja barca, los motores de la barca que tiraba de ella y los alemanes quemados por el sol fitzcarraleando lograba mover la vieja barca, primero unos centímetros y, luego, varios metros. Después navegó sin problemas. Liberada del barro, la motora rugía a plena potencia y alguien –en realidad, yo– inició una salva de aplausos y vítores en agradecimiento a «los encantadores camboyanos» que habían acudido al rescate.
Con la cabeza dolorida por el calor, todos regresamos a la motora dispuestos a continuar un viaje que había pasado de ser una aventura a convertirse en un suplicio que todavía distaba mucho de haber terminado. Estábamos otra vez en marcha, pero, por así decirlo, todavía no estábamos fuera de peligro. Nuestra confianza en el capitán, considerablemente mermada, pronto se hundió hasta cotas todavía más bajas. Si estábamos avanzando, nada parecía indicarlo. Nada había cambiado. El lago Tonlé Sap se extendía en todas direcciones. Ni rastro de tierra por ningún lado.
–¿Sabes qué? –dijo Circle.
–¿Qué? –pregunté.
–Creo que avanzamos en círculo.
–¿Cómo dices, Circle?
–Digo que me parece que estamos avanzando en círculo.
–Acabas de decirlo. Estamos avanzando en círculo.
–En serio. Creo que sí.
Y sí. Aturdido por el sol, me costó un rato asimilarlo, pero al final tuve que reconocer que Circle tenía razón: efectivamente, estábamos dando vueltas en círculos cada vez más amplios. ¿Por qué? ¿Acaso el escaso sentido de la orientación que habíamos detectado en los rickshaws de Phnom Penh –y en el propio río Tonlé Sap– se había apoderado también de nuestro capitán? No se divisaban puntos de referencia, solo la extensión infinita del lago, pero sin duda la barca iría equipada con una brújula. El sol pegaba con fuerza. Me dolía la cabeza. Ningún movimiento perturbaba el lago salvo la espiral cada vez más tenue de nuestra estela. Poco a poco la noticia de lo que pasaba fue propagándose como la desesperación entre el resto de los pasajeros, uno de los cuales me dio unos golpecitos en el hombro y, en un susurro ronco, me dijo:
–Avanzamos en círculos.
Asentí y le di unos golpecitos en el hombro a Circle.
–Avanzamos en círculos –dije.
Al final la otra barca –nuestra nave compañera, nuestra embarcación hermana– regresó y nos guió hasta Siem Riep, de donde partimos al cabo de cinco días. La perspectiva de regresar a Phnom Penh en barco resultaba demasiado aterradora, así que decidimos dirigirnos a Battambang, supuestamente «una elegante población ribereña de ambiente colonial». Pensábamos que un taxi nos estaba llevando de la pensión Mahogany a la barca, pero resultó que el taxi funcionaba como minibús, y cuando terminó de recoger a todos los pasajeros, una docena de personas nos hacinábamos en la parte trasera y cuatro más en la delantera, junto al conductor. La carretera que salía de Siem Riep hacía lo que hacen todas las carreteras en Camboya: empeorar paulatinamente. Salió el sol, abrasador, impertérrito, puntual. El minibús daba bandazos y sacudidas saltando las rodadas, agujeros y cráteres de una carretera que difícilmente podía considerarse como tal.
–¿Esto es lo que llaman un cuatro por cuatro? –preguntó Circle–. Aunque se entiende mejor tracción a las cuatro ruedas.
Yo no lo sabía, aunque estaba de acuerdo con su puntualización.
Un chico que venía en bici hacia nosotros nos saludó, se tambaleó y finalmente perdió el control y desparramó la carga por el suelo: dos capazos enormes de peces plateados. Empezó a recogerlos sin enfadarse ni quejarse y los devolvió a las alforjas de bambú. Delante de nosotros circulaba una moto con una cesta grande y cerrada –del tamaño de dos mochilas grandes– en la parte de atrás. Cada vez que la moto pasaba un bache la cesta emitía unos aterrados chillidos porcinos. Al acercarnos descubrimos la razón: la cesta contenía una docena de cochinillos apretujados. Viajaban en condiciones tan abyectas, recibían un trato tan deplorable y sus chillidos eran tan histéricos, que costaba imaginar cualquier forma de vida que estuviera pasándolo peor en aquel preciso momento en cualquier otro punto de la Tierra. Su suplicio constituía la prueba definitiva –y simultáneamente la reprobación– de los argumentos de los activistas en pro de los derechos animales. Nunca había visto animales tan mal tratados, pero en un país cuya población había soportado lo peor que la historia puede deparar, ¿a quién le importaban los cerditos? Sobre todo una vez que se evidenció nuestro destino: el poblado flotante vietnamita. Nos apeamos del minibús y subimos a unas barquitas que nos trasladaron a los muelles improvisados –flotantes, como todo lo demás– desde donde partiríamos hacia los diversos destinos: Battambang, Phnom Penh o donde fuera.
Todo el que visita países en vías de desarrollo, si es sincero, confesará que en realidad le gusta ver un poco de miseria: gente que vive en vertederos de basura, poblados de chabolas, ese tipo de cosas. En India conocimos a un sueco que se había adentrado en uno de los peores distritos de Bombay. Para obtener su compasión y su dinero, una pedigüeña le había plantado delante de la cara a su bebé muerto. El poblado flotante vietnamita quizá no estuviera tan mal, pero desde luego era mísero: una colección de chozas ruinosas prácticamente sin nada, flotando en un agua con aspecto de sopa marrón. Ni siquiera parecía que flotase: parecía que estuviera hundiéndose. La basura –botellas de plástico, papeles, latas, desperdicios vegetales– cabeceaba en el agua por todos lados. Toda el agua estaba asquerosa, pero se habían coagulado pequeñas zonas de limo y lodo para formar conurbaciones de suciedad superconcentrada. Mantuve la boca bien cerrada por si alguna gota de aquella cloaca flotante me saltaba a los labios. Entretanto, los lugareños –sonrientes, felices, saludándonos– decoraban sus galerías con llamativos geranios rojos y bañaban a sus hijos y lavaban la ropa en aquel líquido fétido. Si cualquiera de los pasajeros del minibús se viese obligado a permanecer en aquel lugar, dicho pasajero –yo mismo– moriría en menos de un mes, probablemente en una semana.
Amarramos cerca de una choza que servía de terminal para las barcas que cubrían la ruta de Battambang. Las barcas no se parecían a las que mostraban los pasajes que habíamos comprado el día antes; de hecho, no se parecían en nada a una barca capaz de navegar. Se parecían a los cascos de las barcas saqueadas para conseguir piezas de recambio, despojadas de cualquier elemento que funcionase. Pero sí, eran nuestras barcas y subimos a bordo en cantidades que excedían de lejos cualquier criterio de seguridad marítima. Cuando estuvieron llenas, un par de pasajeros más se embutieron en cada una y amontonaron las mochilas en el escaso espacio restante. Luego nos sentamos y esperamos. Esperamos tanto rato que me entraron ganas de mear. No sabía qué hacer: ¿mear por la borda? ¿Alguien se molestaría? ¿Sería como mearse en el jardín de alguien? ¿O en su salón? Esperamos y seguimos esperando. La presión de mi vejiga aumentó. No sabía qué hacer. Después lo supe. Cabeceando en el agua, a menos de treinta centímetros de nuestra barca, flotaba un inmenso zurullo humano. Parecía una mazorca enorme. No quería verlo, pero no podía quitarle los ojos de encima. Desde luego, en un entorno propicio únicamente a la diarrea y el cólera, su firmeza y tamaño constituían un logro colosal, un testimonio de la capacidad del ser humano para adaptarse al medio. Era algo monstruoso, pero me solventó la cuestión de dónde mear. Me puse de pie en el borde de la barca y, a la vista de todos, con cuidado de no perder el equilibrio, colaboré en la labor de incrementar todavía más la pestilencia del lugar.
Así es como llegamos a Siem Riep y como nos marchamos de allí, pero ¿y Angkor? ¿Y las maravillas de Preah Kahn, Bayon y Ta Prohm? Os enseñaría las fotos pero, por desgracia, no tengo ninguna. Ni siquiera tengo cámara. Circle tiene una y sacó algunas fotos pero, sinceramente, no valen ni el papel Kodak en el que están impresas. Circle sabe mucho de muchas cosas –sabe tocar el piano y el violín–, pero no sabe nada de fotografía, ni siquiera lo más básico, ni siquiera lo que yo sé. Dispara de cara al sol, se coloca a la luz cuando fotografía una zona a la sombra. Ella lo explica con gran sencillez.
–Si veo algo que me gusta, le hago una foto.
–¿Sin tener en cuenta la luz ni dónde está el sol?
–Sí.
–¿Ni a qué distancia está lo que quieres fotografiar?
–Sí.
–De ahí esos motivos tan recurrentes en tu obra: la silueta borrosa, la fotografía que a efectos prácticos no muestra nada…
Pese a mi sarcasmo desalentador, Circle sacó algunas fotografías de Angkor, sobre todo de mí: borroso bajo las raíces de los árboles que caen como gotas de cera por las paredes de Ta Prohm, parpadeando cerca de los rostros de piedra de Bayon, sobreexpuesto como un albino en Preah Kahn… Ninguna de ellas merece un segundo visionado, la mayoría ni siquiera merecen el primero. No sin cierta razón, Circle le echaba la culpa a lo negativo de mi actitud. Cada vez que la veía sacar la cámara le decía algo del estilo «Eve Arnold tiene un encargo» o «Ah, veo que hemos vuelto a toparnos con el momento indecisivo». Lo cierto es que fueron pocos momentos y espaciados; puede que Circle sacara más fotografías que yo, pero comparada con el resto de los turistas se quedó, como ingeniosamente le dije, «muy por debajo de Parr». Lo que a ojos de tales fotógrafos-visitantes nos convertía en ciudadanos de segunda. La gente que saca fotografías tiene prioridad incuestionable en los mejores sitios. Uno apenas tenía derecho a estar en un lugar representativo a menos que estuviera fotografiándolo. Pertenecíamos a la casta más baja de turista: los invisibles. Como tales, a menudo teníamos que esperar a que grupos enteros sacaran todas sus fotografías antes de poder caminar, sentarnos o incluso mirar. A cierto nivel, como no estábamos sacando fotografías de Angkor, en realidad no estábamos allí.
Pero estuvimos en Angkor aunque no tengamos fotografías –o solo media docena– para demostrarlo. Pasamos el primer día siguiendo los recorridos exactos que recomendaban las guías turísticas. Vimos Bayon al amanecer, visitamos otros lugares, regresamos a Siem Riep a echar una cabezadita, volvimos a Angkor por la tarde y con la puesta de sol subimos Phnom Bakheng, la colina con vistas a Angkor Vat.
Los atardeceres suponen una pesada carga para el visitante. Algunos lugares se labran tal reputación como puntos desde donde «contemplar la puesta de sol» que prácticamente estás obligado a visitarlos. Phnom Bakheng era justo eso. Fue una caminata agotadora arrastrándonos pendiente arriba, pero mis Teva, las Teva que me había comprado unos años antes en Nueva Orleans, aguantaron. Mientras subíamos la extenuante colina pensé en escribir a Teva y proponerles un par de eslóganes: «Teva puede con todo» era uno de ellos. Tal vez el único.
Cuando por fin llegamos arriba, la cima estaba atestada, como una fiesta a punto de arrancar. Esperábamos ver un DJ, platos, altavoces… Había cientos, puede que miles de personas, pero no esperaban que empezara la fiesta, esperaban la puesta de sol. Había una gran presencia de japoneses. Todo el mundo –nosotros incluidos– estaba rociándose o embadurnándose con repelente de insectos por la también considerable presencia de mosquitos. Los fotógrafos serios habían calzado la cámara en un trípode. Uno de ellos se volvió hacia su mujer y le dijo «Faltan quince para el despegue», como si fueran colegas del Control de Misión de la NASA. El resto nos limitamos a esperar. A la puesta de sol. Salvo por algunos detalles fundamentales, la escena recordaba a Hampi, en India, donde también nos habíamos congregado para ver el atardecer. Pessoa tenía razón: no tiene sentido irse a Constantinopla a ver la puesta de sol, es la misma en todo el mundo. Pero de todos modos vas; vas a Constantinopla y a Phnom Bakheng y a todas partes, y mientras estás allí contemplas el atardecer. De hecho, cuando estás de viaje, contemplar la puesta de sol da sentido, significado, al día, que de otro modo no tendría ninguno. Incluso así, pocas cosas resultan más tontas que esperar a que se ponga el sol. Esperar el atardecer se convierte en una actividad, un ejercicio que ha caído en desuso. La inactividad, no hacer nada, se eleva al nivel de un propósito firme. La expectación deviene esfuerzo sostenido. Esperas a que ocurra aunque ocurrirá de todos modos. O no. Frank O’Hara tenía razón: «El sol no se pone necesariamente, a veces simplemente desaparece». ¿Y qué pasa cuando se digna ponerse? Auden dio en el clavo:
Goethe lo expuso claramente:
a nadie le importa ver
el más delicioso atardecer
pasados quince minutos.
No pasaría nada si hubiera algo que hacer, si no estuvieras solo mirando la puesta de sol. En eso yo di en el clavo.
–Conducir de cara al atardecer puede ser malo para la vista –le dije a Circle mientras esperábamos a que se pusiera el sol–. Pero al menos conduces, no estás solo mirando. A mí los atardeceres me gustan así. Y también me gustan los locales, los de Acre Lane y Lambeth Town Hall en noviembre, los que veo de refilón cuando lo único que puedo pensar es en llegar a casa a tiempo, aunque normalmente ya estoy en casa, viendo el final de Neighbours mientras espero a que empiecen las noticias de las seis.
Quizá tuviéramos una visión algo lúgubre de esperar al atardecer, pero es lo que hicimos todas las noches en Angkor: esperar a que se pusiera el sol. Al cuarto día, además de puestas y salidas de sol, habíamos visto todo lo que queríamos ver menos Pre Rup, un templo al este de Angkor Vat. La mayoría de las cosas las habíamos visto dos veces, pero la única vez que habíamos estado en Pre Rup pasamos a toda velocidad, de casualidad, montados en dos mototaxis que se habían perdido de camino a Ta Prohm desde Bayon (como si un taxi londinense se perdiera para ir al Big Ben desde el palacio de Buckingham). Por un instante me pudo el pánico y pensé incluso que intentaban secuestrarnos, pero no, sencillamente se habían perdido al entrañable estilo camboyano.
Regresamos a Pre Rup el último día, el día antes de coger la barca a Battambang. En el curso de los tres días previos habíamos visitado tantos templos que me costaría decir qué rasgos particulares tenía este en concreto aparte del hecho de que se encontraba cerca de otro templo, casi idéntico. Los templos nos habían superado. Alucinado. Repetidamente. Angkor nos había engullido, nos había devorado igual que la jungla se había comido Ta Prohm. La experiencia había sido excesiva debido a los millones de relieves –la mayoría de los cuales apenas percibí– de una complejidad demasiado intensa. Padecíamos una sobrecarga de maravilla y, como de costumbre, una temperatura de unos mil grados centígrados y la humedad de un estanque viejo.
Antes siquiera de empezar a subir los primeros peldaños de Pre Rup, se nos acercaron varios niños corriendo para que les compráramos Coca-Cola. Una niña de rostro amplio con una cicatriz en forma de interrogante encima de la ceja corrió más que el resto. Dio la casualidad de que me apetecía una Coca-Cola. Como os dirá cualquiera que haya viajado por el sudeste asiático, tales ocasiones –cuando de verdad te apetece algo de lo que vocean– deben atesorarse. El noventa y nueve por ciento de las veces nadie quiere lo que ofrecen, ya sea porque es rematadamente inútil, ya sea porque aunque sea rematadamente inútil ya tienes seis iguales (porque en alguna ocasión anterior te sentiste obligado a comprar algo que no querías). Pero sí, existen esas raras ocasiones en que alguien vende algo que quieres de verdad. Es un momento feliz para todos los interesados. En esta ocasión en particular la niña vendía Coca-Cola y yo quería Coca-Cola. Más concretamente, yo quería media Coca-Cola porque la Coca-Cola siempre aburre al quinto sorbo, por mucho que disfrutes de los cuatro primeros. Circle opina lo mismo de la Coca-Cola; a veces le basta con dos sorbos; de modo que, en representación de ambos, acepté una lata de la niña que nos la había ofrecido primero.
Mis manos acababan de tomar posesión de la lata cuando apareció otro posible vendedor. Un chico de unos doce años, con muletas, con una pierna amputada por debajo de la rodilla. Era su pierna mala, o eso pensamos. Luego vimos que la otra –la pierna buena– en realidad era de madera; en otras palabras, era una pierna malísima; de hecho, no era ni pierna. Habíamos visto montones de niños sin piernas en el tiempo que llevábamos en Camboya, pero este nos llegó al alma: fue como si de pronto se nos hubiera aparecido el espíritu ruinoso y resistente de Camboya. Tenía una sonrisa encantadora. En un país de sonrisas encantadoras, donde la habilidad para seguir sonriendo se había puesto a prueba con más crudeza que en ningún otro lugar del mundo, donde una sonrisa implicaba tanto la negación de la historia como su superación, la suya era una sonrisa asombrosa. El niño tenía la piel de color marrón claro, los brazos delgados y el pelo negro. Vestía una camiseta azul descolorida, perfecta a la manera en que las camisetas les quedan siempre a los críos, es decir, estupendas, da igual el dibujo (en este caso, el logotipo de Nike).
Cambié de idea. Devolví la Coca-Cola de la niña al hielo resplandeciente de su cubo de plástico y le compré una al niño. Dejé de ser cliente de la niña, cambié de bando, la traicioné. El niño caminó con nosotros mientras nos bebíamos la Coca-Cola, seguido por la niña, que sostenía en la mano la Coca-Cola que yo había devuelto al cubo. Él sonreía, pero ella no. Se había tomado muy mal el robo del cliente. No paraba de pedirnos que le compráramos una Coca-Cola, pero para entonces ya casi nos habíamos bebido nuestra Coca-Cola compartida y la idea de tomarnos otra no nos seducía. Empezó a maldecir en camboyano. No entendíamos lo que decía, pero no necesitábamos saber camboyano para comprender que nos insultaba. Era la primera vez que presenciábamos algo remotamente parecido a lo que solía llamarse la crueldad asiática, e incluso así se reducía a insultar a un turista tacaño por no comprar una Coca-Cola. Entonces, súbitamente, cambió de táctica y empezó a gimotear. Hasta consiguió derramar alguna lagrimilla. Cuando vio que nos arrancaba una sonrisa, retomó los insultos. Le pedimos al niño que tradujera.
–Quiere que tú comprar Coca-Cola.
–¿No dice nada más?
–Sí, gusta que tú comprar Coca-Cola a ella. Muy enfadada porque comprar Coca-Cola a mí, porque no comprar Coca-Cola a ella.
–Compra mi Coca-Cola –dijo la niña en inglés.
Negué con la cabeza.
La Coca-Cola en cuestión esperaba a pleno sol, calentándose, volviéndose menos apetecible por minutos.
–Compra Coca-Cola a mí.
Negué con la cabeza.
–¡Compra mi Coca-Cola! –gritó.
Negué con la cabeza. A cierto nivel estábamos enfrascados en una colosal batalla de voluntades, y la mía se había endurecido terriblemente. Mi corazón se había vuelto de hierro. No me harían cambiar de opinión.
–Compra Coca-Cola a mí.
Negué con la cabeza.
Probó otra vez con los gimoteos. Me reí y una vez más retomó los insultos. Mientras, con toda la resignación y aceptación de un anciano centenario, el niño al que le habíamos comprado la Coca-Cola nos contaba cómo había perdido las piernas. Había ido a recoger una vaca que se había dormido en el campo y tropezó con una mina. Una historia típica; habíamos oído diversas versiones del mismo relato docenas de veces en Camboya, pero nunca nos había afectado tanto. Sin embargo, no estaba claro cuándo había ocurrido el accidente.
–Hace siete años –dijo.
–¿Cuántos años tenías cuando perdiste las piernas?
–Diez.
–¿Cuánto hace?
–Siete años.
No tenía sentido. No lográbamos entender si había perdido las piernas a los diez años o a los siete. Volvimos a preguntarle, pero las cifras no cambiaron. Había perdido las piernas cuando tenía diez años, hacía siete.
–Entonces, ¿cuántos años tienes? –preguntó Circle.
El niño tendría diez años, tal vez doce, a lo sumo trece.
–Diecisiete –dijo.
Era un niño encantador que aparentaba doce años pero tenía diecisiete. Había perdido las dos piernas y le habíamos comprado una Coca-Cola a él en lugar de a la niña, que continuaba insultándonos a ratos. En cierto momento la niña recogió la Coca-Cola como si pensara tirárnosla o incluso golpearnos con ella. En cambio, la lanzó al suelo.
–¡Compra Coca-Cola a mí! –insistió, pero para entonces su bebida era invendible: estaba ardiendo y a punto de explotar.
Quien la abriera acabaría rociado de Coca-Cola caliente y en cuestión de segundos el líquido dulzón atraería a un ejército de hormigas e insectos. En cualquier caso, nuestro corazón se había inmunizado. Estaba en nuestras manos el resolver la situación comprándole una Coca-Cola, pero no queríamos comprarle una Coca-Cola. Teníamos el poder absoluto y éramos implacables. Nos enternecía el niño que representaba la difícil situación de su país pero no estábamos dispuestos a aliviar la angustia de aquella niña que a ratos lloraba y a ratos insultaba. Si el niño nos parecía la personificación de Camboya, para la niña nosotros personificábamos todo el caprichoso poder y la riqueza de Occidente. Quería que le comprásemos una Coca-Cola –no un coco, no algo que creciera en su tierra, sino una Coca-Cola, fabricada con licencia estadounidense– y no pensábamos comprársela. Así de simple. Una injusticia casi perfecta.
Ahora volvía a gimotear, pero tanto los gimoteos como los insultos resultaban ineficaces con nosotros. No por primera vez en la vida, experimenté una extraña curvatura o deformación del tiempo. En realidad deseaba haberle comprado la Coca-Cola a la niña, pero era demasiado tarde para hacer nada al respecto aunque todavía estuviéramos a tiempo de ello. Si hay algo de verdad en la idea del karma y la reencarnación, entonces renaceré no encarnado en el niño sin piernas al que compramos una lata de Coca-Cola, sino en la niña airada y llorosa a la que no se la compramos. O quizá seré una lata de Coca-Cola: arrojada al suelo, caliente y abandonada, a punto de explotar. Aunque es más probable que el círculo no se rompa y –como sostenía Nietzsche– renazca siendo yo mismo y repita la misma escena, ese mismo error y todos los demás que condujeron a él, infinitamente, durante toda la eternidad.
Nos levantamos para irnos.
Mientras bajábamos las escaleras del templo oí al niño al que le habíamos comprado la Coca-Cola llamándonos, despidiéndose.
–Gracias, señor –decía–. Buena suerte en la vida, señor. Que tenga una buena vida, señor.
Miré atrás. Mantenía el equilibrio sobre las muletas, el muñón de una pierna colgaba en el aire, dibujándose sobre el fondo del tremendo sol, diciéndonos adiós.